viernes, 18 de mayo de 2012

LA BIENAL Y LAS AGUAS, MÁS GLENDA LEÓN

 Ernesto Pérez Castillo

Como siempre, los artistas ven más y ven más lejos. Ponen su pupila incluso en aquello que ni siquiera ellos ven, mas quieren ver, sedientos siempre como nadie, necesitados siempre como ninguno.
En una tarde de sábado, me paseé el Malecón de esta Habana, que también desde las Artes Plásticas es una ciudad sitiada por la bendita circunstancia del agua por todas sus esquinas, el agua en todas las visiones, el agua en el corazón y el agua en la mirada, el agua fresca y límpida en las ganas que nos atraviesan.
  Y allí, junto al muro del Malecón, me sorprendió el mar multiplicado, el mar tranquilo donde siempre y el mar duplicado donde nunca, el mar a ambos lados del muro que de pronto no separaba más la tierra de las aguas sino que apenas era la frontera física y visible entre el mar de allá y el mar de acá, la fina línea ilusoria que confronta el mar exterior y ajeno con el mar nuestro, nuestro mar interior con sus borrascas y sus atardeceres de paz, el mar ajeno con el más ajeno horizonte, el mar de los muertos y el mar de los vivos, el mar que nos duele y el mar que nos mata, el mar por donde llegamos todos –todos– lo que vivimos esta isla, y ese otro mar de pronto sobre la misma isla al que nunca podremos develar.

 

Más adelante, también frente al mar, era el cercado roto por el vuelo. La huella dejada en los alambres por el pájaro que voló. El testimonio de la estampida. Me detuve, me quedé a observar, casi contando todos y cuantos hilos del metal se dejaban ver, quebrados, doblados sobre sí. Y seguí mirando, y escuché las conversaciones de los que cruzaban junto a mí, sintiendo que faltaba algo en aquella alambrada vencida. Era eso: a la vista queda expuesto el daño en la alambrada, de eso hablaban todos. Faltaba lo principal, y faltaba a gritos: los daños sobre el cuerpo que huyó, los surcos que cada alambre vencido dejó en la piel abierta del pájaro.

 

Si aquel pájaro buscaba al cielo sobre el mar, inmediatamente otro artefacto buscaba el mar en el mar mismo, se adentraba en las aguas, viajaba –proponía viajar– a otra Cuba más allá de Cuba, a una Cuba nueva bajo las aguas, a la que solo es dado llegar en la inmersión, con las artes del batiscafo y las sofisticaciones de lo submarino. La idea viva de cruzar las aguas, ahora desde la inventiva del viaje a motor, de llevar el animal terrestre y amaestrado a soñar un viaje seguro, un viaje sumergido en la más moderna tecnología aplicada a la más obsoleta maquinaria de combustión interna.

 

Y de pronto la nada, lo efímero, lo fugaz del viajero que pasa, se detiene frente al muro, y junto a él otro paseante, y otro, y otro, la masa, la sensación grupal de la noche y los atardeceres, la vista fija mirando al mar.
Mirando tanto mar, tantas provocaciones, comencé a entender el juego latente en lo primero que vi, y que aun no menciono: la propuesta de Glenda León. Lo suyo no estaba frente a las olas del Malecón sino antes, al interior de los patios del edificio Focsa, justo en la piscina aquella, justo alrededor de las aguas.
Simple: la piscina deliciosamente llena, la gente en ella pasando el rato, los adultos remojándose, saludando a los amigos que llegan al lugar, los niños en el mojarse, en el retozo, en el saltar a las aguas.
A un extremo de la piscina, sobre el piso, una impresión gigantesca de un mapa de Miami. Al otro extremo, la reproducción a igual tamaño de un mapa de La Habana. En medio, la gente.
Era tan agradable la imagen, que no podía pasar de ser un sueño –Sueño de verano, así le ha llamado Glenda–, y quizá sea un sueño que algún día sea real.
Y es que no tiene sentido que el mar que tenemos en medio nos separe, pues fue siempre el mar quien unió a los distantes, las aguas fueron siempre el camino más rápido a atravesar.
La relación natural de dos pueblos que viven costa con costa es el contacto permanente, el visitarse, el saber al otro que está al otro lado. Qué decir entonces si son dos geografías interpuestas para uno y el mismo pueblo.
En eso pensé después, muchas obras después, frente al mar, recordando las aguas de Glenda. Eso soñé. Eso quise. Un mar tranquilo y navegable, amable y besable, un mismo mar para los que están, para los que se fueron y para los que eligen el ir y el venir antes que el estar.

lunes, 7 de mayo de 2012

ME TOCAN LOS CAJONES OTRA VEZ


Ernesto Pérez Castillo

Ni una semana ha pasado aun desde que volví de Matanzas –en un viaje azaroso que comenzaría en los planes a las dos de la tarde y no comenzó en la dura realidad sino hasta once horas después, a la una de la mañana, cuando por fin apareció el ómnibus salvador–, y ya estoy leyendo las críticas al encuentro de blogueros logrado en la universidad de aquella ciudad.
Desde que entré a la habitación que me asignaron –junto a otros tres, en el espacio que originalmente se destina solo a dos personas, y compartiendo el baño con cuatro más– comencé a escuchar una lengua que me era absolutamente desconocida. Intuyo, porque tan bruto no soy, que hablaban de programas cibernéticos y aplicaciones informáticas que sirven para esto y para aquello y para lo otro, cosas todas misteriosas e ignoradas por mí.
 Ahora, cuando leo las críticas que al encuentro se le lanzan, sí que las entiendo, pues están escritas en el lenguaje “chato, vacío, carente de sentido y poco creíble” de siempre, para decirlo con las propias palabras de los críticos que de pronto han subido a escena.
Se dice además que la declaración final que allí tanto y tanto se discutió “podría haber sido escrita después de una reunión de la FEU o de la UJC en un politécnico de informática”.
Sin embargo, se le señala al evento que careció de “vida, autenticidad, espontaneidad y mucha, mucha valentía”. Esas palabras, juntas así, en filita india y en ese mismo orden inalterable, sí que parecen redactadas por un pionerito luchando su carnet de la juventud con un comunicado para el matutino.
Y otra frase de campeonato es aquella de que la misma declaración final “adolece casi íntegramente de identidad, de sentido de pertenencia”. Mi vida como militante de la juventud duró muy poco –apenas la mitad de lo que duró mi servicio militar, pues ya vestido de civil una de las primeras cosas que hice fue renunciar a la militancia–, y mi aventura como militante del partido –desde el día que fui aceptado en sus filas y hasta el día que me expulsaron– no completó el año, pero una de las cosas que aprendí entonces fue que las palabras “integralidad” y “sentido de pertenencia” son parte de esa fraseología “chata, vacía, carente de sentido y poco creíble” que al menos en los ochenta y los noventa aburría las actas de reuniones de la UJC y el PCC.
Lo peor es que esa crítica es redactada por alguien que fue invitado y declinó asistir. Con ello se perdió dos oportunidades, primero, la de ser testigo presencial de lo que en verdad allí sucedió, y luego ha dejado pasar la tremenda ocasión de guardar silencio, olvidando la regla ancestral que reza: “si no sabe, no te meta”.
Porque solo alguien que no vivió aquello, y que ignora y ningunea olímpicamente lo allí discutido, puede dictar cátedra tan liviana y machaconamente.
Aquellas cuarenta y ocho horas matanzeras, en lo personal, me fueron de mucho provecho. Conocí un montón de gente que, contra viento y marea, y tan anónimos como yo mismo los más, dan en la red la cara por la Cuba que desean. O sea, confirmé la vaga sospecha de que no estoy tan solo.
Eso nada más ya vale un millón de pesos.
Encima, ver a esa gente tan variopinta y tan diversa, junta y revuelta, discutiendo en plan de iguales, poniéndose al día los unos con los otros, llegando a acuerdos o asentando sus desacuerdos, me hizo soñar, me hizo creer que la fantasía de una Cuba sin unanimidades era posible.
Con todo, la crítica que ahora he leído, no me sorprende. Y no por ello hay que perder el sueño. De hecho, si de algo se habló en Matanzas fue sobre la necesidad de la crítica en nuestra sociedad.
Y tanto se habló de eso –parafraseando a Lenin, pareciera que nuestros problemas se resolverían con crítica, crítica, и еще раз, crítica– que cuando me aburrí del lepelepe pedí la palabra y dije algo más o menos como lo que sigue, y con lo cual termino:
La crítica, el señalar lo mal hecho, es necesario, pero si solo hacemos eso –además de quedar bien– estaremos dejando sin trabajo a los redactores de El Nuevo Herald. Hace falta también decir en voz alta y sin miedo lo que se hace bien. Porque un montón de gente de este país va todos los días a trabajar, y a pesar de sus salarios eufemísticos hacen lo suyo y lo hacen con ganas, y hablo de los médicos que cada madrugada, quién sabe porqué, están donde hacen falta, y de los guagüeros, y la gente de las fábricas y de muchísima gente más. Ese espíritu, ese misterio, también hay que contarlo. Porque, como yo lo veo, hace falta valentía para criticar, sí, pero, desgraciadamente, mucho más valiente todavía hay que ser para defender a Cuba.

viernes, 4 de mayo de 2012

CAFÉ HABANA, EL ÚLTIMO CAFÉ


Ernesto Pérez Castillo

Hay un lugar en La Habana para tomar café, y ese es el Café Habana. Decirlo así puede sonar a exagerado, pero esa es la intención. Si tienes un peso en el bolsillo, no hay en esta ciudad un café mejor. Y si tienes dos pesos, hasta puedes invitar a alguien. Si no tienes el peso pero tienes un tin de suerte, seguro alguien te invita. Y si no, entonces otro día será.
Tener un peso resulta en todo caso, últimamente, un asunto complicado, así que no es recomendable tirarlo en cualquier cosa solo porque quien la venda te jure por la virgen y por su madre santísima que sí, que “eso” es café.
No señor, que yo he tomado café, y sé de lo que hablo. Ahora mismo me tomaría uno, pero el de la cuota se me acabó ayer. Y mire usted, careciendo de él como carezco, me siento aquí y escribo sobre el Café Habana, y sobre el café.
Fue en 1999 cuando conocí el Café Habana. Recién me estrenaba de editor en la revista Somos Jóvenes y después de haber discutido por algo, Nirma me invitó a un café. En verdad era el lugar más lejos del mundo para irse a tomar un café, a las once de la mañana, atravesando media Habana Vieja desde el Capitolio hasta casi la Avenida del puerto, con el sol de frente metiéndoseme en los ojos y con Nirma hablando todo el camino de lo bueno que sería llevarnos bien.
Bueno, nunca nos llevamos demasiado bien por esa época, pero para no ser grandes amigos impusimos el récord de mayor cantidad de café que se hayan tomado juntos jamás un par de gentes que se llevaban como gato y perro.
El caso es que el Café Habana terminó siendo el mejor sitio donde proponerse un nuevo tema para el número siguiente, donde convencer al otro de que alguna idea era un disparate, donde hacer que alguno de los dos cambiara de opinión. Ahora que lo pienso, no creo que tal cosa fuera un milagro debido al café. Más bien creo que quince cuadras bajo el sol le ablandan a cualquiera la mollera.
Allí hay una barra de madera, en U, y algo insólito en La Habana de aquel tiempo para mí: molían los granos de café ante tu vista. No había truco, lo que meterían bajo el chorro de agua caliente de la máquina express sería de verdad café, puro café.
Era una tentación, la verdad. Imagine la escena: usted acaba de llegar a la redacción, y lo recibe la secretaria con el mensaje de que tendrá una reunión con el director de la editorial a las tres, ahí mismo le salta encima Wildy el fotógrafo y le dice que no hay más rollos blanco y negro en el almacén, detrás el diseñador se queja de que no hay papel para imprimir las pruebas de las páginas que acaba de terminar, y después… después no sé a usted, pero lo que era a mí, después de todo eso, el mundo me importaba media calabaza, y los invitaba a todos a tomarnos un café.
Y ahí iba Somos Jóvenes en pleno por todo Obispo –el camino más largo, pero el más entretenido– sin escalas hasta el Café Habana. Casi todos se pedían un doble, pero yo me pedía un sencillo, lo bebía despacio, y luego me pedía otro sencillo más. Todo el proceso duraba lo que tardaba en fumarme un cigarro. La razón de por qué jamás pedía un doble es simple: había comprobado que la única diferencia entre un doble y un sencillo era que el sencillo valía un peso y el doble valía dos. Así, así mismo: usaban igual taza para ambos y en ambas tazas vertían la misma cantidad. No sé cómo es que nadie se daba cuenta, pero estaba muy claro para mí. Muy claro, digo, la trampa, que el café era siempre oscuro, siempre sabroso, siempre memorable.
Como en Somos Jóvenes siempre se acababa el papel, nunca había suficientes rollos fotográficos –que de los otros rollos siempre teníamos de más–, y nuestra computadora –sí, así en singular, la única computadora que ostentaba nuestra redacción, que encima era un 486– se rompía siempre un día antes del cierre, pues será fácil colegir que eran muchas y muchísimas las mañanas y las tardes que se nos vio Obispo abajo con la esperanza del alivio de un café.
El último café que me tomé allí me lo tomé de pie, solo y sin cigarros. Ahora, si paso cerca, miro hacia el Café Habana sin detenerme. Solo observo de pasada a los que beben, como antes nosotros, su café. ¿Qué grave problema estarán dirimiendo? ¿En qué amistad difícil estarán empeñados? Ellos sabrán. Yo lo que sé es que el café del Café Habana, ese sí es café.

jueves, 3 de mayo de 2012

EL PEOR AFICIONADO DEL MUNDO


Ernesto Pérez Castillo
 
Yo, en cuanto al fútbol, soy el peor aficionado del mundo. Celebro y grito los goles de bando y bando. Y voy cambiando de equipo, según va avanzando la cosa. Y suelo ir con aquellos que desde el principio tienen las de perder.
Será que mi romanticismo es del más rancio. Eso, muchas ganas, más un poquito de fe. En el mundial pasado el día a día me dio la razón, aunque no le dio la victoria a ninguno de mis favoritos.
Esa vez mi última gran apuesta fue el equipo de Ghana, a quien la requetemanaza de Luis Tevez le arrebató la gloria. Bueno, esa manaza y la burocracia futbolera, que ante un gol tan evidentísimo impone el trámite absurdo de un penalty.
Lo demás es historia, sobre todo historia de la que no debe ser leída ni tomada en cuenta, es decir, la historia que publican los diarios el día después. Porque, todo aquel que creyó en los favoritismos de la prensa, habrá visto que ningún vaticinio se cumplió.
¿Se equivocaron los periodistas? Sí, claro, como siempre. Y es que hay que ser muy pero que muy miope para aceptar que los mejores son los mejores, solo porque desde siempre tienen los titulares que pareciera les tocan por default, por obra y gracias de que, vengan de donde vengan, juegan en los equipos europeos. Como si en el resto del mundo nadie supiera patear un balón como es debido.
Había que escuchar la narración de cualquier partido para darse cuenta de que, según los comentaristas, sobre el campo había casi siempre un solo equipo —aquel que estuviera lleno de estrellas salidas de las portadas en cromo. Y el narrador zarandeándolo a uno con las estadísticas de cada jugador del equipo que debía, tenía que ganar, mientras el otro equipo, por muy bien que se plantara sobre la grama, era ninguneado hasta lo imposible.
Así vimos al muy publicitado y más celebrado Messi, que pese a todo lo que se anunciaba de él, no hizo nada pero nadita en sus juegos. Mientras tanto, muy poquito supimos de sus contrarios.
Y después, pitado el calabaza calabaza, cada quien se fue: los unos a sus carátulas de brillito y los otros a los oscuros rincones de donde por una vez pudieron salir. Pronto veremos la misma historia otra vez. Otra vez será el gran banquete de las fotos a todo color, con las que se tapa todo lo que en este mundo debiera ir a las primeras planas, y nunca lo ha de lograr.