Ernesto Pérez Castillo
Llevo tiempo diciendo que el día en que, por el
milagro que sea, una selección cubana logre clasificarse aunque sea a último
minuto para un mundial de fútbol, la Isla será campeona y nuestros jugadores
traerán la copa a casa. Lo que yo ni nadie podrá vaticinar es cuántas gallinas
nos costará eso.
De todas maneras, el día viene llegando, y acabo de
verlo con mis propios ojos. El viernes, como cada viernes, busqué a Sebastian
en su escuela –revisamos juntos la mochila para que no olvidara nada, me contó
que otra vez almorzaron chícharos y spaghettis blancos, me mostró su merendero
vacío para convencerme de que no había dejado nada aunque compartió algo,
conversé un poco con su maestra que me citó a un trabajo voluntario el sábado–
y salimos por fin después de tantos días de lluvia hacia la cancha de fútbol.
Al llegar el entrenamiento ya había comenzado y él
tuvo que calentar solo y a las carreras para incorporarse. En un rato ya estaba
intentando patear la pelota con el empeine, cosa que jamás logró. Teóricamente,
sabe lo que debe hacer, incluso sabe qué rayos es el empeine, pero en la
práctica sigue pegándole al balón como Juana, con la punta del pie.
No importa, no creo que Sebastian resulte futbolista,
ni es la idea. La cosa es que corra y que respire al aire libre de La Habana,
que juegue y sea feliz en esa cancha de fútbol anegada por los aguaceros de las
últimas semanas, rodeado de tantos Ronaldos y Mesis y Casillas de completo
uniforme.
Esos otros sí que se lo toman a pecho, ellos y sus
padres. Los niños –el mayor tendrá unos nueve años–, toda vez que comienza el
partido, corren con la boca abierta detrás del balón mientras los padres se
desgarran la garganta alrededor, gritando instrucciones, regañando o
aplaudiendo, como si estuvieran en el Bernabeu y en el juego les fuera la vida,
en tanto que el profesor Raul pita y pita cada falta como el más celoso de
todos los árbitros.
Y de ahí, de una de esas canchas de medio pelo, de
uno de esos juegos de esquina, saldrán nuestros campeones. El viernes lo vi.
Pasará el tiempo y una tarde, tal vez no tan lejana, veré en la televisión el
partido en que nos coronaremos, y Sebastian estará a mi lado recordando este
viernes dichoso y compartiendo conmigo feliz una cerveza.