A veces es una
fachada que pende en la nada, vana, hueca… a veces un balcón donde ya nadie se
asoma a ver el mar… a veces son ruinas sobre las ruinas… Hay cierto misterio
consolador, cierto encantamiento dulce en la contemplación de la desolación
ajena.
Prefiero el
descubrimiento de lo iluminado que me sorprende a la vuelta de muchas esquinas,
la intención inacabada, el esperpento que sonríe, la inocencia que desborda –a
ratos felizmente– los rincones oscuros donde no llega nada y todo surge desde
sí, apetito irrealizado.
Así me alegran suavemente
las mañanas aquellas balaustradas, efigies femeninas, cada una revestida en
distinto color, tintes varios y baratos sobre la marmolina. La verdad: son
horribles, cierto. Pero cargan mucho detrás: alguien, insatisfecho, quiso
mejorar su vida, y lo intentó de la peor manera, sí, más justo ahí radica su
valor: lo intentó, donde nadie lo intentaría por nadie ni por él.
Y entonces
sonrío. Si tomara esa balaustrada toda y la colocara en cualquier galería,
firma mediante y nunca mi firma, ya sería arte, y la imagen mil veces repetida
aparecería en las revistas especializadas, y los críticos harían su agosto, y
los públicos se devanarían los sesos contemplándola. Hipocresía pura y dura.
Allí donde está,
apenas visible por ese arbusto crecido, no discursa sobre la duda ni el
consenso. Simple, humilde, kitsch, es signo de vida. Hay otras vidas, sí, que
son más caras, y tampoco son vidas.
1 comentario:
Hermano, soy Efraim Medina. Mañana viaja un amigo a Cuba. Te escribí por email. Quería mandarte unos libros con él. Abrazos.
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