lunes, 13 de septiembre de 2010

DIOS CUENTA LAS LÁGRIMAS DE LAS MUJERES

Ernesto Pérez Castillo

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МИЛЫЕ ДЕВУШКИ!

Svetlana es rubia. Es castaña. Es trigueña. Es pelirroja. Tiene el cabello rizado, corto, largo, muy largo, lacio, rapado. Sus ojos son azules. Verdes. Negrísimos. Marrones. Grises. Tiene un ojo verde y otro azul. Su piel es muy blanca. Morena. Canela. Rosada. Muy tostada por el sol. Svetlana mide 1.72, 1.67, 1.91, 1.60. Pesa 60 kilos. 54, 65, 59, 63.
Svetlana es mecanógrafa. Traductora del ingles al ruso, del alemán al ruso, del italiano al ruso, del francés al ruso. Es profesora de geografía en una escuela secundaria. Es estudiante de pre grado en una universidad. Es maniquí en un show televisivo. Es administradora de empresas. Es ingeniera civil. Es dependiente de una boutique. Es foto reportera free-lance. Es becaria terminando su doctorado.
Svetlana tiene 21 años. 27. 22. 31. 25. Es judía asquenazi. Sefardita. Adventista del séptimo día. Católica. Hara Krishna. Musulmana. Ortodoxa. Prebisteriana. Pentecostal.
Svetlana es soltera. Viuda. Divorciada. Es la más pequeña de una familia campesina de siete hermanos. Es huérfana de padre, y se crió sola con su mamá. Fue educada en un orfanato, pues sus padres murieron en un accidente de aviación. De padre desconocido, su madre la abandonó a los tres años en casa de sus abuelos. Su madre murió durante el parto, y ella vivió toda su vida con su papá. Es la mayor de tres hermanas en un suburbio de Moscú.
Esa es Svetlana, según sus datos de inscripción en sitios tales como www.chicasdeleste.com, www.rusaslindas.com, www.mujeresrusas.com, www.turusa.com, www.mujeresrusas.net, www.eslavas.com, www.brideinrussia.com, www.rusiamia.com www.mujeresrusasbellas.com. Solo algo permanece invariable en cada perfil: Svetlana siempre se llama Svetlana.
En unos de sus perfiles se lee: «Leo periódicos y revistas, historias detectives. Me gusta ver por TV Noticieros, Películas. Creo que la casa, y niños son los más importantes para mujer, la carrera puede esperar. Tengo en casa cat.» En otro perfil es más escueta, y solo pone: «Personality: elegant, communicative, optimistic, romantic, cheerful. Looking for: 23-40 y.o. Careful, loving, tender, considerate.» El último de sus perfiles asegura: «Practico en serio volleyball. Leo Periodicos y revistas. Creo que la carrera exitosa es tan importante para mujer como la familia. Quisiera tener a niños en el futuro.»
La otra Svetlana, la bisabuela, de quien heredó el nombre y nada más, estaba casadera al terminar la segunda guerra mundial, que fue la peor época en Rusia para conseguirse un marido, pues la mitad de los hombres había muerto en el frente o en los campos de concentración, y la otra mitad estaban casados o –justo porque había tantas solteras– picaban por todas partes pero no se querían casar.
Mas una mañana de aquel invierno, al regresar de escarbar papas bajo la nieve, Svetlana encontró desmayado en su patio al hombre ideal. Muchos días después, cuando el hombre pudo por fin hablar, supo que se llamaba Iosef. Decir que Iosef estaba flaco sería como no decir nada. Todos sus huesos le punzaban la piel, parecía como si el pejello le fuera a reventar, de estirado y brilloso y fino que se le veía, y tenía los ojos hundidos y apagados. Aunque no hablaba, no paraba de abrir y cerrar la boca.
Este sí que no me podrá preñar nunca, pensó Svetlana, y se lo echó al hombro. En la cocina lo tiró sobre la mesa, comenzó a encender el horno, y al darse la vuelta vio que Iosef estaba aferrado a una papa cruda y sin pelar, con pegotes de tierra aun, y trataba de morderla con sus encías desdentadas. Al menos tiene buen apetito, se dijo ella, se recuperará, y ya seremos dos para buscar las papas, y servirá para partir la leña, y quizá para alguna otra cosa más.
Y se recuperó. A los dos meses de comer papas, mañana, tarde y noche, Iosef tomó la azada antes del amanecer, sin despertar a Svetlana, y se fue al bosque. Cuando Svetlana abrió los ojos, se vio otra vez sola y sin marido. Fue y se sentó a la puerta de la isba, sin llorar una lágrima, con el largo cuchillo entre las manos, mirando hacia los abedules. Por ahí vio regresar a media tarde a Iosef. Él se le paró delante, dejó caer a sus pies un oso muerto, y le dijo: ni una papa más, cojones. Fue esa la primera vez que Iosef abrió la boca para hablar y no para comerse una papa. Svetlana le abofeteó, y después llevó el oso para la cocina.
Iosef pensó que Svetlana le había golpeado por la mala palabra, pero después se dio cuenta de que no, pues ella no debió entenderla, porque aunque pronunció la frase en el más perfecto ruso, los cojones los soltó en español.
Iosef había llegado al patio de Svetlana después de saltar del tren que lo trasladaba desde el campo de concentración nazi donde pasó los tres últimos años de la guerra –y que acababa de ser liberado por las tropas soviéticas– hacia la Siberia, a los gulags de Stalin. El coronel del Ejercito Rojo Varis Emmanuílovich Gubín encontró en los archivos del campo fascista que Iosef era en realidad José Manuel Fernández Clark, ex sargento de artillería ligera del 250 Einheit Spanischer Freiwilliger de la Wehrmacht, la División Azul, el contingente español de voluntarios que el General Franco enviara en apoyo a Hitler. Fue recluido en el campo nazi al ser sorprendido intentando desertar durante el sitio de la ciudad de Leningrado.
José fue llevado a interrogatorio ante el coronel soviético, que le increpaba por su pasado fascista. Varis Gubín había combatido en España, del lado de la república, y encontrarse frente a frente con un legionario le revolvía la bilis. José guardaba silencio, sin siquiera mirar al traductor, pues entendía perfectamente las palabras del coronel, después de tres inviernos conviviendo en el campo de concentración con los judíos rusos y polacos, que para él eran la misma cosa, y que le salvaron la vida más de una vez. José no podía hablar. Sus energías apenas le alcanzaban para disfrutar golosamente, con la vista, del panecillo humeante y del rumor del samovar sobre la mesa.
A la taigá, a congelarse el culo, ordenó finalmente el coronel.
En la universidad, Svetlana aprendió mucho, aprendió demasiado. En las noches, al regreso de trabajar, se metía a la cama a ver televisión, por falta de alguien con quien conversar. A sus amigas de la infancia les pasaba otro tanto, salvo a Galia, que fue la única que tuvo el buen cuidado de mantenerse lo más alejada posible de las aulas y los pizarrones después de terminar el bachillerato.
Galia era la única de ellas que aprovechó sus mejores años arreglándose las uñas con pinturas de brillo, yendo religiosamente al gimnasio aunque no tuviera con qué llegar a fin de mes, y se mantuvo libre del pecado imperdonable que sería convertirse en universitaria, lo cual sería tanto como enviudar antes del casamiento, decía.
De inquietudes políticas, ni hablar, insistía ella. La única excepción que se permitió al respecto fue solicitaren cuanto tuvo noticia de él, su inscripción en el Partido de las Rubias Rusas, para lo cual previamente se tiñó el cabello, pues ella es trigueña natural. La convenció de hacerlo el escuchar en la radio a Marina Volóshinova, la Secretaría General del partido, que tampoco es rubia. La Volóshinova proclamaba que ser una rubia es un estado mental, y que se puede ser rubia por fuera o por dentro, porque se trata solo de no tomarse la vida tan en serio. Además, según Galia, es un problema de solidaridad elemental, pues hombres y mujeres se burlan de las rubias por igual, porque se siempre se ha pensado que las rubias son guapas pero tontas.
Y no es así, como ella ha sabido demostrar pues, desde que se tiño de rubia platino, fue la única de todas sus amigas que consiguió marido, y al casarse tuvo el buen cuidado de renunciar de inmediato a su militancia política, aunque no a dorarse el cabello.
Fue la propia Galia quien le recomendó a Svetlana que se buscara un marido en Internet, aunque el suyo lo había conseguido en el mercado de la esquina. Galia, casada desde hacia tres años con un ingeniero, y a la espera de su segundo bebé, se había colgado su perfil en varios sitios web, y revisaba diariamente su buzón, a ver qué aparecía por ahí. Cuando Svetlana le preguntó que para qué se había inscrito, si ya ella tenía marido, la rubia le contestó con sencillez y guiñándole un ojo:
–Bueno, es que una rubia siempre puede aspirar a más.
José a la Siberia no la vio ni de lejos, gracias al muy sano hábito ruso de hacerlo todo a lo grande. El tren en que viajaba hacia la taigá –arrebatado poco antes por los soviéticos a los fascistas– era el mismo que los nazis usaban antes para repletar de judíos sus campos de concentración. Los soviéticos decidieron humanizar un poco el traslado de los prisioneros, dándoles algo de ventilación. Para eso abrieron a hachazos en las paredes de maderas duras y corridas de los vagones unos ventanucos, a los que colocaron barrotes de hierro para evitar las fugas.
Pero esos barrotes no impidieron el escape de José, que se pudo deslizar entre ellos como por entre la puerta abierta de una casa, de lo esquelético que estaba. Sacó primero la cabeza por el ventanuco, y luego el cuerpo todo, y se dejó caer del tren que corría a toda máquina, a la vista de los soldados rojos, que se rieron al verlo rebotar una y otra vez y luego rodar sobre la nieve, y lo dieron por muerto mientras se alejaban, sentados sobre los techos de los vagones en marcha, tomando de las cantimploras de campaña su hirviente sopa de col.
Él no murió en la caída, para eso habría precisado pesar muchos kilogramos más. Más bien casi flotó en el aire y cayó suavemente sobre el grueso colchón de nieve que cubría el paisaje. Pero estaba seguro de que de seguir en aquel vagón sí que se hubiera muerto, congelado por la ventisca a veinte grados bajo cero que el ventanuco dejaba pasar.
Svetlana desde niña conoció a su bisabuelo, y le encantaban las historias que él le sabía contar cada verano, cuando vacacionaban en la aldea. José, que nunca engordó, y que por el contrario cada año era no solo más flaco sino además más pequeño, y mucho más desde que su mujer murió, encontró en aquella su única biznieta lo que no encontró en ninguna otra mujer en toda su rusa vida: alguien con quien pudiera hablar en su propia lengua. Desde que era bebé le hablaba en español, y la niña le sonreía al escuchar los sonidos de aquel idioma tan raro. Con los años fue aprendiendo una palabra encima de la otra y ya para la adolescencia Svetlana sentía que dominaba ese idioma a la perfección.
Ella de verdad pensó que su sangre española y su conocimiento del idioma le podrían servir para algo cuando comprendió que en Rusia le sería imposible conseguir marido. Fue a la embajada española en Moscú, a solicitar su ciudadanía, al enterarse de que los nietos de los refugiados de la guerra civil la podían reclamar. Pero de allí salió como si le hubieran echado cuatro baldes de agua fría.
El caso es que su abuelo –que de hecho no era su abuelo, sino su bisabuelo– no era un refugiado, sino un desertor, y eso complicaría las cosas, y además, estaba la improbable posibilidad de demostrar legalmente, con los documentos debidos, toda la historia de José.
Svetlana tomó el tren a la aldea, decidida a remover cielo y tierra para lograr irse a Madrid, y allí se encontró al abuelo, que ya medía apenas un metro y veinte centímetros, acostado sobre el horno como cada vez. José, que a las tantas ya pasaba de los ochenta años, se sentó sobre las cobijas cuando la vio entrar a la habitación, y se le saltaron las lágrimas cuando escuchó a Svetlana decir en su más perfecto español: abuelo, yo quiere irte a Madrid.
El anciano bajó del horno suavemente, tomó entre las suyas las cálidas manos de la muchacha, y fueron juntos a sentarse a la entrada de la isba, a mirar por un rato la nieve caer. Entonces Svetlana le explicó al abuelo lo que quería hacer, y que para eso lo único necesario era conseguir algún documento que demostrara que él era español.
José se mantuvo en silencio un largo rato, acariciando suavemente las manos de su nieta amada, mientras reunía las pocas fuerzas que le quedaban hasta que por fin le pudo hablar:
–¡Ay, mijita! Si yo no soy español, yo soy cubano.
José había extendido su vida más allá de los ochenta años gracias a que nunca perdió el gusto por la carne de oso, pero cada vez le costaba más trabajo conseguirse alguno. Lo que más le golpeó, junto a la escasez de carne de oso, fue la nostalgia. Había salido de Cuba muy joven, con apenas dieciocho años, pero nunca se olvidó de las calles sucias y fangosas de La Habana, de la gritería de balcón a balcón, de las putas de San Isidro, y de la peste a orines en las escaleras.
Y esa nostalgia se le revolvió en el alma cincuenta años atrás, cuando murió su mujer. La había dejado sola por un fin de semana, para viajar al cercano koljos Krasnaie Zviezda, a solo setecientos kilómetros, a comprar una vaca. La vaca era una novilla hermosa, blanca y de manchas negras, como son las vacas de verdad, y al intentar regresar a su aldea no pudo convencer al inspector de la KGB del tren de dejarle subir al coche con Katiusha, que así había bautizado a su ternera. Entonces tuvo que regresar a pie, y Katiusha le seguía alegremente detrás, trotando entre los abedules. Demoraron apenas tres semanas en regresar, y cuando José vio la puerta de la isba entreabierta, en medio de la madrugada, supo que algo andaba mal.
A su Svetlana la encontró atascada dentro del horno, con toda la piel chamuscada. La noche anterior, en el televisor social de que disponían en la aldea –un telerreceptor marca Krim 001 que, aunque era en blanco y negro, tenía una alta definición para toda la gama de los grises–, había visto una película del neorrealismo italiano en que una joven obrera, seducida por un extranjero millonario, y abandonada después, decidía quitarse la vida metiendo la cabeza en el horno de gas.
El horno de Svetlana no era de gas, ni ella tenía la menor idea de qué sería aquello ni de cómo podría funcionar, pero la película, transmitida sin subtítulos pero doblada a ratos por la voz conmovedora del conocido Alexander Popov, la estrella de los estudios Moskfilm, la hizo sentirse más sola que nunca después de tres semanas de desaparecido José. Por eso se metió al horno como pudo. Su cuerpo apenas cabía dentro de aquel agujero pensado solo para asar osos destazados, pero una vez dentro y al octavo fósforo, consiguió que la leña comenzara a arder. Mas, no logró ni una pequeña llama, solo unas brazas en las puntas de los maderos. Finalmente se le pasó el arrebato, y quiso salir y sacarse la depresión preparando unos pastelillos de remolacha. Pero el cuerpo se le había trabado allí, y por más que se esforzó, empujó, pataleó y pidió ayuda a gritos, no consiguió liberarse. Murió ahogada por la humareda de la leña húmeda.
Así la encontró José, junto a una pequeña nota de despedida, donde Svetlana le había dejado solo una palabra, la única que aprendió de su marido, y se la dejó escrita en español: hijoeputa.
Katiusha, después de muerta la vieja Svetlana, se convirtió en la adoración de José. Nunca la amarró, la llevaba a pastar a los mejores campos de la región, y cada noche la hacía entrar a la isba para dormir juntos, al calor del horno. Ella llegó a ser una vaca enorme, y en sus mejores años daba más de cien litros de leche cada día. Para José, Katiusha era sagrada. Jamás la golpeó, jamás la ofendió, jamás le gritó. No permitió siquiera que ningún toro de ninguna parte de la República Federativa Soviética de Rusia la montara jamás. Y rechazó miles de solicitudes de ciudadanos honestos que se la querían comprar.
Incluso, al comienzo de la perestroika y del cuento de la glasnot, llegó a apalear a varios campesinos que sorprendió intentando robarle la vaca para una sopa. Primero muerto, decía José, cada vez que le proponían deshacerse de Katiusha. Por eso Svetlana se conmovió hasta los mocos cuando su bisabuelo, que sabía que la nieta no tenía ni un kopek, le ofreció vender la vaca para con ellos al menos ayudarle a pagarse los gastos de su viaje a Madrid. Para entonces Katiusha era ya una vaca de la tercera edad, que no daba carne, ni leche ni nada que valiera la pena, pero su foto había aparecido miles de veces en el Pravda, y en los años setenta fue la estrella de muchos noticieros de televisión. Era una vaca improductiva, sí, pero era una vaca famosa.
Svetlana regresó a Moscú con Katiusha, sobornando para ello con solo quince rublos al oficial de la militzia que para entonces supervisaba la subida al tren. Dejó la vaca en el apartamento, fue a un cíber café de la avenida Puschkin, y puso a Katiusha a la venta en E-bay. Finalmente, a Katiusha la compró un coleccionista privado norteamericano, que ya antes comprara dos toneladas de ladrillos rojos del Muro de Berlín. Con los seiscientos euros que le sacó a Katiusha, Svetlana se compró una computadora portátil, se arrendó una conexión de tarifa plana a Internet, y colocó su perfil en cuanto sitio web existiese, para encontrar un marido con el cual emigrar.
A los dieciocho años, José era flaco como una cabilla y trabaja cargando sacos de azúcar en el Muelle de Luz. Allí se juramento abakuá sin ser negro, y se afilió al partido comunista sin haberse leído un libro de Marx. Los comunistas le dieron una misión: reclutar voluntarios para pelear por la República Española. Tenía una cifra que cumplir: siete compañeros. Le costó dios y ayuda convencer a los primeros seis, pero al séptimo no lo podía conseguir, mas de todas maneras consideraba cumplida su misión cuando se lo reportó a Aracelio, el líder que se la encomendó.
Aracelio le felicitó por tamaño éxito, le abrazó emocionado, y entusiasmado le concedió el altísimo honor de que el séptimo compañero sería el propio José. Ahí José se cagó en los pantalones. No le tenía miedo a la guerra ni le tenía miedo a la muerte. Él era un tipo durísimo, con un tremendo historial de nalgas y caras cortadas con su chaveta en el barrio de Jesús María, y se había ganado la militancia en el partido rompiéndole la cara de un puñetazo a un policía y quitándole la pistola a plena luz del día en el barrio de Belén.
El terror de José, a quien no sabía cómo enfrentar, era Plutarco Fernández, el viejo, el puro, su papá. Plutarco combatió en la guerra de independencia del 95, y salió de ella vivo y con veintisiete heridas de bala dispersas por su anatomía. El veterano mambí, ya en la república, se negó a cobrar la pensión de veterano, porque, decía, él no había macheteado españoles por dinero, sino para hacer a Cuba libre. Con todo, después de la guerra, el carnicero de barrio, el bodeguero de la esquina y dueño de la farmacia de la calle Merced, eran gallegos, y le negaban el fiado siempre a Plutarco, por su pasado mambí. Plutarco sentía que las cosas seguían igual, que él seguía en el bando de los jodidos, y que el mundo era una porquería que nunca iba a mejorar.
En todo eso pensaba José de camino al cuarto donde vivía con su padre, su madre, y sus catorce hermanos. ¿Cómo le explicaría al viejo Plutarco que los abandonaría para irse a España, a pelear por los españoles? ¿Cómo podría convencerlo de que ahora los españoles eran sus hermanos, y que estaría dispuesto a dar hasta su sangre por ellos? El viejo le escuchó en silencio, aferrando con sus manos los brazos del sillón, y al final le dijo: si te vas, te desheredo. Ahí José supo que su padre estaba más ido del mundo de lo que él podía imaginar, pero no se rió de la amenaza, por respeto.
El día de la partida el padre no se levantó de la cama, pero desde la puerta del cuarto, abierta a la madrugada, José pudo escuchar a su padre que le gritó: vete, y muérete en España, pero a Cuba no vuelvas, porque entonces te voy a matar yo.
La guerra civil en España terminó con el aplastamiento de los republicanos, y José no se atrevió a aceptar las propuestas de los anarquistas que desde la clandestinidad organizaban el regreso a sus países de los voluntarios de las milicias internacionales. Después de la amenaza de Plutarco, nunca volvería a Cuba, y mucho menos derrotado. Así, vivió escondido de pueblo en pueblo, hasta que entrevió una posibilidad de conjurar aquella amenaza, y conseguir el perdón de su padre: el Generalísimo Franco ordenó formar un cuerpo de voluntarios para ir a Rusia a combatir a los bolcheviques, devolviéndole a Hitler el favor que le hizo cuando le envío la Legión Cóndor en apoyo a su cruzada contra los rojos en la península.
José se agarró de aquel clavo ardiente. Nadie le preguntó sobre su pasado a la hora del reclutamiento, pues lo cierto es que escaseaban los voluntarios. Su plan era llegar a Rusia, desertar a la primera oportunidad, cruzar las líneas y unirse a los bolcheviques hasta la victoria final. Regresaría a Cuba con honores, y quizá hasta con una medalla, pensaba. La mejor oportunidad que tuvo para escapar fue durante el sitio de Leningrado, una noche que todo su regimiento se emborrachó, no porque celebraran algo en particular sino porque el frío descendió a cincuenta grados bajo cero y les obligó a beber todo el alcohol que tuvieran a mano.
José fue él único que no bebió ni una gota. Salió de las trincheras y comenzó a caminar sobre la nieve, en terreno de nadie, como Pedro por su casa, hasta que escuchó una voz que le grito: ¡Alt! Al instante estaba rodeado por un bulto de soldados uniformados de negro. Ahí sintió que había metido la pata otra vez. Había ido a dar en medio de un pelotón de castigo de las SS hitlerianas. Intentó convencer a los SS que él era miembro de la 250 Einheit Spanischer Freiwilliger, que había salido de su trinchera a cagar y que perdió el rumbo entre la nieve. Pero los alemanes no le dejaron ir. Desconfiaron de él desde el primer segundo.
Los alemanes decían que los soldados españoles eran unos puercos que cagaban directamente en las trincheras, que andaban con el uniforme empercudido, que no se bañaban nunca, y que mucho menos tenían jamás el cuidado de afeitarse. José les explicó que él no era español sino cubano, una raza que tenía el hábito del baño, y que a veces se bañaba hasta más de una vez al día. Que él no podía cagar delante de los otros porque era abakuá, y por eso nadie podía verle el culo, y que si no tenía una barba de ocho días como el resto de los españoles era solo porque desde siempre en su familia todos habían sido lampiños.
Mientras más hablaba José, más desconfiaban de él los alemanes, y finalmente decidieron informar al mando español sobre su detención. Los españoles tardaron más de tres semanas en responder, y cuando respondieron fue para decirle a los de las SS que hicieran con José lo que les viniera en ganas. Que, por traidor a la madre patria, no lo querían de vuelta ni para fusilarlo y que, además, sospechaban que en realidad era un comunista que se les había infiltrado en la gloriosa División Azul.
En siete meses de revisar su e-mail cada noche a la vuelta del bar, Svetlana no encontró una sola respuesta que valiera la pena. Solo le llegaban mensajes de aberrados que le pedían fotos desnuda, o vestida de hombre –de preferencia, vestida de militar– y cosas así. Y también recibió miles de propuestas de muchos otros sitios web, que le ofrecían contratarla como modelo para sus shows de cibersex on-line. Estaba a punto de aceptar cuando descubrió en su carpeta de spam un e-mail invitándola a que, si buscaba un trabajo bien remunerado, visitara la dirección http://www.mossad.gov.il. Como estaba aburrida, hizo click sobre el link y allí se puso a curiosear, hasta que de pronto encontró el formulario de inscripción para ingresar al Mossad. No lo pensó dos veces. Rellenó con sus datos la página y la envió.
Mientras José miraba a Katiusha trotar junto a su bisnieta camino a la estación del tren, les deseo larga vida a las dos, luego escupió a la nieve, entró a la isba y se echó sobre el horno, arropado con todas sus cobijas, con ganas de llorar. Nunca imaginó que se desprendería tan fácil de su Katiusha, y no se sentía mal por ello, sino solo porque la había visto irse sin que la vaca mirara ni una sola vez hacia atrás.
Está visto que ya no se puede confiar ni en una vaca, pensaba José, aunque hayas dedicado tu vida entera a consentirla. Pero a José lo consolaba la idea de la buena vida que su Svetlana se podría dar en Madrid, bien lejos de Rusia, del frío y del cielo siempre gris. Comenzó entonces a recordar, adormecido, los pocos meses que vivió en España, después de la derrota, y volvió a tener ante sí las caras de las bellas andaluzas, con sus vestidos de flores y sus mantillas, y volvió a sentir en sus labios el sabor del vino y en su piel el calorcillo del sol. Así se durmió, consolado y feliz. Y no se despertó jamás.
Dos semanas después que Svetlana rellenó el formulario del Mossad, recibió en su apartamento la visita de un hombrecillo gris, que golpeó a su puerta suavemente, y que cuando ella abrió se estaba soplando la nariz con un pañuelo azul marino. Te hemos aceptado, le dijo el hombrecillo, soy el oficial encargado de tu preparación. A Svetlana, el agente del Mossad, aunque se veía insignificante, le inspiraba temor, y ya no podría dar marcha atrás.
En un mes, Svetlana estaba lista. Su fachada era convincente por su simpleza, entraría a Cuba con visado de turista y debería hacerse de amigos entre la farándula habanera. A partir de ahí, buscaría la manera de desarrollar algún trabajo artístico –eso hace todo el mundo allá, le aclaró el agente– que justificara su presencia en La Habana, y le diera el tiempo para cumplir su objetivo.
Para eso le servirían sus estudios universitarios, y los tantos postgrados en estudios de cultura comparada. También por eso habían apostado por ella y, si fuera necesario, sacaría a relucir la historia de su bisabuelo cubano. Eso le daría cobertura para lograr la residencia en aquel país, si es que la misión se prolongaba demasiado.
El Mossad tenía bajo vigilancia a una célula de talibanes chechenios, y acaban de detectar que alguien les había vendido una docena de fusiles AKM. Comenzaron a investigar al traficante, un neo-comunista, hijo de un viejo conocido de la antigua nomenklatura soviética. El sujeto al parecer había detectado la vigilancia del Mossad, y de pronto desapareció.
Mas no por mucho tiempo, siguió el agente, tenemos a alguien en la plaza Lubyanka, en el Federalnaya Sluzhba Bezopasnosti, y resulta que los antiguos KBG también le siguen los pasos. Lo han ubicado nuevamente, y para más alarma, en Cuba, la isla comunista.
En este punto el agente interrumpió su discurso y le mostró a Svetlana varias fotos de un joven alto, muy blanco, rubio, parado frente a un edificio. Estas fotos le fueron tomadas en La Habana, en ella le ves entrando a las oficinas de la Seguridad del Estado cubana, más conocida en la isla como el G-2. Creemos, concluyó el agente, este fue el día en que finalmente lo reclutaron.
Él será tu objetivo en La Habana, terminó el agente. Te pegarás a él como una estampilla de correos. Tu misión es simple: convencerlo de que viaje contigo a París. A partir de ahí, nosotros nos encargaremos del resto. No te pedimos que lo seduzcas, le advirtió el agente, pero sinceramente no veo otra manera de que lo logres.
La paga tentaba a Svetlana, y además ella reducía el asunto a un viaje al Caribe con los gastos cubiertos. Lo que la decidió fue que sería una buena oportunidad de conocer el terruño de su bisabuelo José, de caminar las calles de las que tanto él le habló, de regresar a donde nunca él pudo volver.
Tres semanas más tarde, Svetlana se despertó con el sol, que irrumpía entre las persianas de su apartamento en La Habana. No se quiso vestir, y decidió seguir desnuda por el resto del día. Fue a la cocina, comprobó que había venido el gas, y puso un café mientras llenaba un cubo de agua para darse un baño y aliviarse el calor. Cuando el café estuvo, lo dejó refrescar, sin probarlo aun. Tomó el cubo de agua y, ya en la puerta del baño, cambió de opinión. Sin soltar el cubo, se dirigió a la terraza, desnuda todavía. Allí, con los primeros rayos del amanecer dorándole la silueta, vertió el cubo sobre su cuerpo, y dejó que el agua le rodara sobre la piel, a la vista de dos o tres vecinos. Quería estirar todas las sensaciones de esa mañana y no olvidarlas jamás. Volvió a la cocina, húmeda y desnuda, dejando en las baldosas la huella mojada de sus pies descalzos.
Se sirvió el café y bebió un sorbo, antes de confirmar la certeza de que, por primera vez en su vida, deseaba fumar. Sonriendo, volvió a la habitación, y vio en la mesita de noche la caja de cigarrillos Popular. Tomó uno y se dejó caer en la tumbona frente a las ventanas. Se puso el cigarrillo en los labios y le acercó la llama del encendedor. Aspiró, y luego dejó escapar despacio una larga bocanada de humo. Así, radiante, a contraluz, envuelta por el misterio del humo de su cigarro, la vio Volodia Ustimenko al despertar.
En La Habana fueron vistos juntos por última vez en el aeropuerto. Svetlana y Volodia se reían del poco equipaje con que viajarían los dos. Cada uno cargaba en sus espaldas apenas una mochila. Chequearon sus pasajes abrazados, sonrientes, besándose a cada paso. Luego de los controles de emigración, vieron que aun les quedaba tiempo para un último café y un último cigarro en La Habana, antes de abordar. Se sentaron en la cafetería del salón, a saborearse un café y fumarse juntos un único cigarro entre los dos, hasta que escucharon por los altavoces el último llamado a los pasajeros.
Fueron abrazados hasta la puerta de embarque. Cruzaron el largo túnel hasta el avión a pocos pasos uno del otro, Volodia detrás, con la sensación de que estaba viviendo el mejor sueño de su vida. Ya dentro del avión, a Svetlana le palpitaba el corazón. El vuelo con destino Paris despegó con puntualidad, a las veintiuna horas con cuarenta y cinco minutos. Cuando el capitán de la nave anunció a los pasajeros que ya podían zafarse los cinturones, Svetlana se quitó el suyo, y caminó por el pasillo hacia el baño. Volodia la siguió a distancia, y encontró la puerta del baño abierta. Adentro estaba esperándolo ella, desnuda. Comenzaron a hacer el amor entre las nubes, como habían soñado hacerlo desde la primera vez, y no pararon hasta que sintieron la llamada de la aeromoza, que les requirió sonriente al abrirse la puerta y verlos a los dos juntos de allí. El vuelo siguió sin contratiempos, salvo una ligera llovizna que mojaba la pista de aterrizaje al hacer la escala de rigor en el aeropuerto de Santiago de Cuba.

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