martes, 23 de abril de 2013

VENEZUELA: LA VICTORIA MÁS IMPORTANTE

Ernesto Pérez Castillo

La oposición venezolana acaba de perder, y al menos en el caso de Capriles esta derrota es para siempre. Porque después de dos años haciendo bulla de punta a cabo, con los billetes chorreándole de los bolsillos, ha sido vencido en las urnas por una campaña chavista hecha a las carreras en apenas quince días.

Pero esa, la victoria electoral del ya presidente Maduro, estaba cantada y en lo personal es la que menos importa. La gran victoria, la victoria estratégica, la batalla que no se podía perder, fue la que se dio una vez anunciado el resultado por el Consejo Nacional Electoral.

Ahí, como era de esperar, Capriles Radosnsky desconoció el resultado, se mesó las barbas y llamó a sus seguidores a desatar la “arrechera” con toda su furia. Ese fue el momento en que todo se decidió, para él y para los suyos.

¿La furia y la frustración de los opositores en que se convirtió? ¿En protestas pacíficas? No. Actos vandálicos, brutales, provocadores. Nueve muertes, nueve, costó al pueblo venezolano el llamado de Capriles. Los nueve eran personas trabajadoras, humildes. Ninguno iba armado, ninguno era policía, ninguno era un militar.

Los seguidores de Capriles, ¿asaltaron alguna estación de policía, tomaron aunque sea un cuartel militar –¿uno solo, uno solito?–, o incendiaron por lo menos un banco? No, que con eso no se juega. En su lugar, asediaron a varios funcionarios del estado en sus casas, dispararon contra el pueblo, y atacaron varios centros médicos.

¿Cómo es posible que un centro médico sea un objetivo de guerra? Ello solo cabe en la mente de aquellos que no reconocen el derecho de la gente a la atención médica gratuita, ni ningún otro derecho.

Capriles y los que le dan cuerda –que son otros y están muy lejos– perdidos como se sabían de antemano, ya habían tramado todo de mucho antes. Sus acciones violentas no pretendían echar abajo al chavismo, o no a corto plazo. Sus intenciones eran otras muy otras. En un mundo que se pelea a noticias antes de desembarcar a los marines, la estrategia era la misma que ordenaba el amarillista William Randolph Hearst: “ponga usted las imágenes, que yo pongo la guerra”.

Los chavistas, con Maduro al frente, llamaron a la paz, a la concordia, y a no dejarse provocar. Y sus seguidores hicieron caso. Ahí derrotaron la intentona de la derecha, que no es derecha y ni siquiera ultraderecha, sino fascistas mondos y lirondos.

Así impidieron el objetivo irracional de la oposición: que se desatara la violencia, que hubiera represión, que hubiera batallas callejeras, que se dispararan las armas y que –¡oh, objetivo final!– se dispararan los flashes de la prensa… una imagen, todo por una imagen. Una imagen para después desatar el armagedón.

En una de sus recientes alocuciones, el presidente Maduro preguntaba: “¿qué hubiera pasado si le hubiéramos dicho al pueblo que se lanzara a la calle?” Yo sé lo que hubiera pasado: el festín de la prensa, la gran prensa que no es sino la primera línea del frente, tras la cual avanzan los drones, los infantes y los tanques made in usa.

No sucedió porque esta vez fue el enfrentamiento de los que aman y construyen con los que odian y destruyen, no sucedió porque esta vez fue la lucha entre la inteligencia y la barbarie. No sucedió porque son los buenos los que ganan a la larga, y esta vez, en Venezuela, los pobres volvieron a ganar.

miércoles, 3 de abril de 2013

PARA LOS NEGROS, LA REVOLUCIÓN NO HA TERMINADO, NI PARA NADIE DE ESTE LADO


Ernesto Pérez Castillo

Leo, con estupor, a Roberto Zurbano en el New Yok Times. Y no por lo que dice, que ni es mucho ni es nuevo, y ni siquiera por lo que no dice, sino por lo que debiera haber dicho y no quiso o no se le ocurrió. Otra oportunidad perdida, otro más que muerde el polvo.

Después de un titular tan tremendo, “For Blacks in Cuba, the Revolution Hasn’t Begun”, uno se esperaría cualquier otra cosa, y sobre todo una cosa estremecedora, para entonces darse contra la realidad de más y más de lo mismo, incluso más de los mismo que ya leyó en el mismísimo Granma alguna vez. Para nada, en el Granma y en Zurbano.

Porque, hablando en serio, para meterse en el tema del racismo dentro de la revolución, habría, debería haber ido él a las raíces. ¿Qué pasó con los negros en la Cuba de 1959, y de ahí en adelante? Un cambio, un cambio enorme, un cambio trascendental, sí, pero un cambio fuera de foco. Pero un cambio.

La revolución cubana, mal que nos pese, no la hizo Jean Paul Sartre ni Herbert Marcuse, y en verdad no sé qué revolución habrían hecho ellos. En esta islita la revolución, salvo los cuatro gatos de más alante (Fidel y Raúl entre ellos) la hicieron un montón de guajiros analfabetos, y no podía ser de otra forma en un país que reconocía oficialmente una tasa de analfabetismo de más del sesenta por ciento de la población.  Y esos guajiros brutos no solo hicieron la revolución que podían, sino que, como alguna vez confesara el comandante, hicieron una revolución más grande que ellos mismos.

Y todo lo bueno y lo malo tiene que ser visto bajo esa luz, luz que no alcanzó a Zurbano. En mi opinión, que es desde todo punto de vista completa y absolutamente irrelevante, el gran pecado, la asignatura por mucho tiempo pendiente de la revolución frente al conflicto racial fue la pretendida igualdad. Que sí, que si usted mira con calma y sangre fría para atrás, y así me lo parece a mí, verá que todo se basa en un mal entendido tenaz y persistente: cuando se decretó de facto la igualdad racial no se estaba decretando que negros y blancos eran iguales, sino, cosa terrible, que los negros eran, y debían ser, iguales que los blancos. O sea, que los negros, por obra y gracia de la revolución, no solo tenían derecho a todo los derechos que tuvieren los blancos, sino por, sobre todas las cosas, los negros tenían el derecho de ser blancos. Y con ello también, sino la obligación, al menos el deber.

Es complicado, lo sé, y es tema para alguien con más luces que yo. Pero, por ahí van los tiros. Si bien de pronto los negros tenían derecho a asistir a las mismas escuelas que los blancos, a acceder a los mismos empleos que los blancos, a compartir las mismas playas y el mismo sol sobre la arena que los blancos, lo grave, lo que nunca se les concedió de jure, para decirlo mal y rápido, fue el derecho a seguir cantando sus canciones, a seguir bailando sus pasiones, y a seguir orándole a sus divinidades. O sea, lo que nunca se debatió ni se planteó sobre el papel, en blanco y negro, fue el derecho de los negros a ser negros.

A mí, que soy blanco, blanquísimo, requeteblanco, me he habría encantado oírle decir algo así a Zurbano, y no la matraca de la desventaja que sufren en un paisito tercemundista y descarriado los negros, como si solo ellos fueran los de abajo.
Porque es que el cuento que Zurbano cuenta yo ya me lo sé, y me lo han contado de lado y lado. Pero, cuando él pierde el pie, deja por completo de tocar el fondo y comienza a boquear desesperado es cuando, reconociendo primero la salud y la educación gratuita y luego la hornada de ingenieros y maestros y doctores que salieron de entre los negros, y también de entre los negros de mi barrio, da un salto de cuarenta-cincuenta años y descubre, oh, que los negros frente a los cambios en la economía y en la vida cotidiana tras el gobierno de Raúl, están en desventaja.

Para demostrar su punto, a Zurbano –a quien el New York Time minimiza presentándolo apenitas como un “editor and publisher of the Casa de las Américas publishing house” y que en verdad es ni más ni menos que el Director del Fondo Editorial de esa institución que para las Américas y para el Caribe tanto y más ha dado, o en otras palabras: Zurbano es un negro muy pero que muy bien empoderado- le bastan unos pocos, para no decir pobres, ridículos ejemplos: los negros tienen las peores casas y por tanto no podrán hospedar a nadie ni aspirar a crear en ellas cafeterías ni restaurantes.

El caso es que reducir los cambios que los últimos años han traído para la isla y su gente, a comprar un teléfono móvil o vender su auto (cosa que de momento muy pocos harán, ya sean negros o blancos) es trivializar mucho y con muy mala leche el montón de transformaciones justas casi todas y casi todas necesarias que el gobierno de Raúl ha implementado.

No sé, de verdad no sé, cuántos nuevos negocios de carácter privado son regenteados por negros, y quizá, no sé, tal vez es algo que Zurbano haya previamente estudiado. Pero tampoco sé cuántas de las hectáreas de tierras ociosas que han sido entregadas a particulares para hacerlas productivas, y que no menciona Zurbano, han ido a parar a negras manos. Tampoco creo que lo sepa Zurbano. Él se concentra por lo pronto en el tema de las  casitas de alquiler y los pequeños restaurantes citadinos.

Al parecer, Zurbano acaba de descubrir con horror que, en los nacientes negocios particulares de la isla, los negros tienen pocas oportunidades. Esto es, que en la mínima, estrechísima franja de capitalismo que descuella, los negros van en desventaja. O sea, generalizando, que en el capitalismo los negros son discriminados. ¡Felicidades Zurbano, has dado en el clavo! Tarde, pero vale tres.

Sinceramente, uno esperaba más. Del New York Times y de Zurbano. Que encima, para decir lo suyo con ella o sin razón, no había que andarse refritando el verbo tan deslucido y añejo de nombrar a Fidel y a Raúl como “los castros”, ni como otros tantos, tan en balde y tan copiando, apostarlo todo, de nuevo, otra vez y otra vez, al final de los castros.