sábado, 28 de mayo de 2011

EN ZANJA Y BELASCOAÍN

Ernesto Pérez Castillo
(Un cuento tomado de Bajo la bandera rosa, Editorial Letras Cubanas, 2009)

Belarmino Acosta terminaría de atravesar la avenida de Belascoaín entre un camión abarrotado de cemento, un taxi repleto de turistas, y la bicicleta de un mulato sudoroso a toda velocidad con su racimo de plátanos recién macheteado en la parrilla, y saltó sobre un charco de fango sin digerir aún la mala espina de la sensación imprecisable que lo atoraba.
La Mariceli García se dio banquete cantándole las cuarenta en la otra acera, pero lo peor, lo incomprensible, había sido su decisión de terminar en un dos por tres con lo que fue su amorío de los últimos siete años.
La Mariceli García, de espaldas, se compraba a la sombra de los portales de Belascoaín un helado de tres pesos. Así, inconfundible por su negro culo invicto, la vio Belarmino Acosta por última vez antes que el mulato de la bicicleta, para esquivar el charco de fango, diera un corte rasante hacia el contén de la acera y Belarmino no consiguió evitar el ramalazo del racimo de plátanos contra su pierna izquierda. Al descubrir el manchón pardusco que sobre el pantalón le estampara el trastazo goteante del racimo comprendió la mala sensación imprecisable que lo tenía atorado.
Al levantar los ojos ya la Mariceli no estaba a la vista, pero en la cabeza de Belarmino Acosta comenzaron a martillear con toda claridad las últimas cinco palabras que ella soltó cuando él le volvió la espalda todavía en la otra acera y se lanzara al cruce de la avenida. Eran esas cinco palabras las que lo tenían atorado aún, mas, sólo ahora las entendía plenamente:
–¡Tenías que ser negro, coño!
¡Y qué pinga iba a ser si no! Negro y renegro, negro teléfono, negrísimo, negrón. Negro, y no sólo. Hijo de negro, nieto de pichón de haitiano, bisnieto de haitiano, tataranieto de dahomeyano, chozno de un leopardo, y más león que un león. Como si la Mariceli García, con ese culo, fuera Deborah Andoyo, la rubia submarina.
Aquello no podía quedar así. Belarmino Acosta comenzó a recorrer Belascoaín abajo tratando de redescubrirla entre los vendedores de pizzas y refresquito de fresa de los portales sombreados camino al Malecón, pero al llegar a la intersección de la calle Zanja y lanzarse a cruzarla sin mirar al semáforo lo frenó en seco el sirenazo del flamante peugeot policial.
También en seco frenó junto a Belarmino un taxi-bicicleta. No lo alteró el coño e'tu madre que le soltó el jabao pedalista, secundado por la sonrisita a dúo de las dos rubias lechosas de escandinavia que no sudaban ni una gota sentadas a la sombra del jabao. Lo que le preocupaba era el policía que ordenó al jabao del taxi-bicicleta que circulara, y le pidió al ciudadano Belarmino Acosta el carné de identidad.
Ahora sí que no encontraría más nunca a la Mariceli. Entregó al policía el carné de identidad sin lograr domeñar los temblores de su mano derecha, pero el rostro aindiado del policía se relajó al comprobar que en el carné de identidad decía que el ciudadano Belarmino Acosta, negro y todo, era profesor de la Universidad.
La propia Mariceli no fue su alumna porque se empeñó en dejar de estudiar justo cuando él empezaría a darle clases a su curso, un año después de que lo nombraron profesor. Las cosas empezaron a descojonarse por culpa del lejano Gorbachov, y la Mariceli se tiró pa' la calle a luchar. Belarmino Acosta comprendió a tiempo que le estaba pasando por delante el último vagón del tren de la buena ventura y se batió a brazo partío hasta lograr que lo aceptaran en la primera maestría que se abrió en la Universidad.
Ahí empezó la batalla sangrienta del negrón universitario, y en ella puso todo su espíritu. Y la Mariceli puso los frijoles, la carne, la jama. Belarmino Acosta saltó de madrugada en madrugada sobre la desmantelada mesa de la cocina con desparramo de lapiceros y regla de cálculo y planos de nunca acabar mientras la Mariceli contrabandeaba todo lo contrabandeable, hasta el día en que finalmente se le jodió el bisne de la leche en polvo pero recibió con las piernas abiertas a Belarmino que desde ya sería el único Máster del solar y para más nunca otro ingeniero del montón.
Esa noche la pasaron bebiendo cervezas de laticas, de marcas diferentes cada vez, de Cupet en Cupet, y mientras se comían el primer y último pollo frito en dólares de sus vidas, la Mariceli le advirtió a Belarmino que el bisneteo con la leche en polvo se había puesto en llamas.
–¡Tienes que ponerte pa' las cosas, papi...!
Dijo la Mariceli después que se vinieron con tremenda gritadera al arrullo del gruñido de la puerca parida en el baño del vecino. Belarmino Acosta le advirtió que ya estaba en eso: más o menos en cosa de un año podría empezar su doctorado.
Ahí casi le baja Changó a la Mariceli. Al muy Máster de su marido no sólo no le importó que llevaran tres semanas a punta de chícharos, sino que ahora se llenaba la bembona pa' decirle que empezaría un doctorado. Fueron al baño juntos pero ella se lavó sin mirarlo y se acostó encuera y vira' contra la pared.
Eso mataba a Belarmino, la Mariceli desnuda y silenciosa, apuntándole con su culo virginal. En la época en que todavía templaban a cualquier hora Belarmino Acosta había concentrado sus esfuerzos en cogerle el culo a la Mariceli, pero ella insistía en que el culo se había hecho para cagar, y punto. Por lo menos hasta que se casaran, cosa que el muy Máster de su marido posponía y posponía, a pesar de saber el alegrón que esa boda daría a la Mariceli y a su parentela completa.
Por eso la Mariceli se la pasaba embutida en sus licras de media pierna, para embullarle a Belarmino Acosta la casadera, y Belarmino le sufría las ganas, y más en las tardes que los radios vomitaban de salsa el solar y la Mariceli bailaba sola frente al fogón. Eso era menear el culo. Eso era un culo.
–¡Doctorado ni un cojón!
Fue lo único que dijo la Mariceli al levantarse al otro día a prepararle el café a Belarmino Acosta, aunque pasaría esa mañana, y la siguiente, y la otra, rumiando dónde coño se había visto un negro doctor, y mucho menos su marido, que a estas alturas ni siquiera sabía cruzar la calle solo.
En la Universidad pensaron lo mismo, pero ahí tenían la solicitud del Máster Belarmino Acosta, con su currículum impecable, su docencia imprescindible, las publicaciones de sus artículos en las revistas científicas, y su increíble dominio del ruso y del inglés.
El Máster Belarmino Acosta, que mucho ensombrecía el Decanato de la Facultad, tenía un sólo problema, y de él se podrían agarrar. Era lo que se dice un problema ideológico. Su tutor de grado fue ni más ni menos el antiguo decano que, aunque no era negro, seguramente era medio brujero, y por eso acogió bajo su protección al joven Belarmino Acosta desde su ingreso a la Universidad, y en cambio se opuso al diseño, y luego a la construcción, del prototipo de la máquina tumbadora de cocos de la bella Ingeniera Blanca Rosa Blanco.
La máquina tumbadora de cocos de la bella Ingeniera Blanca Rosa Blanco funcionaba bajo el principio de la vibración hidráulica. Era una especie de tractor poseedor de un largo brazo metálico: aprisionaba el tronco del cocotero y comenzaba a estremecerlo hasta hacer caer a tierra el último coco. Era una belleza ver a la bella Ingeniera Blanca Rosa Blanco operando su maquinaria, y al tiempo ver el bello estremecimiento de sus nalgas.
El prototipo inicial, desarrollado contra la voluntad del antiguo decano, quebraba, cuando no arrancaba de raíz, los troncos de los cocoteros, y con eso el antiguo decano logró la paralización del proyecto. Pero no sería por mucho tiempo, porque más temprano que tarde apareció la posibilidad de que el antiguo decano impartiera unas conferencias en cierta universidad europea y, por supuesto, al terminarlas se quedó.
Inmediatamente la bella Ingeniera Blanca Rosa Blanco tuvo la luz verde del nuevo decano para continuar su proyecto, y el día que sacó del taller el prototipo número dos de la máquina tumbadora de cocos casi atropella al Máster Belarmino Acosta que cruzaba hacia el Decanato como siempre atravesándose en el camino de cuanto vehículo andante existiese sobre la faz de la tierra. Para no atropellar al Máster Belarmino Acosta la bella Ingeniera Blanca Rosa Blanco dio un brusco giro a la derecha y estrelló el prototipo número dos de la máquina tumbadora de cocos contra los muros del taller.
Ahí empezaron los problemas ideológicos del Máster Belarmino Acosta. Seis meses después que el antiguo decano traicionara a la patria llegó a la Facultad una carta suya invitando al Master Belarmino Acosta a viajar a la misma universidad europea para que trabajara junto a él.
A Belarmino Acosta le costó dios y ayuda demostrar que aquello no era un problema ideológico, sino un problema de correos, pues la carta estaba fechada dos meses antes que el antiguo decano traicionara a la patria, y lo podían confirmar revisando el matasellos extranjero en el sobre de la carta.
El mayor obstáculo en la defensa de la integridad política del Máster Belarmino Acosta fue el alegato de la bella Ingeniera Blanca Rosa Blanco de que para la CIA no sería difícil falsificar un matasellos de correo, sobre todo en un país extranjero, porque aquí jamás. La suerte fue que durante los siete meses que duró el proceso de análisis de la integridad política del Máster Belarmino Acosta no llegó ninguna otra carta del extranjero para él.
No obstante, a pesar de que el claustro en pleno le escuchó retractarse en público de la amistad con el antiguo decano, amistad que el Máster Belarmino Acosta se empeñó en calificar como buenas relaciones de colaboración profesional, y afirmar él mismo en persona que siempre supo que el antiguo decano era un pequeño burgués, y ahora un traidor a la patria, lo dejaron en remojo pues ¿cómo harían ellos para averiguar que ahora el antiguo decano no le estaría escribiendo directamente a su casa, o si elegirían para la correspondencia otra vía más secreta y segura?
Cuando la Mariceli García supo que al Máster de su marido se le estaba trabando el paraguas con el cuento del doctorado le dio un consejo a Belarmino Acosta:
–¡Ay papi, dale jaque mate a esos blanquitos sin actitú...!
Belarmino siguió el consejo aunque fue la primera vez en su vida que se le vió en tan turbios manejos: a la semana sus enemigos se enteraron, por una u otra vía, que el Máster Belarmino Acosta circulaba por la Facultad y el Decanato averiguando sus nombres y apellidos completos y anotándolos en papel de estraza.
También por sus propios ojos pudieron comprobar que el Máster Belarmino Acosta rondaba los matorrales periféricos de la Universidad escogiendo ciertos hierbajos que guardaba en su portafolios, e incluso alguno que otro afirmó haberlo visto recogiendo polvo del camino que transitaran sus colegas.
El pánico cundió el día en que a la hora de almuerzo y a la vista del estudiantado y el claustro de la Facultad el nuevo decano cayó de sus propios pies y rodó por las escaleras del comedor, fracturándose la clavícula izquierda, las dos piernas, y perdiendo siete dientes delanteros.
A partir de ahí los colegas del Máster Belarmino Acosta comenzaron a saludarlo, primero discretamente, y luego con verdadera devoción, y en una semana tuvo lista la aprobación para iniciar su doctorado.
A la Mariceli el berro por la continua estudiadera de su marido le duraría hasta lograr otro bisnecito, esa vez con aceite de cocina. Mientras tanto Belarmino se humillaría al extremo de salir por las tardes con la bicicleta cargada de aguacates y recorrer Cayo Hueso de arriba a abajo, aunque regresara casi siempre con las manos vacías, pero logró que la Mariceli se le compadeciera y lo aceptara de vuelta a pesar de la jaba repleta de aguacates. Era su negro. Era su cruz.
Volvieron las madrugadas de Belarmino sobre la desmantelada mesa de la cocina con desparramo de lapiceros y regla de cálculo y planos de nunca acabar y al jodérsele a la Mariceli también el bisne del aceite de cocina montó una peluquería y sudaba horas y horas frente a la hornilla de carbón calentando al rojo vivo el peine de acero que el casi Doctor de su marido le hizo para desrizar el pelo indomeñable de las negronas de Cayo Hueso que se resistían a la modernidad y a las trenzitas de hilo de caprón.
Así, entre el calor del carbón y la pestilencia del keroseno, pasó el tiempo hasta la tarde que llamaron al Máster Belarmino Acosta al Rectorado de la Universidad. Belarmino desconocía el motivo del llamado y, por si las moscas, al sentarse en la oficina frente al Rector abrió su portafolios aparentando buscar un lapicero, con la torva intención de dejar ver un hierbajo de vencedor.
–Belarmino, veo que efectivamente es usted un apasionado de la medicina verde.
No fue el único comentario del Rector al respecto, pues sostuvieron una protocolar conversación de casi media hora sobre Africa, donde el Rector pasó cerca de seis años, primero como ingeniero militar, y luego prestando sus conocimientos civiles en los más apartados rincones del continente. Conservaba de entonces, decorando su oficina, varias lanzas tribales.
Pero no lo hizo llamar para hablarle de Africa, sino de Europa. Sobre el escritorio del Rector descansaba la solicitud de cierta universidad europea para contratar por dos años los servicios del Máster Belarmino Acosta, recomendado por el antiguo decano de la Facultad.
–¡Yo no aceptaré nada de ese traidor a la patria!
–¿Cómo que traidor, Belarmino? El antiguo decano no pasa de ser un simple emigrado económico.
El Rector le explicó que no debía tomar el asunto a la ligera. Por su trabajo en aquella universidad europea Belarmino tendría acceso a los aquí inexistentes recursos para sus investigaciones, y conseguiría adelantar notablemente su doctorado. Además, aquella universidad europea pagaría a la Universidad una buena suma por sus servicios, de la cual el Máster Belarmino Acosta dispondría del veinticinco por ciento.
–Debe mirar el semáforo antes de cruzar la calle, profe, que lo pueden a atropellar...
El policía devolvió el carné de identidad al ciudadano Belarmino Acosta, y le advirtió que no le pondría la multa sólo si se comprometía a tener más cuidado la próxima vez. Belarmino aseguró que así sería, guardó el carné de identidad en el bolsillo de la camisa, y se sintió totalmente perdido bajo el sol de Belascoaín, sin la más mínima idea de adónde podría encontrar a la Mariceli.
Acaba de proponerle matrimonio a la Mariceli García pensando que sería el alegrón de la vida para ella y su parentela, pero la Mariceli creyó que su perversa intensión era cogerle de cualquier manera el culo. Belarmino le aclaró que no, que le propusieron un viaje al extranjero por dos años, y tuvo tanto miedo de perderla que se quería casar.
La Mariceli García al imaginarse al casi Doctor de su marido en Europa saltó de alegría y comenzó a enumerar las cosas que ahora podría hacer: dejar la jodía peluquería, mudarse pal' Veda'o, poner ventiladores de techo en cada una de las habitaciones de la nueva casa, tener por fin un televisor a colores, comprar una holla arrocera.
–¿Y con qué vas a pagar eso?
–Con los dólares que me mandes de Europa...
Entonces Belarmino Acosta la besó en los labios y le explicó que él no podría vivir sin ella, no resistiría dos años separado de su Mariceli del alma. La propuesta del viaje le sirvió para darse cuenta de lo tanto que la quería, y por eso renunció a Europa y se quería casar.
Ahí sí le bajó Changó a la Mariceli. Se dio banquete cantándole las cuarenta en la otra acera al muy casi Doctor de su marido, pero lo peor, lo incomprensible para Belarmino Acosta, había sido la decisión de la Mariceli García de terminar en un dos por tres con lo que fue su amorío de los últimos siete años.
–¡Tenías que ser negro, coño!
No iba a permitir que terminara así. Encontraría a la negrona de su mujer y le contestaría como era debido. No podía ser que nuevamente entendiera tarde las ofensas que se le dirigían y se quedara otra vez con el deseo de la venganza descojonándole el hígado. La Mariceli García debía estar muy cerca, comprándose cualquier mierda, como siempre que se empinga.
Belarmino Acosta revisó en su mente la avenida de Belascoaín desde la calle Zanja hasta el Malecón y tuvo la corazonada final de dónde podría encontrar a la Mariceli García: en la shoping de la esquina de San Miguel, la antigua Casa de los Gordos. Tenía que cruzar Zanja y seguir Belascoaín abajo tres cuadras más.
Al dar el primer paso sobre el asfalto volvió a oírse en las cuatro esquinas de Zanja y Belascoaín el sirenazo del flamante peugeot policial, pero Belarmino Acosta no escuchó nada, ni se detuvo, ni pudo entender que hacía de pronto tirado en el asfalto bajo el sol de las tres de la tarde, pero antes de que el ómnibus terminara de pasarle por encima tuvo tiempo de saber que iba a morir atropellado.
La Mariceli García salió de la shoping de San Miguel sin comprarse nada. Había decidido cambiar su vida. Iba a subir pal' solar por Belascoaín aunque se enfrentara otra vez con el muy casi Doctor de su ex-marido, pero al ver el barullo y el gentío en la esquina de Zanja, y el peugeot policial, y escuchar la sirena de la ambulancia, sintió que no estaba pa'l chisme y prefirió cortar camino doblando por San José.

5 comentarios:

Veroco dijo...

ya, esta es la novela que está un 40 por ciento repetida en "haciendo las cosas mal". enrique pérez castillo, rey de la masa literaria extendida. ¿para eso tuviste una sinecura por años con Heras León, para hacer dos libros a partir de las mismas 80 páginas? no en balde eres tan fiel al régimen: mantiene a parásitos como tú.

Ernesto Perez Castillo dijo...

jajaja... pues no, qué te parece? ni una sola coma de este cuento aparece en la novela que mencionas y que obviamente no has leido... hace falta por lo menos leer para opinar, pues de lo contrario corres el riesgo de solo soltar disparates, como esta vez has hecho. y mi nombre es ernesto. ves? te metes donde no das pies, opinas sobre una obra que no conoces y sobre un autor que ni el nombre le sabes... suerte para la próxima, y sería de agradecer al menos un argumento y menos rabia frustrada.

Veroco dijo...

Cualquiera puede ir a la librería Fayad Jamís y ver ambos libros. Yo no tengo que dar ningún argumento, cualquiera puede ver por sí mismo. Y por desgracia, sí que cometí el error de leer, aunque fuera por arriba, ambos libros, ahí mismo parado en la librería. El de haciendo las cosas mal no es más que algunos cuentos de "Bajo la bandera rosa", específicamente los del club de los comemierdas, más los dislates repetitivos de la rusa, y poco más. Aún más, también en la Feria había un libro con los premios de no sé que concurso de cuentos, y ahí estaba uno de los del club de los comemierdas... como le has sacado el quilo.
Y tu nombre es demasiado irrelevante como para andarlo recordando... lo único memorable de ti es tu descaro.

Ernesto Perez Castillo dijo...

te siguen soplando mal... de verdad, no hay nada mejor que hacer las cosas por uno mismo: mis libros no estan en esa libreria ni en ninguna otra, pues hace mucho se agotaron... y para ser el mio un nombre irrelevante, veo que le has prestado demasiada atencion, registrando libro por libro donde aparece... jajaja... que pena que no los hayas conseguido autografiado...

Veroco dijo...

jajajajajajajajjajajajajajajjajajajajajjajajjajajajajjaja
¿que se agotaron tus libros?
jajajajajajajajajjajajajajaj
Clasedetipo!