La
oposición venezolana acaba de perder, y al menos en el caso de Capriles esta derrota
es para siempre. Porque después de dos años haciendo bulla de punta a cabo, con
los billetes chorreándole de los bolsillos, ha sido vencido en las urnas por
una campaña chavista hecha a las carreras en apenas quince días.
Pero
esa, la victoria electoral del ya presidente Maduro, estaba cantada y en lo
personal es la que menos importa. La gran victoria, la victoria estratégica, la
batalla que no se podía perder, fue la que se dio una vez anunciado el
resultado por el Consejo Nacional Electoral.
Ahí,
como era de esperar, Capriles Radosnsky desconoció el resultado, se mesó las
barbas y llamó a sus seguidores a desatar la “arrechera” con toda su furia. Ese
fue el momento en que todo se decidió, para él y para los suyos.
¿La
furia y la frustración de los opositores en que se convirtió? ¿En protestas
pacíficas? No. Actos vandálicos, brutales, provocadores. Nueve muertes, nueve,
costó al pueblo venezolano el llamado de Capriles. Los nueve eran personas
trabajadoras, humildes. Ninguno iba armado, ninguno era policía, ninguno era un
militar.
Los
seguidores de Capriles, ¿asaltaron alguna estación de policía, tomaron aunque
sea un cuartel militar –¿uno solo, uno solito?–, o incendiaron por lo menos un
banco? No, que con eso no se juega. En su lugar, asediaron a varios funcionarios
del estado en sus casas, dispararon contra el pueblo, y atacaron varios centros
médicos.
¿Cómo es
posible que un centro médico sea un objetivo de guerra? Ello solo cabe en la
mente de aquellos que no reconocen el derecho de la gente a la atención médica
gratuita, ni ningún otro derecho.
Capriles
y los que le dan cuerda –que son otros y están muy lejos– perdidos como se
sabían de antemano, ya habían tramado todo de mucho antes. Sus acciones
violentas no pretendían echar abajo al chavismo, o no a corto plazo. Sus
intenciones eran otras muy otras. En un mundo que se pelea a noticias antes de
desembarcar a los marines, la estrategia era la misma que ordenaba el
amarillista William Randolph Hearst: “ponga usted las imágenes, que yo pongo la
guerra”.
Los
chavistas, con Maduro al frente, llamaron a la paz, a la concordia, y a no
dejarse provocar. Y sus seguidores hicieron caso. Ahí derrotaron la intentona
de la derecha, que no es derecha y ni siquiera ultraderecha, sino fascistas
mondos y lirondos.
Así impidieron
el objetivo irracional de la oposición: que se desatara la violencia, que
hubiera represión, que hubiera batallas callejeras, que se dispararan las armas
y que –¡oh, objetivo final!– se dispararan los flashes de la prensa… una
imagen, todo por una imagen. Una imagen para después desatar el armagedón.
En una
de sus recientes alocuciones, el presidente Maduro preguntaba: “¿qué hubiera
pasado si le hubiéramos dicho al pueblo que se lanzara a la calle?” Yo sé lo
que hubiera pasado: el festín de la prensa, la gran prensa que no es sino la
primera línea del frente, tras la cual avanzan los drones, los infantes y los
tanques made in usa.
No
sucedió porque esta vez fue el enfrentamiento de los que aman y construyen con
los que odian y destruyen, no sucedió porque esta vez fue la lucha entre la
inteligencia y la barbarie. No sucedió porque son los buenos los que ganan a la
larga, y esta vez, en Venezuela, los pobres volvieron a ganar.