domingo, 2 de diciembre de 2012

SIRIA, LA PUESTA EN ESCENA / CUBA, EL ENSAYO GENERAL


Ernesto Pérez Castillo

De pronto una mañana, caminado por la calle 60 hacia el mar, tuve una epifanía, una iluminación, un alumbrón de esa pequeña bombilla que todos llevamos todo el tiempo agazapada en la cabeza.
Y es que iba al paso, al pasito, pensando en todas las boberías que piensa uno cuando aun no acaba de amanecer y hay silencio en los barrios –salvo alguna que otra cafetera que borbotea demasiado cerca de esa ventana– y el alumbrado público se va despidiendo hasta la noche.
Así caminaba, incorregiblemente cabizbajo como siempre, y entonces fue que la idea me sorprendió. La idea primero, la reflexión sobre la idea después, desde el viernes y hasta la noche de este domingo que termina tan calmo.
Era simple: en Siria está sucediendo –están haciendo que suceda– lo que no lograron que pasara en Cuba. En Damasco ahora mismo explotan bombas en los supermercados, en los hoteles de La Habana explotaron bombas parecidas en los noventa y tantos.
A todas luces, no son sirios los que ponen las bombas en Siria, como no eran cubanos los que trajeron las bombas a la Isla. En ambos casos, los sicarios fueron contratados en países vecinos, mercenarios que reciben su paga, si la reciben, a tanto por estallido.
Si abre usted la prensa –la prensa del mundo, digo– de Siria cuando no se habla mal es porque se va a hablar peor, como solo se habla peor y mal sobre Cuba en esas mismas primeras planas. Y los que mal escriben reciben también su paga para ello. No es que esté de más decir lo malo, es que es de mala leche decir lo malo solamente. Y una canallada mentir cuando lo malo no les alcanza o no les parece suficiente.
El guión es el mismo, un calco al carbón, palabra por palabra. Le han llamado “primavera árabe”. No hay que esforzarse mucho para recordar cuánta publicidad se gastaron en aquello de la “primavera negra” en el caso cubano.
 En Siria, y para colmo de casualidades, tuvieron incluso su “bloguera disidente”, una muchachita joven y lesbiana –así se presentaba– que posteaba desde Damasco. Amina Arraf Abdallah al-Omari lanzaba sus escritos y toda la prensa occidental la replicaba, y grande fue el alboroto mundial cuando se denunció su secuestro a manos del gobierno sirio. Su imagen apareció entonces en todos los diarios, y ni uno solo se disculpó con sus lectores cuando la croata Jelena Lecic se reconoció en la falsa foto de Amina que todos los medios publicaron.
Porque la bloguera Amina Arraf Abdallah al-Omari nunca de los jamases existió. Era solo un personaje construido por Tom MacMaster, un norteamericano cuarentón, residente en Escocia, que nunca aclaró por qué le había tomado el pelo a medio mundo.
En La Habana, ya se sabe, construyeron también a su bloguera, y se han gastado que sé yo cuántos miles o millones para convertir esa tomadura de pelo en una ventana.
Así son de simples y de repetitivos. Pero, ya lo dijo Martí, los buenos son los que ganan a la larga.

lunes, 22 de octubre de 2012

FIDEL VIVO Y TODO LO DEMÁS


Ernesto Pérez Castillo

Son ya tantas las tantas y tantas veces que mataron y mataron y volvieron a matar a Fidel –como decía mi mamá: si no es un récord es un buen average– que el día que Fidel muera de verdad no me lo voy a creer hasta que él me lo confirmé, personalmente y por escrito, de su puño y letra.
Y con todo, conservaré la duda, no sea que sea otro chiste suyo, que no han sido muchos, pero han sido muy buenos, como aquel en el estadio Latinoamericano, cuando disfrazó de ancianos a los más estelares peloteros cubanos del momento, para ganarle de todas todas el partido a Chávez.
¡Así que Fidel ha vuelto a ganar!
Es que los malos no aprenden: la mentira tiene patas cortas, si las tiene.
Y Fidel tiene una vista muy larga.
Y todo lo demás

sábado, 6 de octubre de 2012

FUTBOL: CUBA CAMPEÓN DEL MUNDO



 Ernesto Pérez Castillo

Llevo tiempo diciendo que el día en que, por el milagro que sea, una selección cubana logre clasificarse aunque sea a último minuto para un mundial de fútbol, la Isla será campeona y nuestros jugadores traerán la copa a casa. Lo que yo ni nadie podrá vaticinar es cuántas gallinas nos costará eso.
De todas maneras, el día viene llegando, y acabo de verlo con mis propios ojos. El viernes, como cada viernes, busqué a Sebastian en su escuela –revisamos juntos la mochila para que no olvidara nada, me contó que otra vez almorzaron chícharos y spaghettis blancos, me mostró su merendero vacío para convencerme de que no había dejado nada aunque compartió algo, conversé un poco con su maestra que me citó a un trabajo voluntario el sábado– y salimos por fin después de tantos días de lluvia hacia la cancha de fútbol.


 Al llegar el entrenamiento ya había comenzado y él tuvo que calentar solo y a las carreras para incorporarse. En un rato ya estaba intentando patear la pelota con el empeine, cosa que jamás logró. Teóricamente, sabe lo que debe hacer, incluso sabe qué rayos es el empeine, pero en la práctica sigue pegándole al balón como Juana, con la punta del pie.
No importa, no creo que Sebastian resulte futbolista, ni es la idea. La cosa es que corra y que respire al aire libre de La Habana, que juegue y sea feliz en esa cancha de fútbol anegada por los aguaceros de las últimas semanas, rodeado de tantos Ronaldos y Mesis y Casillas de completo uniforme.

 
Esos otros sí que se lo toman a pecho, ellos y sus padres. Los niños –el mayor tendrá unos nueve años–, toda vez que comienza el partido, corren con la boca abierta detrás del balón mientras los padres se desgarran la garganta alrededor, gritando instrucciones, regañando o aplaudiendo, como si estuvieran en el Bernabeu y en el juego les fuera la vida, en tanto que el profesor Raul pita y pita cada falta como el más celoso de todos los árbitros.


 Y de ahí, de una de esas canchas de medio pelo, de uno de esos juegos de esquina, saldrán nuestros campeones. El viernes lo vi. Pasará el tiempo y una tarde, tal vez no tan lejana, veré en la televisión el partido en que nos coronaremos, y Sebastian estará a mi lado recordando este viernes dichoso y compartiendo conmigo feliz una cerveza.

miércoles, 29 de agosto de 2012

CARTA DE ALICIA ALONSO AL PINTOR AGUSTÍN BEJARANO


Alicia Alonso y Agustín Bejarano ante un cuadro del artista dedicado a la Prima Ballerina Assoluta y Directora del Ballet Nacional de Cuba.

jueves, 9 de agosto de 2012

UNO, DOS, TRES: HIROSHIMA OTRA VEZ


Ernesto Pérez Castillo

Con apenas una bomba, el 9 de agosto de 1945 murieron en Nagasaki 70 000 personas. Esas fueron solo la mitad de las 140 000 que habían muerto tres días antes en Hiroshima.
Cuando cada año la televisión muestra el ceremonial en recuerdo de las víctimas, todo el mundo se conmociona. Y respiramos aliviados: que se sepa, ninguna otra bomba atómica ha sido detonada desde entonces sobre la población civil.
Sin embargo, muy poco después de la masacre norteamericana en Japón, durante la guerra en Vietnam, perdieron la vida 830 000 vietnamitas. Eso son casi cuatro veces el número de muertes registradas entre las dos ciudades niponas.
Y para una cifra reciente, y peor, se puede acudir a la última invasión norteamericana a Irak, donde el conteo de civiles asesinados supera el millón de personas.
Con todo, eso no es nada. Según la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, cada día (¡CADA DÍA!) mueren de hambre y pobreza 25 000 personas en este mundo. Y esa era la cifra de 2004.
Así de terrible: cada tres días se repite, silenciosamente, el genocidio de Nagasaki. Cada diez días 250 mil personas (muchas más que las de Hiroshima y Nagasaki juntas) son asesinadas por el resto que come y olvida, o come y no se interesa, o come y lo ignora.
La cifra de muertes por hambre, en un solo año, equivale al lanzamiento sobre la humanidad de 65 bombas atómicas como la de Hiroshima, o de 130 bombas atómicas como la de Nagasaki. Cada año, año por año.
Pero esos muertos, que son tantos, no tienen jamás un ceremonial solemne, ni nunca los recuerda la televisión.


viernes, 20 de julio de 2012

RENÉ GONZÁLEZ Y EL TIGRE RAYADO


Ernesto Pérez Castillo

Dicen que una raya más al tigre no le hace, pero en el caso de los cinco cubanos las rayas no escampan. Son tan seguidas, son tan negras y son tan tantas, que ya el tigre no es más tigre sino una pura mancha redonda, enorme, oscura y cerrada.
Un hueco, un hueco negro –un hueco que mejor que nadie conocen en su propia carne, Gerardo, Antonio, Ramón, René, Fernando–, un hueco negro que todo lo devora, que toda luz apaga, una garganta que todo se lo traga. Solo que ellos son el hueso duro que se atraviesa, la espina de pescado que se clava.
Sus perseguidores no se cansan. Y es que han apostado mucho en la jugada. Este es un año de elecciones, pero el otro será un año de ganancias, y siempre habrá una excusa, siempre tendrán a mano alguna trampa. No tendrán siquiera el cuidado de la sutileza, sino que harán y desharán a cara destapada, como en el reciente caso de las visitas legales y consulares a Gerardo, con el autorizo del Departamento de Estado (por delante) que luego una mano desaparece del buró del carcelero (la misma larga mano del State Department, por detrás).
Si escandalosa resulta la reiterada violación de los derechos de Gerardo, más que escandalosa, resulta perversa la estrategia aplicada contra René González, quien ya cumplió tras las rejas su condena, día por día, cana por cana.
René, después de trece años de cárcel, debe cumplir otros tres años de libertad supervisada, una accesoria sobre la cual la propia Corte Suprema ha dejado claro que: “El Congreso intenta que la libertad supervisada asista a los individuos en su transición hacia la vida comunitaria.” –United States v. Johnson, 529 U.S. 53, 59 (2000).
Sin embargo, esos tres años de libertad supervisada se le impusieron a René justo para todo lo contrario, pues contra toda lógica son el estorbo que le impide reintegrarse plenamente a su comunidad, a su barrio, a su gente, a su familia: a su casa. Así se socava, con alevosía, el propósito de dicha libertad supervisada.
Encima, una de las trece condiciones estándar de libertad supervisada impuestas a René, reza que “debe de apoyar a los familiares que dependen de él y cumplir con otras responsabilidades familiares”. Poco y mal podrá nadie ayudar y cumplir ninguna responsabilidad familiar, si se le retiene y obliga a permanecer lejos de sus padres, de su esposa, de sus hijas. Si se le mira bien, a todas luces René estaría incumpliendo esa condición, lo cual constituye una violación de las condiciones de su libertad, y por ello podría volver tras las rejas.
Durante todo el proceso, el gobierno y el sistema de justicia norteamericano han reconocido plenamente su ciudadanía cubana. Basta como evidencia de ello el que le hayan permitido la asistencia consular. Incluso, la mala prensa que el gobierno pagó para demonizarlo –a él y a sus compañeros– mientras duró la farsa judicial, insistió una y otra vez en calificarlo como un “espía cubano”.
 Entonces, si es un cubano y hasta ha declarado su disposición a renunciar a la ciudadanía norteamericana, ¿por qué se le impide regresar a su país, toda vez que ha cumplido íntegramente su condena?
Mientras René permanezca en territorio norteamericano, su vida correrá peligro. Y quizá es por ello que se le obliga a estar allí. Ese es un plus, un bonus track, una condena más después de su condena.

miércoles, 18 de julio de 2012

NO SON NOTICIA TRECE MUERTES POR TUBERCULOSIS EN MIAMI, PERO TRES POR CÓLERA EN CUBA LLENAN PORTADAS

      José Manzaneda
www.cubainformacion.tv

En el estado de Florida, EEUU, se ha producido el peor brote de tuberculosis de los últimos veinte años, que hasta la fecha ha provocado la muerte de 13 personas (1).
Ya en febrero el Centro Nacional de Control y Prevención de Enfermedades alertó sobre el aumento de casos de tuberculosis al gobernador del estado, Rick Scott. Pero éste –curiosamente, un antiguo propietario de clínicas privadas (2)– no atendió a la advertencia y siguió adelante con su programa de recortes presupuestarios, que incluían el cierre del único hospital público del estado para pacientes de tuberculosis.
Pero, a pesar de las 13 personas fallecidas, salvo algún medio escrito local, los canales de televisión, las tertulias de radio y los grandes diarios de Miami apenas han informado del asunto (3).
Quizá sea porque, desde hace días, han centrado su atención en el brote de cólera en Cuba que, según la Organización Panamericana de la Salud, ha causado 3 muertos, adultos mayores con antecedentes por enfermedades crónicas (4).
La desproporción informativa es bien llamativa: una búsqueda en Internet en un solo día, el 13 de julio, ofrecía dos textos sobre la tuberculosis en Florida, por 480 sobre el cólera en Cuba (5). 
Los grandes medios de Miami están llevando a la población el mensaje de que el cólera está fuera de control en toda Cuba y el contagio masivo en Miami es inminente. La congresista de ultraderecha Ileana Ros Lethinen, en una nota reproducida por todos los grandes medios, lanzaba una advertencia: “Los viajeros a Cuba deben estar alertas porque la dictadura cubana no está informando con objetividad de la gravedad de la situación y pudieran contagiarse con la enfermedad” (6). El Nuevo Herald de Miami mentía sobre las cifras: hablaba de 15 muertos y reproducía todo tipo de rumores e inventos de supuestos “periodistas independientes” de la provincia de Granma, que certificaban “más de mil y pico de casos” de personas contagiadas, así como de condiciones “caóticas” en los hospitales, que estarían –supuestamente- “clausurados por agentes de seguridad decididos a controlar la información” (7).
La campaña es tan brutal que, hasta medios habitualmente hostiles a Cuba, como el diario español El Mundo, han denunciado la manipulación informativa de sus homólogos de Miami (8).
Según diversos analistas, el objetivo de esta campaña de pánico es afectar la campaña turística de verano, una de las principales fuentes de ingresos de Cuba y, sobre todo, el flujo de migrantes cubanos en EEUU que, en un número cercano a 400.000, visitan su país de origen cada año (9). Finalmente, dos de las obsesiones de la ultraderecha “anticastrista”: intensificar la asfixia económica a Cuba y obstaculizar cualquier acercamiento con la Isla, incluido el familiar.
En el año 2010, recordemos, se desencadenó una epidemia de cólera en Haití, con el resultado de más de 6.000 muertos (10). Pero, a pesar de existir cuatro vuelos diarios entre Puerto Príncipe y Miami, el mismo número que entre La Habana y Miami, y de que se detectaran 15 casos de contagio en esta ciudad de EEUU, ninguno de los políticos o medios citados lanzó los actuales mensajes de alarma social (11).
Hay que recordar que fue la brigada de solidaridad médica cubana la que consiguió –entre otros actores- parar la expansión del cólera en Haití, donde llegó a atender al 40 % de la población afectada (12). Por ello, que organizaciones de Miami dedicadas a sobornar a médicos cooperantes para que abandonen la brigada cubana en Haití y se refugien en EEUU (13), ahora ofrezcan una supuesta ayuda médica “solidaria” a personas afectadas por el cólera en Cuba, resulta casi cómico (14).
En Cuba, todo el sistema sanitario, junto a los actores sociales comunitarios, trabajan intensamente para detener el brote. Los medios de comunicación, que han sido criticados en la Isla por su respuesta tardía (15), están informando a la población, haciendo especial énfasis en las medidas preventivas de limpieza (16). Y en determinadas localidades se están distribuyendo masivamente materiales de higiene a la población (17).
Mientras, en Miami, los campeones de la libertad de prensa siguen sin informar sobre la suerte de los centenares de afectados por la tuberculosis. Quizá porque, en su mayoría, son solo personas sin hogar, reclusos y hasta pacientes psiquiátricos (18).


















sábado, 16 de junio de 2012

BEJARANO: FELICIDADES PAPÁ

Juan Ruiz Gómez
Poeta y director teatral, suegro de Agustín Bejarano.

El artista de la plástica de Cuba Agustín Bejarano quiere FELICITAR y rendir homenaje en el DIA DE LOS PADRES a todos los padres que en Cuba y el Mundo creen en su inocencia y lo están apoyando.

Les dedica esta obra suya, gestada en las difíciles condiciones en que se encuentra actualmente, falsamente acusado e injustamente retenido por más de un año en Miami.

lunes, 4 de junio de 2012

PARA GERARDO, QUE AYER CUMPLIÓ AÑOS

Gerardo Hernández Nordelo
Ernesto Pérez Castillo

Mi abuela Andrea –por más señas Andrea Clark, que en realidad no era abuela sino bisabuela mía– vivió desde mucho antes que la conociera y hasta el último de sus días en el tercer piso de un edificio que aun no se ha caído del todo en la calle Merced, en La Habana Vieja.
Allí la vi siempre, en su cuarto, siempre sentada en su sillón, el pelo no canoso sino gris, sus espejuelos de cristales pesados y aquellos lóbulos de las orejas, largos muy largos, de los que pendían siempre, infaltables, los aretes.
Entraba a su cuarto y ella, a sus más de noventa años, se me quedaba mirando como si de verdad me viera, y adivinaba… ¿tú eres el menor de Georgina? Sí… tú te llamas Ernesto… tú naciste en marzo, el día dieciocho.
Era un ritual. Para alguien que sumaba un número impensable ahora de hijos, nietos, biznietos y hasta tataranietos –que los tuvo– aquel derroche de memoria era un signo tremendo de vitalidad.
Nació Andrea en Matanzas, en el pueblito de Camarioca, en 1889, seis años antes de que comenzara la guerra de Martí, y en la cual combatió el que luego sería su esposo y a quien no conocí, Plutarco.
Ahí comenzaron a enredarse las cosas en mi familia, pues terminada la guerra –entiéndase: frustrada la independencia por la intervención yanqui– ese bisabuelo mío fue tajante y nunca de los jamases aceptó la pensión de veterano pues, decía: “yo no fui a la guerra por dinero, sino para hacer a Cuba libre”.
Así que, en aquella Cuba “libre” mi abuela dio de comer a sus hijos lavando en las casas de los ricos, y para eso iba desde La Habana Vieja hasta el reparto Almendares –qué sé yo, siete, ocho kilómetros de ida y vuelta– caminando, para ahorrarse los ocho centavos del tranvía.
De mi bisabuelo no conozco mucho, pero sé que alguna vez escribió un libro de versos y que incluso lo publicó, pagando por supuesto la impresión. No vendió ni un solo ejemplar, aunque sus versos no eran tan malos. Yo los he leído.
Lo poco que sé de mi bisabuelo, yo mismo me lo invento. Resulta que uno de sus hijos, el primer comunista de la familia, un buen día se fue a España, a luchar por la república con las milicias internacionales. La parte que me invento es esta: ¿qué habrá sentido ese viejo al saber que su hijo se iba a la guerra, a matar y quizá a morir, justo a la mismísima España contra la cual él había luchado con el machete en la mano?
Esa pregunta me obsesiona desde que conocí la historia en mi adolescencia. Por años íbamos cada día de las madres a la casa de Andrea, a celebrarle el cumpleaños, hasta que caí en la cuenta de que algo raro había escondido en el asunto, pues de ninguna manera el día de las madres, que cambia de fecha cada año, podía caer siempre en el día del cumpleaños de mi abuela.
Pregunté, y mi madre me contó de aquel tío abuelo que se fue a la guerra civil española. En algún combate fue herido, una herida de nada, apenas una cicatriz que habría de servirle para fanfarronear algún día frente a sus nietos, quizá así lo pensó en su momento. Y me dijo también mi madre que convaleciente, internado en algún hospital de campaña, una tarde –una noche, una mañana, para el caso da igual– salió al patio a fumar y allí recibió el disparo mortal del francotirador que lo habría de matar.
José Manuel Fernández Clark, así se llamaba, así lo voceó el cartero que llamó a la puerta de Andrea, a entregarle el telegrama oficial que le anunciaba la muerte de su hijo. La noticia, ya de por si terrible, venía a empeorarse por una aciaga coincidencia: el día que trajo aquella noticia era justo el día en que Andrea cumplía años. Por eso, desde entonces, nunca jamás pudo nadie felicitarla en su cumpleaños. Por eso, la familia toda se reunía en el día de las madres a mimarla.
En esto he pensado, durante todo el día, desde que supe que hoy 4 de junio Gerardo Hernández Nordelo cumple cuarenta y siete años. La verdad, me habría gustado un cuento mejor para felicitarlo, pero no sé si eso a él le habría gustado.
A mí la cosa de los cumpleaños, me da cosa. Por eso me atengo al consejo que alguna vez me dio Vicente Revuelta, mi maestro: cuando vayas a regalar, regala aquello que sea para ti de veras importante, irremplazable, eso es lo único que hace valioso un regalo.
Y eso es lo que aquí y ahora hago.
Gerardo: te regalo no este cuento que he contado, tampoco te regalo el recuerdo que tengo de mi tío abuelo herido en combate y después asesinado, sino que te lo regalo a él mismo. Te regalo al gigante que desde mi infancia me acompaña, te regalo al comunista que se fue tan lejos a dejar sus huesos que nunca regresaron, te regalo al hombre que vivió como quiso y combatió por lo que quiso y murió por lo que quiso. A él, a José Manuel vivo y entero te lo regalo. Para mí, saber que había conmigo alguien así, sangre de mi roja sangre, siempre me ha servido de mucho. A ti, allí donde estás, quizá también te sirva de algo.

viernes, 18 de mayo de 2012

LA BIENAL Y LAS AGUAS, MÁS GLENDA LEÓN

 Ernesto Pérez Castillo

Como siempre, los artistas ven más y ven más lejos. Ponen su pupila incluso en aquello que ni siquiera ellos ven, mas quieren ver, sedientos siempre como nadie, necesitados siempre como ninguno.
En una tarde de sábado, me paseé el Malecón de esta Habana, que también desde las Artes Plásticas es una ciudad sitiada por la bendita circunstancia del agua por todas sus esquinas, el agua en todas las visiones, el agua en el corazón y el agua en la mirada, el agua fresca y límpida en las ganas que nos atraviesan.
  Y allí, junto al muro del Malecón, me sorprendió el mar multiplicado, el mar tranquilo donde siempre y el mar duplicado donde nunca, el mar a ambos lados del muro que de pronto no separaba más la tierra de las aguas sino que apenas era la frontera física y visible entre el mar de allá y el mar de acá, la fina línea ilusoria que confronta el mar exterior y ajeno con el mar nuestro, nuestro mar interior con sus borrascas y sus atardeceres de paz, el mar ajeno con el más ajeno horizonte, el mar de los muertos y el mar de los vivos, el mar que nos duele y el mar que nos mata, el mar por donde llegamos todos –todos– lo que vivimos esta isla, y ese otro mar de pronto sobre la misma isla al que nunca podremos develar.

 

Más adelante, también frente al mar, era el cercado roto por el vuelo. La huella dejada en los alambres por el pájaro que voló. El testimonio de la estampida. Me detuve, me quedé a observar, casi contando todos y cuantos hilos del metal se dejaban ver, quebrados, doblados sobre sí. Y seguí mirando, y escuché las conversaciones de los que cruzaban junto a mí, sintiendo que faltaba algo en aquella alambrada vencida. Era eso: a la vista queda expuesto el daño en la alambrada, de eso hablaban todos. Faltaba lo principal, y faltaba a gritos: los daños sobre el cuerpo que huyó, los surcos que cada alambre vencido dejó en la piel abierta del pájaro.

 

Si aquel pájaro buscaba al cielo sobre el mar, inmediatamente otro artefacto buscaba el mar en el mar mismo, se adentraba en las aguas, viajaba –proponía viajar– a otra Cuba más allá de Cuba, a una Cuba nueva bajo las aguas, a la que solo es dado llegar en la inmersión, con las artes del batiscafo y las sofisticaciones de lo submarino. La idea viva de cruzar las aguas, ahora desde la inventiva del viaje a motor, de llevar el animal terrestre y amaestrado a soñar un viaje seguro, un viaje sumergido en la más moderna tecnología aplicada a la más obsoleta maquinaria de combustión interna.

 

Y de pronto la nada, lo efímero, lo fugaz del viajero que pasa, se detiene frente al muro, y junto a él otro paseante, y otro, y otro, la masa, la sensación grupal de la noche y los atardeceres, la vista fija mirando al mar.
Mirando tanto mar, tantas provocaciones, comencé a entender el juego latente en lo primero que vi, y que aun no menciono: la propuesta de Glenda León. Lo suyo no estaba frente a las olas del Malecón sino antes, al interior de los patios del edificio Focsa, justo en la piscina aquella, justo alrededor de las aguas.
Simple: la piscina deliciosamente llena, la gente en ella pasando el rato, los adultos remojándose, saludando a los amigos que llegan al lugar, los niños en el mojarse, en el retozo, en el saltar a las aguas.
A un extremo de la piscina, sobre el piso, una impresión gigantesca de un mapa de Miami. Al otro extremo, la reproducción a igual tamaño de un mapa de La Habana. En medio, la gente.
Era tan agradable la imagen, que no podía pasar de ser un sueño –Sueño de verano, así le ha llamado Glenda–, y quizá sea un sueño que algún día sea real.
Y es que no tiene sentido que el mar que tenemos en medio nos separe, pues fue siempre el mar quien unió a los distantes, las aguas fueron siempre el camino más rápido a atravesar.
La relación natural de dos pueblos que viven costa con costa es el contacto permanente, el visitarse, el saber al otro que está al otro lado. Qué decir entonces si son dos geografías interpuestas para uno y el mismo pueblo.
En eso pensé después, muchas obras después, frente al mar, recordando las aguas de Glenda. Eso soñé. Eso quise. Un mar tranquilo y navegable, amable y besable, un mismo mar para los que están, para los que se fueron y para los que eligen el ir y el venir antes que el estar.

lunes, 7 de mayo de 2012

ME TOCAN LOS CAJONES OTRA VEZ


Ernesto Pérez Castillo

Ni una semana ha pasado aun desde que volví de Matanzas –en un viaje azaroso que comenzaría en los planes a las dos de la tarde y no comenzó en la dura realidad sino hasta once horas después, a la una de la mañana, cuando por fin apareció el ómnibus salvador–, y ya estoy leyendo las críticas al encuentro de blogueros logrado en la universidad de aquella ciudad.
Desde que entré a la habitación que me asignaron –junto a otros tres, en el espacio que originalmente se destina solo a dos personas, y compartiendo el baño con cuatro más– comencé a escuchar una lengua que me era absolutamente desconocida. Intuyo, porque tan bruto no soy, que hablaban de programas cibernéticos y aplicaciones informáticas que sirven para esto y para aquello y para lo otro, cosas todas misteriosas e ignoradas por mí.
 Ahora, cuando leo las críticas que al encuentro se le lanzan, sí que las entiendo, pues están escritas en el lenguaje “chato, vacío, carente de sentido y poco creíble” de siempre, para decirlo con las propias palabras de los críticos que de pronto han subido a escena.
Se dice además que la declaración final que allí tanto y tanto se discutió “podría haber sido escrita después de una reunión de la FEU o de la UJC en un politécnico de informática”.
Sin embargo, se le señala al evento que careció de “vida, autenticidad, espontaneidad y mucha, mucha valentía”. Esas palabras, juntas así, en filita india y en ese mismo orden inalterable, sí que parecen redactadas por un pionerito luchando su carnet de la juventud con un comunicado para el matutino.
Y otra frase de campeonato es aquella de que la misma declaración final “adolece casi íntegramente de identidad, de sentido de pertenencia”. Mi vida como militante de la juventud duró muy poco –apenas la mitad de lo que duró mi servicio militar, pues ya vestido de civil una de las primeras cosas que hice fue renunciar a la militancia–, y mi aventura como militante del partido –desde el día que fui aceptado en sus filas y hasta el día que me expulsaron– no completó el año, pero una de las cosas que aprendí entonces fue que las palabras “integralidad” y “sentido de pertenencia” son parte de esa fraseología “chata, vacía, carente de sentido y poco creíble” que al menos en los ochenta y los noventa aburría las actas de reuniones de la UJC y el PCC.
Lo peor es que esa crítica es redactada por alguien que fue invitado y declinó asistir. Con ello se perdió dos oportunidades, primero, la de ser testigo presencial de lo que en verdad allí sucedió, y luego ha dejado pasar la tremenda ocasión de guardar silencio, olvidando la regla ancestral que reza: “si no sabe, no te meta”.
Porque solo alguien que no vivió aquello, y que ignora y ningunea olímpicamente lo allí discutido, puede dictar cátedra tan liviana y machaconamente.
Aquellas cuarenta y ocho horas matanzeras, en lo personal, me fueron de mucho provecho. Conocí un montón de gente que, contra viento y marea, y tan anónimos como yo mismo los más, dan en la red la cara por la Cuba que desean. O sea, confirmé la vaga sospecha de que no estoy tan solo.
Eso nada más ya vale un millón de pesos.
Encima, ver a esa gente tan variopinta y tan diversa, junta y revuelta, discutiendo en plan de iguales, poniéndose al día los unos con los otros, llegando a acuerdos o asentando sus desacuerdos, me hizo soñar, me hizo creer que la fantasía de una Cuba sin unanimidades era posible.
Con todo, la crítica que ahora he leído, no me sorprende. Y no por ello hay que perder el sueño. De hecho, si de algo se habló en Matanzas fue sobre la necesidad de la crítica en nuestra sociedad.
Y tanto se habló de eso –parafraseando a Lenin, pareciera que nuestros problemas se resolverían con crítica, crítica, и еще раз, crítica– que cuando me aburrí del lepelepe pedí la palabra y dije algo más o menos como lo que sigue, y con lo cual termino:
La crítica, el señalar lo mal hecho, es necesario, pero si solo hacemos eso –además de quedar bien– estaremos dejando sin trabajo a los redactores de El Nuevo Herald. Hace falta también decir en voz alta y sin miedo lo que se hace bien. Porque un montón de gente de este país va todos los días a trabajar, y a pesar de sus salarios eufemísticos hacen lo suyo y lo hacen con ganas, y hablo de los médicos que cada madrugada, quién sabe porqué, están donde hacen falta, y de los guagüeros, y la gente de las fábricas y de muchísima gente más. Ese espíritu, ese misterio, también hay que contarlo. Porque, como yo lo veo, hace falta valentía para criticar, sí, pero, desgraciadamente, mucho más valiente todavía hay que ser para defender a Cuba.

viernes, 4 de mayo de 2012

CAFÉ HABANA, EL ÚLTIMO CAFÉ


Ernesto Pérez Castillo

Hay un lugar en La Habana para tomar café, y ese es el Café Habana. Decirlo así puede sonar a exagerado, pero esa es la intención. Si tienes un peso en el bolsillo, no hay en esta ciudad un café mejor. Y si tienes dos pesos, hasta puedes invitar a alguien. Si no tienes el peso pero tienes un tin de suerte, seguro alguien te invita. Y si no, entonces otro día será.
Tener un peso resulta en todo caso, últimamente, un asunto complicado, así que no es recomendable tirarlo en cualquier cosa solo porque quien la venda te jure por la virgen y por su madre santísima que sí, que “eso” es café.
No señor, que yo he tomado café, y sé de lo que hablo. Ahora mismo me tomaría uno, pero el de la cuota se me acabó ayer. Y mire usted, careciendo de él como carezco, me siento aquí y escribo sobre el Café Habana, y sobre el café.
Fue en 1999 cuando conocí el Café Habana. Recién me estrenaba de editor en la revista Somos Jóvenes y después de haber discutido por algo, Nirma me invitó a un café. En verdad era el lugar más lejos del mundo para irse a tomar un café, a las once de la mañana, atravesando media Habana Vieja desde el Capitolio hasta casi la Avenida del puerto, con el sol de frente metiéndoseme en los ojos y con Nirma hablando todo el camino de lo bueno que sería llevarnos bien.
Bueno, nunca nos llevamos demasiado bien por esa época, pero para no ser grandes amigos impusimos el récord de mayor cantidad de café que se hayan tomado juntos jamás un par de gentes que se llevaban como gato y perro.
El caso es que el Café Habana terminó siendo el mejor sitio donde proponerse un nuevo tema para el número siguiente, donde convencer al otro de que alguna idea era un disparate, donde hacer que alguno de los dos cambiara de opinión. Ahora que lo pienso, no creo que tal cosa fuera un milagro debido al café. Más bien creo que quince cuadras bajo el sol le ablandan a cualquiera la mollera.
Allí hay una barra de madera, en U, y algo insólito en La Habana de aquel tiempo para mí: molían los granos de café ante tu vista. No había truco, lo que meterían bajo el chorro de agua caliente de la máquina express sería de verdad café, puro café.
Era una tentación, la verdad. Imagine la escena: usted acaba de llegar a la redacción, y lo recibe la secretaria con el mensaje de que tendrá una reunión con el director de la editorial a las tres, ahí mismo le salta encima Wildy el fotógrafo y le dice que no hay más rollos blanco y negro en el almacén, detrás el diseñador se queja de que no hay papel para imprimir las pruebas de las páginas que acaba de terminar, y después… después no sé a usted, pero lo que era a mí, después de todo eso, el mundo me importaba media calabaza, y los invitaba a todos a tomarnos un café.
Y ahí iba Somos Jóvenes en pleno por todo Obispo –el camino más largo, pero el más entretenido– sin escalas hasta el Café Habana. Casi todos se pedían un doble, pero yo me pedía un sencillo, lo bebía despacio, y luego me pedía otro sencillo más. Todo el proceso duraba lo que tardaba en fumarme un cigarro. La razón de por qué jamás pedía un doble es simple: había comprobado que la única diferencia entre un doble y un sencillo era que el sencillo valía un peso y el doble valía dos. Así, así mismo: usaban igual taza para ambos y en ambas tazas vertían la misma cantidad. No sé cómo es que nadie se daba cuenta, pero estaba muy claro para mí. Muy claro, digo, la trampa, que el café era siempre oscuro, siempre sabroso, siempre memorable.
Como en Somos Jóvenes siempre se acababa el papel, nunca había suficientes rollos fotográficos –que de los otros rollos siempre teníamos de más–, y nuestra computadora –sí, así en singular, la única computadora que ostentaba nuestra redacción, que encima era un 486– se rompía siempre un día antes del cierre, pues será fácil colegir que eran muchas y muchísimas las mañanas y las tardes que se nos vio Obispo abajo con la esperanza del alivio de un café.
El último café que me tomé allí me lo tomé de pie, solo y sin cigarros. Ahora, si paso cerca, miro hacia el Café Habana sin detenerme. Solo observo de pasada a los que beben, como antes nosotros, su café. ¿Qué grave problema estarán dirimiendo? ¿En qué amistad difícil estarán empeñados? Ellos sabrán. Yo lo que sé es que el café del Café Habana, ese sí es café.

jueves, 3 de mayo de 2012

EL PEOR AFICIONADO DEL MUNDO


Ernesto Pérez Castillo
 
Yo, en cuanto al fútbol, soy el peor aficionado del mundo. Celebro y grito los goles de bando y bando. Y voy cambiando de equipo, según va avanzando la cosa. Y suelo ir con aquellos que desde el principio tienen las de perder.
Será que mi romanticismo es del más rancio. Eso, muchas ganas, más un poquito de fe. En el mundial pasado el día a día me dio la razón, aunque no le dio la victoria a ninguno de mis favoritos.
Esa vez mi última gran apuesta fue el equipo de Ghana, a quien la requetemanaza de Luis Tevez le arrebató la gloria. Bueno, esa manaza y la burocracia futbolera, que ante un gol tan evidentísimo impone el trámite absurdo de un penalty.
Lo demás es historia, sobre todo historia de la que no debe ser leída ni tomada en cuenta, es decir, la historia que publican los diarios el día después. Porque, todo aquel que creyó en los favoritismos de la prensa, habrá visto que ningún vaticinio se cumplió.
¿Se equivocaron los periodistas? Sí, claro, como siempre. Y es que hay que ser muy pero que muy miope para aceptar que los mejores son los mejores, solo porque desde siempre tienen los titulares que pareciera les tocan por default, por obra y gracias de que, vengan de donde vengan, juegan en los equipos europeos. Como si en el resto del mundo nadie supiera patear un balón como es debido.
Había que escuchar la narración de cualquier partido para darse cuenta de que, según los comentaristas, sobre el campo había casi siempre un solo equipo —aquel que estuviera lleno de estrellas salidas de las portadas en cromo. Y el narrador zarandeándolo a uno con las estadísticas de cada jugador del equipo que debía, tenía que ganar, mientras el otro equipo, por muy bien que se plantara sobre la grama, era ninguneado hasta lo imposible.
Así vimos al muy publicitado y más celebrado Messi, que pese a todo lo que se anunciaba de él, no hizo nada pero nadita en sus juegos. Mientras tanto, muy poquito supimos de sus contrarios.
Y después, pitado el calabaza calabaza, cada quien se fue: los unos a sus carátulas de brillito y los otros a los oscuros rincones de donde por una vez pudieron salir. Pronto veremos la misma historia otra vez. Otra vez será el gran banquete de las fotos a todo color, con las que se tapa todo lo que en este mundo debiera ir a las primeras planas, y nunca lo ha de lograr.

miércoles, 18 de abril de 2012

DONDE CUENTO QUÉ HACÍA MI ABUELO EN GIRÓN EN 1961



Ernesto Pérez Castillo

Mi abuelo, que para 1961 debía rondar los sesenta años y aun no se había casado con mi abuela –con quien vivía desde mediados de los treinta–, al escuchar el ruidaje que estremecía su casa en La Lisa, levantada a sangre, sudor y ampollas de sus propias manos, salió al patio a las carreras.

Por intuición o por lo que fuera, llevaba desenfundado su revólver. Apuntó de inmediato al cielo y disparó los seis proyectiles entre el fojalle de la pobre mata de mangos, seguramente sin hacer impacto sobre su objetivo: el B-26 de fabricación norteamericana que sobrevolaba el barrio huyéndole a las cuatro bocas de la defensa antiaérea.

Poco después supo por boca de Fidel que no se había equivocado: pese a las insignias de las FAR visibles en las alas y la cola del avión, aquella nave y las que le secundaron no despegó de ningún aeropuerto de la Isla sino noventa millas más allá, en algún punto del territorio norteamericano, con la misión de bombardear los aeropuertos militares cubanos, neutralizar en tierra a la entonces simbólica fuerza aérea revolucionaria e inventar para la opinión pública mundial la fábula de que eran pilotos desertores de la revolución.

Pero mi abuelo era perro viejo, que no por gusto sirvió en la United States Merchant Marine, en la flota del Pacífico, durante la Segunda Guerra Mundial y yo guardo su medalla de veterano. De ese pasado marinero le quedó para siempre el color subido y requemado de su piel junto a un gracioso y enorme certificado probatorio de que alguna vez cruzó la línea del Ecuador.

Recuerdo su anécdota sobre el peor momento que vivió en aquella contienda, que no fue en los escenarios bélicos y ni siquiera a bordo de barco alguno, sino en el muy tranquilo puerto de San Francisco, cuando entró a un bar a pedirse un trago y el barman le gritó que se largara, que allí no se le servía nada a los negros. Mi abuelo, por sobre la barra, cogió al barman del cuello, lo trajo hacia sí, lo abofeteó tres o cuatro veces con sus manazas, lo lanzó por los aires contra el espejo de la pared del fondo y después le dijo en español: “¡Seguro que para combatir a los japoneses no te parezco tan negro, eh!”

El bombardeo a las bases aéreas de La Habana y Santiago de Cuba de aquel 15 de abril, como lo supuso mi abuelo, era la preparación de una invasión que se hizo realidad dos días después, despuntando el 17.

Ese amanecer una flotilla de cinco barcos –el Houston, Atlantic, Río Escondido, Caribe y Lake Charles, identificados para la ocasión como Aguja, Tiburón, Ballena, Sardina y Atún– transportó a la Brigada de Asalto 2506, compuesta por más de mil cuatrocientos mercenarios, con cinco tanques Sherman M-41, cañones de 75 y 76 milímetros, morteros de 4.2, varios camiones artillados y apoyados por seis aviones C-54, ocho C-46 y hasta dieciséis B-26.

De las treinta aeronaves, doce fueron destruidas. De los hombres, más de doscientos murieron en los combates y el resto resultó prisionero y luego devueltos al gobierno norteamericano cuando aceptó pagar una indemnización de 63 millones de dólares por los daños materiales causados durante la intentona.

Entre que el primer hombre rana mercenario emergió a la superficie en Playa Girón y que los tanques T-34 soviéticos, apenas recién llegados y tripulados por tanquistas de estreno, por orden expresa de Fidel metieran “las esteras en el agua”, no pasaron siquiera las setenta y dos horas que se anuncian en el comunicado oficial de la victoria. Y dos días después, todavía con el revólver al cinto, mi abuelo decidió dar por concluido lo que comenzara vaciando su revolver al aire.

Llamó a mi abuela y a mi madre –que entonces no era mi madre todavía, que aun no había conocido a mi papá, que a sus diecisiete años era uno de los más “viejos” entre los artilleros que desde las cuatro bocas enfrentaron a la aviación mercenaria y la gente conocía como los “niños héroes de la Base Granma”–, las montó en su Buick, lo puso en marcha y no paró hasta más de doscientos kilómetros después, cuando en la zona de los combates encontró uno de los aviones enemigos derribados.

Mi abuela y mi madre junto a los restos del avión mercenario derribado. Nótese que se identificaba falsamente con las insignias de la aviación cubana.

Allí se bajó del auto, fue hasta el aparato destartalado y, con las mismas manos que veinte años antes abofeteó al barman de San Francisco, le arrancó un pedazo del fuselaje y se lo llevó consigo de trofeo.

Ese pedazo de metal, atravesado por dos tornillos oxidados y aferrados a sus tuercas para siempre, ha estado desde entonces en la sala de mi casa, a la vista de todos, junto al televisor.

Allí lo han visto amigos y no tan amigos que me han visitado, y a los que han preguntado les he contado su historia.

Más de diez años después, finalmente y a punto de morirse, mi abuelo desposó a mi abuela. Para la fecha yo tenía ya mis cuatro años y era el tercero y el último de los nietos de mi abuelo.

Al sol de hoy, la casa de La Lisa de mi abuelo es otra casa (después que me mudé de allí, el nuevo dueño le hizo cambio sobre cambio sobre cambio al punto de dejarla irreconocible incluso para mí), el certificado de su cruce del Ecuador lo perdí la tarde que quise impresionar a alguna novia regalándoselo y debe haberlo botado cuando tuvo novio nuevo, del viejo revólver ni me acuerdo, y el Buick se hizo pedazos atravesado inmóvil en medio del jardín de mi infancia.

De mi abuelo solo conservo ese pedazo de metal que le arrancó al avión derribado, y lo tendré conmigo por muy poco tiempo. Mi abuelo sabrá perdonarme porque ese, su trofeo de guerra, se lo he prometido a un socio que bien que se lo merece. Que para eso fue mi abuelo con toda su familia a Playa Girón en abril del 61: para que yo tuviera algo de veras valioso que regalar a ese socio mío cuando por fin pueda regresar libre a La Habana.

domingo, 4 de marzo de 2012

LOS OJITOS DE PATRICIA


Ernesto Pérez Castillo

La única persona realmente famosa, lo que se dice famosa, de mi familia fue mi papá, que llegó a ser mencionado en algún libro de Enrique Núñez Rodríguez. Que sí, que mi papá es ni más ni menos que el “Ricardito el bizco”, sobre quien el conocido escritor alguna vez comentara.

Bueno, quizá mi papá en verdad nunca fue famoso, pero lo cierto es que se mandaba un bizco que se mataba. Por ahí anda una foto suya, como a los doce años, mirando a la cámara (iba a poner “mirando fijo a la cámara”, pero eso sería mentir, porque mi papá no podía mirar fijo a ninguna cosa, siendo que entonces tenía un ojo comiendo mierda y el otro jugando a la pelota), y yo jamás pude ver esa foto sin caerme a carcajadas.

De su bizquera yo supe precisamente cuando descubrí esa foto adolescente, pues luego lo operaron y ni rastros de aquello le quedó, solo la memoria.

Y así, esa bizquera fue solo un recuerdo risible. Incluso en la consulta de genética, cuando Patricia tenía apenas unos cuatro meses de estar creciendo en la panza de su mamá, y preguntaron por enfermedades o malformaciones en la familia, solo mencioné aquel detalle de pasada, vaya, como para que no se me quedara nada por dentro.

Para entonces mi primer hijo ya tenia cuatro años, y de bizco nada, lo mismo que mis sobrinos y mis hermanos. El único bizco de la familia había sido siempre mi papá.

Entonces, unos cinco meses después, cuando miré de frente a Patricia recién salida del cálido vientre de su mamá, yo todavía vestido de verde hospital en la helada la sala de parto, y la miré a sus ojitos ya abiertos, descubrí dos cosas: tenía los mismos ojos azules de su hermano Sebastian, y tenía la misma puñetera bizquera de su abuelo.

Coño… que el viejo muriera humilde y digno como vivió toda su vida, eso lo podía aceptar… pero que la única herencia que nos legara fuera aquella bizquera… eso ya era harina de otro costal.

El caso es que esa bizquera no afectó ni mucho ni poco la alegría que Patricia trajo con ella bajo el brazo, también por la certeza y la tranquilidad de que había nacido en esta isla, tan maravillosa y única como su cielo tan libre y azul.

Lo jodido a partir de ahí fue la tanda de consultas médicas, que la mayoría corrieron a cuenta de su mamá, y el imposible de pretender que una bebé de meses haga ejercicios con un ojo teniendo el otro tapado. Inténtelo.

Pero hay gente cabezona en esta vida. Yo soy uno de ellos. Otra más cabezona es la mamá de Patricia, que le colocaba los parches oftalmológicos que le entregaron en el hospital, y se jamaba una hora por día en aquello.

Y los servicios de salud en Cuba son gratuitos, sí, pero cuestan. En nuestro caso lo más costoso, lo más difícil, fue entrar a aquel lobby del tercer piso del hospital oftalmológico para enfrentar la multitud de padres con sus hijos allí aglomerados.

Nunca imaginé que hubiera tantos niños con problemas semejantes, y los más eran los peores, que llevaban años de tratamiento, de varias operaciones correctivas, de mucha perseverancia médica y familiar.

Cada consulta representaba dos, tres, a veces más horas de espera, hasta entrar al cubículo de la Doctora Tessi, quien seguramente al graduarse de médico hizo el Servicio Social en un Central Azucarero, porque más dulce no podía ser. Y profesional, y segura de sí.

En enero llegó el gran momento. Patricia debía llegar al hospital en ayunas, subir a solas con su mamá en aquel elevador que esa mañana se me antojó más frío y más gris, y enfrentar la terrible lotería de la anestesia general para su operación. Tiempo estimado: veinticinco minutos.

En veinticinco minutos, si su hija de poco más de un año está bajo el bisturí de un cirujano, usted puede hacer muchas cosas. Por ejemplo: levantarse de su silla en la sala de espera y bajar los cinco pisos por las escaleras y cruzar a la acera de enfrente a tomarse eso que los vendedores por cuenta propia anuncian como café, fumarse allí mismo un cigarro y luego subir de nuevo, saltándose los escalones de dos en dos, y preguntar si la operación aun no terminó. De hecho, puede hacer eso mismo siete veces seguidas.

Finalmente se abrió la puerta del elevador, y allí apareció la mamá de Patricia, llevando a la pequeña en sus brazos. Los ojitos de Patricia, lo primero que busqué, húmedos, inflamaditos, y mirándome recto, muy recto, como nunca antes me miró.

Un mes después, en la consulta del postoperatorio donde definitivamente le darían el alta, la Doctora Tessi (que no lo dije antes, pero fue ella misma la cirujana que puso en su lugar los ojitos de mi bebé) confirmó que todo estaba bien.

Y si alguien leyó todo esto esperando que en algún momento yo me bajara con la muela bizca de que solo en Cuba es posible acceder a tanta felicidad de manera gratuita, se va a coger el culo con la puerta.

Lo que es yo, jamás me preocupé de averiguar cuánto costarían en otro país las consultas especializadas, los procederes médicos, el material quirúrgico, el equipamiento de alta tecnología con que está equipado aquel hospital. Bastante preocupación tenía ya, y esa era suficiente, con saber que una demora en iniciar ese proceso podría representar la perdida de importantes funciones en la visión de Patricia. No estaba en juego solo su apariencia externa, sino su modo de apreciar la realidad, su desempeño cognitivo y su desarrollo psicológico armónico y pleno.

Así que a mí, de cuánto costó aquello, ni me hablen.

Porque además, lo más probable es que si alguien pone delante de mis ojos una factura con los costos totales de ponerle a Patricia los ojitos en su lugar, entonces, seguramente, quien se quedará bizco soy yo.

martes, 10 de enero de 2012

VICENTE REVUELTA HA MUERTO

Ernesto Pérez Castillo

Acabo de escuchar que Vicente Revuelta ha fallecido.

Le conocí en 1990, cuando yo era un soldadito a punto de terminar el servicio militar, y él hacia las pruebas de ingreso al Instituto Superior de Arte, el lugar donde quería estudiar cuando al fin me desmovilizara.

Le vi, la primera vez, con una bata blanca como de doctor o barbero, escoba en mano, barriendo el tabloncillo donde nos presentaríamos los aspirantes. No le conocía, ni siquiera había escuchado jamás hablar de él, no sabía que era uno de los más altos pilares del teatro cubano. Pensé que era el conserje de la limpieza: un conserje muy digno y concienzudo, admirable.

Durante mis estudios le visité varias veces en su casa, un apartamento modestísimo frente al litoral del malecón habanero. Solo un lujo había allí: los atardeceres, las puestas de sol que penetraban los enormes cristales corridos sobre el mar.

Cierta vez pude ver su librero, y me impresionó hasta hoy. Un mueble diminuto, improvisado con varias tablas sin pulir, así lo recuerdo. Y en él, no podría ahora precisarlo, pero no habría más que una veintena de ejemplares.

Le pegunté a Vicente si no tenía libros, y me contestó:

–Los libros deben estar en las bibliotecas.

Todavía sigo aquel sabio y generoso consejo.

Vicente, oficialmente, fue mi tutor docente, por tres años. De ellos, durante un par, fui su único alumno y, debo confesarlo, no aprendí demasiado de teatro junto a él, si se compara ello con lo que aprendí de todo lo demás. Más de una vez a la semana nos sentábamos a hablar. A veces yo tenía una pregunta, las más de las veces él hablaba porque sí. Le escuché anécdotas de su infancia, de su padre, de su madre, de sus amores, de su vida. Y eso es un privilegio, y un legado que conservaré solo para mí.

Y cada conversación, invariablemente, terminaba con un libro. Mi maestro me ponía en las manos siempre un libro. Yo lo devoraba en dos, tres días, y hasta donde recuerdo, nunca jamás comentamos después ninguna de aquellas lecturas que él me recomendaba.

Tenía una habilidad Vicente: cada vez que en mi trabajo teatral no encontraba una solución a algo, después de mil y un experimentos y nunca antes, iba a él y le preguntaba. Siempre, siempre siempre, Vicente me daba una solución y, siempre siempre, era la más simple, la más sencilla de las soluciones.

¿Fue como un padre? No. ¿Fue como un amigo? No.

Fue un maestro. Algo por lo que le debo una gratitud invaluable.

Hoy supe que ha muerto.

Hoy supe que ya Vicente es eterno.