Ernesto Pérez Castillo
Amaneciendo una
mañana de octubre de 1962, y a punto de comenzar la Crisis de los misiles que
puso al mundo al borde del hasta aquí las clases, mi padre –un sargento de diecinueve
años– comandaba el camión líder de una caravana artillada del ejército que
avanzaba por una carretera perdida.
De pronto mi
padre clavó la vista en un Buick azul marino atravesado en medio de la vía, con
las puertas abiertas. Con una palabrota –conozco a mi padre, debió decir: me
cago en el copón divino, o: me cago en la virgen puta–, ordenó detener la
marcha del camión, y con ello la de toda la caravana, descendió y avanzó a
grandes pasos, nerviosamente, sudoroso ya, hasta el automóvil.
El chofer del
Buick seguía al volante, impasible, pero su acompañante, una mujer panzuda por
un evidente embarazo de más de siete meses, sonreía al sargento que se les
acercaba gesticulando y soltando coños y carajos.
Nueve pingas y veintisiete
cojones después –el conteo no es exacto pero es proporcional: como buen
revolucionario, mi padre tiraba tres cojones por cada pinga que soltaba–, la
embarazada se refugió dentro del auto a las carreras, el Buick se apartó del
camino y la carava militar siguió su marcha hacia el emplazamiento de los RD-12
soviéticos que debía custodiar.
Cuando el oficial
a cargo supo –por un chivatazo– del maltrato que aquel sargento mal genioso le
propinó a una embarazada indefensa que se tropezaron de casualidad en el camino,
le suspendió en el acto el pase de fin de semana. Mi padre cumplió su castigo
con rigor.
En verdad lo de
la suspensión del pase le daba igual, pues llevaba más de cinco meses sin pase
ninguno, desde el comienzo de la Operación Anádir, como bautizaron los rusos a
la misión secreta destinada a desplegar cohetes nucleares en la isla. Es más,
el castigo le quitaba un peso enorme de encima, pues el mando no se había
enterado de lo importante: el chofer del Buick era mi abuelo, la embarazada era
mi madre y quien estaba en su panza era mi hermano mayor.
Si todo ello
llegaba a saberse, a mi padre el asunto le habría costado mucho más que otro
fin de semana retenido sin pase en la guarnición, pues la pregunta era: ¿cómo rayos
supo mi madre la ubicación súper secreta de las unidades soviéticas?
El presidente John
F. Kennedy necesitó que un avión espía sobrevolara la isla –cosa para esa época
hacían cada vez que le venían en ganas, hasta que le bajaron a tierra el primer
U-2 hecho mierda– y le fotografiara los cohetes para tener la segura certeza de
que en Cuba se estaban emplazando armas nucleares rusas.
A mi madre, en
cambio, le bastó con empatar los cabos sueltos de los chismes de barrio sobre
el montón de camiones enlonados que avanzaban en medio de la noche, con todas las
luces apagadas, por aquí y por allá. Así ubicó a mi padre, a quien tenía ganas
de ver antes de dar a luz.
De todo eso acabo
de acordarme ahora, al abrir la portada digital de El Nuevo Herald y cagarme de la risa con su tremendo titular: “Expertos de la
ONU analizan en Cuba caso de armas nucleares”.
Ese titular –no lo
busque, ya le dieron un cocotazo al redactor y al editor y a malanga por estar
comiendo mierda, y lo arreglaron–, que estaba en portada y que se repetía en su
sección Cuba, refleja el automatismo y la mala leche con que los del lado de
allá analizan la realidad cubana, en la que ven lo que quieren ver, y lo que
quieren que se vea, pero nunca la verdad.
Lo peor, o lo
mejor, o al menos lo más cómico es que han publicado ese tremendo disparate
sobre supuestas armas nucleares en Cuba, justo hoy, 29 de octubre, exactamente
cincuenta y un años después de que Nikita Jruschev comunicara a Fidel Castro que
se había puesto de acuerdo con los Yumas pa llevarse sus cohetes pa casa de la
pinga.