Acabo de escuchar que Vicente Revuelta ha fallecido.
Le conocí en 1990, cuando yo era un soldadito a punto de terminar el servicio militar, y él hacia las pruebas de ingreso al Instituto Superior de Arte, el lugar donde quería estudiar cuando al fin me desmovilizara.
Le vi, la primera vez, con una bata blanca como de doctor o barbero, escoba en mano, barriendo el tabloncillo donde nos presentaríamos los aspirantes. No le conocía, ni siquiera había escuchado jamás hablar de él, no sabía que era uno de los más altos pilares del teatro cubano. Pensé que era el conserje de la limpieza: un conserje muy digno y concienzudo, admirable.
Durante mis estudios le visité varias veces en su casa, un apartamento modestísimo frente al litoral del malecón habanero. Solo un lujo había allí: los atardeceres, las puestas de sol que penetraban los enormes cristales corridos sobre el mar.
Cierta vez pude ver su librero, y me impresionó hasta hoy. Un mueble diminuto, improvisado con varias tablas sin pulir, así lo recuerdo. Y en él, no podría ahora precisarlo, pero no habría más que una veintena de ejemplares.
Le pegunté a Vicente si no tenía libros, y me contestó:
–Los libros deben estar en las bibliotecas.
Todavía sigo aquel sabio y generoso consejo.
Vicente, oficialmente, fue mi tutor docente, por tres años. De ellos, durante un par, fui su único alumno y, debo confesarlo, no aprendí demasiado de teatro junto a él, si se compara ello con lo que aprendí de todo lo demás. Más de una vez a la semana nos sentábamos a hablar. A veces yo tenía una pregunta, las más de las veces él hablaba porque sí. Le escuché anécdotas de su infancia, de su padre, de su madre, de sus amores, de su vida. Y eso es un privilegio, y un legado que conservaré solo para mí.
Y cada conversación, invariablemente, terminaba con un libro. Mi maestro me ponía en las manos siempre un libro. Yo lo devoraba en dos, tres días, y hasta donde recuerdo, nunca jamás comentamos después ninguna de aquellas lecturas que él me recomendaba.
Tenía una habilidad Vicente: cada vez que en mi trabajo teatral no encontraba una solución a algo, después de mil y un experimentos y nunca antes, iba a él y le preguntaba. Siempre, siempre siempre, Vicente me daba una solución y, siempre siempre, era la más simple, la más sencilla de las soluciones.
¿Fue como un padre? No. ¿Fue como un amigo? No.
Fue un maestro. Algo por lo que le debo una gratitud invaluable.
Hoy supe que ha muerto.
Hoy supe que ya Vicente es eterno.