lunes, 19 de diciembre de 2011

LA PULGA EN LA OREJA

Ernesto Pérez Castillo

Cada vez que escucho hablar del bloqueo, recuerdo siempre la historia del viejo doctor que se va de vacaciones una semana y deja el consultorio en manos de su hijo.

Ausente el padre, llega a consulta un antiguo paciente, aquejado de un perpetuo dolor en el oído. El joven galeno lo chequea concienzudamente y encuentra la causa: una pulga en la oreja. Tras una rápida manipulación, extrae el insecto, y el paciente siente al fin el alivio que el viejo doctor nunca logró darle.

Una semana después, el padre vuelve a casa y le pide al hijo un resumen de los casos que ha atendido en su ausencia. El hijo le relata cómo ha ido la semana, dejando para el final el asunto de la pulga y, cuando lleno de orgullo, le hace saber al padre que ha aliviado de una vez y por todas la dolencia de aquel paciente, el padre se lleva las manos a la cabeza y exclama:

–¡Pero, hijo mío, qué has hecho! ¡De esa pulga hemos vivido todos estos años!

Y es que, en cuanto al bloqueo, de eso mismo se trata.

El bloqueo es la mina de plata de los pícaros que viven de hablar de democracia y pedir –y recibir– del gobierno norteamericano el oro y el moro para cuanto invento se les ocurre y que supuestamente acabará con el comunismo en Cuba.

Así se han fabricado disidentes, se han fundado revistas, se han financiado alzamientos, se creó una radio y una tv martí –que nadie escucha ni ve de este lado del malecón– y se emprende desde hace unos pocos años la pelea en la triple w, el Twitter, el facebook y los blogs.

Y todo para nada, como ya se ha visto por años –que ya son más que cincuenta sin ningún resultado–. O al menos para nada que no sea llevarse al bolsillo el billete verde y fresco del contribuyente norteamericano.

Y es que el asunto es ese: el bloqueo a Cuba es como aquella famosa pulga en la oreja. Solo que en este caso se trata de una pulga del tamaño de un elefante.

jueves, 8 de diciembre de 2011

ESPERANDO A CARMEN

Ernesto Pérez Castillo

Una tarde cualquiera, hace muy poco, volví a encontrar a Carmen. Ella no tiene teléfono, vive en un reparto lejanísimo, y en ese momento no tenía tiempo para mí. Me dio una cita, para dos días después, en el Taller de Manero. Aquí cuento el desencuentro que allí sufrí.

El Taller de Manero es un sitio muy fácil de reconocer: una casa en Playa con portal jardinero. Una T y una M enormes, pintadas –si no es una traición de mi memoria– en carmelita, lo identifican y es exacto el lugar impropio para un encuentro cercano, desde que traspasé el umbral lo supe: diecitantos niños, sentados frente a una carabela –aburrida de posar una y otra y otra vez–, la emprendían a trazos inexpertos sobre trozos de papel craf.
Una muchacha –y no Carmen, nunca Carmen– viene y me pregunta:
–¿Quieres aprender a dibujar?
–No, gracias –contesté mientras mis ojos deambulaban el salón, a la caza de Carmen–, quedé con alguien en verme aquí...
–¿Con Carmen...?
Su pregunta lo dijo todo, y no había necesidad de que soltara sin compasión:
–No, es que ella siempre manda para acá a quienes no quiere volver a ver en su vida...
–Somos amigos –insistí–, no nos vemos hace años...
Ella –se llama Laura y es directa y lapidaria– se compadeció:
–Entonces espérala... sentado.
Una hora después ya habían llegado siete muchachos con pantalones de secundaria, una monja cincuentona y sin hábitos, y dos militares de uniforme que también empezaron a dibujar. Pero Carmen seguía haciéndome esperar.
Todavía sin la decisión de irme, salí al portal y descubrí una tarja fundida en bronce. Mientras la leía, un mulato alto y descamisado, solidarizado con mi desolación, se paró junto a mí y me contó:
–Fue un día muy feliz, develamos esa tarja por los 20 años del taller. La tarja tiene una historia super linda: la fundimos con Carlos, uno de los fundadores del taller. Se graduó de fundidor en el tecnológico de aquí al lado e hizo las pruebas de la Academia de Bellas Artes de San Alejandro. Imáginate, empezó aquí y ahora es profesor de la academia. El diseño es de otro profesor, Jorge Ferrer, que fue director de la escuela. Ese día la Academia le entregó, Post Morten, el título de graduado de San Alejandro a Manero. Fue uno de los días más importantes del taller, el 18 de mayo del 98. Como el taller no tiene una fecha precisa de fundación, usamos esa.
Entonces se me presentó: es Alberto Figueroa, graduado de San Alejandro en 1985. Laura y él dirigen el taller, al que se integró desde la fundación.
El sol del portal me obligaba a mantener los ojos entrecerrados, así que Figueroa me invitó a sentarnos a la sombra, tras una mesa de dominó.
–Echemos un par de datas –me propuso–, quizás logres darme una pollona y eso te alivie del embarque que Carmen te va a dar.
Evidentemente, estaba al tanto. Nos sentamos a la mesa y al instante se nos unió una muchacha con cara de experta que recién había terminado su ejercicio y un jubilado que declaró no tener esa tarde ningunas ganas de pintar.
Figueroa, mientras daba agua a las fichas, me advirtió:
–Esto es lo bueno del taller: aquí viene la gente y pinta si le gusta pintar, y si no, perfecto, encuentra un espacio donde hablar, jugar dominó, ajedrez, lo que sea. Lo interesante es cómo se han aglutinado personas tan distintas: jóvenes, viejos, guardias, creyentes y no creyentes. En el taller no preguntamos cuál es la procedencia social ni política, eso agrupa a todo el mundo. Se debaten temas de actualidad, culturales, políticos, siempre con respeto al criterio ajeno. Hablamos de una noticia que salió en Granma, una película, cualquier cosa.
Yo, que para empezar no llevaba con qué seguir al doble 9 del jubilado que abrió el juego, viendo que de Carmen nada y para no ser descortés solté el primer comentario que tuve a mano, solo por seguirle la conversadera:
–Es un privilegio tener un lugar tan bueno para pintar...
–Sí –me siguió él la corriente–, pero antes del ’78 esto era una subsede de la Casa de Cultura de Playa: habían recepcionistas, bibliotecaria, instructores de danza, música, artes plásticas, teatro. Hasta ensayaba una orquesta. Manero, con la plástica, empezó a predominar. Buscaba muchachos por las escuelas cercanas, y así en el ‘78 se decide dejarlo como taller de artes plásticas. Cuando se lo entregaron definitivamente era un almacén lleno de trastos y Manero lo fue limpiando poco a poco. Así se hizo este espacio.
Dicho esto me dio el tercer pase seguido al dejarme a nueve las dos puntas del juego. La muchacha, harta de la pesadilla de ser mi pareja en un juego del que soy un profundo desconocedor, me miró –¿furiosa, defraudada?– y declaró que hasta ahí llegaba, que prefería repetir su ejercicio una vez más.
Yo preferí ceder el puesto a quienes esperaban junto a la mesa y Figueroa, que ya no me abandonaría en toda la tarde, me imitó. Nos acercamos a la calavera que modelaba ahora para la monja, acompañada del dúo de militares ya sin gorras ni zambrán. Tras ellos descubrí de dónde procedía tanto papel craf: una bobina de casi metro y medio de diámetro. Pese a la aparente abundancia, me extrañó que dibujaran una y otra vez sobre el mismo pedazo de papel, y no satisfechos, cuando no le cabía un trazo más, le daban vuelta y la emprendían sobre la nueva cara hasta el cansancio.
–¿Por que se empeñan tanto en el mismo trozo de papel –quise provocarlo–, si tienen tanto allá atrás?
Él sonrió. Había descubierto mi ingenua trampa.
–Mira, antes no solo hacíamos pintura y dibujo. Con los niños llegamos a hacer esculturas. Trabajando plastilina y latas de leche condensada que soldábamos con estaño, hacíamos cosas de pequeño formato. Ahora esa bobina de papel es todo lo que tenemos. Cuando empezó el período especial, parecía que el taller se iba a acabar. Bajó la producción, cambiamos las técnicas: no es lo mismo pintar con óleo o sobre lienzo, que no tener con qué hacerlo. Ahora estamos en otra situación difícil, no sabemos cómo vamos a mantener económicamente el lugar: se consume una increíble cantidad de material. Y súmale que nosotros no le hacemos una prueba de aptitud a la gente, es una premisa de Manero y se mantendrá: si dibuja bien o mal no importa, lo importante es que la gente venga. Hay vecinos del barrio que nos dicen «he buscado esto durante años, y me he dado cuenta que lo que me interesa es la pintura». ¿Dónde está creado el espacio para ese tipo de persona? No existe, quizás en la casa de cultura, pero no son tan estables.
–¿Y si la gente trajera sus propios materiales?
–Entonces, ¿quiénes traerían los materiales? Los mismos que pueden comprar en la shoping: una minoría. De ser así, vendría una capa social: la que tiene el dinero, algo que no queremos porque perderíamos una parte del trabajo del taller, que es fundamental: aquí viene todo tipo de gente porque todos pueden participar. En estos días vino una mamá preocupada por su hijo. Él dejó la escuela, tiene adicción a las drogas, ha llegado a robarle a ella para conseguirlas, y hemos preparado una estrategia para atraerlo a nosotros. Al final resultas medio sicólogo dentro de la comunidad. Casos así, de desajustes en los que podemos ayudar, nos llegan. Poder ayudar a las familias, cuando vienen y te lo piden, se hace muy rico.
Aquí Laura se nos acercó, con un papelito doblado entre las manos. Por fuera se leía: «Para un viejo amigo, de Carmen».
–Esto acaba de llegar. Debe ser para ti –me dijo antes de entregármelo con una seña complice.
Al leerlo respiré aliviado. Carmen no me había olvidado y se disculpaba por la pequeña demora –¿Pequeña? Ya tenía casi tres horas allí–. Pero bueno, no sería tiempo perdido si en cualquier momento, como me anunciaba, ella podría llegar.
–En cualquier momento Carmen llega –dije con eufuria y sin ninguna convicción.
Figueroa, que a estas alturas casi me caía bien, me preciso:
–Aquí puede llegar cualquiera, pero no creo que Carmen entre hoy por esa puerta.
–¿Por qué?
–Porque la estás esperando. Quizás, si hoy viniera alguien importante...
–¿Alguien importante?
–Sí, chico, gente importante, como Onelio Jorge Cardoso, muy amigo de Manero, que venía a hacernos cuentos, o Raúl Ferrer que le encantaba jugar ajedrez y a cada rato nos caía. Igual David Chirichan. Cuando Juan Carlos Tabío hizo su película «Se permuta», vino y la debatimos aquí. René Avila venía muchísimo, sacaba de paso a Tato Quiñones, que se ponía super bravo cuando jugaban ajedrez. Vicente Revuelta venía al taller, cuando estrenaba sus obras nos tenía una hilera completa del teatro reservada.Ver a esa gente, como uno más, jugando ajedrez con nosotros, escucharlos hablar entre ellos, oír sus opiniones, nos dejaban un patrón cultural.
Tras semejante andanada me sentí el más anónimo de los anónimos, un ser de la nada, el último de los desconocidos. ¿Por qué rayos querría Carmen encontrarse conmigo? Debía aceptar esa realidad y regresar a mi casa.
Solo sería otra tarde perdida.

lunes, 5 de diciembre de 2011

ALGUNOS PREFIEREN QUEDARSE

Ernesto Pérez Castillo

Entradito está diciembre, y atrás quedaron cuatro meses y cuatro días ya (horas menos, horas más) de que el presidente cubano Raúl Castro declarara: «nos encontramos trabajando para instrumentar la actualización de la política migratoria vigente».

Entretanto, mucho se especula sobre qué resultará de tales actualizaciones, sin nada cierto aun sobre la mesa. En el centro de la alharaca, desde siempre, ha estado el reclamo justo y necesario, sí, sobre el derecho a viajar de los cubanos sin tantos correveidiles, permisos, cartas de invitación, colas, citas, entrevistas, y el no o el sí que el funcionario de inmigración estampará en tu pasaporte.

No obstante, más que al derecho a viajar de los cubanos, sería bueno dedicarle semejante tiempo y esfuerzo a discutir el derecho de los cubanos a quedarse.

¿Qué tal si hablamos del derecho de los cubanos a vivir una vida digna –esto es: una vida vivible–, en el propio suelo que les vio nacer?

En principio, y es obvio, todo el asunto pasa por ahí. Que si tantos cubanos, y sobre todo a partir de los noventa, cruzaron la mar oceana, ha sido en la esperanza –vana a ratos– de darse una vida sin tantas privaciones.

Esas privaciones, que endurecieron hasta lo incontable el día a día de los cubanos, ¿son de verás solo resultado de la apuesta quijotesca a persistir en la tentación del socialismo, a contrapelo de berlines que se desmuraron y moscuces que se desdijeron?

Si el socialismo es tan malo, tan disfuncional, que se le enredan los pieses y cae por su propio peso, ¿por qué entonces sus enemigos no esperan tranquilamente a su muerte natural –como igualmente y a última hora decían acogerse a la solución biológica para un Castro que tanto y tanto se esforzaron en asesinar–, y en cambio soplan y empujan en contra todo lo que pueden?

Hay que conceder que la burocracia no es la madre de todos los males en Cuba. Eso sí, ha sido la gran aliada –a sabiendas o no– de los que malquieren a la Isla. Pero la burocracia, ella sola, sola solita, no es la responsable. Aunque lo quisiera, no puede tanto. La burocracia es esencialmente incapaz.

La tiene muy dura un país que, para comprar una aspirina, debe darle la vuelta a las cuatro esquinas del mundo en ochenta días. La realidad se vuelve estrecha y cuesta arriba cuando no tienes nada, o casi nada –que no es lo mismo sino peor– y esa casi nada la pretendes repartir entre todos, o entre casi todos.

Unos le dicen bloqueo, otros le dicen embargo. La verdad es que se llama hijeputada. Si como dicen, el problema no es el bloqueo, entonces quitar el bloqueo sería una solución.

¿Por qué, señor Obama, no se anima a comprobarlo?