martes, 28 de julio de 2009

LOS ELEFANTES Y LA FELICIDAD Por Ernesto Pérez Castillo


Como los elefantes saben de su buena memoria, de su bendita capacidad para olvidarlo todo, usan sus trucos de tanto en tanto, porque a los elefantes les gusta olvidar, pero les duele ser olvidados.
Por eso se empeñan en rituales inútiles: le dicen una y otra vez y otra vez a su elefanta –a su elefanto– que le extrañan, que le quieren, que quieren vivir la vida entera con él, con ella, que quieren tener elefantitas y elefantitos. Ese es el truco más torpe, porque la vida entera de los elefantes dura un segundo, el segundo en que son felices y que nunca más recordarán.
La vida entera de este elefanto ocurrió una mañana en que estaba mirando un paisaje, el mismo de todos sus días, donde no había un río ni nada, pero lo miraba esta vez como si fuera la primera vez, como siempre miran los elefantes, y de pronto alguien le llamó, y olvidó el paisaje y acudió a la voz que lo voceaba.
Era otro elefante, que le entregó una flor y le dijo que una elefanta había llegado hasta allí, le encargó entregarle esa flor en su nombre –sin su nombre decir– y se había ido corriendo, a la manera cómica que tienen las elefantas de correr cuando hacen una picardía.
Ahí el elefanto fue muy muy feliz, tan feliz como no recordaba haberlo sido nunca, y miró otra vez hacia el paisaje, y le pareció ver entre el follaje a su elefanta corriendo, riendo, alejándose feliz.
El elefanto ya olvidó aquella mañana, ya olvidó aquella flor, pero todos los días de su vida, cuando mira ese paisaje, siente un vibrar dentro de sí –el de la tierra estremecida por el correr de la elefanta pícara–, y sueña con una elefanta corriendo, sueña que una elefanta le deja a escondidas una flor. Y olvida y olvida y olvida su sueño imposible. Pero sabe que ese paisaje le gusta porque sueña que allí una mañana fue feliz.

miércoles, 22 de julio de 2009

DIOS AMA A LOS ELEFANTES Por Ernesto Pérez Castillo

El don más preciado de los elefantes es su memoria: tienen una memoria excelente, porque es una memoria que olvida. Eso es una buena memoria, y es una suerte y una bendición tener una memoria capaz de olvidar.
También esa buena memoria de los elefantes explica por qué se toman tanto tiempo para todo. Y es que si bien los elefantes todo lo olvidan, solo una cosa no logran olvidar, y es precisamente eso: no olvidan que todo lo olvidarán.
Entonces, a la hora de besar el elefanto a su elefanta, se toma todo el tiempo del mundo, y más: se toma el tiempo de las estrellas, se toma el tiempo del sol, se toma el tiempo de los astros. Cada elefanto cree que es eterno, y lo mismo piensa cada elefanta, y no les preocupa el cambio de las estaciones, les preocupan solo las grisuras del olvido.
Por eso muchas tardes, a la caída del sol, se les vio a esta elefanta y a este elefanto, caminar muy despacio, muy juntos, sin tocarse aunque muriéndose de las ganas de tocar, de ser tocado, hasta que un día, a las siete de la noche, frente al mar y la brisa –un día que los dos olvidaron ya– el elefanto alzó despacio su trompa –le iba la vida en ello, y el olvido– y rozó muy leve el hombro de la elefanta, y le dejó sobre la piel el rastro de su aliento húmedo, y se miraron a los ojos entonces, con unos ojos muy abiertos, que no querían perder lo que ya comenzaban a olvidar.
Y pareciera un dolor ese don, y por eso los elefantes estiran, alargan, dilatan extienden cada momento de placer. Pero en verdad ese don del olvido es su salvación, pues le lleva disfrutar muy mucho cada instante de felicidad, y en contramano, les permite olvidar sin rabias ni ruidos cada gesto de dolor, cada desencuentro, cada ausencia del amor.
Así sobreviven juntos los elefantes –este elefanto, esa elefanta– el día a día de todos los días, porque cada gota de placer les dura un siglo, y cada ofensa fue olvidada ya. Dios ama a los elefantes, por eso les dio esa tremenda bendición que puede ser el olvido.

lunes, 20 de julio de 2009

CUANDO DOS ELEFANTES SE TAMBALEAN Por Ernesto Pérez Castillo


Esta es la historia de dos elefantes que se enamoraron locamente. Dos elefantes, esto es, una elefanta y un elefanto. Sucedió una tarde, en un café.
El elefanto estaba ahí, sentado en una mesa junto a la ventana que daba al mar, y la elefanta entró, fue a la barra, se pidió un café express, se sentó en la mesa de al lado, y comenzó a buscar con la mirada el azúcar.
El azúcar estaba en la mesa del elefanto.
Con disimulo, el elefanto metía la punta de su cucharita en la azucarera, y luego se la llevaba a la boca. Eso, a la elefanta, le pareció especialmente asqueroso: imaginó toda la azúcar contaminada con las babas de aquel zangaletón.
El elefanto vio que la elefanta lo miraba y miraba a la vez a la azucarera, metió la cucharita otra vez en el azúcar, la sacó colmada, y le dijo a la elefanta, mostrándosela:
–¿Quieres?
–Quiero endulzar mi café –contestó la elefanta…
Entonces el elefante se levantó, fue hasta la barra, pidió otra azucarera, luego se acercó a la mesa de la elefanta, se paró junto a ella, le miró a los ojos y le preguntó:
–¿Deseas una cucharadita… o dos?
La elefanta tuvo una sensación muy rara. Deseó, de pronto, veintisiete, cuarenticuatro, sesentidos cucharaditas de azúcar. Deseó que aquel elefante estuviera todo lo que quedaba de la tarde, de la semana, del mes, del año, todo el año siguiente, y el de después, y quizá el otro también, exactamente ahí, así, mirándola con esos ojos y ofreciéndole todo el dulzor del mundo.
Al elefante la mirada de la elefanta le hizo sentir un agradable cosquilleo en la trompa, que se le tensó, se le endureció ligeramente, y se le pararon los pelos de detrás de las orejas.
Cuando la elefanta pudo hablar, unas tres horas después –los elefantes tienen ese problema, hacen todo muy despacio, tomándose su tiempo, y si es una elefanta entonces demoran mucho más, y si es una elefanta que se acaba de enamorar entonces puede tardar toda la vida en hacer o decir algo–, le dijo al elefante:
–Solo una, por favor… y siéntate a mi mesa.

jueves, 16 de julio de 2009

UNA MOTO SKODA Y UN BURRO CON RETRASO MENTAL (Una novela por entregas) Por Ernesto Pérez Castillo

CAPÍTULO CUATRO
Mi hermano tiene tremenda buena suerte. Siempre se está encontrando cosas. Yo, cada vez que me encuentro algo, siempre resulta que ya tiene dueño.
Así me pasa con todo. Un día, por ejemplo, abrí los ojos y ahí, delante de mí, estaba una mujer mirándome. Yo me dije: “si esta mujer está ahí, así nada más mirándome, debe ser que no tiene un dueño ni nada”. Y pensé que podía ser una buena oportunidad para que esa mujer fuera el amor de mi vida, que por esa época yo era muy chiquitico todavía, estoy hablando de cuando tenía dos o tres días de nacido, y me dije: “esta mujer, desde ahora será mi madre y será el amor de mi vida”.
Pero, como siempre pasa, y esa fue la primera vez, resultó que ya esa mujer era el amor de la vida de alguien. Mi papá la había visto antes que yo y antes que yo había decidido que fuera el amor de su vida, así que comencé asi, perdiendo a la que pudo ser el amor de mi vida y tuve que conformarme con que fuera tan solo mi mamá.
Esa fue la primera vez, pero no la última. Desde entonces, cada cosa que creo que está en mi camino para ser para mí termina yendo a parar a manos de otro o quién sabe a donde. Como la moto Skoda, que mi papá un día prometió que sería para mí cuando él se muriera, y ahí pensé yo que, aunque tendría que esperar un poco, por lo menos alguna vez algo podría tener en esta vida.
MI papá prometió eso el día que llegó a la casa con la moto Skoda. Mientras mi mamá no encontraba que tirarle porque mi papá había vendido toda la vajilla de plata, mi papá le dijo que lo había hecho para que yo tuviera algo cuando él se muriera. Bueno, así fue que de pronto tuve la esperanza de tener algo alguna vez, aunque medio minuto después mi mamá se lanzaba por la ventana, caía sobre la moto Skoda, desbaratándola y rompiéndose un montón de huesos, después que antes se le había roto el corazón por la perdida de la tetera de plata.
Desde entonces yo rezaba para que mi papá no tuviera un accidente con la Skoda. Yo me sentía muy mal con la cosa de saber que para que la moto fuera mía mi papá se tenía que morir. Por eso rezaba y le pedía todos los días a Blanca Nieves y los Siete Enanitos que cuidaran a mi papá cada vez que lo veía salir en la moto.
Sería terrible eso, que mi papá muriera en un accidente. Moriría mi papá en el accidente y la moto en el accidente quedaría destrozada y al final me quedaría sin mi papá y sin la moto Skoda, y eso sería terrible, no podía imaginar algo peor que quedar huérfano y sin Skoda.
Pero Blanca Nieves y los Siete Enanitos son sordos a mis rezos, porque mi papá se la pasa teniendo accidentes en la Skoda, hasta el día que sucedió lo peor y para colmo me tocó estar allí y ser testigo. Fue la vez que mi papá se revolcó en la calle con la Skoda y no se murió pero conoció al nuevo amor de su vida que hizo que después él vendiera la Skoda, y ahora cuando mi papá se muera ya no tendrá nada para dejarme a mí: yo seré un huérfano que no tendrá nada, ni siquiera una moto Skoda.

miércoles, 8 de julio de 2009

UNA MOTO SKODA Y UN BURRO CON RETRASO MENTAL (Novela por entregas) Por Ernesto Pérez Castillo

CAPITULO TRES
Mi hermano va a aprender a leer rapidísimo. No por nada, sino porque en nada se parece a mí, y yo para leer me demoré un mundo. Un mundo y tres años en primer grado, hasta donde alcanzo a recordar, porque la verdad es que eso pasó ya hace tanto tiempo, como cuarenta años, y también para las cosas de la memoria yo soy jodido y pico.
Es que la lectura es cosa de memoria, y a mí todo se me olvida, hasta se me olvidaba que tenía que aprender a leer. Y la de mentiras que le dicen a uno en la escuela para que se concentre en la cosa de aprender. Me acuerdo que me decían que si no aprendía terminaría vendiendo pollos en el mercado. Y ya ve usted. Nada de nada. Ni lo uno ni lo otro. No aprendí nada en la escuela, y pasaron los años, y por más esperanzas que yo puse en el asunto jamás nadie vino a decirme que había un puesto de vendedor de pollos en el mercado para mí.
Pero al final sí aprendí a leer, al menos eso, que ya es decir mucho. Es que para aprender algo en mi escuela había que ser genio. Para aprender a leer o a lo que fuera. A mí, nada más aprender a leer, me costó repetir el primer grado una pila de veces. Cuando digo una pila de veces quiero decir como mínimo doce o trece años seguidos. Pero la verdad es que yo era de los peores, porque hubo muchos que con repetir el primer grado dos o tres veces ya aprendían a leer de corrido. Pero yo no, a mí me costó, creo que fueron en total como quince años, y como tres reglas de pizarra que rompió la maestra en mi cabeza.
Lo de las reglas de pizarra que me rompían en la cabeza a mi me rompían el corazón. Como cuando mi padre vendió la azucarera de plata y eso le rompió el corazón a mi mamá. Cada regla de pizarra que me rompían en la cabeza me rompía el corazón.
¡Es que esas reglas eran tan bonitas! Eran de madera, color madera, con vetas lindísimas. ¿Cómo no iba a rompérseme el corazón cada vez que destrozaban ua belleza de aquellas en mi cabeza? Así mismo, me destrozaban el corazón, y me rompían la cabeza. Y total, era por gusto. Yo creo que eran por lo menos tres reglas por año las que me rompían el corazón, y para nada. Igual hubiera sido cuarenta reglas rotas en mi cabeza y me hubiera demorado lo mismo en aprender a leer.
Es que si yo era bruto, mas brutas eran todas las maestras que insistían año por año en romperme reglas en la cabeza. Debían aprender que ni con eso yo aprendía. Pero ni aprendía yo ni aprendían ellas, lo cual demuestra que ellas eran mas brutas que yo.
Cuando iba como por veinte años en primer grado fue que comencé a aprender. Poquito a poco, es verdad, pero es que en esta vida hay que tener paciencia para todo. Paciencia y esperanza. Yo, por ejemplo, soy muy paciente, y aun tengo la esperanza de que un día alguien toque a la puerta de mi casa y cuando el nuevo amor de la vida de mi padre (la mamá de mi hermano o la que sea) abra la puerta y pregunte qué quiere, le digan que me buscan a mí, y así sin más ni más, cuando yo me asome, me digan que ya tienen para mí una plaza de vendedor de pollos en el mercado. Sí, claro que sí, porque el destino es el destino y cada quien tiene lo suyo y no fue por gusto que yo estuve como treinta años en primer grado hasta que por fin aprendí a leer. Todo tiene su precio, pero todo tiene su recompensa, y sé que algún día será mi día.
El día de mi papá fue el día que dice que iba por la calle y de pronto vio un cartel que decía que estaban vendiendo una moto Skoda. Él no lo pensó dos veces, y la verdad es que yo creo que no lo pensó ni una sola vez. Ahí mismo fue para la casa, vendió la azucarera de plata de mi mamá, que era el amor de la vida de mi mamá, y compró el nuevo y verdadero amor de su vida, que le duró hasta el día que el otro amor de su vida, la mamá de mi hermano, le dijo que tenía que traer dinero a la casa o ella se iba. Mi papá, si lo hubiera pensado mejor, no le hubiera hecho caso, porque ella no tenía para dónde irse, pero mi papá no piensa mucho nunca jamás. No piensa mucho ni poco. Seguro por eso es que no entendía por qué yo no aprendí a leer, y cuando supo de cuanto era la cuenta de reglas de pizarra que me habían roto ya en la cabeza, fue para la cocina, cogió la olla de presión, que no es de madera como las reglas de pizarra, sino de acero, y me dio como siete tanganazos con ella en la cabeza.
Que mi padre a cada rato fuera a la cocina, cogiera la olla de presión y me la estrellara en la cabeza, por más que lo hizo, nunca me rompió el corazón. Porque a mi la verdad es que esa olla de presión no me gustaba para nada, y además nunca se rompía. Lo que si se me rompía casi siempre era la cabeza, pero eso nada más, por suerte, porque el corazón seguía ahí intacto.
Yo creo que si yo soy tan bruto es porque lo heredé de mi padre, porque él tampoco es que aprendiera, por más tanganazos que me daba con la olla de presión. Al menos yo aprendí eso, ni las ollas ni las reglas me harían aprender. Pero él no aprendió ni eso ni nada, y por eso fue que un día el amor de su vida se fue de su vida. Es decir, la moto Skoda, no la madre de mi hermano, que esa no se iba a ir de su vida así como así.
La madre de mi hermano le dijo eso a mi papa, que traía dinero a la casa o ella desaparecería, y mi papa salió desesperado por la puerta y se montó en la Skoda y regresó a pie porque la había vendido, y venía feliz porque traía dinero, y aunque había perdido el amor de su vida, la moto Skoda, traía dinero para el amor de su vida, la mamá de mi hermano.
Entonces el amor de la vida de mi papá fue a la cocina y cogió la olla de presión y yo salí corriendo para el patio y me encaramé en la mata de mango pues cada vez que la mamá de mi hermano o mi papa cogían la olla de presión todo terminaba en que terminaban rompiéndome la cabeza a mí, y eso lo aprendí antes de aprender a leer, así que soy menos bruto que mi papá que se quedó ahí con su cara muy feliz de haber regresado con dinero, como le había dicho el amor de su vida que hiciera, pero el amor de su vida, parece que porque yo me había subido a la mata de mango, fue para donde estaba mi papá sin la moto Skoda, y le rompió la cabeza con la olla de presión.
MI papá tiene la cabeza más dura que yo, y es más bruto que yo, porque hicieron falta como treinta tanganazos de la olla de presión para que se le rompiera la cabeza y como catorce más para que él entendiera que le amor de su vida le iba a seguir machacando la cabeza por haber vendido la moto Skoda mientras lo tuviera delante, y finalmente el también fue para el patio, y se subió conmigo en la mata de mango, y esa noche dormimos allí en la mata de mango los dos, y el amor de la vida de mi papa durmió al pie de la mata de mango, con la olla de presión en la mano, esperando a que mi papá bajara para empezar a golpearlo con la olla en la cabeza otra vez.

martes, 7 de julio de 2009

BAJO LA BANDERA ROSA Por Ernesto Pérez Castillo


El joven camarada Vladímir Stepánovich Ustimenko, aparatchik de la Kommunisticheski Sayiuz Maladioshi Leninski –más conocida como Komsomol, en español Unión de Juventudes Comunistas Leninistas–, y secretario general de su Comité de Base en la fábrica de camiones GAZ –Gorkovsky Avtomovilini Zavod, Fábrica de Automóviles de la Ciudad Gorky, ciudad que después del descojonovich ha vuelto a llamarse Nizhny Novgorod–, se lavó la cara, se untó otra vez desodorante, lo cual no hizo que oliera mejor o que apestara menos, salió finalmente del baño del TU-154 –TU por A. N. Tupolev, el ingeniero insignia de la aviación soviética, que fundara su oficina de diseño 1922– y volvió al asiento mientras el avión comenzaba a descender una tarde de agosto, a nueve mil quinientos cincuenta kilómetros de Moscú, sobre la ciudad de La Habana.
En la pista de aterrizaje de la terminal número tres del Aeropuerto Internacional José Martí, una numerosa comitiva de militantes de la juventud comunista cubana –que sean jóvenes comunistas no quiere decir a su vez que sean jóvenes, algunos tienen mas de cuarenta años, como tampoco quiere decir que sean… bueno, no diré más… ¡que siga el cuento!–, algunos de ellos sosteniendo una enorme tela blanca con alguna consigna en letras rojas, comenzaron a agitar sus banderas, y a dar vivas y aplausos cuando el aparato tomó tierra, y una banda de música del ejército, con sus uniformes de parada, entonó las notas de La Internacional.
Ustimenko se emocionó al ver a través de su ventanilla las banderas rojas flameando sobre la multitud, y confirmó que había llegado al lugar preciso: la ostrav svaboda –la isla de la libertad, según todos los manuales de Geografía Política que heredó de su padre. Sacó su mochila del portaequipajes, se caló la bolchevique –la misma que antes usó su padre y antes el padre de su padre, y también el padre del padre de su padre, y así sucesivamente, no por tradición sino porque los Ustimenko siempre fueron unos muertos de hambre– y avanzó por el pasillo hasta la puerta de salida del avión.
Al asomarse, con los ojos entrecerrados por el brillo intenso del sol, pudo leer lo que ponía la pancarta: «Viva la amistad entre los pueblos de Lincoln y Martí» e inmediatamente vio como los jóvenes comunistas cubanos abrazaban a la delegación de la juventud comunista norteamericana que también visitaba la isla, y aun de lejos pudo comprobar que los jóvenes comunistas norteamericanos eran jóvenes, lo cual ya es pedir demasiado.
Stepánovich se alisó la camiseta roja con la hoz y el martillo en medio del pecho, descendió a pasos cortos, y comenzó a respirar el aire de la libertad.


Cuando Várvara Stepánovich Maxímova, desempleada, sin asistencia social y viuda del difunto Rodión Efimérovich Vtushenko –hasta el día de su temprana muerte, Vtushenko fungió como Secretario General del Sindicato de Trabajadores Metalúrgicos del Dombás y Miembro Suplente del Comité Regional del Partido–, supo que su Volodia pensaba viajar a Cuba, lo llevó a su habitación, levantó el colchón, y extrajo una foto que tomó veinticuatro años atrás, en la lejanísima Siberia, con su aparato fotográfico Smena 8 de treinticinco milímetros.
En la foto se veía una enorme pancarta que ponía en letras negras –pero el que las letras fueran negras seguramente sería a causa de que para la época de la foto aun la fotografía a color, en los países socialistas, era un lujo pequeño burgués que muy pocos se podían conceder, y lo más probable es que el cartel original hubiera sido escrito en rojo–: «Viba la amistad entre los pueblo de Lenin y Marti». Sostenía la pancarta el grupo de estudiantes cubanos de la Facultad de Explotación Forestal en la que Várvara Stepánovich impartió clases desde que se graduó de Filosofía Marxista Leninista en la lejana, invencible, sagrada Moscú.
–Volodia, guardé siempre esta foto para el día en que quisieras conocer a tu verdadero padre –le dijo a Ustimenko la Maxímova, y le entregó la foto.
–¿Cuál, madrecita, cuál de ellos es mi padre? –preguntó Vladímir.
Várvara se ajustó las gafas y observó con detenimiento la foto. El grupo de estudiantes, parados sobre la nieve del patio de la facultad, con sus enormes abrigos grises, todos con la misma bufanda gris, y los oscuros gorros de orejeras cubriéndoles la mitad del rostro, se le hizo confuso. La verdad es que en la foto Várvara Stepánovich Maxímova no veía ni mierda.
La foto en blanco y negro, y los años sumados a la mala química fotográfica Orwo de la hermana –y también difunta– República Democrática Alemana, habían hecho lo suyo, junto a la pésima memoria de la Stepánovich.
–No sé... este quizá –se esforzaba Várvara Stepánovich Maxímova, o este otro, no sé... uno de ellos es tu padre...
Eran cincuenta y cuatro estudiantes cubanos en la foto. Siete eran blancos. El resto eran negros, unos más, otros menos, pero ¿cuál es la diferencia?
–¿Era blanco o era negro? –pregunto Vladímir, cada vez más feliz, y la respuesta de su madre lo colmó de dicha:
–Oh, eso sí lo recuerdo muy bien: era negro, muy negro, completamente negro.
–¡Ves, madrecita, ya el grupo es más pequeño! ¡Ya será más fácil encontrar a mi padre!
Ustimenko abrazó a su madre, besó la foto y la guardó en el bolsillo interior del abrigo.


En la aduana se extrañaron al ver que aquel rubio enorme viajaba solo con una mochila, sin ningún otro equipaje, e inmediatamente le llevaron aparte para registrarlo. Y, para el oficial de inmigración, más sospechoso resultó el asunto cuando le pidió:
–Mister, please, show me yours passport...
...y Ustimenko le contestó, mientras le entregaba el pasaporte:
–Disculpa, camarada, yo no hablar inglés, pero entiendo muy bueno español...
El oficial de inmigración, que siempre tenía una sonrisa en los labios, acostumbrado a mirar con respeto, por ejemplo, el pasaporte inglés, o a coger, como si cogiera una propina, el pasaporte norteamericano, al ver entre las manos de Vladímir Stepánovich Ustimenko el pasaporte de la Federación Rusa, lo miró como un chivo mira un cartel, con los ojos asombrados, como diciéndose «¿qué es esto, de dónde cojones salió este tipo?». Como si se hubiese quemado, torció la boca el oficial de inmigración, y tomó el pasaporte de color escarlata. Lo tomó como si tomará una bomba, como un erizo, como si tomara una navaja afilada, como una serpiente cascabel de veinte aguijones. Comprobó que el visado estaba en regla, y le hizo un gesto al cargador para que llevara gratis la mochila de Ustimenko.


Los cincuenticuatro estudiantes cubanos que en diciembre de 1986 llegaron felices a la ciudad (esto de “ciudad” es un decir, no hay que tomárselo muy a pecho) de Krasnaie Zviezda (dos mil trescientas ochenticuatro pequeñas ciudades, aldeas, koljoses y sovjoses en el territorio de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se llamaban así, Estrella Roja es español. Era un nombre muy de moda desde 1917 que, además, ostentaban trece mil doscientos cincuentisiete guarderías infantiles, novecientas cuarentiocho escuelas primarias y una alta distinción gubernamental. Tras Gorbachov, todos esos nombres fueron cambiados por otros como Sini Zviezda, Estrella Azul en español.), desde que descendieron del tren rápido Baikal-Amur en la más extrema y fría Siberia Oriental, supieron que habían llegado al culo del mundo.
Todos habían terminado el bachillerato con muy malas calificaciones y el futuro se les bifurcaba enfrente de manera muy clara (o muy oscura, según se quiera ver): o marchaban a estudiar Ingeniería en Explotación Forestal en casa de la pinga a cuarentidós grados bajo cero, o serían reclutados de inmediato, y sin vacaciones mediante, para el SMG (el glorioso Servicio Militar General cubano).
Ellos, los inteligentes, partieron decididos. Es decir, los inteligentes, sin dudarlo un segundo, marcharon encantados a congelarse el culo en Siberia.
Los que rehusaron la oferta de marchar a la distante Siberia, fueron reclutados para el SMG, y esos sí que marcharon… marcharon innumerables horas bajo el sol tropical con casco y canana puestos y fusil de kalamina al hombro, y arribaron una tarde de ese mismo diciembre a la República Popular de Angola, otro hermano país africano del que quince días antes no sabían ni media palabra –ni querían saberla. No todos tuvieron la mala suerte de pisar una mina antipersonal de fabricación norteamericana. Algunos se ganaron incluso una medalla. Pero ese es asunto de otro cuento.


Sin un conocido en La Habana, y con todo el polvo del camino encima, Vladímir Stepánovich Ustimenko se estuvo media hora parado frente al Che Guevara de hierro de la Plaza de la Revolución, y hubiera estado media hora más de no ser por el militar que se le acercó y le dijo que circulara. Vladímir, sonriente y en realidad satisfecho, saludó militarmente al oficial, recogió su mochila del suelo, se la colgó al hombro, y caminó hacia El Vedado, en busca de un hotel.
Pensaba alojarse en el Habana Libre. El nombre del hotel –que encontró en una antigua guía turística, de cuando en La Habana no había turismo–, le transmitía buenas vibraciones. Desgraciadamente, y pese a las buenas vibraciones que el nombre del hotel le transmitía, en la carpeta se enteró que sus cincuentinueve dólares no le alcanzarían ni para pagarse la primera noche. Pero el mismo carpetero del hotel le entregó una tarjeta que ponía: «Wong Rent Room, su casa en la ciudad» y debajo una dirección en Centro Habana, y le aseguró que Wong le alquilaría muy barato, quizá hasta por solo cinco dólares el día.
Era cerca del Habana Libre, así le dijo el carpetero, y también así le pareció a Vladímir, pues apenas notó la distancia, extasiado en contemplar los portales barrocos, las columnas y columnas, los culos de las habaneras.
Al llegar a la casa, comprendió por qué podría ser tan barato: Wong vivía en una cuartearía, junto a otras catorce familias, con un solo baño común para todos. Eso no lo desalentó, al contrario, en esas condiciones tal vez podría incluso negociar un precio más bajo aun. Lo que sí le desalentó fue que la mulata que vive frente a Wong le advirtió que aquel había salido desde la mañana anterior y aun no había regresado. Líos de mujeres seguramente, le dijo la mulata.
La mulata le dijo eso, y le ofreció un vaso de agua, y lo invitó a esperar a Wong en su casa, y cuando lo tuvo ya sentado en su sofá le preguntó si quería un café.


Ustimenko nunca supo por qué aceptó tomarse aquel café. Sentía que no debía hacerlo, y había sido entrenado para obedecer a sus instintos en el último curso del Palacio de Pioneros Felix Zhershinky –la conciencia de la revolución rusa, según Lenin, aunque Zhershinky era polaco–, donde estuvo matriculado hasta su cierre en el Círculo de Interés del Komitet Gozudarstvennie Biezapasnost.
Complicado traducir al español Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast, por eso lo intento aquí en párrafo aparte: Komitet es español es “Comité” –y eso a los cubanos les puede dar una tibia idea del asunto. Gozudarstvennie es más fácil de traducir aun: “Estatal”, así, como los autos con chapas azules en Cuba, que son, técnicamente, autos estatales, pero en la concreta son los autos más particulares del mundo.
El complique real lo forma la tercera palabra: Biezapasnast. Si dijera Apasnast se podía traducir como “Peligro”, pero el sufijo Biez implica, más o menos, lo que español sería “Des”, entonces, la frase completa Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast tendría al español la imposible traducción de Comité Estatal de Despeligrización, lo cual no hay quién cojones lo entienda. Pero, si en lugar de poner Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast, pongo solo las iniciales de ese Comité, entonces cualquiera, en cualquier rincón del universo, y hable el idioma que hable, y sin la más mínima necesidad de traducción alguna, entenderá al segundo de qué se trata. Pues mire usted, el Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast no era otra cosa que la KGB.
Y volviendo al cuento, antes que se enfríe el café –o se caliente demasiado el cuento–, Ustimenko, por una primera vez en su vida, fue directamente en contra de lo que le enseñaron de niño los tavarichi de la KGB, y se tomó el café.


–¡Pareces un cubano! –dijo la mulata cuando tuvo la pinga de Vladímir en su manos y vio lo grande que era, antes de comenzar a mamársela– ¡Pareces un negro, cojones!
Dijo la mulata una y otra vez cuando Vladímir la viró de espaldas, la hizo doblarse y apoyar las manos en el suelo, y comenzó a meterle la pinga muy lentamente y lentamente se la sacaba, hasta afuera, y lentamente la volvía a penetrar, despacio muy despacio, y luego rápido muy rápido, más rápido de lo que nunca había sentido en su vida la mulata.
La mulata, sorprendida y a punto de perder el sentido, le rogó a Ustimenko:
–¡No te vengas, papito, no te vengas!
Y volvió a chuparle la pinga mientras se alborotaba el clítoris con la mano izquierda, y se vino otra vez dando gritos cuando sintió la leche rusa que le inundaba la boca y la ahogaba al bajar por su garganta.
–¡Pareces un cubano, cojones, un negro cubano! –volvió a decirle la mulata, extasiada, mientras con el dorso de la mano izquierda recogía los restos de leche que se le escapaba por la comisura de los labios, y los lamía, ya sentados los dos muy juntos en el sofá.
–¡Y lo soy! –le aseguró Ustimenko orgulloso a la mulata, cuando recuperó el habla– ¡Mi padre es un cubano!


Ustimenko viajó a La Habana con solo cincuentinueve dólares en los bolsillos. La cifra, que equivalía a su salario mensual, le pareció revolucionariamente convincente. Al decidirse por el viaje, pensó en ahorrar todo lo que pudiera, reduciendo sus gastos a la mínima expresión. Y no solo redujo sus gastos, sino que incluso los llevó a cero, y hasta se endeudó, por razones más allá de su voluntad: en los últimos tres meses la fábrica no pudo pagar ni un rublo a sus empleados.
Eso lo acabó de decidir.
Cuando le hizo saber a su madre que pensaba irse a La Habana, Várvara Stepánovich le llevó a su cuarto y sin una lágrima le confesó:
–Hijo: Rodión Efimérovich Vtushenko no es tu padre. Tu padre es un cubano.
–¡Un cubano! ¡Mi padre es cubano! ¡Entonces también yo soy cubano, madrecita!
–Sí, cubano, medio cubano eres, mi querido Volodia.
Entonces la madre alzó el colchón de la cama, y le entregó la foto.
Ustimenko quería saber todo su padre, pero la Stepánovich le dijo que muy poco podría contarle. Con los ojos aguados, bajo la vista, y le contó:
–Supe muy poco de él.
–¿Por qué, madrecita, por qué?
Entonces la Stepánovich recurrió a la improvisación:
–Tu verdadero padre era... un agente secreto de la seguridad cubana. No puedo decirte nada más.
Ni más necesitó Vladímir Stepánovich Ustimenko. Escuchar aquello de boca de su madre le llenó de orgullo.
–¿Tienes dinero para el viaje? –le preguntó la Stepánovich.
–Ni un kopek, madrecita –contestó Ustimenko.
–Ven –dijo entonces la madre, y lo llevó al patio.
Parados bajo uno de los manzanos en flor, la Maxímova le señaló el suelo, y le entregó una pala.
–Cava aquí –le ordenó.
Ustimenko cavó junto al manzano, y muy pronto, a solo unos cincuenta centímetros de la superficie, sintió que la pala raspaba sobre una superficie de madera. Terminó de apartar la tierra con las manos y no sin esfuerzo extrajo una caja que aun conservaba el habitual color verde de las embaladuras de los pertrechos militares de la época soviética.
En honor a la verdad, cualquier otra cosa que los soviéticos fabricaban venia en cajas verdes, fuera militar o no. Y también pintaban de verde todo. Lo mismo un jeep WAZ, que una moto Ural, que un cochecito para bebés. A veces se les acababa la pintura verde y entonces pintaban los cochecitos para bebés, las motos Urales y los jeeps WAZ de gris. Las lavadoras Aurika son de una de esas épocas grises.
Dentro de la caja que Volodia acababa de desenterrar encontró, en perfecto estado de conservación, doce fusiles automáticos Kaláshnikov del año 47. Miró a su madre asombrado y le preguntó:
–¿Y qué quieres que haga con esto, madrecita, que asalte un banco?
A lo que Várvara Stepánovich Maxímova le respondió:
–No, mi pequeño Volodia, tú sabes que en los bancos no hay dinero. Coge los fusiles y véndelos. Los chechenos te darán suficiente para tu pasaje a la isla de la libertad.


A Ustimenko no lo sorprendió lo silencioso de Wong. Había hecho el servicio militar en la Región Autónoma de Tayikistán, y allí tuvo sobradas oportunidades de conocer el carácter taciturno y silencioso de los asiáticos. Pero no era el caso, como se verá después.
Por ahora lo importante es que Wong no regateó para nada cuando Volodia le explicó que contaba con muy poco dinero y le preguntó si aceptaba alquilarle el cuarto por solo dos dólares.
–¡Y hasta por uno! –fue lo que le contestó Wong– ¡Qué más da, si al final todo se lo va a tragar la tierra!
Con la respuesta de Wong, le llegó a Volodia el fuerte aliento etílico que aquel expedía, y supuso que venía de una fiesta, lo cual era todo lo contrario a lo que en realidad le había sucedido ese día a Wong.
–Es más –le dijo Wong aun– hasta te lo dejo de gratis, mira tú...
Eso sí que Ustimenko no se lo esperaba, y dudaba si aceptarlo o no, cuando Wong volvió a hablar, ya casi dormido en el sofá de la sala.
–Si más he perdido hoy, qué me pueden importar unos dólares de mierda...
Ustimenko no se sintió ofendido por esas palabras. Más bien pensó que aquello de conseguir alojamiento gratis era algo que solo podía ocurrir en Cuba, la ostrav svaboda, donde el socialismo todavía no era un cadáver, y probablemente la gente conservaba intacto el sentido de la hospitalidad.


La primera noche de los estudiantes cubanos en el hielo, con aurora boreal incluida, estuvieron bebiendo Vodka Stolinkaya desde las veintiuna horas, al constante llamado de «¡Dakansá!» de sus entusiastas profesores soviéticos.
Uno de los estudiantes cubanos (quizá el más negro de todos) advirtió que una siberiana, rubia y de ojos azules, lo miraba todo el tiempo. Pero él era tímido, y lo seguiría siendo el resto de su vida.
Entonces, por los altoparlantes comenzó a escucharse una canción que hizo que los profesores soviéticos dejaran las copas en alto, se enjugaran los ojos, se sentaran, se abrazaran entre ellos, se quedaran todos cabizbajos:
Iesli snali vi
kak minie daraguí
podmoskovnie biecherá...
Aquí fue que la siberiana se le acercó al negrón, y con voz muy dulce, al oído, le dijo:
–Ti ochen interiesnik chelaviek...
Él la miró con los ojos muy abiertos, como si hubiera entendido algo, pero en verdad no había entendido ni papa. Solo comenzó a entender cuando la siberiana lo tomó de la mano, lo sacó del salón, lo llevó hasta su cuarto en el edificio de los profesores, se desnudó completamente y le besó los labios.
Fue su día de gloria. Nunca había besado a ninguna mujer, y nunca, ni siquiera en sueños, se habría podido imaginar que la primera vez fuera a una rubia de un metro ochentisiete centímetros, casi tan alta como él. En Cuba siempre fue un negrón zarrapastroso y muerto de hambre al que ninguna mujer se le ocurriría mirar ni por equivocación.
La siberiana le quitó la camisa mientras lo besaba y, como al intentar bajarle los pantalones, él le opuso alguna resistencia, pensó que se había topado con un amante diestro que prefería ir paso a paso, y creyó entonces que aquello sería mejor de lo que había imaginado.


Esa mañana Ustimenko encontró a Wong en la cocina, sentado, llorando. No supo qué hacer. Sacó dos bolsas de té de su mochila, y preguntó qué vasija podía usar para hervir el agua.
–No hay agua –le contestó Wong–, no hay gas, no hay electricidad, no hay ni pinga...
Ustimenko se quedó en silencio. Guardó las dos bolsas de té, y le ofreció a Wong ir a algún lugar a desayunar juntos.
–No me vas a pagar el alquiler –le advirtió Wong–, pero me vas a tener que pagar un montón de cervezas. Yo sé de un lugar, pero primero vamos a buscar a un socio.
Ni Wong ni su socio quisieron comer nada. Los dos estaban sentados, silenciosos y cabizbajos. Bebían una cerveza detrás de la otra, mientras Volodia se embutió tres batidos de mamey, dos panes con jamón y queso, una sopa de vegetales, un pollo entero frito, litro y medio de helado y un jugo de manzana. Entonces anunció:
–Camaradas, yo sé cuál cosa hacer con aquella tristeza que tienes ustedes.
Sin decir más fue hasta la barra y regresó con una botella de vodka.
–¡Vodka a esta hora! –dijo Wong– ¡De pinga!
–¡El rusón es tremendo locote! –dijo el socio– ¡Y yo sí sé a quién le vendría bien ahora un trago de vodka!
Media botella más tarde parecían amigos de toda la vida. Ya hasta hablaban en ruso los tres, o al menos eso le pareció al mesero, que se acercó a la mesa a ofrecerles jugo de naranja.
–¡Qué jugo de naranja ni qué pinga –le dijo Wong–, eso es para los maricones!
–¡Los hombres de verdad se toman el vodka a pulso –añadió el socio– como se lo hubiera tomado Cartaya!
–¡Dakansa! –volvió a exclamar Volodia mientras se empinaba la botella, la terminaba de un trago, y por señas le pedía otra al mesero.
Cuando la botella estuvo en la mesa, Wong la cogió, rompió el sello, y vertió un largo chorro junto a las patas de la mesa.
–¡Por mi hermano Cartaya! –dijo Wong a Volodia.
Volodía miró a Wong, miró al socio de Wong, y miró al cuarto puesto de la mesa, donde acaba de sentarse un cocodrilo.
–¡Guena! –exclamó Volodía– ¡Daragoi mai krakadil!
–¡Oye, ruso de pinga –se asustó Wong– que bolá con el cocodrilo ese aquí!
–Camaradas, no asustarse, este es mi amigo Guena el cocodrilo...
–¡De pinga! –Wong reconoció al cocodrilo– ¡Es el cocodrilo mariconcito del acordeón!
Volodia y el cocodrilo se abrazaban, y luego el cocodrilo le dio la mano a Wong y a su socio. Volvieron a sentarse, el cocodrilo se tomó de un tirón un cuarto de la botella de Vodka, sacó el acordeón, y dijo:
–Tavarichi, ia jachú piet...
E inmediatamente cantó:
Ya igrayu
Na garmoche
Uprajoshe
Na vidu
Zasharlenia
Dien razdenia
Tolka raz gadu
–¿Tú entiendes, camarada? –le preguntaba Volodia por turnos al socio y a Wong, y al instante les traducía– «Desgraciadamente, el cumpleaños es solo una vez al año.»
(Como se demostró en la línea anterior, es más fácil traducir al cocodrilo Guena que al Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast.)
El mesero, con mucho cuidado, se acercó a la mesa, y les dijo –mirando al cocodrilo Guena– que no se permitían animales en aquel lugar. Wong protestó, Volodia le ofreció un trago de Vodka al mesero mientras le aseguraba «Ya atbishayu za vció», y Estéreo Seguro –que era el socio de Wong y el menos borracho de los cuatro– cogió por la cola al cocodrilo y lo haló para la calle mientras los otros dos le seguían, sin dejar de cantar.


De vuelta a casa de Wong, Estéreo se sentó en el suelo, Wong se tiró en el sofá y Volodia permanecía de pie.
–Ustedes tienen que ayudarme a encontrar mi padre.
Volodia abrió la mochila, sacó la foto del grupo de estudiantes cubanos que en diciembre de 1986 llegaron a la Siberia Oriental, y la mostró a Estéreo y a Wong.
–Uno de estos camaradas cubanos es mi padre.
Wong roncaba sobre el sofá. Estéreo tomó la foto, la miró detenidamente y preguntó:
–¿Es uno de los blancos?
–No, mi padre es negro –contestó Volodia.
–¡Coño, mi socio, pero son como cincuenta negrones en esta foto!
–¡Son cuarentisiete negros solamente, y uno es mi padre!
–¡De pinga –el grito de Volodia despertó a Wong–, el rusito es hijo de un negrón!
Wong se levantó del sofá, se acercó a Estéreo, tomó la foto en sus manos y la miró con detenimiento.
–¡De pinga –dijo Wong devolviéndole la foto a Estéreo–, la clase de frío que debía zumbarse la Siberia esa!
–¡Cojones, este es El Carta! –soltó Estéreo al reconocer en la foto a su socio Cartaya.
Wong volvió a mirar la foto, y se le salieron las lágrimas otra vez.
–¡Ese mismo es Cartaya! ¡De pinga, el negrón en el hielo, más frío que la pata de un muerto!
A Volodia, cuando vio que Estéreo y Wong habían reconocido a alguien en la foto, el corazón se le disparó.
–¡Tienen que buscar ese camarada, él dirá cuál es mi padre!
Estéreo y Wong se miraron, y luego miraron a Volodia.
–Cartaya está muerto –dijo finalmente Estéreo–, lo enterramos ayer.


Mas, en realidad, la resistencia del negrón a dejarse bajar los pantalones se debía a dos razones, fundamentalmente. La primera: tenía puestos los mismos calzoncillos desde hacía dos semanas –el tiempo que demoraron en viajar de Moscú a Siberia en el tren rápido Baikal-Amur– y llevaba todo ese tiempo sin darse un baño. La segunda razón comenzó a olvidarla cuando la siberiana lo tumbó en la cama, se le subió encima a horcajadas y, ante la falta de iniciativa de él, que ella interpretó como un jugueteo provocador, comenzó a frotar su sexo mojadísimo sobre los labios enormes y abultados del negrón.
La siberiana fue quien comprendió rápidamente la segunda razón de la resistencia del cubano a dejarse desnudar, pues cuando lo tenía bobo entre sus piernas, consiguió meterle la mano dentro de los pantalones y encontró algo que no olvidaría jamás en toda su vida: aquel negrón, de un metro noventidós centímetros, tenía una pinga que le cabía en la palma de la mano. Y, aunque la siberiana era bien grande, sus manos eran pequeñísimas.
Pero la siberiana ya se había tropezado cosas peores, y los gruesos y suaves labios del negrón contra su clítoris la tenían demasiado caliente para que aquel detalle la enfriara. Tomó la pinguita del negrón entre sus manos, la manipuló con una destreza que aceleró los latidos del corazón del negrón a ciento ochenta por minuto, y se la mamó con fruición hasta que consideró que estaba lo bastante dura como para que pudiera sacarle algún provecho.
Entonces, en una maniobra de un segundo, la sacó de su boca y la metió en su sexo. Y en otro segundo el negrón eyaculó, copiosamente.
La siberiana abrió sus ojos azules, miró al negrón, y comenzó a abofetearlo con saña. El negrón se cubrió el rostro como pudo, se escurrió de debajo de la siberiana sin entender qué la había enfurecido, y salió corriendo del apartamento, mientras escuchaba tras de sí a la siberiana gritar en el pasillo:
–¡Idy na jui! ¡Idy na jui! ¡Idy na jui!


Cuando Ustimenko supo que Estéreo Seguro era policía, se entusiasmó, pues suponía que eso les abriría muchas muertas y facilitaría la búsqueda de su padre. Estéreo prometió ayudarle, contando incluso con la ayuda de un amigo suyo, que trabajaba en la Sección de Búsqueda y Captura del G-2.
Lo que más llamó la atención de Ustimenko al llegar, fue la escultura a la entrada del edificio: tallado en mármol negro, cincuentinueve metros de altitud, un majestuoso fusil automático de Kalashnikov engalana los jardines del G-2.
Lo difícil fue lograr que Ustimenko pudiera entrar al edificio del G-2. Años atrás era común encontrar por los largos pasillos del edificio, ubicado en un barrio algo apartado, montones de rusos, perdón, de soviéticos. Pero Ustimenko, que a todo llega tarde –y con esto no explicito nada de la trama que debería quedar en la corriente subterránea del texto, pues es algo que cualquier lector con medio dedo de frente ha tenido tiempo suficiente de darse cuenta ya– apareció en La Habana, y en el edificio del G-2, en un momento en que ya ser ruso –soviéticos no quedan– no es algo diferente de ser extranjero, con todas las bondades que tal categoría supone, pero también con los mismos inconvenientes.
Así que los oficiales de inteligencia que lo vieron llegar al lobby del edificio, aun viéndolo acompañado de un suboficial de la policía, se negaron de plano a dejarlo pasar a la oficina del coronel García, y no lo hubiera logrado nunca de no ser porque recordó su paso por el Círculo de Interés Pioneril de la KGB. Recordó eso y recordó que aun conservaba en su billetera, como uno de sus tesoros más preciados, junto a una foto de Lenin y un monograma del antiguo Komsomol, su carnet de Pionero KGB.
Cuando mostró a los oficiales aquel carnet, a más de uno se le aguaron los ojos y alguno hasta le abrazó, y otros aprovecharon la oportunidad para intercambiar con Volodia frases en ruso. Y le ofrecieron quedarse a almorzar con ellos en el comedor. Y le dejaron pasar.


Decir que el joven camarada Vladímir Stepánovich Ustimenko es un aparachik del Komsomol y Secretario General de su Comité de Base en la fábrica de camiones GAZ es, probablemente, decir mucho. No es que sea mentira, sino que no es exactamente la verdad.
Cierto es que Ustimenko es el Secretario General del Comité de Base en la puta fábrica de camiones, pero eso no dice mucho. Porque ese comité lo integran él, su amigo Tolia Bolskonsky, y Natasha Nicolaevna Petróvich, quien ha estado toda su vida enamorada de Ustimenko aunque este no le hace el menor caso, y solo por ese amor fue que ella acudió a la primera reunión del Komsomol en la fábrica, que Volodia y Tolia anunciaron a viva voz en el comedor a la hora del almuerzo.
Ella se presentó a la reunión, y allí estaban los otros dos y nadie más. Era la reunión constitutiva del nuevo Comité de Base –acción que según Volodia daría inicio al renacer de las ideas de izquierda en la patria de Lenin–, y por unanimidad (por unanimidad de ellos tres, se entiende) eligieron a mano alzada a Volodia como Secretario General, a Tolia como Segundo Secretario, y a Natasha como Organizadora.
A la segunda reunión quisieron invitar a veteranos que les contaran de la vida interna del antiguo Komsomol. Pero todos los antiguos komsomoles habían sido despedidos de la fábrica, y se habían mudado de la ciudad. Solo consiguieron llevar a Arkadi Ivanov, un jubilado de sesenta y seis años que les entretuvo dos horas contándoles sus experiencias en la Gran Guerra Patria, en el 18 Ejército de Caballería de la Guardia, a las órdenes directas del Mariscal y Héroe de la Unión Soviética Gueorgui Zhukov.
Ustimenko le escuchó con lágrimas en los ojos, y le regaló los restos de la botella de vodka casero cuando el viejo se despidió de ellos. Entonces Tolia, que es un descreído, le dijo al Secretario General:
–¡¿Cómo le crees media palabra a ese borracho?!
–¡No es un borracho –le protesto Ustimenko–, es un héroe de la madre patria! Y si ahora está alcoholizado, es porque ha sido víctima del capitalismo salvaje que la globalización nos impone el...
–¡Es un borracho, y es un mentiroso! –le ripostó el Segundo Secretario– ¿No te das cuenta de que, cuando la guerra, Arcadi solo tendría dos o tres años?


Estéreo, al entrar a la oficina del coronel García, se cuadró y saludó militarmente. Volodia lo imitó. García los miró desde su buró, cerró el documento que tenía abierto en la computadora, y soltó una carcajada.
–Estéreo, caray.... a ver qué asunto raro me traes esta vez –comentó.
Y después que Estéreo le informó, sin dudarlo un segundo, les dijo:
–Ah, eso es fácil, eso no tiene problema...
Se volvió otra vez hacia la computadora, abrió una base de datos, y les preguntó:
–¿En qué año fue que enviamos al compañero a Siberia?
–En 1986 –contestó Volodia entusiasmado.
–Ya, aquí los tengo –dijo el coronel–, cincuenticuatro compañeros, cuarentisiete negros y siete blancos.
–¡Era negro –soltó Volodia, y agregó entusiasmado– y también era de la seguridad!
–De los cuarentisiete negros, cuarenticuatro eran de la seguridad –le explicó el coronel–, así que por ahí no avanzaremos mucho...
En cambio, imprimió una lista con los nombres de todos los negros que fueron a Siberia ese año, y comenzaron la tarea de descarte. Lo primero fue descartar del grupo a los que eran maricones. Estéreo vio con dolor como el coronel García pasaba por encima del nombre de su socio Eduardo Cartaya con un resaltador rosado, pero no dijo nada. Veintidós maricones negros en total, de ellos veinte eran gloriosos agentes de la G-2 cubana, y tres llegaron incluso a trabajar para la KGB, les informó con orgullo García.
Luego descartaron a los que contrajeron matrimonio con una compañera soviética, resaltándolos en rojo. Fueron ocho en este caso, incluyendo tres de los maricones. La lista de posibles candidatos fue así reducida a solo veinte negros. García confrontó esos veinte con otra base de datos, y descartó siete mas: cinco eran impotentes, uno era chiclano, y otro no perdió la virginidad hasta regresar a Cuba, a manos de la agente de la seguridad que los atendió a su regreso.
–Bueno, ahora ya va a ser más difícil la cosa –advirtió el coronel– pero ya solo nos quedan trece elementos.
De los trece elementos, cuatro se involucraron en la disidencia al volver. Fueron resaltados en gris. De los nueve restantes, solo tres integraron las filas del G-2.
–Uno de estos tiene que ser –concluyó el coronel García.
García pulsó un botón del intercomunicador y le pidió a su asistente presentarse.
El asistente del coronel entró a la oficina, cerró la puerta tras de sí, saludó militarme y sin dar un paso más dijo:
–¡Ordene!
–Dime qué tenemos de estos tres elementos –le solicitó el coronel, y le fue leyendo los nombres.
El primero se fue del país en una balsa en agosto de 1994. Descartado en azul. El segundo murió en un accidente antes de volver de Siberia: el tractor en que iba de la Facultad de Exploración Forestal a la aldea Estrella Roja se salió de la carretera a causa de la nieve, y solo lo encontraron siete mes después, en perfecto estado de conservación, completamente congelado. No fue resaltado, sino remarcado en negro.
Antes de informar los detalles sobre el tercero, el asistente le hizo una seña complicada al coronel, pero García le dijo que podía hablar. A Ustimenko se le agitó el corazón: el tercero tenía que ser su padre.
Pero no, el tercero –y después que el asistente habló, García les advirtió que esa información era altamente confidencial–, en primer lugar no pertenecía a la raza negra, sino a la de los mulatos. En segundo lugar, el tercero no era hombre, sino mujer, una de las mejores agentes encubiertas del G-2. En tercer lugar, ahora trabajaba en la reorganización de los servicios de inteligencia venezolanos. Y, como al margen, añadió:
–Además, la compañera es lesbiana.


–¡De pinga! –dijo Wong cuando Estéreo y Volodia regresaron a la casa y le contaron– ¡Y si el G-2 no sabe quién cojones es tu padre, entonces no lo sabe nadie!
Volodia conservaba consigo la lista de los cuarentisiete negrones, con las tachaduras. La mostró a Wong, y aseguró:
–¡Uno de ellos es mi padre, la que no sabe nada es la G-2!
Wong vio la lista, y vio que la mayoría del grupo estaba resaltada en rosado, y eso le llamó la atención y, al saber que eran los descartados por maricones, soltó:
–¡No, qué va, la G-2 está perdida! ¿Quién dijo que los maricones no preñan?
Y Estéreo agregó:
–¿Quién puede asegurar que de verdad eran maricones?
–Al menos con Cartaya no se equivocaron –le respondió Wong–, porque ese era mi hermano, y era hombre a todo, pero era tronco de maricón...
Volodia tomó otra vez la lista en sus manos, la rompió cuidadosamente en pequeños pedazos y la lanzó a la calle después de decir:
–Si ese Cartaya amigo de ustedes no fuera muerto, seguramente podría decir quién fue mi padre, porque él sí estuvo allá y algo sabría...
–No, El Carta no te serviría de nada, el pobre, nada más que duró en Rusia como quince días…


La mañana siguiente al debut siberiano, el grupo de estudiantes recién llegados de Cuba debió asistir a la inauguración oficial del curso, donde usó de la palabra la camarada Secretaria General del Komsomol de la Facultad de Explotación Forestal de la Región Autónoma de Kamchatska, Várvara Stepánovich Maxímova, que sería la profesora guía del grupo además de adentrarlos en el más profundo conocimiento de la Filosofía Marxista Leninista.
El negrón vio a Várvara Stepánovich Maxímova en la tribuna y pensó que aquella mujer debía haber tenido una muy mala noche, pues ponía un énfasis excesivo en sus palabras. Y cuando la Maxímova recorrió el grupo de estudiantes con la mirada y detuvo su vista en él sin dejar de hablar, pero frunciendo más el ceño, la reconoció. Era la siberiana que la noche anterior le abofeteara.
Luego recorrieron las instalaciones de la Facultad, las aulas, los laboratorios, las zonas de práctica, y se les convidó a presenciar el talado de un enorme abedul con una motosierra eléctrica marca Krasnaie Zviezda –Estrella Roja, en español, como ya se sabe. Ese nombre común a ciudades, pueblos, puebluchos, aldeas y caseríos perdidos en la estepa, también fungía como marca de numerosos utensilios y herramientas en el territorio de la Saiuz Savietskij Soshialisticheskij Respublik–, motosierra a la cual desde ese día los estudiantes cubanos, al verla trabajar, se referirían siempre como “La despingadora”.
El alumno ayudante Andréi Petróvich Griniov, estudiante del cuarto año de la Facultad, tomó “La despingadora” en sus manos, apretó el botón de encendido, y comenzó a penetrar la corteza del abedul, mientras explicaba en detalles toda la operación. La voz de Griniov, poderosa como el rugido de un oso, se imponía por sobre el ruido de “La despingadora”, pero ni así los estudiantes cubanos lograban entender la explicación. Ni Griniov, ni la Maxímova sabían que aquellos caribeños no habían recibido aun su primera clase de idioma ruso.
Pese a ello, todos prestaban completa atención a Petróvich, asombrados por su habilidad con “La despingadora”, y le iban detrás cada vez que el alumno ayudante giraba en torno al abedul. Solo el negrón se quedaba atrás, intentando estar lo más lejos posible de la Maxímova. Por eso no escuchó la voz que de pronto gritó:
–¡¡¡Vnimanie!!!
Igual, si hubiera escuchado el grito, nada hubiera podido hacer, pues además de no entender ni jota del russky yasik, ya el enorme abedul le estaba cayendo encima. El negrón perdió el conocimiento instantáneamente, y no lo recuperó hasta tres semanas después, ya de vuelta en La Habana, rechazado por la universidad soviética ante su «escasa resistencia física», según constaba en el certificado, firmado por Várvara Stepánovich Maxímova.

lunes, 6 de julio de 2009

UNA MOTO SKODA Y UN BURRO CON RETRASO MENTAL (Novela por entregas) Por Ernesto Pérez Castillo

CAPÍTULO DOS
Y entonces nació mi hermano, de la noche a la mañana, o, para ser exactos, de la tarde a la noche, porque la verdad es que mi hermano nació como a las siete de la noche. ¿O se dice siete de la tarde? Uno se mete en esos problemas de no saber decir como es que se dicen las cosas nada más que por no hacer caso, y no atender a los maestros. Al menos, eso es lo que le dicen a uno desde chiquitico.
Yo me acuerdo que eso me decían, que atendiera a la maestra. Y yo la atendía todo lo que podía, pero era muy poco, porque la maestra tenía muchos problemas personales, y la verdad que casi nunca iba a la escuela y así no había manera de que yo ni nadie la atendiera.
MI mamá también faltaba mucho a trabajar. Ella también tenía problemas personales. O, para ser más exactos otra vez, mi mama tenía un problema personal. El problema personal de mi mama era yo. Los problemas personales de mi maestra eran su hijo y su hija y cada uno de los probables padres de sus hijos, pues se decía que ni ella sabía muy bien o con exactitud quién era el padre de cada cual. Eso sí, ella se había hecho mamá de sus hijos con un grupo bastante reducido de posible papás, y a cada tanto volvía con uno y otro. Así que ella tenía muy claros sus problemas personales, y el que no ha tenido nunca nada muy claro soy yo. Por eso no sé si a las siete pasado meridiano es de tarde o de noche, y hay otras muchas otras cosas que no sé.
Pero algunas cosas sí sé, aunque casi ninguna las aprendí atendiendo a la maestra ni a nadie. Por ejemplo, sé que mi hermano es un tipo muy listo, que además siempre logra hacerse entender. Porque la verdad, inteligente no es el tipo que logra entenderlo todo, sino el tipo que logra que todos lo entiendan a él.
Yo, por ejemplo, lo entiendo todo. De verdad, lo entiendo todo, y puedo darle explicaciones muy sencillas a cualquiera sobre cualquier cosa, pero nadie me entiende. No solo nadie me entiende: puedo asegurar además que nadie nadie me atiende.
Por eso fue que cuando mi papá estaba conociendo al que sería el nuevo amor de su vida, y yo lo miraba desde el suelo con las rodillas rasponeadas, además de yo, el resto del mundo los miraba a ellos. Cómo nadie me atiende nunca, después pensaron que yo me había caído de algún edificio, aunque en esa cuadra no había ninguno. Y también por eso me llevaron para el hospital, aunque yo me desgañitaba gritando que no tenia nada.
Y después en el hospital, cuando se me bajó la inflación de los codazos que me dieron en la boca, y recuperé el oído cuando dejé de escuchar el pito que se me quedó clavado en las orejas desde que al irme a sacar otra vez por la ventanilla y me golpearon la cabeza otra vez, bueno, cuando pude oír y hablar y escuchar de nuevo, ¿qué fue lo primero que me dijo el doctor? Pues me dijo: “así que tu fuiste el que trajeron hecho un desastre y gritando que te dejarán que no tenías nada”
¿Qué le iba a decir”
Mi hermano no. Ese ni le hace falta decir. Desde que nació, todo el mundo lo atiende y lo entiende. Y pobrecito el que no lo entienda, porque cuando mi hermano se siente incomprendido, mete a gritar y no hay quien lo pare.
Yo pensé que esa era una buena técnica. El día que la probé fue un día que el nuevo amor de la vida de mi papá cocinó un pollo que era el pollo más rico que me había comido yo en todos mis setenta y dos anos. Pues sí. Me comí mi pedazo de pollo, y le dije al nuevo amor de la vida de mi papa que me diera otro pedazo, y el nuevo amor de la vida de mi papá me miró, pero parece que no me atendió o no me entendió, porque siguió recogiendo la mesa. Ahí fue que me dije: “veamos si puedo aplicar la técnica que aplica mi hermano” Y comencé a gritar. Pero no duré mucho gritando, y la estupida que se estrenaba como amor de la vida de mi papá, en vez de servirme otro pedazo de pollo, pues no me entendió, y lo que hizo fue coger la cazuela del arroz, y mire usted que brutalidad, yo dando gritos por un pedazo de pollo y la imbecil lo que coge es la cazuela del arroz. Con lo diferentes que son, pues la cazuela del pollo es una cazuela de aluminio ligera, y la cazuela del arroz ni siquiera era una cazuela sino una olla de presión de acero grueso y pesado. Bueno, pues esta anormal sin darse cuenta de las evidentes diferencias entre la olla y la cazuela, cogió la olla y me la estrelló en la cabeza.
Yo hice silencio al instante. Semejante mujer tan bruta deja sin palabras a cualquiera, y más a mi, que encima comenzaba a sentir entre el centro de la cabeza y la oreja derecha el tortazo de acero que acababa de recibir.
Para colmo, mi padre, que estaba arreglándole algo al otro amor de su vida, es decir, al amor de su vida de verdad, o sea, a la moto Skoda, vino corriendo a ver que pasaba. Y ahí vi que esa mujer debe tener un coeficiente intelectual mínimo, subterráneo, diría yo, pues le dijo a mi padre que lo que pasó fue que yo había cogido la cazuela del arroz y la había lanzado al piso. La muy analfabeta seguía aferrada a la idea de que eso era una cazuela, cuando es obvio que es una olla de presión.
Mi padre, al escuchar aquello, me dijo que recogiera la olla de presión, él si sabía que aquello era un olla de presión, y me ordeno que se la entregara en sus manos. Así lo hice. Y entonces, entre el centro de la cabeza y la oreja izquierda sentí otra vez estrellarse la olla de presión contra mi persona.
Nada de eso hubiera pasado cuando todavía mi mamá era el amor de la vida de mi papá, cuando mi papá todavía no tenía su moto Skoda. NO es que yo pueda decir que mi mamá me entendiera o me atendiera mejor, porque decir algo como eso sería faltar a la más cierta verdad, pero la verdad de verdad es que eso nunca habría pasado porque nunca a ella yo le habría pedido otro pedazo de pollo, porque la verdad es que ella el pollo lo cocinaba muy mal. El pollo y todo lo demás.

EL CLUB DE LOS COMEMIERDAS ANÓNIMOS Por Ernesto Pérez Castillo

Ay qué grande, ay qué grande,
ay que grande es mi penar
mi mamá me lo decía
no te metas
a policía
Huckleberry Hound

A cada rato, y “a cada rato” podía ser una vez a la semana, o incluso más, El Chino aparecía en mi casa y me jodía la tarde contándome otra vez su vida. A veces venía con Cartaya, que se sentaba a beberse el ron sin parar, sin decir una palabra.
El Chino es lo que se dice un tipo jodío. Desde chama. No sé por qué soy su amigo. Será que también soy un tipo jodío. Seguramente. A El Chino las mujeres siempre le pegan los tarros. A mí siempre me dejan y, según El Chino, seguro primero me pegan los tarros, pero no me entero. Ya eso es una diferencia. El Chino escoge mujeres que a la legua se les ve que son unas pega tarros. Se lo decimos siempre. Y él se ríe. Y siempre le pegan los tarros.
La última fue Marieta. La conoció en una funeraria. Era medio prima de un medio primo de El Chino, y estaba haciendo la colecta para otra corona de flores que quería ponerle al muerto, y El Chino terminó pagando la corona completa con su veintiúnico billete de veinte pesos.
Fue una confusión. El Chino sacó el billete, esperando que ella se lo cambiara, pero Marieta lo cogió y dijo:
–¡Ay mi chino, con este billete no tengo que seguir recogiendo!
Lo de «mi chino» mató al Chino –a mí me matan cuando me dicen «papi»– y dejó las cosas así, y se ofreció para acompañarla a buscar la corona. Marieta se lo agradeció, y ya en la puerta de la funeraria le dijo «mi chino» otra vez:
–Mira, mi chino, mejor vas tú solo, y yo me ocupo de conseguir café, y te guardo para cuando regreses...
El Chino terminó bajando solo por Belascoaín, y después subiendo con la corona al hombro, de vuelta. Cuando encontró a Marieta, ella estaba con el termo en la mano, y le fue a servir, pero solo salieron tres gotas.
–Ay, se acabó... habrá que conseguir más... ¿me das un cigarrito, mi chino?
Así, Marieta también se fumó el último cigarro que le quedaba a El Chino. Pero le había dicho «mi chino» tres veces. Luego El Chino supo que el muerto (pariente lejano de El Chino, como que medio primo de una media prima de su mamá) había sido el último marido de Marieta. Pero eso lo supo después, cuando Marieta le pegó los tarros con el hijo de un tío (tío político en verdad, de El Chino y de Marieta, que manejaba un Chevrolet del 53, el hijo, no el tío, o sea, el medio primo político de Marieta y El Chino) que también estaba esa noche en la funeraria, y que llevó al Chino y a Marieta y a media familia hasta el cementerio de Colón.
Marieta era flaca, con las tetas chiquiticas, el pelo teñido de rojo y, según El Chino, siempre usa hilo dental. El Chino es chino, es flaco, y es albañil. Y Marieta estaba terminando de arreglar su casa cuando se le murió el marido (el pariente lejano de El Chino, el medio primo de la media prima de su mamá) y se lo dijo a El Chino cuando salían a pie del cementerio. Le faltaba azulejear el baño, fundir una meseta en la cocina, y repellar completa la pared del comedor.
–¿Tú me ayudas, mi chino?
Le dijo Marieta, y a los dos días el baño estaba listo, y a los tres días Marieta le mamó la pinga, y El Chino terminó la pared del comedor y se singó por el culo a Marieta que le gritaba:
–¡Dame más, mi chino, dame más!
Y terminó de fundir la meseta en cuatro días, y al quinto día –cuando El Chino la volvió a escuchar gritando «¡Dame más, mi chino, dame más!»–, era el hijo del tío político, el que maneja el Chevrolet del 53, y que no es chino, el que le estaba dando por el culo a Marieta.
–¡Clase de comemierda tú eres!
Le soltó Cartaya al Chino cuando terminó de contar aquello. Y El Chino le preguntó:
–¿Qué? ¿A ti nunca te han pegao los tarros?
Entonces Cartaya le aclaró que lo de comemierda no era por lo de los tarros, sino por todo lo demás.
Cartaya es así, simple y directo. Y feo como el coño de su madre. A los dieciocho años el padre de una mulatica de pelo bueno del preuniversitario lo obligó a casarse porque Miladys (la mulatica de pelo bueno) dijo que la barriga se la había hecho él. El niño salió adelantadito, blanquito, con el pelo mejor que su mamá. Pero Cartaya, además de feo como el coño de su madre, es negro como el coño de su madre.
Al año Miladys se fue por el Mariel, y le dejó el chama a Cartaya, que lo crió hasta el ’94, cuando el chama tiró una balsa en medio del malecón y después le mandó una postal a Cartaya desde la Yuma. Y desde entonces le manda a cada rato un billete de cien dólares, y ese día nos metemos unas cervezas, y el mundo pinta mejor.
Aquel era uno de esos días. Después de tres cervezas por cabeza, Cartaya acaba de confesar que el hijo no es de él. El Chino y yo nos miramos, miramos a Cartaya, y nos echamos a reír.
–¡Clase de comemierda tú eres! –le suelta a Cartaya El Chino esta vez.
–¡El Carta... eso lo sabe La Habana!
Cartaya sonríe, y declara:
–Ustedes no saben na...
Y ahí viene la bomba. El chama no es de él, pero eso no es lo grave.
–Yo nunca me jamé a Miladys...
Cartaya es así, simple y directo. Y mucho más comemierda de lo que El Chino y yo podíamos calcular.
–Na, me gustaba Miladys... y tenía esperanza... y le crié el chama quince años...
–¡El Carta... esa es tremanda carta..! –le digo.
–¡De pinga! –dice El Chino, y reparte tres cervezas más.
Entonces me pongo de pie, saco la pistola, y se la pego a El Carta en la frente, que me mira y me dice:
–¡No seas comemierda, Estéreo!
Era la quinta vez que la palabra comemierda caía en la conversación. Guardé la pistola en la cartuchera, volví a sentarme, y para cambiar los ánimos comenté:
–Comemierda el tipo que arrollaron hoy en la esquina...
–¿Tú lo viste? –El Chino es un tipo jodío, es chino, es flaco, es albañil y es tremendo chismoso...
–Coño, si fue delante de mí, yo le acababa de pedir el carné de identidad...
–¡De pinga! –el chino, además de todo lo demás, siempre dice «¡De pinga!».
–¡Cojones! –comenta Cartaya– Primero viene el comemierda este y le pide el carné de identidad, y luego una guagua le pasa por encima...
–¡De pinga!
–Pero es que el negrón estaba comiendo tremenda perra mierda...
–¡Ah, y encima era negro! –concluye Cartaya– ¡Tenía que ser negro, coño!
Aquí El Chino, reparte cervezas otra vez, nos hace ponernos de pie, y propone un brindis:
–¡Caballeros, señores, compañeros, camaradas: esta cerveza va a la salud del Club de los Comemierdas Anónimos!
Muy pocas veces al Chino se le ocurren ideas que sirvan para algo. Esa, entonces, nos dio mucha risa a los tres. Desde ahí, cada vez que queríamos vernos, decíamos: «Hoy hay sesión del CC». Si era el caso de que El Carta había recibido sus cien dólares, entonces era él quien convocaba: «Hoy hay sesión, extraordinaria, del CC». Una sesión extraordinaria del CC implicaba un montón de cervezas por cabeza.
El año en que el chama de El Carta se fue pa la Yuma, fue el año en que yo recibí la distinción de Comemierda en Jefe del CC. Fue una tarde en que El Chino y El Carta llegaron juntos y cuando les abrí la puerta se me quedaron mirando, sin reconocerme, hasta que El Chino preguntó:
–¿Qué pinga tú haces disfrazado de policía, asere?
No les había dicho nada. Dos meses atrás, en un mitin relámpago en la fábrica, metieron una muela de la defensa de la patria socialista y las conquistas de la revolución, y al final preguntaron quiénes estaban dispuestos, si fuera necesario, a dar el paso al frente e integrar las gloriosas filas de la Policía Nacional Revolucionaria. Había que levantar la mano. Yo siempre levanto la mano. Ese día levanté la mano. Yo y otro par de comemierdas más.
Al mes, fue necesario. Me movilizaron, y a los dos meses, convocada una sesión extraordinaria del CC, ahí estaba yo, vestido de policía, con pito, tolete, y galones de suboficial.
–Bueno, pa ser chivatón de gratis... –me consoló El Carta, simple y directo– mejor que te paguen por chivatear...
Pero la cosa tiene su swing y también su aventura, por qué no. Por eso, quien debía ser policía es El Chino y no yo –El Chino es un tipo jodío, es chino, es flaco, es albañil, es tremendo chismoso, y es la aventura en dos patas–, pues cada vez que nos reunimos quiere que le cuente, y disfruta mis cuentos como una película del sábado. Claro que yo los cuentos se los adorno –a mí me matan cuando me dicen «papi» y soy un tipo al que le gusta adornar las cosas–, porque en strike sí que no hay quien se los meta.
El Carta no. Cartaya es un tipo simple y directo, feo como el coño de su madre, y problemático. El Carta siempre tiene problemas con la policía. Yo soy el único policía que El Carta puede ver. Pero en la calle no, en la calle ni me saluda. El Carta, además de simple, directo, feo como el coño de su madre, y problemático, es lo que se dice un tipo de pinga
Bueno, esa es la pura verdad: Cartaya es un tipo de pinga. Un día lo confesó. Suerte que El Chino ese día estaba borracho y yo estaba a millón, porque El Carta de pronto se levantó de la silla, nos miró a los dos y dijo:
–Mis ecobios, tengo que decirles que yo creo que soy maricón.
El Chino se empezó a reír, pensando que era una jodedera de El Carta. Pero no. El Carta es... en fin, El Carta es cualquier cosa, pero no es un jodedor. El Carta hablaba en serio. El Carta siempre habla en serio.
–¿Maricón? –le pregunté.
–Sí, maricón.
El Chino estaba borracho, le dijo a El Carta que se sentara, que él era su hermano, podía ser lo que quisiera. Y con la misma siguió:
–¡Clase de trío: un policía, un tarrú, y un maricón!
El Carta estaba serio esa tarde. El Carta siempre está serio. Y estaba borracho, y se abrió de patas:
–Yo creo que soy maricón: nunca me meto una jeva, no me hago ni una paja, me acuesto temprano, me gusta la música romántica...
–Carta, por eso no se es maricón... –lo corté, pero El Carta siguió:
–... y porque en la pincha ayer un mariconcito que entró nuevo me regaló una flor, y me gustó.
–Carta, no jodas... –empecé a decirle, pero ahora fue El Chino quien me cortó.
–Oye, eres maricón y bien, tronco de maricón.
El Carta miró a El Chino, y se sentó. El Chino esperó a que se sentara, se dio otro buche, miró de nuevo a El Carta, y le preguntó:
–¿Y?
Ahí fue que Cartaya se soltó. El mariconcito era un mulato joven, de piel clara, y la flor se la regaló después de almuerzo, porque El Carta lo estaba mirando desde que entró al comedor. Por la tarde el tipo pasó por donde su oficina, preguntó cualquier basura, y se pusieron a hablar, y se pasaron la tarde hablando, y fue por eso que El Carta nos citó.
–¿Y usaste condón? –preguntó de pronto El Chino...
El Carta miró a El Chino, luego me miró a mí, y luego dijo:
–La cosa es que Arnaldo me invitó al cine, y no sé qué hacer...
–¿Arnaldo? –preguntó El Chino– ¡Hasta nombre de maricón tiene..!
Me di cuenta que El Carta estaba embarcado. Eso era típico de las mujeres, nunca saben si decir que sí o que no. Nunca saben si lo que quieren les conviene. O sea, El Carta estaba actuando como cualquier jevita. O sea, El Carta sí quería meterse al mulatico. O sea, El Carta sí era maricón.
Dos semanas después, en sesión ordinaria del CC, comprobamos que el que nace para trajín, del cielo le caen las patadas por el culo. Cartaya aceptó la invitación del mulatico y llegó media hora tarde al Payret (típico, las mujeres siempre llegan tarde). No vio al mulatico por todo aquello, esperó veinte minutos, y finalmente, despechado, decidió entrar al cine, pues era una película romántica.
Cuando la vista se le adaptó a la oscuridad, vio que eran muy pocos los que habían entrado esa tarde, casi todos hombres. Casi todos masturbándose entre sí. El Carta no sabía que aquel cine era un antro de bugarronería y mariconerismo. El Carta no sabe nada en esta vida.
Se levantó de su butaca, y ya casi al salir, reconoció al mulatico, mamándosela a un blanquito del montón. Eso acabó de decepcionar a El Carta. No que se la estuviera mamando a otro: que se la estuviera mamando a un blanquito.
–¡Lo que faltaba –protestó El Chino–, Cartaya racista!
–¿Racista con lo negro que yo soy? –se defendió Cartaya...
–¿Y qué? ¡Negro, racista y maricón!
Cartaya se levantó, le fue arriba a El Chino, y por poco se lo come. Fue la única vez que alguno de nosotros no resistió una ofensa. Pero no supe nunca cual de las tres cosas –maricón, racista o negro– fue la que realmente ofendió a El Carta.
Después de esa tarde, a veces, El Chino pasaba a verme. Y otras venía El Carta. Pero siempre les advertía que no los recibiría por separado. Aquel lío sucedió por una comemierdá de El Chino –pero estaba claro que El Chino, Cartaya y yo, éramos unos comemierdas– y la comemierdá de El Chino la motivó una mariconería de El Carta –y eso también era clarísimo, El Carta mismo nos confesó que era maricón– así que lo ocurrido, para mí, era normal –ateniéndonos a nuestras propias y respectivas anormalidades– y la única manera de superar aquello era juntos todos otra vez. Yo siempre quiero resolver las cosas así: en equipo. Por eso las mujeres me dejan.
La última fue Marisdaxis. Marisdaxis trabajaba conmigo en la fábrica. El día que levanté la mano para expresar mi disposición de dar el paso al frente, Marisdaxis me clavó el tacón de su tiqui-tiqui en la punta del pie derecho. A Marisdaxis le encantan los tacones, y siempre usa tiqui-tiquis. Yo tengo la punta del pie derecho hecha leña. Después me dijo que, si por casualidad yo terminaba de policía, iba a saber quién era ella.
Cuando me movilizaron, no sabía qué decirle. La verdad es que no tenía el más mínimo interés en saber quién era Marisdaxis. Le dije que faltaría dos meses a la fábrica porque pasaría un curso de superación. Todos los fines de semana, cuando me daban pase, la iba a visitar. Ella preguntaba cómo me iba en el curso, y yo me ponía a inventar. Yo soy muy bueno inventando.
Todo estuvo bien, hasta que al final del curso me tocó salir a patrullar en la calle, vestido de uniforme por primera vez. Yo, vestido de policía, tengo tremenda cara de policía. Como si hubiera nacido para vestirme de azul. Y resultó que, patrullando en la esquina de Zanja y Belascoain, a los quince minutos de estar parado allí, pasó Marisdaxis.
La vi, y me viré de espaldas, para que no me fuera a ver, pero entonces me vio un comemierda del barrio y grito: «¡Vaya, Estéreo se metió a policía!».
Yo sentí el grito, y enseguida sentí un manotazo en la espalda. Me volví, y ahí tenía a Marisdaxis delante de mí.
–¡Te lo advertí, Seguro, te lo advertí!
Me dijo Marisdaxis, y allí mismo, en pleno Belascoaín, empezó a tirarme gaznatones a diestra y siniestra. Suerte que en el Curso Emergente de Policía nos habían dado clases de Defensa Personal. Logré esquivar todos sus golpes, sin tirarle ni uno yo. Y un bulto de gente se aglomeró a nuestro alrededor hasta que llegó el carro patrullero del jefe del curso, y Marisdaxis volvió a decirme:
–¡Te lo advertí, Seguro, te lo advertí!
Y se fue entre la gente, sin mirar para atrás. El jefe del curso me hizo señas desde el patrullero y al acercarme, me ordenó subir al carro.
Cuando llegamos a la unidad me hizo ir a su oficina, y allí se quitó la gorra, se quitó el zambrán con la pistola y lo puso encima de la mesa, y me dijo:
–Combatiente, lo tengo que felicitar. Usted acaba de dar una excelente demostración de defensa personal, de ecuanimidad y de profesionalidad. No se dejó provocar, aplicó las técnicas aprendidas y, lo más importante, mantuvo todo el tiempo el control. ¿Qué hubiera pasado si usted golpeaba a esa ciudadana?
Yo sé lo que hubiera pasado. Pero no lo voy a contar.
El caso es que el día de la graduación, mientras todos los compañeros se graduaban con grados de sargentos de tercera, yo me gradué con felicitaciones y grados de suboficial.
No satisfecho, al salir de la unidad a disfrutar las merecidas vacaciones por haber terminado el Curso Emergente de Policía, lo primero que hice fue ir a casa de Marisdaxis. Al abrir la puerta y verme me preguntó:
–¿Qué tú quieres?
–Hablar... –le contesté.
–Habla... –me dijo.
Y ahí fue que metí la pata de verdad. Es que yo siempre quiero resolver las cosas en equipo. Le dije a Marisdaxis que la amaba. Ella cruzó los brazos sobre el pecho (Marisdaxis tiene las tetas grandes, llenas, paraditas, y cuando yo digo que cruza los brazos sobre el pecho en realidad lo que hace es que cruza los brazos por debajo de las tetas y te apunta con ellas como si te fuera a matar). Le dije que quería que se mudara a vivir conmigo. Marisdaxis me miró a los ojos (cuando Marisdaxis te mira a los ojos, achica los suyos, se le convierten en una rayita). Le dije que hasta nos podíamos casar. Marisdaxis abrió las piernas (cuando Marisdaxis abre las piernas lo que hace es exactamente eso: abre las piernas). Le dije que podíamos mejorar mucho nuestra vida.
–¿Cómo podemos mejorar nuestra vida, con usted metido en el cuartel las veinticuatro horas del día, teniente Estéreo Seguro?
Marisdaxis no tiene ni idea de los grados militares, pero eso no es lo que importa, lo que importa es que ahí le dije:
–Es que podemos estar juntos... puedes pasar un curso, y entrar a la policía igual que yo.
Marisdaxis movió la pierna derecha para atrás, y después para adelante. Pero la movió a una muy alta velocidad. Me dio una patada en los huevos que no hubo Defensa Personal que la pudiera esquivar. Yo, completamente sin aire, me doblé hacia adelante, y entonces Marisdaxis, con la rodilla, me golpeó en la cara, y luego me siguió golpeando media hora más hasta que la gente del barrio vio lo que estaba pasando y vino a salvarme la vida. Suerte que esa vez el jefe del curso no me vio, porque, si me hubiera visto, ahí mismo me ascendía a general.
Pasé la semana de vacaciones encamado. El Carta, que es todo lo que ya dije y además es muy maternal, me traía todos los días una sopa, le sacó el alambre a un cable de teléfono para hacerme un absorbente (yo de la inflamación que tenía en la cara no podía abrir la boca) y me cuidó hasta que me pude levantar. Y El Chino también venía a verme, y siempre le preguntaba a El Carta si ya yo podía hablar, y cuando ya pude hablar, me dijo:
–Asere, llevo una semana esperando para que me cuentes en detalle la descojoná que te dieron...
Yo me empecé a reír. El Chino siempre me hacía reír. El Carta lo mandó a callar. Y eso es lo que más extraño, reírme con las idioteces de El Chino, y ver a El Carta mandándolo a callar.
Ya no tiene remedio. La última vez que El Chino vino, volvió a venir solo. Le abrí la puerta, y le repetí que hasta que no fuera a buscar a El Carta, le pidiera perdón, y vinieran juntos, no lo dejaría pasar. El Chino estaba serio. No recuerdo haber visto a El Chino serio nunca antes. Me dijo:
–El que tiene que ir a buscar a Cartaya eres tú. Está preso. Por eso vine hasta aquí.
–¡El Carta preso! ¿Porqué? ¡Si El Carta no mata ni una mosca!
Alguien se lo contó a El Chino. La madrugada anterior la policía se había tirado para la calle –eso ya lo sabía yo, yo mismo pasé la madrugada en la unidad, metiendo en el calabozo a malanga y al puesto de viandas: puticas de a veinte pesos, jineteras de cien, traficantes de marihuana, taxistas ilegales, travestis, chupa-chupas...
–Por maricón –me dijo El Chino–, está preso por maricón.
–¿En qué unidad está? –le pregunté a El Chino, cuando terminé de ponerme el uniforme.
–En tu unidad.
–No puede ser, yo fui quien metí a la gente en el calabozo. Si hubieran llevado a El Carta, lo sacaba al momento.
–Te digo que está en tu unidad –insistió El Chino.
Cuando llegamos, El Chino me dijo él que no iba a entrar, que esperaría sentado en uno de los bancos del parquecito frente a la unidad.
Entré, y enseguida vi que la cosa estaba complicada. Todos los compañeros tenían la cara sería. Cuando me acerqué al oficial de guardia y le pregunté en qué calabozo estaba Cartaya, tuve que repetirle el nombre:
–Cartaya, Eduardo Cartaya...
–Ah, tú también... –me contestó finalmente el oficial– ve allá atrás, enseguida lo vas a encontrar.
Pero no lo encontré enseguida. No lo reconocí. Seguro lo mismo me pasó en la madrugada. Le crucé dos veces por delante antes de darme cuenta de que era Cartaya. Llevaba tacones altos, una minifalda dorada, una blusa que le dejaba la espalda descubierta, y la peluca rubia estaba caída en el suelo. El rostro si era su rostro, pero más feo que nunca ahora, contraída la expresión en el ahogo de las panty medias caladas con que se ahorcó de los barrotes de la ventana del calabozo.
Sí lo había visto en la madrugada. Y hasta bonita me pareció. Y se lo había dicho.
–Estás bonita, mami. Te voy a poner sola, para que no se revuelvan contigo esos animales allá atrás.
–Gracias, papi –me dijo– y mira, guárdame esto, para que me hagas el favor completo –y me metió en el bolsillo de la camisa un billete de veinte dólares.
Cuando llegaron los de criminalística, y comenzaron a hacerle fotos al cadáver, no aguanté más. Fui a la oficina del jefe, me saqué el zambrán con la pistola y se lo puse encima del buró, y le dejé también la chapa, y salí a buscar a El Chino.
El Chino me vio salir solo de la unidad, y me fue encima gritándome:
–¡Ni pinga, aseré, ni pinga! ¡Tú tienes que sacarlo! ¡Cartaya es maricón, pero es mi hermano!
–Llegué muy tarde –le contesté a El Chino–, ayer hubiera podido hacer algo, cojones...
El Chino se me quedó mirando, y miraba para la unidad y me volvía a mirar. Saqué los veinte dólares del bolsillo, comprobé que no eran falsos, y le dije:
–Mira, vamos a tomarnos un par de cervezas, que ya no se puede hacer más na’.

domingo, 5 de julio de 2009

UNA MOTO SKODA Y UN BURRO CON RETRASO MENTAL (Novela por entregas) Por Ernesto Pérez Castillo

CAPITULO UNO
Mi hermano es muy inteligente y yo no tanto. Yo en verdad mucho menos. Yo en verdad soy un burro. De ser posible, un burro con retraso mental.
Yo le llevo algunos años a mi hermano. Yo tengo 52 y mi hermano tiene siete. Tranquilos, que solo somos medios hermanos, somos hermanos por parte de padre. Mi madre fue el amor de la vida de mi padre, decía mi padre. La madre de mi hermano es el amor de la vida de mi padre, dice mi hermano que dice mi padre. La verdad es que mi padre dice muchas cosas y no hay que creerle siempre.
El amor de la vida de mi padre, de verdad, es una moto Skoda, que también es el amor de mi vida y que mi padre prometió que yo heredaría y que el año pasado tuvo que vender.
Mi madre dejó a mi padre cuando el compró esa moto Skoda. No porque mi madre tuviera nada contra las motos Skoda ni contra nadie en la Republica Checa, sino porque mi padre para comprar la Skoda vendió el amor de la vida de mi mamá, que era una tetera de plata. Bueno, eso mi madre no lo pudo soportar, la perdida de la tetera y de todo el resto de la vajilla.
Normalmente, cuando mi padre hacía una burrada, y de ahí es que me viene lo de burro a mí, mi madre la emprendía con la vajilla y se la lanzaba pieza a pieza a mi padre que se refugiaba debajo de la mesa, pero como esa vez la burrada implicó la vajilla completa, mi madre no encontró nada que arrojarle a mi padre y optó por tirarse ella misma.
Nuestro apartamento estaba en un tercer piso, y la ventana de la sala daba a la calle. Por ahí se lanzó mi madre, y fue a caer directamente sobre la moto Skoda recién comprada por mi padre. Le destrozó los retrovisores, y los indicadores traseros, y mi madre se rompió doce costillas, el fémur, la tibia y el peroné.
Yo, desde que escuché la larga lista de huesos que mi madre se descompuso en la caída, decidí que iba a estudiar medicina. Si lo hubiera logrado, me habría aprendido el nombre de todos los huesos del cuerpo humano y pudiera citar mejor las fracturas de mi madre. Pero no pudo ser. De todas formas, por ahí anda la carta que mi madre le envió a mi padre un mes después, donde aparece la lista completa de huesos triturados que siempre quise aprender, y donde además le dice que lo principal es que le rompió el corazón.
Y así mi madre se fue para siempre de la casa. Sin dar un portazo, sino lanzándose por la ventana.
Esa moto Skoda pasó a ser entonces el mejor recuerdo que me quedó de mi madre. Cada vez que me montaba en ella yo sentí en mi cuerpo las mismas cosas que debió sentir mi madre al caer sobre la moto.
Pero esa felicidad me duró muy poco, apenas unos treinta años, hasta que mi padre se tropezó con la madre de mi hermano, que no era la madre de mi hermano todavía, sino solo una muchacha que cruzaba la avenida sin mirar hacia la derecha, por donde venía mi padre, con la moto Skoda y yo sentado detrás.
En cuanto se miraron a los ojos se enamoraron. Ella estaba tirada en la calle, con una pierna en la acera y la otra enrollada entre la rueda delantera de la Skoda y el timón, y mi padre tenía un espejo retrovisor clavado en la barriga y el resto de la Skoda sobre la espalda. Yo estaba media cuadra más allá, y con tantos huesos rotos como mi madre cuando cayó desde el tercer piso sobre la Skoda.
Pero tuve mejor suerte que mi madre porque no se me rompió el corazón. Y pude ver como mi padre miraba a la que iba a ser la madre de mi hermano, y como ella, que aun no era la madre de mi hermano, comenzaba a convertirse en el amor de la vida de mi padre. No pude ver mucho más, porque enseguida a pareció gente que me venía a ayudar, y me cargaron y me metieron en un auto que pararon y me llevaron al hospital.
Yo había quedado tan lejos de donde quedó mi padre y el nuevo amor de su vida, que la gente pensó que eran dos accidentes distintos. Así terminé en otro hospital, sin saber para dónde habían llevado a mi padre y a la futura madre de mi hermano. En el hospital me dieron doce puntos para cerrarme la herida que se me abrió en la cabeza cuando me metieron en el carro que me llevó al hospital. La gente que me ayudó estaba muy nerviosa, y por eso me entraron al carro sin abrir la puerta, sino por la ventana, igual a como mi madre se fue de la casa. Como lo hicieron todo muy rápido, para no perder tiempo, me estrellaron la cabeza con la parte de arriba de la ventana, y así me rompieron la cabeza. Luego uno abrió la puerta del otro lado y entró al auto y me haló por un brazo, y así me desprendieron el hombro derecho, y cuando logró que yo entrara al auto, me acomodó sobre sus piernas, y con el apuro logró fracturarme siete costillas con sus rodillas. La suerte es que el hospital quedaba muy cerca, porque sino la lista de huesos rotos hubiera sido mas larga aún y de ninguna manera me la habría podido aprender.
La verdad es que lo de meterme en el auto fue pura exageración, porque el hospital estaba a media cuadra, pero nadie se dio cuenta de eso. Yo mismo pudiera ir caminando al hospital, pero eso hubiera sido una burrada mía, porque desde que estaba en el piso ya sabía que solo me había rasponeado un poco la rodilla, pero de eso nadie más se había dado cuenta, y todos gritaban que había que llevarme al hospital por si tenia una hemorragia interna. Y de verdad si tuve una hemorragia interna, que fue lo más complicado que tuve, porque cuando la rodilla del tipo que entró por el otro lado del carro se me clavó en el costado y me rompió la primera costilla, la costilla sola y por su cuenta fue y se me clavó en un pulmón y por eso llegué al hospital con la dichosa hemorragia.
Pero lo de la hemorragia interna fue una suerte, porque para que se arreglara el pulmón estuve un mes completo ingresado en el hospital, y así pude comer todo ese mes y tener un lugar bonito donde estar, porque la verdad es que mi padre, en el lío de conocer al futuro amor de su vida no se acordaba de mí, y solo se dio cuenta de que no sabía donde estaba yo el día que ya se iba a casar y tuvo que pensar en quien me cuidaría durante su luna de miel.
Ahí fue que se dio cuenta que me había dejado en algún lugar, exactamente a media cuadra del punto donde había conocido al futuro amor de sus vida.
Ya tenía la Skoda reparada hacía rato, y volvió al lugar a ver si me encontraba, y preguntando y preguntando al final alguien le dijo que el mismo día del accidente habían recogido en la calle a un muchacho, que parecía caído de alguna ventana, y lo habían llevado al hospital de la otra esquina.
Entonces mi padre entró al hospital, y me encontró ya casi restablecido, y me preguntó que por qué me había tirado por una ventana yo, que si eso era un mal de familia.
Nada, que mi padre ni siquiera recordaba que ese día iba yo en la moto detrás de él. Pero eso es normal, mi padre casi nunca sabe por donde ando yo. De todas maneras, y por si las moscas, como se quedó preocupado con la idea de que también yo quisiera abandonarlo por donde mismo lo hizo mi madre cuando todavía era el amor de su vida, decidió poner esa reja en la ventana.

viernes, 3 de julio de 2009

JOSEITO, DESPUÉS DE LAS VACACIONES Por Ernesto Pérez Castillo

Ni entonces, ni antes ni después, ni nunca, nadie podría explicarle aquello a Joseito. ¿Qué estaría pensando María? ¿Por qué no podía él saberlo? Preguntarle podía, mas, ¿cómo quedar seguro de que la respuesta de María sería ciertamente la verdad? No había modo. Debería resignarse a creerle, o a quedarse lleno de dudas.
Y lleno de dudas se quedaba. En el otro extremo del aula Alfredito y Julián conversan: Alfredito debe estar haciendo un cuento genial sobre cómo pasó las vacaciones en el campo, a juzgar por los ojos tan abiertos de Julián y la boca a punto de babearse. Seguro le dice que pasó un mes en el campo, en casa del tío de siempre, que montó a caballo, que todos los días se comió un enorme trozo de carne de puerco, que se bañó en el río, y que había dejado entre las lomas una novia más linda que cualquier otra novia del mundo.
Era el cuento eterno de Alfredito, ya él se lo escuchó cuando empezaron las clases de cuarto grado, con ligeras variaciones al inicio del curso de quinto, y ahora volvía a la carga sobre Julián, el bobo del aula, porque él, Joseito, desde que le escuchó empezar con aquello de «na’ me fuy pal’ campo» le mandó sin más ni más con su música a otra parte.
Él si había tenido unas tremendas vacaciones, con trenes equivocados, carreteras, camiones, tractores, pueblos azules, gente rara y lluvias de nunca acabar. Por ahí quería empezar su primer día de clases, contándole todo a María, pero no había podido. Por cortesía le preguntó primero a ella cómo había pasado los dos meses, y la respuesta de María le viró el mundo al revés:
–Me pasé los dos meses en mi casa, extrañándote a ti.

jueves, 2 de julio de 2009

COMPOSICIÓN CON INTRODUCCIÓN, NUDO Y DESENLACE (III Parte y Final) Por Ernesto Pérez Castillo

DESENLACE
Por eso, a la mañana siguiente, cuando Yeslandi coja de nuevo por el bullevar, se va a encontrar a Estéreo Seguro, esperándolo con cara de te estaba esperando.
Estéreo no le dice nada. Solo abre la puerta del patrullero, y le señala que suba. Yeslandi, que a estas alturas ya le da lo mismo ocho que treinta y nueve, se sienta en el patrullero sin protestar, y ve como regresan otra vez a la estación de Dragones.
Y antes de bajarse, sospecha que la cosa está en llamas: hay como cinco fotógrafos, una cámara de televisión, y una pila de periodistas con grabadora esperando por él. Aquello huele a Tribuna Abierta de la Revolución con Mesa Redonda Informativa.
¡¡¡De pinga!!! –piensa Yeslandi– ¿en que lío me habré metío ahora?
Estéreo baja del patrullero antes que él, se estira el uniforme, y luego le abre la puerta y lo invita a bajar. Cuando empiezan a tirarle fotos, y le acercan la cámara de televisión, Yeslandi mete mano a gritar:
–¡¡¡Compañeros, esto es un error, yo no fui, lo juro por la pura!!!
Estéreo lo mira serio, y le da un codazo disimulado en el estómago que le saca el aire y le corta la voz... pero lo que le acaba de vaciar los pulmones es el montón de pioneros que entonces ve, en dos filitas, saludándolo con sus pañoletas rojas y banderitas cubanas, y una pila de gorditos con guayaberas y gordas de pelo teñido color soga de tendera con tres años de sol y sereno y pañuelos enrollados al cuello, sonrientes, detrás...
–Andando...
Le ordena Estéreo, señalándole el camino entre las dos filas de pioneros.
Entonces, mientras pasa entre los pioneritos, Yeslandi escucha:
–Un, dos, tres, probando... ¿se oye? Compañeros, compatriotas, cubanos: es la hora de gritar revolución y es la hora de tomarnos de las manos...
Los pioneritos, al escuchar los ruidos que salen del altavoz, se llenan de emoción y se toman las manos alzadas, y agitan más fuerte banderitas y pañoletas...
Y el altavoz continúa:
–...porque este compañero, un humilde representante de nuestra clase trabajadora, un anónimo cubano digno y ejemplar, acaba de dar una lección de honor y de gloria al podrido mundo capitalista, al demostrar que la dignidad y el decoro pueden más que todo el oro del mundo...
Aquí, gritos de entusiasmo de los pioneritos, y más banderas, y aplausos...
–¡Que se alcen esas banderas, para demostrarle al mundo de lo que es capaz un pueblo que ha conquistado para sí los más altos valores morales, un pueblo con una alta cuota de desprendimiento, un pueblo, en fin, que es el más culto del mundo!
Cuando Yeslandi llega a la tribuna, el altavoz se calla y se seca el bigote. Inmediatamente, el más gordo de los de guayabera avanza y coloca en el pecho de Yeslandi la medalla de Cederista Vanguardia por la Emulación Socialista, lo felicita, y lo abraza. Enseguida, todos los otros de guayabera vienen hasta él y lo abrazan, y las gordas de pelo teñido y pañuelos enrollados en el cuello lo besan.
El último que lo abraza es un yuma de Italia, gordo pero sin guayabera, que le dice emocionado:
–Ti sei veramente un huome...
(o algo así más o menos, que Yeslandi no entiende ni una palabra de yuma, y eso es lo que recuerda)
Después montan a Yeslandi en un carro (no es un patrullero esta vez) y una larga caravana los sigue. A su lado va Piero Cosapicola, quien le agradece una y otra vez a Yeslandi su gesto. En Yuma. Y Yeslandi sigue botao como un perro chino. Hasta que el yuma italiano saca la billetera, la muestra a Yeslandi, y lo abraza otra vez. Aquí Yeslandi comienza a entender el rollo.
–¿Tú eres el hijoeputa coño e tu madre que botó la billetera con los tres dólares falsos?
–Certo, e un filo de la putana quel chi a trovato robar la mía bolsa...
–¡Robar qué pinga, so singao, yo me la encontré en la calle! –contesta Yeslandi, a punto de explotar como una cafetera...
–Veramente, tu sei un huome vero, honesto, ma no un ladrone...
–¿Ladrón, y devolví milipico de fulas? Yo lo que soy un imbécil...
Yeslandi está a punto de irse del parque...
–Certo, un imbecile, cualquno que pensa mancillare este pupolo maravilloso, e un stronzo...
–¡¿Trozo de qué, si te la devolví completa?!
–¡E un cotrarevolucionista!
Ya. Yeslandi se va del parque. Se va. Se va de jon ron. ¡Suávana! ¡Qué gaznatón, galleta, galúa, trompa por tronco de la oreja le mete Yeslandi al Yuma. El carro frena en seco... Yeslandi no pierde un segundo. Abre la puerta y se manda a correr. Cruza por Zanja sin mirar pa ningún lao, tumba por Belascoaín pabajo, hasta San Rafael, y enfila pal Bulevar, donde tiene que frenar en seco porque a lo lejos ve de nuevo a la pareja de policías especiales (Primera Especial A).
Ubica con la vista un tanque de basura y le parte pa encima. La pareja Primera Especial A viene despacio en su dirección. Yeslandi comienza a hacerse el loco, registrando la basura. Uno de los especiales saca el boquixtoquix, y habla mirando a Yeslandi. Yeslandi saca del tanque una bolsa de nailon llena de arroz congrí. El especial guarda el boquixtoquix. Yeslandi saca un pedazo de periódico con la foto de un yuma que regaló un dinero a un círculo infantil. Los especiales caminan hacía Yeslandi. Yeslandi saca una caja de zapatos. Los especiales ya junto a él, lo miran y le sonríen. Yeslandi saca un timón de bicicleta china. Los especiales siguen de largo. Yeslandi mete en el tanque el timón de bicicleta china oxidao, la caja de zapatos vacía, el pedazo de periódico con la foto del yuma regalón y el nailon llenito de congrí podrío, seguro de que ya nunca en su vida va a volver a buzear.
Escapé como Skipi, piensa Yeslandi, y revisa su bolsillo. Allí en efecto está la billetera. Pero está vacía.
(KOHET)

miércoles, 1 de julio de 2009

COMPOSICIÓN CON INTRODUCCIÓN, NUDO Y DESENLACE (II Parte) Por Ernesto Pérez Castillo

NUDO
Claro que Yeslandi tenía un problema. Yeslandi Mengano era un palestino. Decidió venir pa Labana, con el sueño de meterse a pinchar en el Contingente Blas Roca Calderío, cuando la Empresa Municipal de la Goma y sus Derivados, donde se dedicaba a la producción de zapatos de plástico y juntas para cafeteras y ollas de presión, cerró sus puertas (en sentido figurado, porque en la realidad ya ni puertas le quedaban) a los quince días de empezado el Período Especial (y ese sí que es Primera Especial A).
Y logró que lo admitieran en el Blas Roca. Lo malo fue que en ese Contingente Yeslandi se encontró con algo inesperado y nunca visto en su larga trayectoria laboral: allí había que trabajar. Y desyerbar bajo el sol aquellos surcos de yuca que iban de aquí a casa de la yuca no era jamón. Y decidió que pa campesino se hubiera quedado en Sagua. Y se buscó otra pincha en la construcción, pero no en un Contingente, no fuera que fuera a caer en el Contingente que construye los pedraplenes, y le tocara tirar piedras desde Batabanó hasta la Isla de la Juventud.
En la construcción le fue mejor. Estaban construyendo un doce plantas. Llevaban doce años construyéndolo. Y, al ritmo a que iban, pasarían otros doce años antes que la dirigencia revolucionaria decidiera que para ese 26 de Julio había que terminar el edificio.
Y Yeslandi, que tenía una concepción temporal diferente a la que ostentaba la dirigencia revolucionaria, aprovechaba su tiempo: con un saquito de cemento por aquí, unos ladrillitos por allá, unas cabillitas de acuyá, se fue haciendo su casita, modesta, con su jardincito, su portalito, su salita, su comedorcito, su cocinita, cinco cuarticos (dos en la plantica baja y tres en la de arribita), cinco bañitos (a uno por cuartico) y una terrazita con su vistica al mar.
Esa fue la primera vista al mar que tuvo Yeslandi, que había nacido en el monte, y no bajó de las lomas sino para coger el tren regular que lo trajo a Labana. De hecho, la primera vez que vio el mar fue porque el atraso de la construcción del doce planta se debía a que tenían todos los materiales, menos arena. Eso frenaba al doce planta, y frenaba la casita de Yeslandi. Y Yeslandi se fue a la playa a buscarse arena fina.
Y cerniendo los dos o tres camioncitos de arena fina, se encontró algunas monedas. Doscientos treinticuatro dólares, en monedas de 25 centavos, de a diez, de a cinco. Un ventiladorcito de techito en cada cuartico, si no se hubiera tomado las doscientas treinticuatro cervezas de latica que se tomó.
De ahí le vino la idea. Terminó la casita (más o menos, le faltó repellar por dentro y por fuera, azulejear los bañitos, conseguir dos lavábamos y tres tazas de inodoro, poner un tanque de agua y en general la instalación hidráulica completa, por eso volvió a la playa, no por arena fina sino ya usted sabe) y se convirtió en buzo de orilla.
Aunque ya la cosa no daba patanto. Que no es lo mismo cernir un camioncito de arenita en el patio de tu casita, que jamarse 27,52 kilómetros de playa, del Mégano al rincón de Guanabo, día por día, bajo el soletazo. No se puso negro en esa vuelta, porque a un pichón de un haitiano no lo pone más negro nada en esta vida.
Ahí se enteró de la existencia de los buzos porcinos, y calculó que, si la gente podía criar un puerco en el baño de su casa, él bien podría criar cinco puerquitos en los cinco bañitos de su casita.
Y mira tú, le iba hasta bien. Y también le iba que hasta le hacía falta ayuda, y le escribió a su primito Yanuary invitándolo a trabajar con él. En cuanto Yanuary recibió la carta recogío todo (el pantalón que le quedaba del servicio militar, las botas de agua de la escuela al campo, ahora convertidas en chancletas, y un pulóver de Vrus Li que no se había estrenado nunca, esperando su primera visita a Labana, y que se había robado cinco años atrás de una tendedera (la de su vecino) y partió.
Cuando Yeslandi lo recogió en la terminal de trenes ya la cría de puerquitos prosperaba, y luchar por los tanques de basura estaba siendo una tarea durísima, con tremendísima competencia, y Yeslandi comenzaba a pensar que la ayuda de Yanuary no sería suficiente, así que se alegró de que su primito bajara del tren acompañado de Yesteldey y Güintel, sus otros primitos. Los abrazó lleno de emoción, y ellos, llenos de emoción, le presentaron a La China (una mulata de ojos como los chinos, pero verdes), La Niña (que tenía 34 años y enseguida fue reconocida como el culo más grande de Labana) y a La Chiquitica (que medía un metro noventidós). Eran sus novias, aunque en un primer momento Yeslandi no supo cuál era la pareja de cual. Y todavía no lo tenía claro tres años después, cuando le empezaron a llegar rumores de que no eran parejas sino tríos, a veces cuartetos, y a veces un sexteto. Pero eso ya son chismes...
Como fue un chisme también aquello de que La China y La Niña eran un compromiso, o lo otro de que La Chiquitica manichaba todo el baro que luchaban Yesteldey y Güintel, de quienes se llegó a decir que eran los mejores chupa-chupa de la Fuente de La India. Pero todo eso son chismes, ya lo dije. Yeslandi nunca los creyó. Además, eran su sangre. Su propia sangre, como la que corrió el día que La China le fue parriba con una cabilla y le partió la cabeza.
¿Por qué la China le rompió la cabeza a Yeslandi? Nadie lo supo. Pero la policía encontró a Yeslandi tirao en la sala, desangrao como un puerco, y también encontró cinco puerquitos desangraitos, uno por cada bañito, y en que cada bañito fueron encontrando también a La Niña, por partes, un poquito por aquí y un poquito por allá, aunque no encontraron la cabeza nunca.
A lo mejor Yeslandi sabía el porqué, pero aunque el no perdió la cabeza, sí perdió la memoria, y más nunca se pudo acordar de que La China lo había cogío dándole por culo a La Niña. No se acordó de eso ni de más nada más nunca, ni de La China, que fue a terminar sus días en Nuevo Amanecer, la cárcel de mujeres (¿no era que la cárcel era para los hombres?).
Ya para entonces Yanuary era miembro de la policía especializada, y se fue de la casa pal cuartel lo más rápido que pudo. Y La Chiquitica siguió viviendo toda la vida a costilla de Güintel y Yesteldey, que se quedaron con la casita y tuvieron el dúo de travestis más famoso de Labana.
Y aquí el cuento se podía acabar, pero todavía no he contao lo principal, que entre la muela del buzeo y el chisme de los orientales he metío como nueve páginas de desvío... pero na, está entretenía la cosa ¿eh?
Bueno, la cosa fue que Yeslandi con el cabillazo perdió la memoria. ¿Y quién no? ¡Si fue tremendo cabillazo, con ganas, como pa jon-ron! Se quedó en blanco. Y se quedó en la calle. Porque el cabillazo tuvo efectos secundarios. Sí, fue un cabillazo contagioso. Cuando Güintel y Yesteldey supieron que Yeslandi había perdido la memoria, pues del tiro la perdieron ellos también y no se acordaron de Yeslandi nunca más.
Pero pa que se vea como son las cosas, lo único que no se le olvidó a Yeslandi fue el buzeo. Por suerte, que si no, qué hubiera hecho de su vida. Así que salió directo del hospital pal Bulevar de San Rafael, a buzearse los tanques desde Galiano hasta el Parque Central, día por día, hasta el día que luego de buzearse los basureros del Bulevar, consiguiendo un cinto de cuero sin hebilla, una gorra de los Yanquis de Niu Yol manchada de rojo y un tenis Nike casi nuevo del pie izquierdo, cogió pa Obispo pensando en qué cojo sin pie derecho le daría cinco pesos por el Nike y vio, en el piso, entre las mesas al pasar frente al Nautilus, una billetera.
Miró a todos lados antes de atreverse a recogerla. Y luego miró a la billetera, no fuera que estuviera atada a un hilo de pescar, que terminara en las manos de algún chama jodedor que en la otra acera estaría esperando que él se agachara y estirara la mano para dar un haloncito, y la billetera se moviera medio metro, y él pondría cara de qué coño eseto y el chama en la acera de enfrente se cagaría de la risa, y el barrio entero escondido tras las persianas, echándose el pley, se reiría de él.
Era como la séptima billetera que encontraba. La primera la encontró en la Manzana de Gómez, con un carné de medico, la foto de una rubia gordita con granos en la cara, y un billete de veinte pesos que le resolvió el almuerzo de aquel día. La segunda y la tercera tenían su hilo y su chama en la otra punta. La cuarta le dio miedo primero, y rabia después, porque no traía más que un billete de tres pesos, con el che estrujado y sucio, y un carnet de policía a nombre de Estéreo Seguro, que conocería en la estación de Zanja a donde fue a devolver aquella mierda. Fue una buena jugada, porque desde entonces el suboficial Estéreo Seguro le ha tirado tremendos cabos más de una vez.
La quinta y la sexta las encontró el mismo día, frente a la estatua de Martí en el Parque Central, una a las diez de la mañana y la otra a las cuatro de la tarde, y de ninguna de las dos se quisiera acordar. La de las diez de la mañana se veía abultada, y como nuevecita, y se alejaría despacito de sus manos por tres veces seguidas cada vez que la intentara coger, hasta que al tercer intento y corrimiento billeteril la pila de negros vagos y discutidores de pelota a un costao de la estatua de Martí no pudieron más y se empezaron a reír y a darle chucho. Con la otra billetera, lo mismo. Quizá, con seis horas de diferencia, la quinta y la sexta serían una las dos.
Pero esta vez no había hilo, ni chama en la acera de enfrente ni en toda la cuadra, y la gente estaba cada quien puesto pa lo suyo, mirando por la ventana medio cerrada al patio de los bajos donde la vecina estaría mamándosela al carnicero mientras su marido compra dólares en la calle Reina, y los viejitos que ya hubieran regresado de comprar el periódico mirarían medio dormidos un documental sobre la reproducción de los pingüinos en la televisión educativa, y los que tuvieran trabajo estarían haciendo como que trabajaban.
Así que, con los cojones en la garganta, se agachó a recogerla, y la billetera, mansita, se dejó coger, y al abrirla volvió a pensar que su vida era una mierda porque a los tres primeros billetes de a dólar que sacaría se les veía a la legua que eran falsos, y al ver la pareja de policías especiales acercándosele trataría de desenredarse la existencia entregando la billetera a los agentes y diciéndoles miren lo que me acabo de encontrar.
Dos policías especiales, a media mañana, sudando la gota gorda bajo sus boinas de lana gruesa, aburridos, a la espera de la hora de almuerzo pa comerse el arroz con chícharos y el picadillo de pasta de masa cárnica texturizada y enriquecida (¿te acuerdas lo que te decía de la Ropa de Reciclada Primera Especial A? Pues este es otro logro de la revolución, pero en versión alimenticia) pueden ser un peligro para cualquiera. Para Yeslandi, a quien le tenían ganas desde hace mucho... pues mucho peor aun... y si lo han cogío con una billetera que tiene tres billetes de a dólar falsos, peor... y más peor todavía si cuando la siguen revisando descubren un pasaporte a nombre de Piero Cosapicola, un tiquete para el vuelo de Air France de las diecisiete horas, y otros mil quinientos dólares de verdad, en billetes de a veinte, de a cincuenta y de a cien... ¡¡¡candela!!! ¡¡¡Se folma la que se folma!!!
Una mano lo coge por la mano, otra mano lo coge por el cuello, otra mano lo coge por una pata, otra mano lo coge por la cervical, otra mano lo coge por las pasas, otra mano lo coge por un ojo, otra mano lo coge por las costillas, otra mano lo coge por la nariz, otra mano lo coge por la bemba y así sucesivamente... Con una llave de judo (también Primera Espacial A), lo meten contra la pared, y lo registran por dentro y por fuera. Le sacan de los bolsillos dos medias de hombre (una blanca y otra amarilla), un pañuelo de mujer, cuatro cabos de cigarro, una caja de fósforos, un abridor de latas, cinco botellas de cervezas vacías, una cuchara, un jarrito de escuela al campo, un espejo retrovisor de lada roto, un forro de catre, un metro con setenta y cinco centímetros de cable de antena de televisor ruso, y una tarjeta de teléfono sin fondo.
Y en dos minutos el ciudadano Yeslandi Mengano Urrutia (de nacionalidad Cubano, con número de identidad permanente 67021400345, nacido en Sagua de Tánamo, Holguín, y residente ilegal en Ciudad de La Habana) va camino de la unidad de policía de Dragones, y en tres minutos está frente al oficial de guardia, con cara de yo no fui.
Cuatro horas después Yeslandi siente que el mundo comienza a coger color cuando le abren la puerta del calabozo, y allí aparece el rostro aindiao de Estéreo Seguro, su socio policía. Estéreo Seguro, suboficial de primera (¿Primera Especial A?) tiene cara de que ya se comió el picadillo de pasta de masa cárnica texturizada y enriquecida, con los chícharos y el arroz. Y está ostinao. Y tiene sueño. Y le pregunta:
–¿Qué pinga tú hacías con esa billetera?
Contestarle a esa hora a un policía “na, me la encontré tirá por ahí”, después que aquel acaba de meterse media libra de picadillo de pasta de masa cárnica texturizada y enriquecida, aunque el policía sea medio socio tuyo, puede ser un suicidio. Puedes acabar siendo tu propio picadillo de pasta de masa cárnica texturizada y enriquecida. Yeslandi, que lo sabe, en vez de contestarle, mira pal piso.
–Vaya, escapaste porque la entregaste tú mismo...
Y mira tú, sacan a Yeslandi del calabozo, le devuelven todas sus porquerías (menos el jarrito de escuela al campo y la cuchara, pero él ni se lo recuerda al sargento que se las entrega, aunque cree verlos encima de un archivo) y vuelve a la calle, cagándose en su madre, y en la puta de la madre del hijoeputa que botó la billetera aquella con los tres dólares falsos de más...
Y si el cuento se acabara aquí, sería una mierda.
(Continuará...)