lunes, 8 de septiembre de 2014

¡¡¡FELICIDADES, PATITA FELIZ!!!


 
Hace cuatro años, a esta hora que escribo, más o menos, cinco y algo de la tarde, me dijeron que no había “ni esta contracción”. Más tarde, como a las ocho, la situación era la misma, y el doctor de guardia me sugirió irme a casa, que el parto, por su experiencia, no se produciría. Que descansara. Que ya estaban programando  la cesárea para mañana.

Me fui a casa con la mochila a la espalda… ahí llevaba todo: la ropita para cuando Patricia naciera, las cremas, los pañales desechable, la ropa de la mama… qué se yo, solo sé que pesaba una enormidad, y con esa enormidad a la espalda crucé a paso rápido las calles entre Maternidad Obrera y mi casita.

Me pesaba en los hombros la mochila, pero más me pesaba en el corazón la posibilidad de esa cesárea. Ateo y sin bautizo como he vivido desde siempre, no sé cómo rayos se hace para hablar con Dios, pero aquí confieso que le hablo a mi manera a cada rato. Ese día le hablé, mientras atravesaba aquellas calles oscuras que no olvido. Le pedí, le pedí con todas mi fuerzas, con toda mi pasión, con el corazón entero, que se obrara el milagro del parto. Quería que la Paty naciera como es debido, que su mamá pasara los dolores del alumbramiento y la dicha enorme que supone ver a tu criatura en tus brazos después del acto valiente, valientísimo, de parir.

Llegué a la casa, puse un café, derramé alguna lágrima (toda mi vida entre La Lisa y Centro Habana no ha servido de nada: pese a ello, soy un hombre que llora, y orgulloso de ello), fumé un par de cigarros, y en medio de eso sonó el móvil… la voz femenina que me habló desde el otro lado, solo dijo: “Papá, ¿dónde está usted? Ya comenzó el trabajo de parto”.

Demoré menos en colgar que en salir corriendo por la avenida 41 de vuelta hacia el hospital. Llovía a cantaros. Corría por el medio de la calle y le hacía señas a todos los taxis que se me cruzaban, y hoy que revivo la escena entiendo a los taxistas: un tipo flaco, largo, medio calvo y pelúo a la vez, desgreñao, corriendo por el medio de la avenida, bajo el aguacero, empapado como un gato mojao, jadeante, no suena a ser el mejor de los pasajeros posibles.

Llegué al hospital, subí a la sala de parto, y mostré el certificado que acreditaba que había cursado el curso habilitante de papá que puede estar durante el parto. Me dieron la ropa verde (que me quedaba mal, pero eso no es algo nuevo, casi toda la ropa, del color que sea, me queda mal) y entré. Allí estaba Mytil, panzona, adolorida, comenzando por fin a ser mamá. Su primer gesto, el gesto con el que confirmé que esa mujer sobre la camilla sería una madre excelente, fue que me miró, me vio todo. mojado, y entre contracción y contracción, cuando el dolor le daba un respiro, me decía: “estas muy mojado, sécate, te empapaste en la lluvia, te vas a enfermar”.

Qué grande el alma de una mujer, que en ese momento, en tal trance, pensaba en mí, en un posible resfriado, cuando ella estaba comenzando y ya sufriendo la tremenda y terrible epopeya de su parto.

Tras mucha dura y larga batalla, tras mucho valor y mucho coraje de Mytil, vio la luz al fin Patricia, toda morada en sus manitos y sus pies, sin respirar aun, y con sus ojitos gris azules tremendamente abiertos. Ahí fue el corre corre de las enfermeras, el miedo de Mytil, las maniobras de los médicos, y yo contenido, sonriente para Mytil, diciéndole que no pasaba nada, que todo estaba bien, y por dentro, por segunda vez en menos de diez horas (todo un exceso para un ateo) hablándole, pidiéndole a Dios.

Así fue que, naciendo el día, a las cinco de la madrugada, ya la Paty estaba fuera de peligro y pegada al pecho de su mamá en la sala de recuperación. Entonces me fui a casa, a descansar un par de horas, y al rato, serían menos de las nueve de la mañana, estaba de vuelta en el hospital, a cargar a mi hija, a tenerla en mis brazos, a besar a su mamita que tan fuerte y tan valiente se portó.

Pasaron cuatro años, y hoy la Paty se la pasa pintando con los pinceles, bailando, cantando por los pasillos de la casa, queriendo ser princesa, ser sirena, ser bailarina, queriendo tener alas de mariposa en su espalda, tener unos tacones rosa.

Tan bella mi hija que ahora cumple sus cuatro años. Tan dulce como tan cabezona. Tan de la manera que tanto me gusta. Y tan fuerte y tan feliz, siempre feliz, sonriente, con sus ojitos pícaros, su malcriadez que me reblandece los huesos, sus besos que llevo conmigo siempre dentro de mí.

Aquí me tienes, Paty, Patita, Patica, Patricia de tu papá. Y aquí tienes mi amor que no ha de faltarte nunca. Felicidades, Patuti. Te ama, papá.