martes, 29 de junio de 2010

ERNESTO HERNÁNDEZ BUSHTO Y LA HUELGA GENERAL

Ernesto Pérez Castillo

Ernesto Hernández Bushto es un pícaro, pero además es un pícaro consentido. Por razones misteriosas y nunca expuestas mantiene hace días cerrado su blog –www.penultimosdias.com– y mientras tanto le toma el pelo a El País dándole agua por limonada al entregarle como nuevo un artículo (Los límites de la ciberdisidencia) que no es otra cosa que un auto refrito de su propio discurso de meses atrás ante el auditorium del Instituto Bush.
Algo pasó allí, en la lejana Texas, pues el caso es que al regresar de allá, Bushto prometió en blanco y negro contar lo sucedió, en una crónica según él: “concebida en tres partes, que espero concluir la próxima semana, me gustaría contar muchas de las cosas que allí sucedieron” pero que a la vuelta de varias semanas se ha visto que, también por extrañas razones, nunca terminó de redactar.
Escribió y publicó la primera, en que no hablaba de nada, y escribió y publicó la segunda, en la que dijo menos que en la anterior. Quien las haya leído –lo cual ya es imposible, tras el cierre voluntario de su blog– podrá ver que allí apenas comenta cuántas cervezas –y con quién– se bebió en sus dulces días texanos.
Y no solo él guardó recatado silencio sobre aquel evento, pues la “gran prensa” –El País incluido– no se gastó ni media pulgada de papel en reseñar el suceso, ni mucho menos en sacar a la luz una sola de las torpezas improvisadas allí.
Ahora, a tanto tiempo de tener sedientos a sus seguidores, se cuela en las páginas de opinión de El País, no para decir algo nuevo, sino para repetir más de lo mismo, lo mismitico que antes soltó en inglés –al parecer sin eco alguno– y esto es importante pues sale de su puño y letra: la ciberdisidencia tiene perdida la batalla en la red.
De todas maneras, Bushto es un hombre con fe, lo que pasa es que la suya es una fe a contracorriente. Mientras él se desgañita a los cuatro vientos alertando que la Internet, Twitter, Facebook y en general las ciber redes sociales todas no sirven para nada –en sus palabras: “ninguno de esos movimientos ha conseguido derrocar a régimen alguno”–, de todas maneras la USAID acaba de liberar un montonzón de millones precisamente, y a contrapelo de lo que Bushto plantea, para oxigenar y sostener a sus ciber mercenarios en Cuba.
Hernández Bushto, en todo caso, tiene muy clara la tarea. Según él: “hay que volver a los viejos métodos del disidente tradicional: hacer huelgas, salir a las calles”. Pero OJO, que él está muy muy muy lejos de nuestras calles, en la tranquilidad de Barcelona, y es desde esa paz –como buen capitán araña– que Bushto ordena a los otros salir a las avenida a jugarse el pellejo.
Que nadie se ilusione pensando que Ernestico tomará un avión y desembarcará en La Habana dispuesto a tumbar por la fuerza al gobierno cubano. Qué va… que él es un jugador que jamás arriesga nada en sus apuestas, que para eso él también tiene su solución. No hay que olvidar que el 30 de agosto de 2008, en su blog, Bushto publicó uno de sus desatinos, titulado “¿Victoria?” –http://www.penultimosdias.com/2008/08/30/%C2%BFvictoria/–, ?”– donde aventuraba con entusiasmo sin par: “Mi opinión más íntima sobre la situación cubana es que una intervención militar de EE UU sería la manera más rápida y productiva de acabar con el castrismo.”
Nótese que igualmente en esa propuesta Bushto no arriesga nada, salvo su vergüenza, tan verde –como los dólares que lo sostienen– que hace rato se la comió un chivo.
Por lo pronto, lo único que queda claro en todo esto es que Bushto conserva todavía un ápice de coherencia y cumple su valiente llamado a la huelga –ahora que las huelgas están de moda– y por eso ha emprendido su propia huelguita, cerrando su blog.

sábado, 26 de junio de 2010

ASESINATOS SIN FIRMAS, SIN CARTAS, SIN MÁS NI MÁS

Ernesto Pérez Castillo

En Pozuelo de Alarcón, España –que no en Cuba–, un inmigrante colombiano lleva más de tres meses –ciento dieciséis días, con sus noches, con su frío, con su calor, con sus lluvias heladas, con sus vientos cortantes– subido a lo alto de las vigas de una grúa, exponiendo jornada tras jornada su vida a más de cuarenta metros del suelo.
Doney Ramírez es el tercer obrero en la protesta, que comenzó desde el lejano febrero su compañero David Cediel y luego Sandy Rafael. ¿Qué exigen? No piden la libertad de nadie, no quieren que el gobierno renuncie, no reclaman nada que no les toque por ley natural. Lo que buscan es sencillo: que se les pague lo que se les debe.
¿Y qué han ganado hasta el sol de hoy? Apenas un par de miserables párrafos en El País, que no se gastó en ellos ni una foto, y los reporta más como curiosidad, por el tiempo sostenido, nunca como una violación fragrante de los derechos del trabajador.
Y pueden darse con un canto en el pecho, pues muy menos que eso han recibido las más de 600 personas que durante 2009 denunciaron haber sufrido torturas y malos tratos en España por parte de las Fuerzas de Seguridad del Estado o los funcionarios de prisiones. De esas denuncias, una docena corresponden a casos de torturas nada menos que en centros de menores.
Quienes ya nada recibirán serán las 41 personas que en el mismo año perdieron la vida mientras se encontraban detenidos o encarcelados bajo custodia estatal.
Aunque la agencia EFE lo reporta, El País ni nadie más los ve, pues lejos de estar a la vista de todo el mundo en las alturas, como Doney, se encontraban tras las rejas y pronto –por obra y gracia de la gran prensa internacional– serán barridos bajo la alfombra sobre la que se juega la copa del mundial de fútbol, de ellos ya nunca nada se sabrá.
¿Y la carta de denuncia, dónde está?
¿Cuándo comienza la campaña por el reclamo de firmas de condena?
¿Dónde están los progres, los intelectuales, los cineastas, los artistas, la farándula que corre a firmar con Prisa cuando sienten que sus contratos flaquean o pueden flaquear?
¿Cuándo se les ocurrirá, ante la evidencia de estos crímenes, crear la Plataforma de Españoles para la Democratización de España?

ESCRIBIR, SIN SARAMAGO

Ernesto Pérez Castillo

Yo, que no tengo abuelita, veo siempre con mal ojo los elogios. Especialmente los elogios de oficio, los que dictan las buenas maneras, la santidad que gratuita se vierte sobre el hombre que llegó al final del camino.
Así, puedo decir ahora y quiero, que leí en un dos por tres El evangelio según Jesús Cristo, que me gustó, que lo disfruté, pero siempre en la corta medida en que habría disfrutado cualquier buen boceto, una obra que me dejó el sabor de inacabada, de potencialidades tan bien planteadas como incumplidas, que deja más promesas que frutos colgando de las ramas.
Luego, hace ya cinco años, tuve un buen mediodía a José Saramago delante de mí. Y ese día me convenció, no el escritor, pero si el tipo, el inconforme, el fulano que gusta y sabe buscarle la cuarta pata al gato.
Sucedió el encuentro en el Centro Onelio, y desde media mañana esperaban allí por él casi medio centenar de escritores jóvenes, que lo aguardaban como se aguarda al Mesías. Y este señor llegó, con ninguna humildad –ni falta que le hacía–, y dedicó más de una hora de charla a desbarrar contra todo intento de “enseñar a escribir”.
Recuerdo su voz hipnotizando aquel auditorio con una metáfora: el pez que sabe a qué profundidad le conviene nadar, y que se empeña en ser el mejor nadador a esa profundidad. La metáfora era buena… solo que ningún pez toma ese tipo de decisiones, es la biología, pura y dura, quien decide eso por él, así que a diez de últimas la metáfora era bonita, pero inútil ¿cómo todas?
Y eso fue lo bueno, y eso fue lo que me convenció esa tarde, ver que Saramago tenía una fe tremenda en lo que decía, pues nada de lo que dijo lo planteó como una posibilidad sino como una verdad de acero, su verdad, sin querer suavizarla ni adornarla para hacerla más tragable, sin importarle al parecer qué opinarían luego de él aquellos jóvenes que le escuchaban con la boca abierta, como los peces de las peceras.
Ese fue el valor de ese encuentro lejano, en que nunca me acerqué al premio Nobel: verle diciendo, y no son sus palabras sino las mías, que no hay nada que aprender que no debas aprender por ti mismo. Solo que ya eso lo sabía de antes.

jueves, 24 de junio de 2010

Ernesto Pérez Castillo

Al llegar, sin saludar al vecino, subió a su apartamento. Entró y cerró, pero no pasó el cerrojo de seguridad. No encendió las luces. No encendió el televisor. No encendió la radio. No se cambió de ropa. No abrió las ventanas ni el balcón. No le echó agua a las plantas de la sala. No se preparó nada de comer, no bebió nada. No había platos sucios en la cocina. Abrió la nevera, sacó una cerveza y la dejó sobre la mesa sin abrir, y junto a ella dejó el periódico, sin hojearlo.
Volvió a la sala y se sentó en el sofá. Estiró las piernas, cerró los ojos, y no se durmió. Así estuvo más de media hora. Luego fue al cuarto. Vio el teléfono descolgado, el manófono sobre la mesa de noche. Colgó el teléfono y dejó abierta la gaveta que había dejado abierta en la mañana.
No retiró el cubrecama, no se sacó los zapatos, no se tendió en la cama. Se sentó en la orilla, junto a la cabecera, puso una almohada tras su espalda, se acomodó, y no cerró los ojos.
Cruzó las manos tras la nuca y no pensó en nada. No pensó en nadie. No pensó en sí mismo. Escuchó el descargue del baño vecino, los pasos que subían o bajaban la escalera, que se detenían en la puerta de enfrente, el trasiego en la cocina del piso de arriba, el timbre del teléfono del apartamento de al lado. Escuchó el timbre de su propio teléfono, y no respondió.
Anocheció, llamaron a la puerta y no hizo caso. Volvieron a llamar. Siguió sin responder su teléfono que sonó otras cuatro veces en la madrugada.
Al amanecer encendió un cigarro, pero lo dejó en el cenicero a medio fumar. Entonces se cambió la camisa, se peinó, se cepilló los dientes. No se preparó un café. No desayunó. Guardó la cerveza en la nevera y salió del apartamento a las siete menos cuarto, sin pasar el cerrojo de seguridad.
Bajó unos escalones, se dio media vuelta, y volvió al apartamento. Entró al cuarto, descolgó el teléfono, dejó el manófono sobre la mesa de noche y volvió a salir, pasando ahora el cerrojo de seguridad.
En la avenida miró el reloj y comprobó que otra vez tenía tiempo suficiente para llegar temprano a la oficina.

miércoles, 23 de junio de 2010

HACIENDO LAS COSAS MAL

Ernesto Pérez Castillo
(Fragmento de novela)

La música nos llevaba a aquel lugar. El bar era espantoso, el sonido era horrible y nosotros queríamos hacer algo. Por una vez, desde que nos conocimos, para variar, haríamos algo que no fuera una de nuestras “conversaciones espirituales” —así las llamaba Svetlana—, o meternos al cine Chaplin durante uno de los tantos ciclos de películas neozelandesas, o todo Fellini, o cine independiente iraní.
La idea nos la vendió la propia Svetlana. Teníamos que hacer algo con nuestras vidas. Y para hacer algo, tendría que ser algo grande. Y eso fue lo que lo complicó todo, porque la verdad es que ir al cine varias veces a la semana, invitarnos a comer cualquier bobada en su casa, hablar durante horas con la única condición de nunca —¡nunca!— hablar mal del gobierno ni de nada que viésemos en la calle o sucediera en nuestras familias, dormir juntos los tres de tanto en tanto, era cómodo y era sencillo, y para Rubén y para mí las cosas estaban muy bien así.
A Rubén lo mantenía su mamá, que nunca le fallaba en la mensualidad. Yo lo acompañaba cada día siete al Banco Metropolitano, y sacábamos de su cuenta los quinientos euros que le enviaba la querida señora Rita, a veces desde Roma, a veces desde París, a veces desde Barcelona, y así, según la estación del año y las rebajas de las aerolíneas europeas.
A mí me mantenía Rubén, y eso estaba bien para los dos. Él nunca sabía qué hacer con tanta plata, y yo se la ayudaba a administrar sin que nos sobrara nada a fin de mes. De la última semana se ocupaba Svetlana, invitándonos a sus sopas y sus tés.
Pero tras quince años de amistad y tisanas sobresaturadas de azúcar, el día que Svetlana cumplía sus treinta y tres y la celebrábamos con vino tinto, queso parmesano y palomitas de maíz, de pronto rompió a llorar y nos dijo muy bajo, en un susurro entrecortado por los hipos de su llanto:
—Somos unos mediocres… unos fracasados… nuestras vidas son una mierda…
No encontramos el modo de sacarla de su repentina depresión, y al final nos fuimos cada uno a dormir por su lado. Yo no le hice el menor caso, pues conocía muy bien a Svetlana, pero Rubén se la tomó en serio, y antes de despedirnos me dijo que era cierto, que además éramos unos superficiales, y que mi idea de comprarnos para ese día unos boxers amarillos e idénticos —como si fuera tan sencillo en nuestra geografía dar con algo así— no era sino expresión suprema de mi inmadurez.
A él tampoco le hice caso. Dormí solo en mi apartamento esa noche, y a la mañana siguiente, al despertar, no me sorprendió que al abrir la puerta, tras los timbrazos que me sacaron de la cama, los encontrara allí a los dos, con caras de felicidad.
—Tenemos que hacer algo, y algo grande —dijo Svetlana, y la aprobación que brillaba en la sonrisa de Rubén me confirmó que nuestra amistad había cruzado el punto de no retorno al que nunca debimos llegar.
Pero ese solo fue el principio, y quedaría mucho por delante antes del final, que sería espantoso. Vivir para ver, me dije a mí mismo, y los hice pasar a mi salita, resignado.
El primer signo del desastre fue nuestro desayuno de ese día: kumis natural, nueces secas, croissants de vegetales, un cóctel de frutas frescas —papaya, mangos, plátanos manzanos, piña— y una omelet de queso de las que solo Svetlana sabe preparar. Rubén había malbaratado el presupuesto de dos semanas de mi buena administración.
Y aún faltaba la gran idea de Svetlana, aquello que finalmente daría un sentido provechoso a nuestras vidas. La cuestión, dijo Svetlana, es que somos unos desagradecidos. Según ella, tanto libro leído, tantas horas de universidad, tanto buen cine, no nos había sido entregado en balde. Teníamos el don de la inteligencia, del talento natural, del saber cultivado y, junto a ello, el deber de corresponder al contrato social del que hasta ahora habíamos sido únicamente beneficiarios, por no decir algo peor: usufructuarios onerosos.
Deberíamos dar algo a cambio, y podíamos. Sería una inconciencia y una malcriadez no hacerlo. Dar, y seguir dando después: solo eso justificaría el altísimo nivel de nuestro consumo cultural.
Yo la escuché horrorizado, y Rubén asentía ante cada palabra, cada una más loca que la anterior. Al terminar el desayuno ya teníamos una idea clara, y un plan. Y para ser sincero, añadiré algo más: de ese desayuno yo no probé bocado.
La estrategia era perversa, sino retorcida, pero no dije nada y me dejé llevar. Aparentemente —declaró Svetlana—, lo más fácil es hacer las cosas mal. Y siguió: pero solo aparentemente. Una vez que has aprendido a hacer las cosas bien, es muy difícil, rayando lo imposible, lograr hacer mal cosa alguna. Tienes el cuerpo y el alma entrenados, automatizados, para lo bello, y ya solo serás capaz de expresar en tus creaciones la perfección.
Confieso que entreví una punta de certeza en sus argumentos, sobre todo cuando ejemplificó: ¿se imaginan a Baryshnikov ejecutando mal un salto, tropezando en un desplazamiento? No, eso es algo que Baryshnikov no podría lograr jamás.
Nosotros, que disfrutamos de un alma cultivada en lo bello y un criterio entrenado en la percepción de lo hermoso, solo tenemos un camino para expresar nuestra genialidad: hacer algo mal, genuinamente mal. Y estamos hablando de arte. Así concluyó su discurso Svetlana.
Para los siguientes días solo quedó decidir en cuál disciplina nos habríamos de concentrar. El ballet quedó descalificado desde la primera conversación: la referencia a Baryshnikov fue solo un ejemplo esclarecedor. Nuestros cuerpos no darían para tamaño esfuerzo. Y así seguimos descartando: el cine era, obviamente, demasiado costoso; en las artes plásticas el camino sería demasiado trillado: por disparatada que resultara nuestra creación, siempre encontraríamos un inmediato eco elogioso en la crítica, todo lo contrario de lo que queríamos lograr; la literatura, un proyecto que nos llevaría demasiado tiempo y la probabilidad segura de no lograr nunca que Letras Cubanas entendiera el alcance de nuestra obra como para hacerla llegar a imprenta.
¿Cuál sería el arte aquel, en el cual pudiéramos concretar una obra que resultara amplia y fácilmente difundida y a la vez totalmente desoída por el canon cultural?
La respuesta era obvia: para ser desoídos debíamos hacer música. Para ser precisos, música popular.
Por eso estábamos esa tarde, sentados en aquel bar de mala muerte, en un callejón perdido de la Habana Vieja. Debíamos comenzar por descontaminar nuestros oídos de tanto Bach, tanto Vivaldi, tanto Mozart, tanto Beethoven, tanto Albinioni. Lo mismo con tanto Silvio, tanto Chico Buarque, tanto Fito Páez, tanto Lucio Dalla, tanto Fabricio de André, tanto Ciccio Capasso, tanto Sabina, incluso tanto Tom Waits.
Pero tampoco era cosa de ir directo a nuestro objetivo. Debíamos avanzar, mejor dicho, retroceder, descender paso a paso, con cuidado, lentamente. Por eso nos estaban muy bien las bocinas de aquel bar, que se quebraban con la música de unos muchachitos que según el barman se hacían llamar Buena Fe —una mezcla perfecta, un híbrido, un cruce de los Bukis con Ricardo Arjona, según Svetlana— que nos serviría para adentrarnos de a poquitos en el submundo de nuestro interés. Eran lo malo, sí, pero pasados por agua.
Una tarde allí, corrida hasta la medianoche, fue suficiente. Eso, y tres botellas de un tinto Penedés que Svetlana supo llevar. Aprendimos que sería mucho más difícil de lo que supusimos, pero ese era el reto, y también el mérito, si persistíamos hasta el final. No era solo cuestión de rimar “vida” con “salida”, “futuro” con “seguro” o “libertad” con “individualidad”. No. Eso era lograble, con cierto empeño, pero no sería para nada notable.
Para ser la primera vez, ya sabíamos que, sobre todo, debíamos lograr si no que rimaran, al menos que aparecieran en el mismo verso, conceptos que se repelieran entre sí, como los polos magnéticos de carga semejante, y en lo posible, usar palabras de acentuación esdrújula.
Lo principal: no nos servirían de nada términos como “hojarasca”, “varados” ni “atisbo”. Había que renunciar, por ejemplo, al verbo “otear”. La cosa es que tenemos que “aterrizar”, así definió Svetlana la cuestión. Nuestro plan de aterrizaje estaba listo a la mañana siguiente, y con él apareció en nuestras vidas la palabra “cambio”. Teníamos que enfrentar algunos “cambios”. El primer “cambio”: quedó levantada de inmediato la prohibición de hablar mal del gobierno. A partir de ahora debíamos hablar mal del gobierno todo el tiempo, todo lo que pudiéramos.
Junto con eso, debíamos comenzar a contarnos todo lo que viéramos o escucháramos en la calle cuando no estuviéramos juntos, y comentar también todo lo que sucediera en nuestras familias. El súper objetivo era el mismo: hablar de todo eso y, al final, hablar mal del gobierno, que por default sería siempre el culpable de todo lo que encontráramos que estaba mal. Eso nos daría “material”, aseguró Svetlana.
Otro “cambio” era el referido a nuestros teléfonos móviles. Renunciaríamos a nuestros teléfonos móviles, incluso a los inalámbricos dentro de las casas. A partir de ahora solo usaríamos nuestros teléfonos fijos, y los públicos, si es que funcionaban. La verdad es que desconocíamos si los teléfonos públicos servían o no, o si quedaba alguno.
Y un “cambio” más: teníamos que renunciar también a nuestros euros, al menos hasta que concluyéramos el “proyecto”. Con eso renunciaríamos a los buenos vinos, a los buenos restaurantes, a las boutiques, y a los shampoos, a los acondicionadores del cabello, a los suavizadores para la ropa, a los detergentes, a los jabones de heno de pravia, a los aceites de oliva, a los quesos, a los yogures, y también a nuestras computadoras, a nuestros e-mails, a nuestra Internet, a la buena vida, en fin… para, como quería Svetlana, “aterrizar”.
Comenzaríamos a vivir del arroz y el azúcar de la libreta de racionamiento, aguardar en las paradas por la ruta 222, no tomar otro helado que el helado de Coppelia, después de hacer las tres horas de la cola de Coppelia. Sería un duro aterrizaje, pero era necesario. Todo por el arte.
Para ser el principio, los “cambios” estuvieron bien. Durante una semana tuvimos apasionadas discusiones sobre lo mala que estaba la “cosa”, lo mal que “ellos” organizaban todo, lo jodido de la “situación”. Pero eran discusiones sobre lo que escuchábamos decir en la calle, lo que hablaba la gente por ahí. Aún no habíamos sentido nada en carne propia, o al menos nada de lo “sentido” había sido digerido al punto de aflorar en nuestras conversaciones, y eso nos era urgente, vital para la creación.
Finalmente una mañana llegó Svetlana con “algo”. Después de media mañana de cola en su bodega, porque habían venido los garbanzos de ese mes, tuvo que regresarse a su casa solo con las ganas… apenas dos viejitas antes que ella, se habían acabado los garbanzos. No volverían hasta el próximo mes.
Fue nuestra primera diatriba real contra el gobierno. Svetlana llegó a las lágrimas en su discurso. Rubén la consolaba, como siempre, pobremente: a su bodega también llegaron los garbanzos, pero cuando él se enteró ya se habían acabado, y eso era peor. Ni siquiera se pudo ilusionar con ellos.
Nos conformamos con una tizana de hojas de naranjas, endulzada con el azúcar prieta que alcancé a comprar en mi bodega. No obstante, nos despedimos felices: nuestro “proyecto” comenzaba a funcionar.
La mañana siguiente, en todo caso, desperté con la duda. Tomé mi libreta de racionamiento, fui hasta la bodega, y allí pregunté por los garbanzos del mes. “¿Los qué?” —me preguntó el bodeguero, y siguió— “Blanquito, ¿tú estás fuma'o, o se te voló el pichón?”.
No respondí. Volví a mi apartamento, tomé un bolígrafo y busqué papel pero, al no encontrar ninguna hoja en blanco, terminé cogiendo un periódico Granma para anotar bajo el rojo titular de la última página: “¡se te voló el pichón!”.
Entusiasmado, telefoneé a Rubén, y me respondió su contestadora. Colgué, fui hasta la parada, y a los veinte minutos, cuando Rubén me abrió la puerta, sin saludarle, le entregué el periódico con mi anotación manuscrita y fui directo al teléfono en el cuarto. Desconecté su contestadora, enrollé el cable sobre el aparato y volví a la sala.
— ¿Qué haces? —me preguntó Rubén.
—Aterrizarte… —le dije, y pregunté a mi vez— ¿ya viste lo que descubrí hoy?
— ¿Dónde? ¿En el periódico?
—Sí, ahí está, en la última página.
Rubén leyó en voz alta el titular de la contraportada del Granma de ese día:
— “Chávez: nadie detendrá el avance victorioso de Cuba y Venezuela”
—No, no —le rectifiqué—, lee lo que yo escribí a mano…
—Ah… “¡¡¡se te voló el pichón!!!”.
Rubén captó la idea al instante. Era nuestro primer enunciado eminentemente popular, lo que Svetlana llamaría, con toda propiedad, “auténtico material”.
— ¿Y de dónde lo sacaste?
Iba a contarle, pero una sombra me cruzó la mente, una duda que no debía dejar florecer, aunque sabía que igual crecería por sí sola. No quería que nada empañara el momento, el primer fruto de nuestro “proyecto”, así que, evadiendo responderle, le dije que nos fuéramos ya mismo a casa de Svetlana.
Ella nos recibió extrañada de vernos llegar sin antes avisarle, y tuve que recordarle que ella no tenía teléfono a donde la pudiésemos llamar…
—Pero el móvil… —comenzó a decir, mas por sí misma recordó ese “cambio” y dejó la frase sin terminar.
Rubén, por ayudarle en el trance, le mostró el periódico para que viera lo que “habíamos” descubierto. A Svetlana le pareció genial, nos besó a los dos y propuso celebrar el hallazgo con un almuerzo rápido.
Mis dudas crecían. Svetlana puso en la mesa un plato de jamón lasqueado, rodajas de pan, y se quedó todavía un rato pensativa frente a la puerta abierta del refrigerador, aunque su cuerpo me impedía ver adentro del aparato, hasta que finalmente lo cerró sin sacar nada más. La “cosa” está malísima, dijo al sentarse a la mesa. A su carnicería había venido jamón… pero malísimo, y solo una libra por persona.
—No pusiste agua —dije, e hice ademán de ir a buscarla, pero ella se levantó de un salto, me hizo señas de que siguiera sentado, y la trajo por sí misma.
Yo solo le di una probadita al jamón. Les dije que estaba desganado, y no comí más, mientras ellos se atracaban. El jamón era delicioso.
— ¿Qué hace una muchacha sin teléfono en casa —soltó de pronto Svetlana, tras el último bocado de jamón—, sin celular, sin poder pagarse un buen vestido o unas cremas decentes, sin posibilidades ni futuro a la vista, en fin, sin dinero?
—Tratar de conseguirlo… —aventuré.
— ¡Lucharlo! —me corrigió ella.
— ¿Lucharlo? —preguntó Rubén.
Pues sí, Svetlana también había hecho la tarea. Nos contó que pasó la mañana de vidrieras, mirando bien de cerca lo que antes tenía y ahora —por nuestros “cambios”— no podía tener, y espiando las conversaciones de las muchachas que entraban o salían de las tiendas. Así escuchó la palabra “luchar”, y mejor aún, logró penetrar y aprehender su concepto profundo.
Ya comenzábamos a acumular “material”, pero a Svetlana eso le parecía insuficiente, y estaba decidida a dar un paso más allá. En eso había basado su vida, a fin de cuentas.
Sus padres eran diplomáticos. Llevaban una larga carrera, de embajada en embajada por el mundo, aunque al principio el “mundo” se limitó al mundo socialista. La propia Svetlana nació en Moscú, y de ahí su nombre, pues ni siquiera durante el embarazo la madre pensó en interrumpir su misión. Solo volvían a La Habana en sus vacaciones, pero era gente que no disfrutaba mucho de vacacionar. Y así vivió Svetlana por dieciocho años, de una a otra latitud, hasta que se cansó.
Cuando Rubén me presentó a Svetlana, ella recién llegaba de Reykjavik. Había decidido abandonar a su familia, por una razón muy peculiar: el enorme aburrimiento de estar siempre rodeada de cubanos. Así me dijo. Cursó toda la enseñanza primaria, la secundaria y el bachillerato, en aulitas pequeñas, con los hijos de los otros funcionarios cubanos. Y vivían siempre en edificios de apartamentos junto con los otros representantes de la Isla, y así celebraban sus fiestas, siempre juntos, siempre entre cubanos, los 26 de Julio, los aniversarios de la Revolución, cada Primero de Mayo, cada 28 de Septiembre, los 13 de Agosto de Fidel. Estaba harta, decía Svetlana, de tener tantos cubanos encima. Por eso abandonó a la familia y se vino a estudiar la universidad aquí. En Cuba.
Y descubrió que tenía razón. Descubrió que Cuba era otra cosa. De su anterior vida itinerante le quedaron dos características muy marcadas: la piel más blanca que he visto nunca, y un acento al hablar que no pertenece a ningún lugar, sobre todo a ningún lugar de nuestro país. En consecuencia, entre nosotros, cubana entre cubanos, pasaba por extranjera siempre, algo de lo que Svetlana sabía sacar el partido mejor.
Ahora era el momento de dar el paso siguiente, y Svetlana se lo planteaba así: comenzaría a “luchar”, ello daría el impulso final a nuestro “proyecto”. Yo preferí no opinar, pero Rubén no pudo quedarse callado. Es una locura, una locura más, otra locura, decía, gritaba, y finalmente balbuceaba él entre sollozos, a lágrima viva. Svetlana lo abrazó, lo acunó en su pecho, y así los dejé esa noche, ella consolándolo y él dejándose consolar.
A partir de ahí, solo un reto sacaba a Rubén de la cama: y era que, cuando reencontráramos a Svetlana, tuviéramos “material” valioso del cual enorgullecernos. Me las ingenié para trazarnos un itinerario que ni por asomo cruzara la ruta probable de ella. Así exploramos cada Mercado Artesanal Industrial de la ciudad, la Terminal de Ómnibus Nacionales, la Estación Central de Ferrocarriles: cada uno de esos sitios nos pareció un universo en expansión, otro país dentro del país, y qué país... Era como viajar a provincias y más allá, o incluso mejor, pues no teníamos que llevar equipaje, y con solo unos pasos podíamos retornar a la normalidad.
Colectábamos “material” a las dos manos, y supimos que teníamos suficiente una tarde, a la caída del sol, en que le propuse a Rubén tomarnos un descanso y una cerveza, y él me dijo:
—Ok, pero la pagas tú, que yo estoy más atrás que los cordales…
Lo dijo y rompió a reír y yo a reír con él, pues eso de “estar más atrás que los cordales” no solo era excelente “material”, sino que le había brotado con total fluidez, absolutamente natural, y ello era signo de que no solo acumulábamos, sino que además digeríamos lo acumulado. Cada vez estábamos más cerca de poder hacer nuestra canción.
No habíamos terminado nuestra cerveza cuando vimos a Svetlana. Iba del brazo de alguien de pelo ensortijado con iluminaciones rubias, piel muy tostada, un metro ochenta y tantos, sandalias de cuero curtido, bermudas beiges, camiseta clara de algún color pastel. Ella no nos vio, o hizo como que no nos vio, pero Rubén se le quedó mirando hasta que se perdieron de vista en un Hiunday Sonata. Habían sido cinco semanas sin ella.
Llegó Papá Noel, dijo Svetlana cuando abrí la puerta, la siguiente mañana. Me abrazó, me besó en ambas mejillas —costumbre que tenía antes, cuando acababa de llegar de Europa, y que en esos días había recuperado con su nuevo “novio” francés— y me preguntó por Rubén, que le señalé, aún dormido en el sofá-cama de mi sala. Fue hasta él, se acurrucó a sus espaldas, y comenzó a cantarle muy bajo una canción de Björk, hasta que le despertó.
Con ella traía dos maletas enormes, y allí mismo en la sala las abrió. Había de todo, y todo era muy kitsch. Abundaba el dorado sobre colores ya subidos de por sí; rótulos enormes y bien visibles, a pecho entero, de marcas famosas, pero falsas en cada caso; en general, nada era apropiado a nuestro clima. Es la moda, dijo Svetlana, la moda que las “arrebata” a “ellas”, así dijo.
Revisamos cada pieza, las modelamos y nos reímos mucho esa tarde, y nos bebimos un ron envasado en cartón que Rubén y yo jamás hubiéramos probado, de no ser por nuestro “proyecto”. Y entre el ron, que al final no estaba del todo mal, y la alegría del reencuentro, y las anécdotas que nos traía Svetlana, nos fue cayendo la noche, y dormimos juntos y apasionados otra vez, como hacía mucho, y presintiendo yo que sería nuestra última vez.
Al amanecer lo supimos. Svetlana se nos iba. No será mucho tiempo, aseguró. Su “novio francés” la invitaba, y a ella le parecía lo mejor para el “proyecto”. Llevaré las cosas hasta el final, nos dijo, y tendremos la experiencia completa, el know how total de la “lucha”.
No nos volvimos a ver los tres, aunque Rubén y Svetlana pasaron juntos cada día, hasta la noche en que le tocó partir. Rubén me llamó, y me pidió que yo la acompañara al aeropuerto, que él no quería, que él no podía ir.
Tomamos un taxi Svetlana y yo, y ella no paró de hablar en toda la carretera. Sin escucharme, y además yo no tenía nada que decir. Solo al llegar al aeropuerto hizo silencio. Sacó un billete de cincuenta euros y me lo quiso entregar, pero me rehusé, todavía no sé por qué. Entonces nos abrazamos antes que ella cruzara los controles de emigración, me dijo adiós con la mano, y la puerta metálica se cerró tras ella. No creo que haya llorado.
Desde el aeropuerto llamé a Rubén, pero me respondió su contestadora. Decidí romper las reglas, y tomé un taxi, para llegar a su casa lo antes posible. Lo encontré en la cama, bocabajo, vomitado. Las últimas píldoras se veían casi enteras entre la bilis.
La policía me mantuvo retenido varios días. Estuve más solo que nunca en aquella celda, y allí escribí la canción. Pero me salió buena.

DEMOCRACIA

Ernesto Pérez Castillo

Los que estén de acuerdo, y para que conste, que así lo expresen levantando una mano. Los que estén en contra, que levanten las dos manos de una vez.

lunes, 21 de junio de 2010

PAPÁ, POR PRIMERA VEZ

Ernesto Pérez Castillo

Mi padre, que siempre fue un tipo “duro”, una tarde tocó a mi puerta y al abrir le noté algo raro en su rostro: cierta indefensión, cierto desamparo. De primera impresión, no sabía qué era, pero era algo nuevo, que solo comencé a vislumbrar después del café y del primer cigarro cuando me pidió –casi en un susurro– que saliéramos al patio y allí, a la sombra de aquel árbol de mangos que un día hace años dejé atrás, me dijo: “necesito un consejo tuyo”.
Cada uno encendió su segundo (tercer, cuarto) cigarro, y nos estuvimos todavía un rato más así, en silencio: yo aguardando sus palabras, y él sin decidirse, sin saber por dónde comenzar.
Entonces di una palmada en su rodilla, y le dije: “dale, suéltalo”.
Finalmente habló. Le proponían un nuevo empleo, y no se decidía a aceptar o no. La paga era mejor, sí, pero él llevaba años trabajando en el otro lugar y, además le gustaba lo que hacía. Ya él sobrepasaba los cincuenta, y temía no dar pie en el nuevo empeño… y eso a la vez era como un reto.
Por si fuera poco, su nueva ocupación –me confesó– no es que profesionalmente le agradara demasiado, más bien se lo estaba pensando por razones puramente económicas (y en ese momento, a inicios de los noventa, esas eran razones muy poderosas).
Yo para entonces tenía veintitantos. En lo primero que pensé durante el próximo cigarro, el que nos fumamos entre los dos antes de decidirme a dar mi opinión, fue en una escena de cierta película soviética, que curiosamente mi propio padre me había contado años antes, y yo mismo no vi sino muchos años después de aquella conversación.
La escena transcurre en un amanecer de Moscú. Un joven camina por una solitaria avenida, iluminada por el sol que comienza a despuntar, de regreso de una fiesta. En la fiesta la pasó mal, pues en algún momento alguien hizo un chiste sobre la guerra (que había terminado hacia diez o doce años apenas, y en la cual había muerto su padre, a quien apenas conoció) y él sintió que algo andaba mal.
El caso es que amanece en Moscú, y este joven se siente muy solo, y no comprende a los suyos. No entiende la despreocupada alegría de los otros, ni acepta la invitación a dejar atrás los recuerdos de los años difíciles. De pronto, al lado del joven, aparece el padre. Lleva puesto el uniforme de soldado, el amplio capote le cubre del frío, y fuma un tosco cigarro liado a mano. Sobre la pechera, junto a alguna medalla, se ve el agujero que dejó el proyectil que le quitó la vida.
El padre fuma, y ofrece el cigarro a su hijo, que acepta y fuma en silencio. Entonces el padre habla, le dice al joven que le nota preocupado. El joven le cuenta de la fiesta, de sus amigos, de sus contradicciones, de que no sabe qué hacer, cómo reaccionar, y pregunta:
– Tú, que eres mi padre, dime: ¿qué hago? ¿qué debo hacer?
El padre aspira el humo del cigarro, camina un poco más junto a su hijo, y pregunta a su vez:
– ¿Cuántos años tienes?
– Veintiséis –responde el joven.
– Yo solo tengo veintitrés –respondió el padre–, no viví tanto como para saber qué debería aconsejarte ahora.
Eso, ese momento peculiar del filme, esa escena que hasta estonces solo había escuchado de boca de mi padre, fue lo que me vino a la mente en el instante en que mi padre pedía mi consejo.
Pero nada de eso le comenté, y lo que le aconsejé entonces ahora no lo cuento, pues no viene al caso. Lo importante de ese momento es algo que sentí y que no olvido aun, una sensación muy rara: nosotros dos, allí, a la sombra de los mangos, y mi padre pidiendo mi consejo. Lo que sentí fue simple, y por simple fue complejo de asumir.
Y era esto: cuando mi padre escuchó el consejo que le pude dar, en el momento en que asintió, diciendo que entendía lo que le decía, que yo tenía razón, en el segundo en vi que él tomaba una resolución después de escucharme, en ese instante se desplegaron claramente dentro de mí, como en una gran pantalla, estas palabras que hasta hoy recuerdo: “acabo de convertirme en el padre de mi padre.”
Esa tarde, ese día, bajo esos mangos, fue la primera vez que me sentí papá.

SINÓNIMOS

Ernesto Pérez Castillo

El Pequeño Larouse Ilustrado, del doctor Miguelde Toro y Gisbert, miembro de la ilustre Academia de la Lengua Española, en su edición cubana delaño 1968, al abordar la significación del vocablo SINÓNIMO, ofrece la siguiente definición: «Dícese de las palabras de igual significación: FLECHA y SAETA son voces sinónimas.»
Por otra parte, según un antiguo postulado de la lógica, dos elementos similares a un tercero son similares entre sí. De aplicar este postulado a ladefinición de sinónimo, se inferirá que dos palabras sinónimas de una tercera deberán ser igualmente sinónimas entre sí.
Ahora bien, si tomamos el Diccionario español de sinónimos y antónimos, de F. C. Saínz de Robles, también en su edición cubana, pero del año 1979, y buscamos un ejemplo que ilustre lo antes dicho, encontraremos que: AMIGO es sinónimo de ALIADO, que es sinónimo de SOCIO, que es sinónimo de ASOCIADO, que es sinónimo de COFRADE, que es sinónimo de ESCLAVO, que es sinónimo de RENDIDO, que es sinónimo de VASALLO, que es sinónimo de SIERVO, que es sinónimo de VILLANO, que es sinónimo de INFAME, que es sinónimo de TRAIDOR.
Con lo cual queda expuesto, por los ilustres doctores, y por la lógica más elemental, que AMIGO es sinónimo de TRAIDOR.

UNA RARA SENSACIÓN

Ernesto Pérez Castillo

Al salir de la oficina tuvo una sensación rara. No sabría precisar qué, pero sentía algo raro. La avenida, los sucios portales, el aire que revolvía la basura junto a la acera... todo era igual. No es que lo recordara de otras veces... en realidad quizás ni se hubiera fijado nunca, o al menos desde mucho, tanto tiempo atrás... los autos pasando, los rostros cerrados de los conductores, los rostros cerrados de sus acompañantes, los rostros cerrados de quienes desde la parada de ómnibus los veían pasar... rostros cerrados... seguramente los de siempre, cómo dudarlo. Pero esa tarde la avenida se parecía, tal vez demasiado, a sí misma.
Así lo creyó, aunque lo único raro fue que esa tarde tuvo una sensación. Y decidió estirarla. Pasó de largo junto a los que esperaban, mirándolos sin que ellos lo miraran. Alguno comprobaba una y otra vez la hora, otro leía el periódico, aquella revisaba en un pequeño espejo su peinado. Uno, el primero de la fila, miraba a este y a otro lado, como si por cualquiera de los dos pudiera aparecer, de pronto, el ómnibus, y no quisiese ser tomado de sorpresa...
Y siguió de largo. La sensación no desaparecía, aunque ahora podía intentar adivinarla. ¿Habría olvidado algo? ¿Hoy era un día especial? ¿El primer día de algo? ¿El último día de algo? ¿El mismo día en que ocurrió algo hace algún tiempo, dos, tres años atrás? ¿Su cumpleaños? No. ¿El de su esposa? No, creía que no, estaba seguro de que no. Definitivamente no. Era en marzo, sí, debía ser en marzo, seguramente era en marzo. O quién sabe. Pero no era hoy. No. ¿No?
¿Entonces?
Entonces había perdido el rumbo. Pero no se había perdido. Reconocía la calle, reconocía la esquina. Bastaría tomar a la derecha, caminar otras siete cuadras y habría llegado a su edificio. Ese perro ¿no lo había visto ya echado sobre el pasto, bajo el último rayo de sol, en la cuadra anterior? Esa niña, ¿no venía saltando la suiza todo el camino tras él? Ese farol ¿no había estado ya apagado en la otra cuadra?
Pero ese era su edificio. Alto, limpio. ¿Limpio? Sí, limpio. Ancho, de balcones cerrados. Ese era su edificio. Igual al de al lado, igual al de la derecha, igual al que enfrente le tapaba el sol. Pero en el apartamento A-27, segundo piso, tercera escalera interior de este edificio, vivía. Y en el bolsillo delantero izquierdo del pantalón, no traía la llave. Ni en el derecho ni en ningún otro. Habría dejado la llave en la oficina. ¿Habría dejado la llave en la oficina? ¿Sería por eso la rara sensación?
Tocó a la puerta, y la mujer le abrió como si siempre, día por día todos los días de este mundo se le hubieran quedado las llaves en algún lugar. No la besó en los labios, no lo besó en la mejilla, no se besaron.
–¿Le habré dado las buenas tardes cuando llegué? –se preguntó luego, ya de noche, en el cuarto, después que cerró el libro que no iba a leer, después de lavarse las manos y la cara, después que hicieron el amor, después que vieron algo en el televisor, después que cocinaron, después que comieron, después que sacó el perro a cagar.
La sensación persistía. La rara sensación. Se levantó, fue a la sala, abrió la puerta del apartamento, salió y encendió un cigarro en medio del pasillo.
¿Era su apartamento? ¿Era su pasillo?
Dio unos pasos. Se paró enfrente de la tercera puerta. Tocó, suave, despacio. La mujer abrió sin mirarlo, y le protestó otra vez por dejar las llaves dondequiera. Dio un par de pasos hacia adentro. Tenía un sofá como aquel, tenía también unas flores en un búcaro. Tenía un televisor.
Aplastó el cigarro contra el cenicero –tenía un cenicero como este–, y salió otra vez al pasillo.
–¡Qué tristeza! –pensó, y salió al pasillo, y tocó en la puerta de otro apartamento.

viernes, 11 de junio de 2010

EL DERECHO A LA PEREZA

Paul Lafargue
(Santiago de Cuba, 1842 / Draveil, 1911)

Si la clase obrera, tras arrancar de su corazón el vicio que la domina y que envilece su naturaleza, se levantara con toda su fuerza, no para reclamar los Derechos del Hombre (que no son más que los derechos de la explotación capitalista), no para reclamar el Derecho al Trabajo (que no es más que el derecho a la miseria), sino para forjar una ley de bronce que prohibiera a todos los hombres trabajar más de tres horas por día, la Tierra, la vieja Tierra, estremecida de alegría, sentiría brincar en ella un nuevo universo... ¿Pero cómo pedir a un proletariado corrompido por la moral capitalista que tome una resolución viril?

Leer mas en: http://www.marxists.org/espanol/lafargue/1880s/1883.htm

jueves, 10 de junio de 2010

MEDIO MILLÓN DE TUERCAS

José Raúl Fraguela

¿Sarcasmo?, ¿mordacidad…? Tal vez solo las ideas desnudas de un sujeto que monologa sobre su vida y, por extensión, las de algunos de quienes con él se relacionan en su variopinta gama de tipos humanos. Quien no pretende narrar –conversa consigo–, no pone máscaras a cuanto piensa sobre sí o los otros ni abriga más pretensión que la de explayarse, exorcizar en una catarsis del verbo los fantasmas que le acosan. De ahí la naturalidad, la sencillez aparente del lenguaje que atrapa desde las primeras líneas, dejándonos ver la farsa que representan estos personajes, en la que no faltan sexo –en parte de su diversidad–, filosofía de lo cotidiano –personal y social–, y que nos mantiene atados a esta historia, pendientes del destino de sus protagonistas hasta la última letra.

lunes, 7 de junio de 2010

Yoani Sánchez y el The Huffington Post: otro más que muerde el polvo

Ernesto Pérez Castillo

Después de más de una semana post-desvariando sobre el calor en La Habana, las series extranjeras que transmite la televisión nacional, la culinaria criolla –el arroz congris y los perros calientes– y sus aventuras pidiendo botella –ella prefiere decir “autostop” que, como todo lo que es en inglés, le suena mejor–, ahora por fin Yoani Sánchez ha encontrado un tema con alguna sustancia, según su modo de ver, para comentar.
Con tamaño tema en la mano, Yoani no acude a su blog, y ni siquiera lo publica en ninguna parte en castellano, que va… ella va derechito –bueno eso es una obviedad, que ella hace rato que anda derechita, siempre por la derecha– a su nueva plataforma de lanzamiento: el The Huffington Post…
Y el tema en cuestión, ¿cuál es? ¿La marea negra que cada día, y sin solución a la vista, ensombrece el golfo de México, y ya llega a las playas de la Florida? No… que va… que sobre eso ya mucho habla Obama, aunque en concreto no tiene nada que decir.
Entonces, ¿es sobre la masacre que el ejército israelí acaba de cometer frente a las costas de Gaza, el 31 de mayo, al atacar a la flotilla humanitaria Free Gaza, con saldo de más de una decena de muertos, y una cifra de heridos de la cual el dato más confiable es que hicieron falta hasta cinco aviones para trasladarlos a Turquía?
No, tampoco de eso ni una palabra ha tenido a bien decir Yoani, aunque en eso se acerca a Obama, que tampoco quiere hablar del tema, y Yoani será cualquier otra cosa, pero tonta no es.
¿Es sobre los estudiantes puertorriqueños que desde el 23 de abril se mantienen en huelga, en rechazo a que se incremente el costo de la matrícula universitaria? No, tampoco, que la Yoani estudió de gratis, y jamás ha contribuido con nada al esfuerzo que hizo el estado en su educación, y no tiene ni puta idea de qué cosa es una huelga de verdad.
Eso son los temas que le tocaría haber tratado, de ser coherente con su demagógica fachada de defensora de los derechos humanos, y amante de la naturaleza –no olvidar que no hace mucho comentó en una entrevista cuánta paz le dan los pececitos que mantiene en cautiverio en su apartamento, para desgracia de Greenpeace.
El tema, el gran tema de hoy, para Yoani Sánchez, es el hundimiento del barco de guerra surcoreano Cheonan, en el Mar del Oeste. ¿Y dónde comenta el asunto esta vez la blodeguera? Pues lo publica en inglés (Cuban Leaders Strangely Silent on North Korea's Sinking of the Cheonan) y lo hace bajo la etiqueta de “Exclusive to Huffington Post”.
Y ya, desde el título, Yoani comienza a mentir, pues aunque su titular, mal traducido por Google, reza “Los líderes cubanos extrañamente silencioso sobre hundimiento de Corea del Norte de la Cheonan” –uso la traducción de Google porque no tengo los “amiguitos” que a Yoani la traducen “free”, según ella asegura–, lo cierto es que la prensa cubana ha cubierto el suceso, e incluso el compañero Fidel lo comentó en su reflexión “El imperio y la guerra”, del 1ro de junio, cuatro días antes de que Yoani afirmara en The Huffington Post, que nuestra prensa guarda silencio al respecto.
No contenta con defender lo indefendible, Yoani se atreve a más, y en su articulo asegura: “En una pequeña nota del diario oficial, Granma, permite a sus lectores conocer que el barco de Corea del Sur, el Cheonan, se ha hundido por el impacto de un torpedo "supuestamente" de origen de Corea del Norte. En breves líneas no se hace mención de los 46 miembros de la tripulación que murieron”.
Y eso es otra mentira, otra burda manipulación, a las cuales Yoani nos tiene acostumbrados, pues lo cierto es que en http://www.granma.cubaweb.cu/2010/05/21/interna/artic06.html se puede leer, por ejemplo: “PYONGYANG, 20 de mayo.–El Gobierno de la República Popular Democrática de Corea (RPDC) negó toda responsabilidad en el hundimiento de la corbeta sudcoreana Cheonan, ocurrido en marzo, y que resultó en la muerte de 46 de sus tripulantes, señala ANSA.”
Y también en http://www.granma.cubaweb.cu/2010/03/28/interna/artic16.html se puede leer que “BEIJING, 27 de marzo (PL).–A 46 se elevan los desaparecidos por el hundimiento de un barco de guerra surcoreano en el Mar del Oeste atribuido a una explosión en popa aún por explicar, mientras 58 tripulantes fueron rescatados”.
Como es muy fácilmente de ver, y solo pondré estos dos ejemplos, aunque hay más, Yoani miente intencionada y alevosamente al asegurar que Granma no menciona los 46 muertos que el incidente provocó. De hecho, el titular de la segunda nota era, precisamente ese: “Suman 46 desaparecidos en naufragio de barco de guerra surcoreano”.
Increíblemente, aunque ambas noticias fueron publicadas muy antes que el articulo de Yoani (ambas en mayo, los días 21 y 28, respectivamente), en fecha tan tardía como el 5 de junio, en que ella publica su disparate, aun no se ha enterado nuestra blodeguera, porque no ha querido, de que Granma sí ha reportado la cifra de muertos, y lo ha hecho más de una vez, incluso destacándolo a nivel de titulares.
Para más y peor, dos días antes de la aparición de Yoani Sánchez “en exclusiva para The Huffington Post”, el compañero Fidel en la segunda reflexión en que alude al hundimiento del Cheonan, “El imperio y la mentira”, alertaba sobre “El extrañísimo invento de que Corea del Norte había hundido la corbeta sudcoreana Cheonan –diseñada con tecnología de punta, dotada con amplio sistema de sonar y sensores acústicos submarinos–, en aguas situadas frente a sus costas, la culpaba del atroz hecho que costó la vida de 40 marinos sudcoreanos y decenas de heridos.”
O sea, ¿como queda ahora la afirmación de Yoani de que los líderes cubanos guardaron extraño silencio sobre el hundimiento del Cheonan, o la acusación que lanza sobre el diario Granma de que no informó de la muerte de marinos surcoreanos en el incidente?
¿Qué más quiere Yoani Sánchez sobre el tema? Varias notas se publicaron al respecto, Fidel lo menciona en dos de sus reflexiones, y todas las veces aparece la cifra de marinos que perdieron la vida.
El problema es que Yoani escribe de lo que quisiera, y no de lo que es. Yoani retrata la realidad que le exigen sus amos, y para ello, necesariamente, tiene que mentir, ocultar la verdad, y manipular los hechos. En The Huffington Post deberían tener eso en cuenta antes de lanzarse a ciegas a publicar cualquier cosa que Yoani les entregue, pues los datos de la blodeguera jamás pasan por una mínima consulta de fuentes ni por una comprobación superficial.
Por lo demás, ella cumple su guión, y al parecer no se equivoca jamás: entre dos hechos que ocurren en el mar, y que coincidentemente tratan del ataque a una embarcación, con muertos incluidos –el hundimiento aun no aclarado del Cheonan, y el ataque israelí a la la flotilla humanitaria Free Gaza–, Yoani Sanchez, sin dudarlo, decide comentar el primero, pues la masacre en el segundo caso la cometieron los aliados del gobierno norteamericano, que a fin de cuentas es quien paga las facturas de Yoani, y con eso nuestra blodeguera sabe que no se juega.

LA TORMENTA

Ernesto Pérez Castillo

El capitán, muy a pesar suyo, no era el capitán: era un simple remero, extraviado por extrañas circunstancias, luchando en su bote, a solas contra la tormenta. La tormenta tampoco era la tormenta: era la minúscula simulación de la tormenta dentro de un vaso de agua. Mas, el peligro era cierto, pues el vaso de agua no era cualquier vaso de agua: era un vaso de agua que se balanceaba, a flote, entre las olas del mar.
El capitán desconocía las realidades. Para él, era el capitán, su bote, y la tormenta. Remaba desaforado contra las olas en el intento de alcanzar el horizonte. Pero realidad y virtualidad coincidieron en un punto. El creído capitán llegó al horizonte, redondo cual lo suponía, mas, inesperadamente táctil. Cristal. Duro cristal. Pulido y liso, transparente. Duro cristal.
De pie encima del horizonte, en realidad encima del borde del vaso de cristal, el capitán no se concedió un segundo para filosofías baratas. Conservaría sólo un mínimo cuartón de la memoria para el misterio. Ahora estaba en juego la vida. Elevó su bote y lo lanzó al otro lado del horizonte, fuera del vaso de cristal. Nuevamente remó.
El capitán sentía aún el mismo peligro. Pero las cosas habían cambiado. Antes no era la tormenta, antes era la minúscula simulación de la tormenta dentro de un vaso de agua, a flote entre las olas del mar. Antes era únicamente el peligro de ahogarse en un vaso de agua.
Pero ya había salido del vaso de agua. Ahora era el mar, inmenso.
Ahora era la tormenta.

viernes, 4 de junio de 2010

EL HOMBRE DEL HOMBRE ES HERMANO

Ernesto Pérez Castillo

Regularmente en un siglo se dan tres generaciones. En los veinte siglos de nuestra era, por ejemplo, cargo sobre mis espaldas un mínimo de sesenta generaciones de ancestros.
Desciendo de mis padres, que son dos; de mis abuelos, que son cuatro; de mis bisabuelos, que son ocho; de mis tatarabuelos, que son diez y seis. Cada paso habrá de duplicar el número de ancestros en esa generación.
A ese ritmo, en el año 0 mis ancestros o, para decirlo de mejor manera, mis mega-abuelos, deben sumar un total de ciento sesenta y nueve mil doscientos treinta y nueve billones novecientos sesenta y cuatro mil quinientos noventa y tres millones novecientos
sesenta y dos mil cuatrocientos cincuenta y seis personas, enorme cantidad que en cifras habrá de expresarse del siguiente modo: 169 239 964 593 962 456
Lo cierto es que nuestro planeta jamás llegó a contener tal cantidad de habitantes, así que por fuerza, para resolver esta paradoja, será necesario aceptar que las relaciones entre mis ancestros 75 tendrán que haber sido particularmente endogámicas, y encima, incestuosísimas.
Mas, con ello no quedará resuelto el problema: haría falta todavía igual cantidad de ancestros para cada uno de mis contemporáneos, lo cual multiplicaría la cifra por miles de millones, y obtendríamos una segunda cifra mil veces más conflictiva que la primera.
La única solución es aceptar que mis mega-abuelos son los mismos mega-abuelos de mis contemporáneos. Aceptar que somos megahermanos.

miércoles, 2 de junio de 2010

PUNTOS DE VISTA

Ernesto Pérez Castillo

Todo no es sino la resultante de haber fijado mal nuestra atención. La oruga no es un ser horrendo que se transmuta en mariposa. La mariposa es una paridora de orugas. La belleza de la rosa no es el resultado final de un arbusto espinoso. La belleza de la rosa asegura que el arbusto espinoso exista in saecula saeculorum. El polvo no se convirtió en hombre. El hombre es la modesta garantía del existir, eterno, del polvo.

martes, 1 de junio de 2010

QUITARLE EL CASCABEL AL GATO

Ernesto Pérez Castillo

Ponerle el cascabel al gato fue un error. Ahora vivimos en un terror constante, escuchando el eterno y sádico tintinear.