Hace cuatro años, a esta hora que
escribo, más o menos, cinco y algo de la tarde, me dijeron que no había “ni
esta contracción”. Más tarde, como a las ocho, la situación era la misma, y el
doctor de guardia me sugirió irme a casa, que el parto, por su experiencia, no
se produciría. Que descansara. Que ya estaban programando la cesárea para mañana.
Me fui a casa con la mochila a la
espalda… ahí llevaba todo: la ropita para cuando Patricia naciera, las cremas,
los pañales desechable, la ropa de la mama… qué se yo, solo sé que pesaba una
enormidad, y con esa enormidad a la espalda crucé a paso rápido las calles entre
Maternidad Obrera y mi casita.
Me pesaba en los hombros la mochila,
pero más me pesaba en el corazón la posibilidad de esa cesárea. Ateo y sin
bautizo como he vivido desde siempre, no sé cómo rayos se hace para hablar con
Dios, pero aquí confieso que le hablo a mi manera a cada rato. Ese día le
hablé, mientras atravesaba aquellas calles oscuras que no olvido. Le pedí, le
pedí con todas mi fuerzas, con toda mi pasión, con el corazón entero, que se
obrara el milagro del parto. Quería que la Paty naciera como es debido, que su
mamá pasara los dolores del alumbramiento y la dicha enorme que supone ver a tu
criatura en tus brazos después del acto valiente, valientísimo, de parir.
Llegué a la casa, puse un café,
derramé alguna lágrima (toda mi vida entre La Lisa y Centro Habana no ha
servido de nada: pese a ello, soy un hombre que llora, y orgulloso de ello),
fumé un par de cigarros, y en medio de eso sonó el móvil… la voz femenina que
me habló desde el otro lado, solo dijo: “Papá, ¿dónde está usted? Ya comenzó el
trabajo de parto”.
Demoré menos en colgar que en salir
corriendo por la avenida 41 de vuelta hacia el hospital. Llovía a cantaros. Corría
por el medio de la calle y le hacía señas a todos los taxis que se me cruzaban,
y hoy que revivo la escena entiendo a los taxistas: un tipo flaco, largo, medio
calvo y pelúo a la vez, desgreñao, corriendo por el medio de la avenida, bajo
el aguacero, empapado como un gato mojao, jadeante, no suena a ser el mejor de
los pasajeros posibles.
Llegué al hospital, subí a la sala
de parto, y mostré el certificado que acreditaba que había cursado el curso
habilitante de papá que puede estar durante el parto. Me dieron la ropa verde
(que me quedaba mal, pero eso no es algo nuevo, casi toda la ropa, del color
que sea, me queda mal) y entré. Allí estaba Mytil, panzona, adolorida,
comenzando por fin a ser mamá. Su primer gesto, el gesto con el que confirmé
que esa mujer sobre la camilla sería una madre excelente, fue que me miró, me
vio todo. mojado, y entre contracción y contracción, cuando el dolor le daba un
respiro, me decía: “estas muy mojado, sécate, te empapaste en la lluvia, te vas
a enfermar”.
Qué grande el alma de una mujer, que
en ese momento, en tal trance, pensaba en mí, en un posible resfriado, cuando
ella estaba comenzando y ya sufriendo la tremenda y terrible epopeya de su
parto.
Tras mucha dura y larga batalla,
tras mucho valor y mucho coraje de Mytil, vio la luz al fin Patricia, toda
morada en sus manitos y sus pies, sin respirar aun, y con sus ojitos gris azules
tremendamente abiertos. Ahí fue el corre corre de las enfermeras, el miedo de
Mytil, las maniobras de los médicos, y yo contenido, sonriente para Mytil, diciéndole
que no pasaba nada, que todo estaba bien, y por dentro, por segunda vez en
menos de diez horas (todo un exceso para un ateo) hablándole, pidiéndole a
Dios.
Así fue que, naciendo el día, a las
cinco de la madrugada, ya la Paty estaba fuera de peligro y pegada al pecho de
su mamá en la sala de recuperación. Entonces me fui a casa, a descansar un par
de horas, y al rato, serían menos de las nueve de la mañana, estaba de vuelta
en el hospital, a cargar a mi hija, a tenerla en mis brazos, a besar a su
mamita que tan fuerte y tan valiente se portó.
Pasaron cuatro años, y hoy la Paty se
la pasa pintando con los pinceles, bailando, cantando por los pasillos de la
casa, queriendo ser princesa, ser sirena, ser bailarina, queriendo tener alas
de mariposa en su espalda, tener unos tacones rosa.
Tan bella mi hija que ahora cumple
sus cuatro años. Tan dulce como tan cabezona. Tan de la manera que tanto me
gusta. Y tan fuerte y tan feliz, siempre feliz, sonriente, con sus ojitos pícaros,
su malcriadez que me reblandece los huesos, sus besos que llevo conmigo siempre
dentro de mí.
Aquí me tienes, Paty, Patita, Patica,
Patricia de tu papá. Y aquí tienes mi amor que no ha de faltarte nunca.
Felicidades, Patuti. Te ama, papá.