Para empezar por
el principio, habría que establecer primero que el hecho de que la Venezuela
Bolivariana sea noticia, no es noticia. No debería serlo. Cuando tantos medios
de prensa –léase: agencias de desinformación– nos machacan minuto a minuto con
las marchas y las contramarchas, las protestas y la represión, al menos tendría
que aceptarse, es evidente, que hay un interés muy marcado, de gente muy
poderosa, en que veamos eso, creamos en eso y aceptemos eso.
Es sabido que
esos medios noticiosos no se mueven de gratis ni mucho menos por amor a la
verdad. Son los mismos que reportaron hasta el cansancio la existencia de un
arsenal químico en las manos de Saddam Hussein, la excusa para tontos que
desató la invasión a Iraq, que resultó devastado a puras bombas aunque después nadie
encontró nada de aquello ni se volvió a hablar del asunto.
Pero más de
cerca, son los mismos medios que miran a otra parte cuando se reprime con furia
a los estudiantes chilenos que exigen mejoras en el sistema educativo, o cuando
con saña se castiga en México a los padres de los cuarenta y tres de Ayotzinapa
que sólo quieren saber dónde están sus hijos desaparecidos, o antes guardaron
el más obediente, cómplice y culpable de los silencios ante Stroessner, Somoza
o Pinochet.
Cuando se ha
vivido por más de cuarenta años en esta Isla, siempre asediada, ¡oh casualidad!,
por esos mismos medios –y por orden del mismo amo–, tiende uno por naturaleza a
desconfiar, a sospechar, a intuir que lo que se publica hoy sobre Venezuela
–como lo que se ha escrito desde siempre sobre Cuba–, casi nunca es la verdad,
y que la verdad de lo que allí ocurre no es lo que aparece en el blanco y negro
perfecto de los titulares que llegan a todas partes.
Ya en el muy
lejano 1898, y tras la explosión nunca bien aclarada del acorazado Maine en La
Habana, William Randolph Hearst (magnate de la prensa norteamericana que
controlaba los diarios Examiner y Morning Journal) envió a Cuba a su
dibujante Frederick Remington para que reportara la debacle, pero este solo
consiguió informar: “Todo está en calma. No habrá guerra. Quiero volver”. O
sea, en la Isla no pasaba nada. Entonces Randolph Hearst, en un rapto de
inspiración divina, le contestó con un telegrama que sentó las bases de cómo se
hace el periodismo, ese periodismo, hasta el sol de hoy: “mande usted las
imágenes, que yo pondré la guerra”.
Así las cosas,
todavía a estas alturas del juego, cuando en La Habana la “oposición” realiza
alguna de sus caminatas dominicales por la Quinta Avenida del muy tranquilo
barrio de Miramar, si usted se acerca, verá allí más periodistas extranjeros
escoltándoles y tomándoles fotos que opositores manifestándose.
Algo como eso,
detalles más, detalles menos, sucede en Venezuela. Que mucho cuesta aceptar que
tanto coctel molotov y tanto bravucón encapuchado sean reportados como
manifestantes pacíficos. Ellos son apenas los actores bajo cuerda del pobre melodrama
que se dicta, se exige, desde el norte, para que la prensa, esa prensa, pueda
hacer su trabajo.
Lo demás, ya se
sabe: los buenos son los que ganan a la larga, si tienen la paciencia, la calma,
la claridad, la integridad y la inteligencia para hacer paso a paso lo debido, sin
miedo, con justicia y con firmeza. Ya lo decía Vallejo sobre aquella España que
sí se perdió: “¡Cuídate, España, de tu propia España! ¡Cuídate de la hoz sin el
martillo, cuídate del martillo sin la hoz!”.