sábado, 1 de noviembre de 2014

OTRAS VIDAS QUE NO SON

Ernesto Pérez Castillo

 
 Cuando se mira en torno, porque se quiere ver, se necesita, con ganas, con deseos, con desesperación, suele saltar a la vista tanto y tanto, que cuesta un mundo colocar la mirada. Así, los ojos sobrevuelan el paisaje, sin detenerse en nada, ni en la gente, ni en la ciudad, ni en el cielo, hasta que de pronto, con suerte, hay un destello, ocurre el milagro.

A veces es una fachada que pende en la nada, vana, hueca… a veces un balcón donde ya nadie se asoma a ver el mar… a veces son ruinas sobre las ruinas… Hay cierto misterio consolador, cierto encantamiento dulce en la contemplación de la desolación ajena.

Prefiero el descubrimiento de lo iluminado que me sorprende a la vuelta de muchas esquinas, la intención inacabada, el esperpento que sonríe, la inocencia que desborda –a ratos felizmente– los rincones oscuros donde no llega nada y todo surge desde sí, apetito irrealizado.

Así me alegran suavemente las mañanas aquellas balaustradas, efigies femeninas, cada una revestida en distinto color, tintes varios y baratos sobre la marmolina. La verdad: son horribles, cierto. Pero cargan mucho detrás: alguien, insatisfecho, quiso mejorar su vida, y lo intentó de la peor manera, sí, más justo ahí radica su valor: lo intentó, donde nadie lo intentaría por nadie ni por él.

Y entonces sonrío. Si tomara esa balaustrada toda y la colocara en cualquier galería, firma mediante y nunca mi firma, ya sería arte, y la imagen mil veces repetida aparecería en las revistas especializadas, y los críticos harían su agosto, y los públicos se devanarían los sesos contemplándola. Hipocresía pura y dura.

Allí donde está, apenas visible por ese arbusto crecido, no discursa sobre la duda ni el consenso. Simple, humilde, kitsch, es signo de vida. Hay otras vidas, sí, que son más caras, y tampoco son vidas.

lunes, 8 de septiembre de 2014

¡¡¡FELICIDADES, PATITA FELIZ!!!


 
Hace cuatro años, a esta hora que escribo, más o menos, cinco y algo de la tarde, me dijeron que no había “ni esta contracción”. Más tarde, como a las ocho, la situación era la misma, y el doctor de guardia me sugirió irme a casa, que el parto, por su experiencia, no se produciría. Que descansara. Que ya estaban programando  la cesárea para mañana.

Me fui a casa con la mochila a la espalda… ahí llevaba todo: la ropita para cuando Patricia naciera, las cremas, los pañales desechable, la ropa de la mama… qué se yo, solo sé que pesaba una enormidad, y con esa enormidad a la espalda crucé a paso rápido las calles entre Maternidad Obrera y mi casita.

Me pesaba en los hombros la mochila, pero más me pesaba en el corazón la posibilidad de esa cesárea. Ateo y sin bautizo como he vivido desde siempre, no sé cómo rayos se hace para hablar con Dios, pero aquí confieso que le hablo a mi manera a cada rato. Ese día le hablé, mientras atravesaba aquellas calles oscuras que no olvido. Le pedí, le pedí con todas mi fuerzas, con toda mi pasión, con el corazón entero, que se obrara el milagro del parto. Quería que la Paty naciera como es debido, que su mamá pasara los dolores del alumbramiento y la dicha enorme que supone ver a tu criatura en tus brazos después del acto valiente, valientísimo, de parir.

Llegué a la casa, puse un café, derramé alguna lágrima (toda mi vida entre La Lisa y Centro Habana no ha servido de nada: pese a ello, soy un hombre que llora, y orgulloso de ello), fumé un par de cigarros, y en medio de eso sonó el móvil… la voz femenina que me habló desde el otro lado, solo dijo: “Papá, ¿dónde está usted? Ya comenzó el trabajo de parto”.

Demoré menos en colgar que en salir corriendo por la avenida 41 de vuelta hacia el hospital. Llovía a cantaros. Corría por el medio de la calle y le hacía señas a todos los taxis que se me cruzaban, y hoy que revivo la escena entiendo a los taxistas: un tipo flaco, largo, medio calvo y pelúo a la vez, desgreñao, corriendo por el medio de la avenida, bajo el aguacero, empapado como un gato mojao, jadeante, no suena a ser el mejor de los pasajeros posibles.

Llegué al hospital, subí a la sala de parto, y mostré el certificado que acreditaba que había cursado el curso habilitante de papá que puede estar durante el parto. Me dieron la ropa verde (que me quedaba mal, pero eso no es algo nuevo, casi toda la ropa, del color que sea, me queda mal) y entré. Allí estaba Mytil, panzona, adolorida, comenzando por fin a ser mamá. Su primer gesto, el gesto con el que confirmé que esa mujer sobre la camilla sería una madre excelente, fue que me miró, me vio todo. mojado, y entre contracción y contracción, cuando el dolor le daba un respiro, me decía: “estas muy mojado, sécate, te empapaste en la lluvia, te vas a enfermar”.

Qué grande el alma de una mujer, que en ese momento, en tal trance, pensaba en mí, en un posible resfriado, cuando ella estaba comenzando y ya sufriendo la tremenda y terrible epopeya de su parto.

Tras mucha dura y larga batalla, tras mucho valor y mucho coraje de Mytil, vio la luz al fin Patricia, toda morada en sus manitos y sus pies, sin respirar aun, y con sus ojitos gris azules tremendamente abiertos. Ahí fue el corre corre de las enfermeras, el miedo de Mytil, las maniobras de los médicos, y yo contenido, sonriente para Mytil, diciéndole que no pasaba nada, que todo estaba bien, y por dentro, por segunda vez en menos de diez horas (todo un exceso para un ateo) hablándole, pidiéndole a Dios.

Así fue que, naciendo el día, a las cinco de la madrugada, ya la Paty estaba fuera de peligro y pegada al pecho de su mamá en la sala de recuperación. Entonces me fui a casa, a descansar un par de horas, y al rato, serían menos de las nueve de la mañana, estaba de vuelta en el hospital, a cargar a mi hija, a tenerla en mis brazos, a besar a su mamita que tan fuerte y tan valiente se portó.

Pasaron cuatro años, y hoy la Paty se la pasa pintando con los pinceles, bailando, cantando por los pasillos de la casa, queriendo ser princesa, ser sirena, ser bailarina, queriendo tener alas de mariposa en su espalda, tener unos tacones rosa.

Tan bella mi hija que ahora cumple sus cuatro años. Tan dulce como tan cabezona. Tan de la manera que tanto me gusta. Y tan fuerte y tan feliz, siempre feliz, sonriente, con sus ojitos pícaros, su malcriadez que me reblandece los huesos, sus besos que llevo conmigo siempre dentro de mí.

Aquí me tienes, Paty, Patita, Patica, Patricia de tu papá. Y aquí tienes mi amor que no ha de faltarte nunca. Felicidades, Patuti. Te ama, papá.

miércoles, 23 de julio de 2014

EL ENCAJONAMIENTO DE HOY


 
 
Ernesto Pérez Castillo
 
Hace calor en La Habana, mucho, mucho con demasiado. Más calor hace, y más me recuerdo de niño, frente al televisor en la casa de mis abuelos (entonces ni televisor teníamos en mi casa) mirando el parte del tiempo, en los finales de los setenta, hace apenas treintipocos años. Entonces, cuando el Licenciado Rubiera anunciaba las temperaturas para el día siguiente, si llegaba a la osadía de pronosticar 30 grados de calor, todo el mundo se espantaba, y mi abuela la primera, que de inmediato agitaba más y más su abanico de mano, para refrescarse por adelantado.

Ahora, noche por noche, y todavía muchas veces el eterno Rubiera (que ya es Doctor) nos anuncia 34, 35, 36 grados de temperatura, como si tal cosa, como si con nosotros no fuera…

¿Cómo es posible que nos jodan el mundo, nos lo descuajeringuen, nos lo pongan de vuelta y vuelta ante nuestras narices, y no nos haga pensar, que más que pensar, habría que hacer algo?

Así, con la misma calma con que hoy vemos arder el clima, noche a noche en la televisión, así mismito fueron por sus propios pies, respondiendo a una citación, los judíos a los mataderos nazis de la segunda guerra mundial.

Eso vale para todo. Y es terrible.

Por hoy es suficiente, al menos hasta que el encajonamiento se me pase.