En un sistema electoral como el
cubano, hasta donde puedo imaginar, teórica o hipotéticamente, el mejor y el
más deseable de los presidentes, el que más nos convendría a todos, sería aquel
que resultara electo con menos votos a favor, con más votos en contra, siempre
que la cantidad de votos que se le opongan en las urnas no alcance a superar el
límite constitucional de la mitad menos uno.
Sí, yo mismo reconozco que eso sabe
y suena como una tremenda y pura inocentada, y sé que así me lo dirán en todas
partes. No importa, imaginémoslo: Periquito Pérez gana la presidencia de la
República de Cuba con trecientos votos negativos. Como nuestro parlamento tiene
poco más de seiscientos butacones, Periquito gobernará enfrentando a media
asamblea nacional y a la mitad de los habitantes de esta isla. Sin dudas,
Periquito tendrá que hilar muy fino, sin equivocarse demasiado, sin meter mucho
la pata ni las manos, para convencer a todo el mundo o por lo menos a la simple
y sana mayoría, y así y solo así podrá mantenerse en el empleo por diez años.
Esa es la idea.
De momento, y en tanto ello sucede, lo
que tenemos es un presidente que ha sido electo por un parlamento al que se le
presentó un solo candidato y que ese solo candidato terminó siendo electo con
un solo voto en contra. ¿Se nota? Al menos a mí, en lo llanamente personal, me
parece que esos son demasiados “un” para una sola oración.
La verdad es que ese solo y
solitario voto en contra, con todo y ser secreto, grita más de lo que calla y el
montón de preguntas que deja flotando en el aire, y que en el aire quedarán colgando
para siempre y sin respuesta alguna, comienzan con: ¿quién habrá sido ese asambleísta
solitario? Y más: ¿por qué no le gusta nuestro nuevo presidente? Y todavía mejor:
¿quién sería su candidato?
Curiosamente, si se hubieran contado
dieciséis o veintisiete votos en contra, este solo voto contrario desaparecería
entre ellos, se camuflaría, no se echaría a ver, sería normal, agua en el agua
sin esta ni ninguna otra importancia, y ya perdería todo su valor y toda su
fuerza. Pero así, solito en su soledad tan sola, este único voto de
desaprobación se magnifica y desentona como la pequeña mancha indeseable en
aquella pared tan blanca, como un punto negro en la piel más lisa, como el
único que al final de la función se queda sentado cuando los demás, de pie,
aplauden.
No hay que olvidar que primero, y antes
de ir al definitivo, decisorio y solitario momento de las urnas, la comisión de
candidaturas o como se le llame presentó ante la asamblea su propuesta para
presidente de la república, que debía ser aprobada a la vista de todos, en el
mismo salón y a mano alzada. Y aprobada resultó. Para más señas, aprobada por
unanimidad. Nada nadita de nadie en contra.
O sea,
quien quiera que haya sido aquel o aquella que después, tras la cortina, en la
soledad de las urnas votó en contra, primero y a la vista de todos los demás aprobó
la candidatura alzando su mano a favor, como todo el mundo.
Si antes votó a favor, pero después
votó en contra, ¿eso qué quiere decir? ¿Que estaba a favor de la candidatura,
pero no del candidato? ¿Qué aprobaba que el candidato apareciera en la boleta,
solo para después poder votar en contra suya? Es una lástima, pero es así: de esos
porqueses y de aquellos paraqueses no nos enteraremos jamás, quedarán para
siempre en el reino de las tinieblas y las sombras y no los conoceremos nunca.
Del lobo, un pelo. Lo cierto y
destacable es que el flamante presidente sabe, por ese solo voto en contra, que
no goza de la unánime unanimidad de antes, y tendrá que gobernar con ese voto
en contra, sabiendo que, al menos, un parlamentario no lo creyó bueno para el
cargo. Ese solo voto será, con suerte, la buena y conveniente piedra en su
zapato.
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