Este elefanto escuchó una canción que le robó el alma. La escuchó de noche, de casualidad, entre otras muchas canciones. La escuchó una sola vez, hace muchos años, pero solo esa canción, de entre todas, le dijo algo, y aunque no decía mucho, sintió que era la canción justa para él, con las dos o tres palabras que cambiarían el sentido de su vida, que le darían un sentido a su vida el día que la volviera a escuchar.
Desde entonces quiso escuchar de nuevo esa canción, y a todos los elefantos y elefantas se la tarareaba, a ver si la conocían, pero ninguna elefanta ni ningún elefanto recordaban haberla escuchado nunca jamás.
Así, una tarde suave junto a esta elefanta que acaba de encontrar, le habló de su deseo de tener esa canción consigo. Le dijo que era una canción muy especial, una canción que le removía por dentro las piedras de su ser, que le hacía sentir un vacío en el pecho, un vacío muy grande, pero un vacío muy dulce.
Ella, la elefanta, le pidió que cantara la canción, y el elefanto cantó: «y tú mirar… se me clava en los ojos como una espá…» Ella, la elefanta, le escuchó cantar, y al instante recordó esa canción. Se la había escuchado muchas veces a alguien que solo conocía de dos cosas: de música, y de todo lo demás. Ese sabio era su padre –un elefanto enorme, noble y muy querido–, ya para siempre en el amoroso cielo que se ganan los elefantes que viven la vida haciendo el bien.
Entonces su elefanta cantó con él. El elefanto, al escuchar a su elefanta cantar esa canción, al ver que ella y solo ella en este mundo conocía la canción que tanto y tanto él buscó, sintió que aquel vacío dulce en el pecho se tornaba más y más dulce y se volvía menos y menos vacío. Y eso le pareció una señal, y le pareció un milagro: supo que el mejor y el más grande de los elefantes les enviaba, desde el cielo de los buenos, un regalo único y hermoso, solo para ellos dos.
Desde entonces quiso escuchar de nuevo esa canción, y a todos los elefantos y elefantas se la tarareaba, a ver si la conocían, pero ninguna elefanta ni ningún elefanto recordaban haberla escuchado nunca jamás.
Así, una tarde suave junto a esta elefanta que acaba de encontrar, le habló de su deseo de tener esa canción consigo. Le dijo que era una canción muy especial, una canción que le removía por dentro las piedras de su ser, que le hacía sentir un vacío en el pecho, un vacío muy grande, pero un vacío muy dulce.
Ella, la elefanta, le pidió que cantara la canción, y el elefanto cantó: «y tú mirar… se me clava en los ojos como una espá…» Ella, la elefanta, le escuchó cantar, y al instante recordó esa canción. Se la había escuchado muchas veces a alguien que solo conocía de dos cosas: de música, y de todo lo demás. Ese sabio era su padre –un elefanto enorme, noble y muy querido–, ya para siempre en el amoroso cielo que se ganan los elefantes que viven la vida haciendo el bien.
Entonces su elefanta cantó con él. El elefanto, al escuchar a su elefanta cantar esa canción, al ver que ella y solo ella en este mundo conocía la canción que tanto y tanto él buscó, sintió que aquel vacío dulce en el pecho se tornaba más y más dulce y se volvía menos y menos vacío. Y eso le pareció una señal, y le pareció un milagro: supo que el mejor y el más grande de los elefantes les enviaba, desde el cielo de los buenos, un regalo único y hermoso, solo para ellos dos.