sábado, 31 de octubre de 2009

MEMORIAL DE JUDAS Por Ernesto Pérez Castillo

Soy Judas. Judas traidor.
Crecí entre las redes tristes de los pescadores, que había de tejer y retejer otra vez cada noche, en la esperanza de un pez que salvaría nuestros días. Tengo mis manos comidas por la sal y de mi piel no sale otra cosa que el hedor de los pescados muertos.
Escupieron sobre mí, y escupirán, y tendré conmigo toda la maledicencia del mundo, por los siglos de los siglos. Seré lo peor. Denme las gracias. Ya ninguno de ustedes se rebajará a tanto como yo. Les he liberado para siempre al tomar sobre mí el pecado del mundo.
De niño yo mismo era un pez, y en cada zambullida huía del mundo y de la aldea. Bajo las aguas estaba el silencio, la paz, el paraíso donde quería vivir. En la tribu tenia el infierno de la boca desdentada de mi padre, la cara triste de mi madre que nos abandonó, mis siete hermanos, pedigüeños y hambrientos siempre.
Yo era un joven todavía hermoso, que esperaba algo.
Nada pasaba allí. La última guerra ya era solo un recuerdo entre los más viejos, y fue una guerra que perdimos. Que perdieron ellos, pero igual sobre nosotros cayó la carga de los impuestos. Y no teníamos para pagar sino pescados. Así, ni los recaudadores se acordaban ya de visitarnos.
Solo aparecía, de tarde en tarde, algún mendigo desesperado, la tribu de los trashumantes de cada año, y los profetas. Cada profeta nos traía un nuevo reclamo por nuestro descarrío, nos prometía un castigo nuevo, otro más. Los escuchábamos hablar y después los apedreábamos. Esa era nuestra diversión.
La muerte era un suceso raro entre nosotros, nadie vivía en nuestra aldea hasta el final de sus días. Todos se iban en algún momento, como mi madre, como mis hermanos, para no volver jamás. Los viejos parecían inmortales, y medraban tras las chozas a la caza de un trozo de pescado salado.
Mi padre era uno de ellos. Nunca me habló, solo me miraba con sus ojos secos y entretenía los dedos en su barba que le daba sucia hasta el pecho.
Tampoco le hablaba yo. Le veía en la oscuridad de la cocina, frente a nuestro fogón apagado, y me volvía a la puerta de la casa. Me sentaba allí, a rehacer mis redes y a espantar de mi cabeza la imagen de mi padre que tanto se parecía al hombre que muy pronto sería yo.
Una noche, recuerdo que llovía como en mucho tiempo no había visto nuestra aldea, sentado en la cocina mordí mi trozo de pescado y escuché, por sobre el fatigoso respirar de mi padre, el ruido del primer diente que se me quebró. Lloré, lloré mucho esa noche, como lloro hoy.
Ahora recuerdo el rostro de mi padre al día siguiente, al amanecer. Desperté y lo vi a contraluz ante la puerta. Fui hasta él, y tenía mi diente entre sus dedos. Cuando me vio, sonrió, me mostró el diente, y escupió al suelo. Me hablo, esa vez me habló:
– Somos iguales –me dijo–, cada vez nos parecemos más.
Aun no lo odiaba. Me fui con mis redes y me estuve con los pies en el agua hasta mucho después de la puesta de sol, esperando que se me pasaran las ganas de matar. De matar a mi padre, a quien ya nunca pude dejar de odiar.
No era el diente que acaba de quebrarse, ni todos los que tras ese habría de perder, irremediablemente. No era el pescado salado, ni la cocina oscura, ni la casa toda donde mi madre nunca fue feliz.
Era que él tenía razón. Sería como él. También haría infeliz a una mujer, también me abandonaría mi familia, también mi primogénito querría la muerte para mi. Esa era toda la heredad que de él podía esperar.
Volví a la casa, dejé las redes afuera y sin mirarle fui a la cocina a buscar el cuchillo romo de descamar. Entonces escuché aquella voz:
– Deja ese cuchillo y sígueme. Ya tendrás tiempo de matar a tu padre.
Así entro a mi vida el Maestro.
Me volví hacia él. Era la primera persona limpia que en toda mi vida vi. Limpia, reluciente, como acabada de nacer. Casi me ofendía la luz que brotaba de sus ojos.
– ¿Quién eres? –le pregunté.
– No hables de más –me reprendió–, es una fea costumbre preguntar lo que se sabe. Solo sígueme.
Y lo seguí. Contra mi voluntad fui tras él. No me permitió tomar un trozo de pescado, ni otro vestido, ni nada, antes de abandonar la casa. ¿Por qué lo seguí? No sé, solo sé que no podía hacer otra cosa.
Dos semanas caminamos sobre la arena caliente. Catorce noches mal dormí estremeciéndome bajo el cielo frío. Él no durmió. Mil veces me despertó cada madrugada la misma pesadilla en que rebanaba la garganta de mi padre y un río de peces podridos saltaba de su boca hacia mí y, al abrir los ojos, estaba allí el Maestro, sentado, los ojos abiertos y la mirada en ningún lugar.
Nunca le vi cansado. Nunca le vi deseos de comer. Yo me quedaba atrás, fatigado entre las dunas, pero él jamás se detuvo a esperar por mí.
Finalmente encontramos a aquellos que le adoraban como a Dios en la Tierra, que bebían las palabras de su boca como si fuera el sabroso vino que jamás les vi beber. A veces se apartaba con alguno de ellos, a hablar, pero antes me advertía que los siguiera, que me quedara cerca.
Les escuchaba hablar y hablar, le reclamaban, esperaban algo, no supe nunca qué, de él. Él les hablaba despacio, muy bajo, no como a mí, y siempre al despedirles se quedaba triste el Maestro. Triste y solo, aunque yo me llegara hasta él.
A mí me hablaba siempre a los gritos, siempre con órdenes. Nunca me dijo nada de para qué había ido por mí, y yo nunca le quise preguntar. Mucho temía de su mirada dura y de sus palabras cargadas de desesperación.
Solo una vez le vi feliz. Vino a nosotros una mujer alegre, y el Maestro y yo escuchamos sus protestas, su risa, frente a los otros que no la dejaban pasar. El Maestro vio la escena de lejos, se levantó y fue él mismo hasta allí. Yo le seguí.
– ¿Qué quieres, mujer? –le preguntó.
– Darte lo que nunca nadie te dio –le contestó ella.
El Maestro le sonrió. Antes nunca le había visto yo su dentadura perfecta y tan blanca. Una seña suya bastó para que los otros la dejaran pasar, y permitió que la mujer llegara hasta él y le besara el rostro. Entonces el Maestro sonrió y le ofreció la otra mejilla.
– Déjennos solos –dijo el Maestro–, y también tú –me advirtió a mí.
Fue ese el único secreto que tuvo para mí. Me fui con los demás, que se alejaron de mala gana del lugar, murmurando entre sí. Nos hicimos junto a unas vides, e intenté dormir, pero fue una noche intranquila. Ellos no cesaban de murmurar, y de mirarme. Al final me dormí: ellos no tendrían el valor para desobedecer la orden del Maestro, ni se atreverían a nada grave contra mí.
Al amanecer me despertó uno de ellos, sacudiéndome por los hombros. Estaban muy tensos después de una noche sin sabe qué hacer.
– ¿Qué has hecho? –preguntó el que me sacudía– ¿Cómo has podido dormir mientras el Maestro estaba solo con esa mujer?
Iba a golpearle cuando apareció el Maestro.
– Es la primera noche que no me sentí solo –dijo el Maestro– y ahora hay mucho que hacer.
Ya la mujer se había marchado, pero al Maestro se le veía feliz. También recuerdo que fue la única vez que le noté una mancha de barro en su túnica.
Caminamos ese día hasta una aldea a la que entramos mientras la gente nos miraba con temor. El Maestro saludaba a todos y sonreía y la gente cerraba puertas y ventanas a nuestro paso.
Solo una puerta permaneció abierta para nosotros, y el Maestro nos hizo entrar. El dueño de casa no estaba, pero había una mesa amplia, redonda, dispuesta para nosotros, como si de antemano supieran de nuestra llegada.
Nos sentamos, y el Maestro me ordenó partir el pan y escanciar el vino. Bebimos y comimos desde la tarde hasta el anochecer. El Maestro comía y hablaba, y mientras más vino le servía más parecía tener cosas que decir. Nos contó de su infancia feliz, del amor por su padre que –aseguraba– muy pronto volvería a tener frente a sí, del dulce aroma que despedía el pan que su madre sabia hornear.
Muy tarde ya todos fueron quedando dormidos, allí, sobre la mesa. Solo quedamos despiertos el Maestro y yo. Salimos afuera, a la noche, y permanecimos en silencio un buen rato, hasta que finalmente el Maestro me hablo.
– Perdóname.
Solo eso me dijo, sin mirarme a los ojos. Le tomé el rostro en mis manos y lo volteé hacia mí.
– ¿Por qué? –le pregunté– ¿Por qué?
No me respondió, pero una lágrima escapó de sus ojos.
Acercó su rostro al mío, y me besó los labios. Ahí recordé a mi padre, con mi diente entre sus dedos, y a mi padre mesándose los cabellos la mañana que descubrió que mi madre nos había abandonado, y a mi padre con la red vacía viniendo muy despacio hacia la casa donde le esperaba yo y mi madre y todos mis hermanos hambrientos.
Entonces escuché el ruido de las armas de los soldados que se acercaban. Los demás despertaron por las voces de los soldados que rodeaban la casa sin parar de gritar. Todos salieron, y se agruparon junto al Maestro.
Dos soldados vinieron hasta nosotros y nos acercaron una luz.
– ¿Quién es? –preguntó uno de los soldados.
Ellos, todos ellos, contestaron a una:
– Yo, yo soy el que buscan.
Solo el Maestro no habló. Guardó silencio mientras los demás se ofrecían. Los soldados no sabían a cuál tomar. Cuando todos callaron, el Maestro me ordenó:
– ¡Tú, diles tú!
Sin que me temblara un músculo me abrí paso hasta él, le devolví el beso que antes me diera, y muy bajo le dije, para que no me escucharan los otros:
– Jamás te perdonaré.
No hizo falta más. Los soldados nos apartaron a empellones, y se llevaron al Maestro. Los demás les fueron detrás, llorando. Nadie del pueblo se asomó a las ventanas a mirar.
Al día siguiente los soldados vinieron a por mí. Me sacaron de la casa y de la aldea, escoltado. La gente me escupía y me lanzaba piedras sin hacer caso de las amenazas de los soldados.
Una patrulla me acompañó hasta la casa de mi padre cuando dije que allí quería volver. Me entregaron también una bolsa de monedas de plata que nunca conté.
Al llegar, vi a mi padre sonriente a la puerta de la casa, que me abrazó y no paraba de besarme el rostro. Adentro encontré a mi madre, que vino hacia mí con los brazos abiertos. También estaban mis hermanos, que me saludaron gozosos desde la mesa sin dejar de comer.
Además, me esperaba aquella mujer.
Ya todos murieron. Ni uno solo de mis hijos me sobrevivió. Quedan monedas en la bolsa aun. Muchas. Solo esas monedas tengo conmigo, y el temor enorme por el día en que él haya de volver.

lunes, 26 de octubre de 2009

PURA PIEDRA Por Ernesto Perez Castillo

No somos polvo.
Fuimos.
Y luego polvo sedimentado
machacado polvo, polvo apretujado
hasta que no somos polvo
sino piedra, piedra dura, piedra piedra.

Y de piedra nuestras manos
y la cabeza de piedra
las venas que se tupen
piedra sobre las piedras
en piedras se nos ahoga el pulmón
y el corazón es una piedra
piedra enorme
dura piedra.

martes, 20 de octubre de 2009

LA LIBRETA DE LA GUARDIA

Y este es el mejor de los cuentos que de su paso por Angola me hizo mi hermano Moracen.

Una de las cosas que podría contar de Angola, que me llamó mucho la atención –más que me llamó la atención, que viví– fue lo de la libreta de la guardia.
Yo pertenecía a las Tropas Especiales, y cuidábamos la zona de acceso a Cuito Cuanavale, por donde pasaban las caravanas de camiones con las provisiones para nuestros soldados en Cuito. Nosotros defendíamos la carretera y bueno, casi todas las noches la UNITA nos atacaba, ya que buscaba la manera de que nos fuéramos de esa posición y entonces ellos poder atacar las caravanas, que eran los convoyes de provisiones para los soldados que estaban en Cuito Cuanavale.
Todas las noches hacíamos guardia, en dos niveles. Había dos tipos de guardia: una al 50%, o sea, el grupo se dividía en dos y la mitad del grupo hacía guardia hasta la mitad de la noche y el resto hasta el otro día al amanecer. Como oscurecía a las siete de la noche, un grupo hacia la guardia de ocho a una o dos de la madrugada y el otro la hacia hasta las siete de la mañana.
El otro tipo de guardia era al 100% –la más habitual, porque Cuito Cuanavale era una zona muy difícil–, consistía en pasar la noche despierto, de guardia. De ahí quizás viene la manía que tengo, que alguna gente dice que yo duermo de pie. Y es cierto, soy capaz de dormir de pie. Pero bueno, creo que quienes vivimos aquello quizás tengamos todos la misma manía, y podemos estar parados y recostarnos a un poste y dormir de pie.
Lo más interesante de la guardia... o sea, de las guardias de esa época lo que más recuerdo es la famosa libreta de la guardia.
En la unidad en Cuba teníamos una: en ella estaban escritos los nombres de los que les tocaba la guardia, y uno marcaba la hora de entrada y salida de la guardia y cualquier incidente que ocurriera.
Ahora, allí en las trincheras en Cuito Cuanavale, noté que quienes iban a entrar de guardia decían «oye, dame la libreta de la guardia», y yo, bueno, me dije, «asombroso ¿tenemos una libreta donde hay que apuntar si uno hizo la guardia?». Me pareció absurdo ya que se sabía que si un pelotón tiene cuatro escuadras, dos hacían la mitad de la noche y las otras dos el resto. Pensé que era una estupidez, pero al tocarme la guardia, fui disciplinadamente a pedir la tal libreta.
Entonces vi que todo el mundo como que se rió de mí, hasta que un amigo me dijo «mira, coge la libreta de la guardia» y me la entregó.
Recuerdo cuando la abrí, bueno... la carátula era la de una libreta de escuela común y corriente, pero cuando uno abría era algo alucinante: había mulatas, trigueñas, rubias, buenísimas, todas encueras. De libreta solo tenía la carátula. Adentro eran recortes de una revista portuguesa, porno, Revista para soldados se llamaba.
No sé cómo llegó esta revista a nuestras manos, pero bueno, de una forma u otra apareció un día, y la cosa duró, no sé, como ocho meses, pasando la libreta de mano en mano. Había como una complicidad simbólica, nadie decía en qué consistía, simplemente se decía «oye, ¿tú entras de guardia en el primer turno? No olvides dejarme la libreta de la guardia, que yo soy tu relevo».
Esta libreta de la guardia, de alguna manera, nos acompañó en aquellas largas y duras noches, mientras esperábamos al enemigo.

lunes, 19 de octubre de 2009

NOS ESCRIBÍAMOS CARTAS

Mi amiga Carmen estuvo en Angola, como artillera. Un día nos encontramos, y le pedí que me contara algo de su paso por esa tierra. Me contó mucho, y esta es la parte bonita de la historia que me contó.

Huambo era muy bonito, había muchos árboles y vegetación abundante, pero Kahama, donde nosotros estábamos, era una zona semidersértica. No sé si es el término que utilizaría un especialista sobre el clima de allí, pero a mí me lo parecía; el terreno era como una tierra arenosa, tengo fotos en que se ve como arena, pero del color de la tierra, roja. Caminando te cansas, como en la playa, y no había vegetación, las matas eran gajos secos, no había ni una hojita. Un día alguien vio, saliendo de la tierra, una hojita verde, y dijo «mira, una hojita», ¡y eso nos dio una alegría!, eso, súper simple.
Cuando regresé, creo que al otro día al despertar, me pareció que Cuba era verde, por el tiempo que estuve en ese lugar donde no había ni una hojita, ni una mata. Uno aquí no se da cuenta de lo verde que es Cuba.
Recuerdo una caravana que hicimos, cuando nos trasladamos de Huambo a Kahama. Es el paisaje más lindo que recuerdo. Todo el tiempo, piedras inmensas que brillaban al sol, precioso. Yo le decía a Isa que una de las cosas que más agradecía había sido la caravana, porque me iba a ir de Angola sin conocer esas cosas.
Isa era la número 2 de mi pieza, yo era la número 5. El 1 era la que disparaba; el 2, la que ubicaba y ponía las coordenadas, para que el 1 disparara; el 3 y el 4 eran las que cargaban las cajas de municiones y las ponían encima del cañón; el 5 el 6 y el 7 –en las piezas de hombres creo que son dos nada más, el 5 y el 6, pero en las de mujeres eran el 5, 6, y 7– eran las proveedoras, encintábamos las balas para después meterlas en las cajuelas, todo lo que tenía que ver con las municiones.
Isa era una de las muchachas cercanas a mí. Hablábamos de nuestras vidas, de lo que haríamos al volver a Cuba, y una de noche, cuando nos acostamos a dormir, me dio por escribirle una carta. Al día siguiente, en vez de dársela, se la envié por correo, aunque a ella la tenía ahí mismo, pues dormía en mi misma litera, en la cama debajo de la mía.
La carta viajó de nuestra unidad hasta Luanda, al correo central, y de allí volvió de regreso, hasta las manos de Isa. Ella la recibió, y sin decirme nada, la leyó, y me respondió también por correo.
Fue así que comenzamos Isa y yo a escribirnos aquellas cartas. Las primeras se tardaron un poco, mientras iban al correo central y luego eran distribuidas normalmente. Pero a partir de algún momento fueron muy rápidas y nos llegaban enseguida. Parece que los encargados del correo se dieron cuenta de que el remitente y el destinatario quedaban en la misma unidad, y ya las cartas ni iban al correo central.
Así nos contábamos lo que queríamos, cosas de la vida, lo que estábamos pensando, si estábamos nostálgicas por algo, si teníamos un novio, o cualquier cosa que se nos ocurriera. Yo las tengo guardadas, son un montón.

domingo, 18 de octubre de 2009

LA CABEZA RAPADA Por Ernesto Pérez Castillo

Una vez tuve un sueño. Y esta será la segunda vez que lo cuento por escrito. La primera vez fue durante los exámenes de aptitud para ingresar al Instituto Superior de Arte.
Nos entregaron una hoja en blanco, y nos pidieron que contáramos un sueño. El aula en que estábamos sentados los aspirantes era la misma que durante los siguientes cinco años usamos los que resultamos aprobados.
Pero aquí la intención es contar ese sueño.
Es simple.
Yo bajando la escalerilla de un avión, vestido de camouflage, la cabeza rapada al cero, una mochila a la espalda, un fusil AKM cruzado al pecho. Termino de bajar la escalerilla, y el suelo que piso es el de la República Popular de Angola. Al pie de la escalerilla del avión, está mi hermano, vestido y rapado como yo. Ninguno de los dos sonríe al encontrarnos. Mi hermano no me abraza, apenas pasa su mano por mi cabeza, y siento que se compadece por mí.
Ahí termina el sueño.
Nunca estuve en Angola, pero mí hermano pasó más de un año allí. Regresó intacto, físicamente intacto, pero allá, por accidente, hizo explotar dos cajas de granadas, y pudo no volver nunca. Tuvo suerte, mucha, y nada le sucedió.
Cuando regresó, me llevó hasta la esquina de la cuadra, sacó del bolsillo un reloj digital, y me lo regaló. Me lo había traído de Angola. Trajo además una grabadora doble casetera, y su primer ventilador. Quizá algo más.
Yo no fui a Angola. A mis dieciocho años, quería ir. A mis cuarenta y tantos, sé que tuve una tremenda suerte al no poner mis pies allá. De Angola solo tuve ese reloj digital, y ese sueño, gracias al cual fui aprobado para estudiar en el Instituto Superior de Arte de La Habana.

jueves, 15 de octubre de 2009

LA CABEZA HUECA DE LOS ELEFANTES Por Ernesto Pérez Castillo


Los elefantes tienen una cabeza enorme, tan grande, que los huesos de sus cráneos necesitan estar llenos de aire, y para eso los huesos de sus cráneos son huecos, de lo contrario les pesaría tanto la testa que ni un solo elefanto, ni ninguna elefanta en este mundo llevaría la cabeza levantada. Se arrastrarían, vivirían y morirían a ras del suelo.
Y este elefanto piensa en ello, piensa que mejor aun sería tener hueco el corazón, pura cáscara vana. Anhela tener hueco el corazón, vaciárselo, dejarlo como una casa abandona, vacía, sin muebles, una casa sin ruidos ni nadie que la habite ni nadie que la quiera habitar.
Quizá así podría salir con el corazón libre de todo peso, ligero, y en alto. Quizá así no le pesaría tanto el corazón. Un corazón lleno de aire, eso quiere, solo aire, de ser posible, solo el aire fresco del amanecer, cuando aun no sale el sol, y en lo alto la luna ya es un trazo que se va.

HACIENDO LAS COSAS MAL (la novela que viene) Por Ernesto Perez Castillo

Dios cuenta las lágrimas de las mujeres.
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МИЛЫЕ ДЕВУШКИ!
En la universidad, Svetlana aprendió mucho, aprendió demasiado. En las noches, al regreso de trabajar, se metía a la cama a ver televisión, por falta de alguien con quien conversar.
A sus amigas de la infancia les pasaba otro tanto, salvo a Galia, que fue la única que tuvo el buen cuidado de mantenerse lo más alejada posible de las aulas y los pizarrones después de terminar el bachillerato.
Galia era la única de ellas que aprovechó sus mejores años arreglándose las uñas con pinturas de brillo, yendo religiosamente al gimnasio aunque no tuviera con qué llegar a fin de mes, y se mantuvo libre del pecado imperdonable que sería convertirse en universitaria, lo cual sería tanto como enviudar antes del casamiento, decía.
De inquietudes políticas, ni hablar, insistía ella.
La única excepción que se permitió al respecto fue solicitar en cuanto tuvo noticia de su fundación, la inscripción en el Partido de las Rubias Rusas, para lo cual previamente se tiñó el cabello, pues ella es trigueña natural.
La convenció de hacerlo el escuchar en la radio a Marina Volóshinova, la Secretaría General del partido, que tampoco es rubia.
La Volóshinova proclamaba que ser una rubia es un estado mental, y que se puede ser rubia por fuera o por dentro, porque se trata solo de no tomarse la vida tan en serio.
Además, según Galia, es un problema de solidaridad elemental, pues hombres y mujeres se burlan de las rubias por igual, porque se siempre se ha pensado que las rubias son guapas pero tontas.
Y no es así, como ella ha sabido demostrar con creces pues, desde que se tiño de rubia platino, fue la única de todas sus amigas que consiguió marido, y al casarse tuvo el buen cuidado de renunciar de inmediato a su militancia política, aunque no a dorarse el cabello.
Fue Galia quien le recomendó a Svetlana que se buscara un marido en Internet, aunque el suyo lo había conseguido en el mercado de la esquina.
La propia Galia, casada desde hacia tres años con un ingeniero, y a la espera de su segundo bebé, se había colgado su perfil en varios sitios web, y revisaba diariamente su buzón, a ver qué aparecía por ahí.
Cuando Svetlana le preguntó que para qué se había inscrito, si ya ella tenía marido, la rubia le contestó con sencillez y guiñándole un ojo:
–Bueno, es que una rubia siempre puede aspirar a más.

miércoles, 14 de octubre de 2009

NUESTRA LIBERTAD Por Ernesto Perez Castillo

Hemos conquistado nuestra libertad. Sangre, sudor, fuego. No la cederemos fácilmente. Habrá que pasar por sobre nuestros cadáveres para arrebatárnosla. Pasar por sobre nuestros cadáveres y luego romper los siete candados, las largas cadenas, los gruesos barrotes tras los que hemos guardado, bien segura, nuestra libertad.

HOY ELLA CUMPLE AÑOS Por Ernesto Perez Castillo

Hoy ella cumple años, y yo estoy desvelado. Nada puedo hacer. Y quererla como la quiero, amarla, no sirve de nada. Hoy ella cumple años, y es feliz, y tambien yo soy feliz, aunque me falta el aire, me falta el mundo, me falta la vida que quise vivir.
En mi casa solo suenan los despertadores, y me dicen que es hora de salir de la cama, muchas horas despues de que estoy aqui, despierto, pensandola, queriendola felicitar, darle un abrazo, darle un beso y poner en sus manos la felicidad.
Hoy ella cumple años, y para mí es solo otro dia de cumplir con mis tareas, de regar las plantas, de besar a mi hijo, y de esperar que el tiempo pase, que el tiempo cure, que es solo una manera de esperar que el tiempo mate.
Que sea un lindo dia para ti, princesa, mujer bella, mujer sentada en lo profundo de mi corazón.
Que sea un lindo dia para ti, y que el peso de mi dolor no lastre tu felicidad de hoy.

lunes, 12 de octubre de 2009

DE ELEFANTES Y MARIPOSITAS Por Ernesto Pérez Castillo


Si un anhelo tienen los elefantes, son las mariposas. Mariposas amarillas, mariposas azules, mariposas lilas. Mariposas que cruzan dejando una estela dorada, mariposas que dejan un rastro de silencio detrás, mariposas aleteando en el pecho, mariposas encima de la cama, mariposas que nadie sabe a dónde van.
Y un elefanto es todo lo contrario de una mariposa.
Sí, un elefanto es un ser enorme, pesado, e incapaz de volar, pero siempre lleva consigo el ansia del vuelo, siempre la mirada más allá, al otro lado del horizonte, al otro lado del mar, donde su elefanta, con los ojos abiertos, sueña tener mariposas en el corazón.

jueves, 8 de octubre de 2009

MEMORIAL DE PENÉLOPE por Ernesto Pérez Castillo

Ya me aburrí de alejar de esta casa a los que me pretenden y ahora juego a que me violan y los decapito al amanecer. Pero son insaciables. Cada noche vuelven y beben y se hartan mientras yo les miro desde mi sillón de viuda probable y espero la medianoche en que sortean cuál me poseerá esa madrugada. Luego se van y el desafortunado de turno me arrastra hasta tu cama con obstinación de adicto mortal a la ruleta rusa: allí he sido poseída de mil y una maneras desiguales y secas.
Yo les dejo hacer, mansa, como una paloma degollada, y al alba los ciego clavando en sus ojos mis dedos con ternura. Luego corto sus cabezas con la espada que dejaste a tus hijos para que me defendieran. Los cadáveres alimentan la pira del banquete nocturno, y esparzo las cenizas al viento de modo que queden insepultos y malditos.
Mis amantes son los hilos del manto inmenso que tejo tenaz para que no regreses nunca. Si un día apareces por esa puerta sus fantasmas te echarán a patadas por el culo. Ellos colman las habitaciones. De día les veo deambular nostálgicos y se despeñan desde los balcones para morirse otra vez porque no aceptan su derrota y olvidan el maleficio que nos ha regalado prometeo de hacernos ignorantes, para que buscásemos luz, y ciegos, para que tuviésemos fe.
Pero tú, siempre el más obtuso, sé ciego hasta el final y no regreses nunca. Cada atardecer, antes que el sol baje y se eclipse tras el horizonte, le rezo para que te tuerza y te laberinte los caminos, y ni por error te enrumbe de vuelta. Porque si algún día te atreves a volver habrás de pasar las pruebas a que someto a cada impostor que simula ser tú, y de las cuales ninguno sobrevive porque las inventaste tú mismo, a sabiendas de que eran letales incluso para ti.
Tardé tanto en aceptar que la mortalidad absoluta y consciente de tales pruebas era señal irremisible de que no regresarías nunca porque prometiste volver antes que tuviera fuerzas para empuñar la espada el hijo que engendraste entonces, y en mi vientre quedaba como garantía. Cuando lo vi nacer y uno de tus guerreros, luego supe que dejado sólo para ello, le cortó las manos, no dudé más. Eres un cochino traidor de guante blanco.
Así, el odio entinta cada uno de mis gestos, incluso los casuales, los del azar, los de no recordarlos nunca, porque he hecho del odio un ritual y por el odio es que sigo viva. Me alimento sólo para odiarte más, y para que más te odien tus hijos.
En ellos no debes poner la más mínima esperanza de salvación, he sido cuidadosamente sutil a la hora de sembrar la hidra de la abominación en sus corazones. Lejos de blasfemar tu memoria, llené la casa de reliquias tuyas que debían adorar y ante las cuales ofrendaban la mitad de sus alimentos, aún en las mayores hambrunas. Les obligué aprender de memoria cuantos versos compusieron los poetas para alabar tu gloria, y se los hice entonar por turnos hasta el cansancio o la fatiga.
De ahí que miren tu imagen en las paredes e instintivamente lleven la mano al pomo de la espada. Cuando pudieron escapar a mi dominación, destruyeron las reliquias que te recordaban, y escupen a tu hijo menor, el único que a pesar de la ausencia de sus manos pone amor en tu recuerdo.
El mayor, que se sobrepasaba siempre, para ofenderte hasta el incesto, se presentó una noche al sorteo de mis amantes, con tan mala estrella que se alzó con la victoria. Le dejaron sólo e intentó tomarme, confiado en que además de mujer era su madre y contra él nada podría, mas, no tuvo tiempo siquiera de gritar y ya su cabeza volaba y el cuerpo caía hacia atrás, como si estuviera muy borracho. No lo creerás: al tomar su cabeza para arrojarla al fuego vi que sus mejillas estaban llenas de lágrimas.
Aquello aclaró a sus hermanos las fronteras a respetar. En lo siguiente se limitan a orinar sobre los restos de tus reliquias y a burlarse de los versos que cantan tu gloria, mientras esperan el día en que yo decrete por fin que estás muerto, o muera yo misma, para repartirse los restos de tu heredad.
Al hermano menor no le dejan tranquilo, aunque son menos malévolos: le cuentan cómo apestaba la casa si descansabas en ella al término de alguna de las batallas que inventaste para dejarnos solos. Dejarnos solos era parte de tu gloria, la gloria del guerrero que no sabe que para subsistir su mujer se prostituye, tu gloria de hojalata, tu gloria que no alcanza a alimentarnos.
Sólo una vez pensé que llegaría a perdonarte, por una razón que no tenía que ver contigo, al menos no directamente. Fue a causa de uno de mis amantes. No dijo nada, mas sentí que aquel hombre me amaba. Hicimos el amor sin amor, pero muy tiernamente, como si de veras nos amáramos, como dos amantes que se separan otra vez y se despiden.
La ilusión duró apenas tres segundos. Al final de la madrugada comprendí que no me amaba a mí, sino a la mujer suicida que soy, y comencé a odiarlo cuando dijo amar el modo en que me veía tomar la espada. Recuerdo su cara de enamorado fugaz y todavía me da asco. No le degollé: lo dejé sobrevivir aquella madrugada, y el muy imbécil cometió la estupidez de morirse de amor.
Algo que no comprendía era la amputación que ordenaste contra tu hijo menor. Luego supe. El oráculo, al partir, te previno: de la espada de aquel hijo te debías cuidar. Hice morir empalada a la guardia que habías dejado para protegernos, y que tan poco celo mostró frente al mutilador de tu hijo. De ese modo quedamos a merced de cuanto advenedizo cruzara el país hasta que se crearon las reglas para el derroche a pesar nuestro de lo que abandonaste en casa.
Si vieras con qué placer estos hombres, débiles y mezquinos, que no fueron capaces de seguir tus tropas, cobardes, enanos antes que hombres, si vieras con qué placer derraman tu vino y devoran tu ganado. Para ellos el placer, chatos, no es cuestión de contraste sino de intensidad. No comen carne, comen tu carne. No fuerzan una mujer, fuerzan tu mujer. No gozan cagando, gozan porque se cagan en ti. Luego se dejan matar porque te temen, y porque prefieren morir inmediatamente a mis manos, que esperar temblando mil años las tuyas.
Así te has convertido en el peor de los tiranos: has dado lugar a que tus súbditos cometan en su delirio infinitos crímenes, y son tantas culpas que ni uno sólo lleva en el reino la cabeza levantada. Si continúan pecando no es incontinencia ni maldad sino que ellos, a una, buscan la muerte. Yo los tolero y los mato por compasión, y porque en mis amantes entreno el arte de la decapitación con que habré de recibirte.
El por qué de que tu hijo menor, el de las amputaciones, te ame tanto, es un milagro de Dios. Debía ser el primero a la hora de humillar tu recuerdo, y sin embargo, se ha cuidado mucho de ello, aunque pienso que pudiera ser orgullo. Pero no. Quizás, luego de conocer los designios de oráculo, te esté infinitamente agradecido por evitarle pecar de parricida.
De cualquier manera yo tú no andaría por ahí tan seguro: con los mutilados nunca se sabe. El lleva sus muñones con humildad y hay cierta aureola de dignidad en cuanto hace. Cada amanecer, después de sus abluciones, ora por tu salud y pide tu regreso con fervor. Siempre al caer la tarde va al mar, y dicen que pasa horas oteando el horizonte por descubrir si vuelven tus naves.
Nunca te dije que nací oscureciendo, una tarde cualquiera, en un país muy pobre, a finales de invierno. Iba a empezar la primavera, es cierto, pero en casa apenas importaba. Yo nací por accidente, como casi todo el mundo. Por eso cuando me elegiste entre las esclavas para ser tu esposa, Tú, el señalado por los dioses, el magnífico, no pude sino hacerte votos de eterna gratitud.
Pero hasta la más inmensa gratitud tiene sus límites, y el límite de mi gratitud es la soledad. Y es que la soledad me ha ido lastrando con dos rencores náufragos. Uno es el olvido, porque hiere pero nunca alcanza hasta la muerte. Otro es el amor, porque siempre llega tarde, siempre muy tarde, siempre siempre.
Un tiempo fuimos jóvenes y amantes, y yo descubría la palabra amor enterrada en tu pecho. Pero ahora cada vez estoy más consumida, viajo hacia el centro de mí misma como un hueco negro en medio del espacio que decidiera, después de haber absorbido al universo, absorberse a sí mismo, y no soy ningún hueco negro, sino una mujer con un miedo enorme a la ancianidad que me ronda y me acosa desde tus ausencias. Por eso no tienes perdón, ni la memoria ni ninguna de sus santas triquiñuelas podrán convencerme. El tiempo todo lo sana pero yo me preocupo cotidiana y pertinaz en reabrirme las heridas. Pobre de ti. Soy una gran llaga, una úlcera, un cáncer que te espera.
Dios mío que no me has oído nunca, perdona mi soberbia, perdona estos deseos de matar al prójimo, perdóname y no me dejes sola a la hora del delirio y de las confusiones y guíame hasta la paz del arrepentimiento, pero déjame tener de qué arrepentirme, así te será más grato el momento en que me postre ante ti como una hija que regresa. Dios mío, señor, soy una actriz, una comediante: mátame señor, por favor, mátame las máscaras.
No lloro nunca porque estoy viviendo más allá del llanto y del dolor. Estoy viviendo en una memoria de espinas que me hinca la esperanza. Yo te arrancaré a pedradas las mentiras de la despedida. Yo te arrancaré pedazos de hígado cada amanecer.
Tu amor por mí fue un gesto hermoso, pero impropio. Debiste amar a una hembra de tu raza para que pudieras pisotearla sin rencores y te fuera fiel hasta el dolor. Yo soy tu hamartía porque vengo de una raza de puñales, tan humillada siempre, que ha elevado su orgullo hasta los dioses.
Mi sola preocupación era el amor profesado a ti por el hijo mutilado, pero, mutilado al fin, poco podría en tu auxilio. Ya no estoy tan segura. Una tarde de otoño lo seguí hasta el mar y, con espanto, sorprendí la hermosa destreza con que sus muñones manejan la espada. Sólo una obstinación como la mía pueden haberle forjado la voluntad para llegar a servirse de su arma con la belleza con que le vi danzar los pasos de aquel solo de espadachín.
No temo que intente nada contra mí, hoy sé que su amor a ti es de histrión, y sus cantos de alabanza son como los cantos de la asquerosa hiena. No es mi enemigo: es mi competidor. Ha aprendido a manejar la espada para que cumplas la promesa de regresar, está pronto a ejecutar el fatal oráculo que a él te enlaza. Por eso me preocupo: nadie me quitará el privilegio de tu martirio. Si algún día regresas lo primero que hallarás será su cabeza clavada en una pica a la puerta de la casa. Habré concluido la obra que tú no pudiste cobarde.
Y si los dioses te ayudan, o si los años son tantos, que a tu regreso las trampas que preparaste a los usurpadores se han quebrado y logras salir vivo de ellas, si en definitiva puedo comprobar que eres tú, te digo, si regresas, no lo quiera dios, te voy a matar. Te voy a matar despacio delante de tus hijos. Hijo de perra, porque lo peor es que te espero y lo sabes, te espero aún después del odio.