martes, 29 de octubre de 2013

LOS COHETES NUCLEARES DE EL NUEVO HERALD


 
Ernesto Pérez Castillo
 
Amaneciendo una mañana de octubre de 1962, y a punto de comenzar la Crisis de los misiles que puso al mundo al borde del hasta aquí las clases, mi padre –un sargento de diecinueve años– comandaba el camión líder de una caravana artillada del ejército que avanzaba por una carretera perdida.

De pronto mi padre clavó la vista en un Buick azul marino atravesado en medio de la vía, con las puertas abiertas. Con una palabrota –conozco a mi padre, debió decir: me cago en el copón divino, o: me cago en la virgen puta–, ordenó detener la marcha del camión, y con ello la de toda la caravana, descendió y avanzó a grandes pasos, nerviosamente, sudoroso ya, hasta el automóvil.

El chofer del Buick seguía al volante, impasible, pero su acompañante, una mujer panzuda por un evidente embarazo de más de siete meses, sonreía al sargento que se les acercaba gesticulando y soltando coños y carajos.

Nueve pingas y veintisiete cojones después –el conteo no es exacto pero es proporcional: como buen revolucionario, mi padre tiraba tres cojones por cada pinga que soltaba–, la embarazada se refugió dentro del auto a las carreras, el Buick se apartó del camino y la carava militar siguió su marcha hacia el emplazamiento de los RD-12 soviéticos que debía custodiar.

Cuando el oficial a cargo supo –por un chivatazo– del maltrato que aquel sargento mal genioso le propinó a una embarazada indefensa que se tropezaron de casualidad en el camino, le suspendió en el acto el pase de fin de semana. Mi padre cumplió su castigo con rigor.

En verdad lo de la suspensión del pase le daba igual, pues llevaba más de cinco meses sin pase ninguno, desde el comienzo de la Operación Anádir, como bautizaron los rusos a la misión secreta destinada a desplegar cohetes nucleares en la isla. Es más, el castigo le quitaba un peso enorme de encima, pues el mando no se había enterado de lo importante: el chofer del Buick era mi abuelo, la embarazada era mi madre y quien estaba en su panza era mi hermano mayor.

Si todo ello llegaba a saberse, a mi padre el asunto le habría costado mucho más que otro fin de semana retenido sin pase en la guarnición, pues la pregunta era: ¿cómo rayos supo mi madre la ubicación súper secreta de las unidades soviéticas?

El presidente John F. Kennedy necesitó que un avión espía sobrevolara la isla –cosa para esa época hacían cada vez que le venían en ganas, hasta que le bajaron a tierra el primer U-2 hecho mierda– y le fotografiara los cohetes para tener la segura certeza de que en Cuba se estaban emplazando armas nucleares rusas.

A mi madre, en cambio, le bastó con empatar los cabos sueltos de los chismes de barrio sobre el montón de camiones enlonados que avanzaban en medio de la noche, con todas las luces apagadas, por aquí y por allá. Así ubicó a mi padre, a quien tenía ganas de ver antes de dar a luz.

De todo eso acabo de acordarme ahora, al abrir la portada digital de El Nuevo Herald y cagarme de la risa con su tremendo titular:Expertos de la ONU analizan en Cuba caso de armas nucleares”.

Ese titular –no lo busque, ya le dieron un cocotazo al redactor y al editor y a malanga por estar comiendo mierda, y lo arreglaron–, que estaba en portada y que se repetía en su sección Cuba, refleja el automatismo y la mala leche con que los del lado de allá analizan la realidad cubana, en la que ven lo que quieren ver, y lo que quieren que se vea, pero nunca la verdad.

Lo peor, o lo mejor, o al menos lo más cómico es que han publicado ese tremendo disparate sobre supuestas armas nucleares en Cuba, justo hoy, 29 de octubre, exactamente cincuenta y un años después de que Nikita Jruschev comunicara a Fidel Castro que se había puesto de acuerdo con los Yumas pa llevarse sus cohetes pa casa de la pinga.