Ernesto
Pérez Castillo
Leo, con
estupor, a Roberto Zurbano en el New Yok Times. Y no por lo que dice, que ni es
mucho ni es nuevo, y ni siquiera por lo que no dice, sino por lo que debiera
haber dicho y no quiso o no se le ocurrió. Otra oportunidad perdida, otro más
que muerde el polvo.
Después
de un titular tan tremendo, “For Blacks in Cuba, the Revolution Hasn’t Begun”,
uno se esperaría cualquier otra cosa, y sobre todo una cosa estremecedora, para
entonces darse contra la realidad de más y más de lo mismo, incluso más de los
mismo que ya leyó en el mismísimo Granma alguna vez. Para nada, en el Granma y
en Zurbano.
Porque,
hablando en serio, para meterse en el tema del racismo dentro de la revolución,
habría, debería haber ido él a las raíces. ¿Qué pasó con los negros en la Cuba
de 1959, y de ahí en adelante? Un cambio, un cambio enorme, un cambio
trascendental, sí, pero un cambio fuera de foco. Pero un cambio.
La
revolución cubana, mal que nos pese, no la hizo Jean Paul Sartre ni Herbert
Marcuse, y en verdad no sé qué revolución habrían hecho ellos. En esta islita
la revolución, salvo los cuatro gatos de más alante (Fidel y Raúl entre ellos)
la hicieron un montón de guajiros analfabetos, y no podía ser de otra forma en
un país que reconocía oficialmente una tasa de analfabetismo de más del sesenta
por ciento de la población. Y esos guajiros
brutos no solo hicieron la revolución que podían, sino que, como alguna vez confesara
el comandante, hicieron una revolución más grande que ellos mismos.
Y todo
lo bueno y lo malo tiene que ser visto bajo esa luz, luz que no alcanzó a
Zurbano. En mi opinión, que es desde todo punto de vista completa y
absolutamente irrelevante, el gran pecado, la asignatura por mucho tiempo
pendiente de la revolución frente al conflicto racial fue la pretendida
igualdad. Que sí, que si usted mira con calma y sangre fría para atrás, y así
me lo parece a mí, verá que todo se basa en un mal entendido tenaz y persistente:
cuando se decretó de facto la igualdad racial no se estaba decretando que
negros y blancos eran iguales, sino, cosa terrible, que los negros eran, y
debían ser, iguales que los blancos. O sea, que los negros, por obra y gracia
de la revolución, no solo tenían derecho a todo los derechos que tuvieren los
blancos, sino por, sobre todas las cosas, los negros tenían el derecho de ser
blancos. Y con ello también, sino la obligación, al menos el deber.
Es
complicado, lo sé, y es tema para alguien con más luces que yo. Pero, por ahí
van los tiros. Si bien de pronto los negros tenían derecho a asistir a las
mismas escuelas que los blancos, a acceder a los mismos empleos que los
blancos, a compartir las mismas playas y el mismo sol sobre la arena que los
blancos, lo grave, lo que nunca se les concedió de jure, para decirlo mal y
rápido, fue el derecho a seguir cantando sus canciones, a seguir bailando sus pasiones,
y a seguir orándole a sus divinidades. O sea, lo que nunca se debatió ni se
planteó sobre el papel, en blanco y negro, fue el derecho de los negros a ser
negros.
A mí,
que soy blanco, blanquísimo, requeteblanco, me he habría encantado oírle decir
algo así a Zurbano, y no la matraca de la desventaja que sufren en un paisito
tercemundista y descarriado los negros, como si solo ellos fueran los de abajo.
Porque es que el cuento que Zurbano cuenta yo ya me lo sé, y me lo han contado de lado y lado. Pero, cuando él pierde el pie, deja por completo de tocar el fondo y comienza a boquear desesperado es cuando, reconociendo primero la salud y la educación gratuita y luego la hornada de ingenieros y maestros y doctores que salieron de entre los negros, y también de entre los negros de mi barrio, da un salto de cuarenta-cincuenta años y descubre, oh, que los negros frente a los cambios en la economía y en la vida cotidiana tras el gobierno de Raúl, están en desventaja.
Porque es que el cuento que Zurbano cuenta yo ya me lo sé, y me lo han contado de lado y lado. Pero, cuando él pierde el pie, deja por completo de tocar el fondo y comienza a boquear desesperado es cuando, reconociendo primero la salud y la educación gratuita y luego la hornada de ingenieros y maestros y doctores que salieron de entre los negros, y también de entre los negros de mi barrio, da un salto de cuarenta-cincuenta años y descubre, oh, que los negros frente a los cambios en la economía y en la vida cotidiana tras el gobierno de Raúl, están en desventaja.
Para
demostrar su punto, a Zurbano –a quien el New York Time minimiza presentándolo
apenitas como un “editor and publisher of the Casa de las Américas publishing
house” y que en verdad es ni más ni menos que el Director del Fondo Editorial
de esa institución que para las Américas y para el Caribe tanto y más ha dado, o
en otras palabras: Zurbano es un negro muy pero que muy bien empoderado- le
bastan unos pocos, para no decir pobres, ridículos ejemplos: los negros tienen
las peores casas y por tanto no podrán hospedar a nadie ni aspirar a crear en
ellas cafeterías ni restaurantes.
El caso
es que reducir los cambios que los últimos años han traído para la isla y su
gente, a comprar un teléfono móvil o vender su auto (cosa que de momento muy
pocos harán, ya sean negros o blancos) es trivializar mucho y con muy mala
leche el montón de transformaciones justas casi todas y casi todas necesarias
que el gobierno de Raúl ha implementado.
No sé,
de verdad no sé, cuántos nuevos negocios de carácter privado son regenteados
por negros, y quizá, no sé, tal vez es algo que Zurbano haya previamente
estudiado. Pero tampoco sé cuántas de las hectáreas de tierras ociosas que han
sido entregadas a particulares para hacerlas productivas, y que no menciona
Zurbano, han ido a parar a negras manos. Tampoco creo que lo sepa Zurbano. Él
se concentra por lo pronto en el tema de las
casitas de alquiler y los pequeños restaurantes citadinos.
Al
parecer, Zurbano acaba de descubrir con horror que, en los nacientes negocios
particulares de la isla, los negros tienen pocas oportunidades. Esto es, que en
la mínima, estrechísima franja de capitalismo que descuella, los negros van en
desventaja. O sea, generalizando, que en el capitalismo los negros son
discriminados. ¡Felicidades Zurbano, has dado en el clavo! Tarde, pero vale
tres.
Sinceramente,
uno esperaba más. Del New York Times y de Zurbano. Que encima, para decir lo
suyo con ella o sin razón, no había que andarse refritando el verbo tan
deslucido y añejo de nombrar a Fidel y a Raúl como “los castros”, ni como otros
tantos, tan en balde y tan copiando, apostarlo todo, de nuevo, otra vez y otra
vez, al final de los castros.
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