lunes, 20 de junio de 2011

YOANI SÁNCHEZ NO TIENE QUÉ COMER, Y SE GASTA MILES DE DÓLARES PARA DENUNCIARLO

Ernesto Pérez Castillo

Los lamentos de Yoani este fin de semana en Twitter podrían arrancarle copiosas lágrimas a un ladrillo. Ella se quejaba, vía Ping.fm: “Comienza el dia. Casi no hay agua en el edificio”, y también: “que voy a comer hoy?”, o peor: “que voy a dar de comer a mi familia?”
Claro que las lágrimas dependerían del ánimo del ladrillo en cuestión. Pues, como puse antes, sus lamentos fueron siempre vía Ping.fm, un servicio que permite postear en diversas redes sociales desde diferentes medios, entre ellos el teléfono celular, que es el que usa Yoani, pues ya se sabe que ella jura y perjura que no tiene acceso a Internet.
Hace tan poco como en el muy cercano septiembre de 2010, exactamente el día 18 Yoani, en http://twitpic.com/2pqj3q, tuvo la entusiasta iniciativa de postear algo que tituló “Pasos para conectar un teléfono móvil cubano a Twitter”, una guía de nueve pasos, en el último de los cuales la Yoani advertía de su propia mano: “Cada sms enviado a Twitter costará 1 peso convertible, así que prepara el bolsillo”.
Al parecer, en ese momento ya su bolsillo estaba más que preparado, pues mirando su perfil en Twitter se puede ver que doña Yoani Sánchez, hasta el sol de hoy, ha subido a la red nada más y nada menos que un total de 5 901 Tweetts. Eso, hablando en plata (y según ella misma) suma un total CINCO MIL NOVECIENTOS UN pesos convertibles, que al cambio en la moneda norteamericana son unos 6 373 dólares y un poco más, y para los europeos equivale a unos 4 453 euros.
¿Hay alguien en Barcelona, en Roma, en New York, en París, o en la Conchichina, que se haya tirado tanta plata en Twitter, pagándola de su bolsillo? Eso no se lo cree nadie. Eso solo se lo gasta Yoani Sánchez porque es dinero que le entregan, escondido en premios, para que realice su trabajo la mercenaria.
Que alguien que se gasta el lujo de dedicar casi cinco mil euros a postear boberias a Twitter se queje de no tener nada que comer, resulta cuando menos contraproducente.
Si en su edificio no hay agua, como ella afirma, podría, por ejemplo, pagar un camión cisterna en el mercado negro, por solo 100 pesos cubanos, equivalentes a 4 pesos convertibles, y con eso inundar de agua las cañerías suyas y de sus vecinos. De hecho, con los 4 mil euros botados en twitter, podría pagar más de mil viajes del camión cisterna, suficientes para surtir de agua el edificio por tres años, día por día.
Si lo hubiera hecho, al menos sus vecinos la conocerían algo, y sobre todo algo le reconocerían, todo lo contrario de lo que ha sucedido en una encuesta realizada por funcionarios de la Oficina de Intereses de los Estados Unidos en La Habana, y dada a la luz por Wikileaks, según la cual solo el dos por ciento de los cubanos encuestados conoce a Yoani Sánchez, cuando ya la revista Time fantaseaba con que la Yoani era una de las 100 personas más influyentes en el mundo.
Téngase en cuenta que la encuesta fue aplicada entre 236 adultos que visitaron la misión diplomática de EEUU en Cuba para buscar el estatus de refugiados, o sea, entre aquellos donde habría más probabilidades de que conocieran a los “disidentes”. Así y todo, solo cuatro gatos dijeron conocerla. Y que se dé con un seboruco en el pecho, que si la encuesta la llegan a realizar en la calle, entonces si que Yoani no consigue ni para el chicle.
El kid del asunto es que a Yoani no la conoce nadie en Cuba porque no es eso lo que buscan ni necesitan sus jefes en el Departamento de Estado norteamericano, pues su función no es hablar a los cubanos, sino mentir al mundo sobre Cuba, y así crear los argumentos que eternizan el bloqueo de Washington contra los cubanos.

lunes, 13 de junio de 2011

LA BLOGUERA DISIDENTE QUE NUNCA FUE

La falsa Amina Abdallah, en realidad Jelena Lecic.

Ernesto Pérez Castillo


Amina Arraf Abdallah al-Omari ha desaparecido, y quizá esta vez lo haya hecho para siempre. Bajo esa firma, y desde febrero pasado, en el blog damascusgaygirl.blogspot.com, se presentaba como una muchacha mitad siria, mitad estadounidense, residente en Damasco, lesbiana y disidente. Obviamente, por “disidente” debía entenderse que era opositora al gobierno Sirio, pero nunca al norteamericano.
Hace apenas una semana, y en el mismo blog, se denunciaba: “Tres hombres de unos 20 años sujetaron a Amina. De acuerdo a testigos (quienes prefieren no dar a conocer su identidad), los hombres estaban armados. Amina golpeó a uno de ellos y le dijo a su amiga que fuera a buscar a su padre. Uno de los hombres puso su mano sobre la boca de Amina y la empujaron dentro de un Dacia Logan rojo que tenía una calcomanía de Basel Assad en la ventana.”
Ese post del secuestro, que recorrió el mundo en grandes titulares, y generó una campaña mundial para liberar a la bloguera, sería el principio del fin de la historia, pues Jelena Lecic, una croata residente en Londres, se reconoció en la supuesta foto de Amina que publicaron los medios.
La avalancha no se hizo esperar, y en muy pocos días Tom MacMaster, un norteamericano que a sus cuarenta años dice estudiar en la Universidad de Edimburgo y es un reconocido activista sobre temas del Medio Oriente, confesó que Amina es un fraude y que él y nadie más que él, de su propia mano, escribió todos los post que aparecieron en el blog.
Así que de pronto la famosa bloguera no era una muchacha sino un hombre maduro, no era una siria sino un norteamericano, no escribía desde Damasco sino desde Escocia, y de su orientación sexual puede decirse cualquier cosa pero a todas luces no es una lesbiana.
Además, ¿qué quiere decir eso de que es un “activista sobre temas del Medio Oriente”? Nadie lo sabe, y probablemente no sea más que otro eufemismo, como aquel de “contratista” usado por los medios para referirse a Allan Gross, el hombre que la USAID empleaba como mula para traer clandestinamente a Cuba recursos y tecnología a la supuesta disidencia cubana.
El 24 de marzo, la falsa Amina posteaba: “What a time to be in Syria! What a time to be an Arab! What a time to be alive! These are the thoughts flashing through my mind right now … I want to rush out in the street and celebrate (and will as soon as I finish writing this) Our revolution was growing slowly and was still a matter of small protests”
¿Qué habrá hecho Tom después de escribir eso de: “quiero correr a la calle a celebrar (y lo haré en cuanto termine de escribir esto”? Quizá apagó su computador, salió a la calle en la tranquila Escocia, y se pidió una pinta de cerveza negra en cualquier pub.
Dramáticamente, la falsa Amina reportaba casi diariamente sobre Siria y la gran prensa le hacia caso y le servía de megáfono y de súper pantalla. Así se puede leer aun en The Guardian, bajo el título “A Gay Girl in Damascus becomes a heroine of the Syrian revolt”, un artículo firmado por Katherine Marsh, la corresponsal del diario británico en Siria.
Lo que mueve a risa –o a furia, según se quiera– es que ese artículo comienza diciendo “She is perhaps an unlikely hero”. O sea: Ella es tal vez un héroe improbable. Y claro que llevaba tantísima razón, como seguramente lo sabía de buena tinta quien escribió eso, pues si bien ya se sabe que Amina Arraf nunca existió, lo peor es que la Katherine Marsh que le regalaba tanta publicidad gratuita tampoco existe, ya que el propio The Guardian reconoce que ese es ¡solo el seudónimo de “un periodista que vive en Damasco”!
¡Cuanta mala leche y peor mala fe: un supuesto periodista que se esconde tras un seudónimo escribe sobre la heroicidad de una bloguera que no es más que pura falsedad! Pero eso es lo que publican todos los días y nos quieren vender como la verdad de verdad.
¿Cómo es posible que alguien se invente una falacia como esa, e inmediatamente se mediatice y sea el pan del desayuno de la gran prensa todas las mañanas?
La gran prensa mundial, que tan rápidamente se hizo eco de la fraudulenta Amina y replicó todo lo que de ella viniera, incluyendo el secuestro inventado, ¿qué fuentes consultó, qué información comprobó antes dar por cierta aquellas noticias? Seguramente realizó las mismas comprobaciones y usó las mismas fuentes que usa cuando sobre Cuba reporta supuestos secuestros de blogueros independientes, o palizas a disidentes que luego no pueden mostrar ni un solo moretón, o huelgas de hambre donde los huelguistas terminan aumentando de peso y de pesos.
Tom MacMaster se inventó un personaje gay para mentir al mundo sobre Siria, y no le pasará nada por ello. El soldado Bradley Manning, que sí es gay, sacó del closet la verdad y los horrores de las tropas norteamericanas en Irak, y por ello está preso y sufre tortura.
El punto es que los post de Tom –y sus clones aquí en nuestro patio– decían lo que a Hillary Clinton y al Departamento de Estado le conviene, mientras el soldado Bradley le dijo al mundo lo que los poderosos no quieren que sepamos nunca jamás.

viernes, 10 de junio de 2011

REINA LUISA TAMAYO: LA SEGUNDA MUERTE DE SU HIJO

Ernesto Pérez Castillo

A Reina Luisa Tamaño, el hijo que antes le arrebataron en vida, ahora después de muerto se lo han vuelto a arrebatar.
Orlando Zapata Tamayo murió en la cárcel, tras una huelga de hambre de verdad –sin el show mediático que alimenta y sostiene a Guillermo Fariñas cada vez que deja de comer– y eso hace una diferencia.
Mientras duró su agonía, los que ahora lo visten de mártir no movieron un dedo para desalentarle su decisión fatal. Antes bien, le impulsaron a continuar su sin sentido, mientras ellos posaban ante las cámaras, simulando un dolor que no sintieron jamás. Ahí le arrancaron a esa madre su hijo por primera vez, al dejarlo solo en su ciega obstinación.
Ahora, cuando Reina Luisa ha llegado a Miami con las cenizas de su hijo, se lo han vuelto a arrancar de entre las manos, y le han dicho que prepararán para él un nicho en el así llamado Mausoleo de los Héroes de Bahía de Cochinos.
Uno de los que estuvo presente en el aeropuerto, ahora beneficiándose también de las cámaras en el recibimiento a Reina Luisa, fue el representante republicano David Rivera, protagonista en la recaudación de fondos para la defensa del terrorista Luis Posada Carriles, junto a quien estaba el día que el criminal se jactó: “Ya nosotros ganamos… lo que no hemos cobrado todavía”. De hecho, aquella tarde David Rivera repitió ante los micrófonos las palabras de Posada, pues la audiencia no las había escuchado bien, y la denuncia del suceso hecha publica en Cubadebate, le costó al sitio cubano que Youtube le cerrara de una vez y por todas su canal de video.
Orlando murió como había decidido –y hasta aquí lo he señalado siempre por su nombre o usando la palabra hijo, cosa nunca se le ha visto hacer a su madre, pues la señora siempre se refiere a él por su apellido, Zapata, como hacen en Cuba los cubanos cuando hablan de un extraño–, pero no estoy del todo seguro de que vaya a ser enterrado en el sitio que hubiera preferido.
Y es que el tal “Mausoleo de los Héroes de Bahía de Cochinos” no es más que el lugar donde reposan los restos de los mercenarios que reclutados, organizados, entrenados, armados y a las órdenes de Washington y la CIA, invadieron la Isla en 1961 y fueron derrotados a sangre y fuego por las milicias populares en menos de setenta y dos horas.
Depositar en ese sitio las cenizas de Orlando Zapata equivale a colocar el punto final al rótulo que lo acusa desde el primer día como mercenario del gobierno de los Estados Unidos.

miércoles, 8 de junio de 2011

EL RUIDO DE LAS LARGAS DISTANCIAS


Ernesto Perez Castillo
(Un fragmento de la novela, publicada por Ediciones el Mar y la Montaña, 2010)

Hoy, en la mañana, alguien llamó. Dejé timbrar tres veces el teléfono antes de responder. Intentaba adivinar quién podía ser. Descolgué. No hubo pitido de larga distancia. Dije: «sí». Era alguien, dándome los buenos días, queriendo saber cómo estaba. Estoy bien, le dije. Nunca digo otra cosa. Siempre digo que estoy bien, esté como esté. Es un hábito. Quizá sea un mal hábito.
Me preguntó si no reconsideraría la decisión de renunciar a mi puesto en la emisora. Que tal vez podríamos ponernos de acuerdo. Que lo importante era hablarlo, que podríamos encontrar una alternativa. Que ya ni siquiera tendría que dirigir yo el noticiero. Otra persona se ofreció. Eso me hizo sentir culpable. Muy a menudo me siento culpable.
Le di las gracias. Le contesté que lo pensaría. Que lo estaba pensando. No era ni tan verdad ni tan mentira. Era apenas una manera de dejar aquella puerta entreabierta. También me preguntó si me gustaría ir al cine esa tarde. Ponían Moscú no cree en lágrimas. Es una buena película, la he visto más de una vez, le dije. Entendió que no estaba interesado, que no me gustaría ir al cine. Que no me gustaría ir al cine con ella. Se despidió. Colgamos. Otro mal entendido que no reparé, que no quise reparar.
En la tarde salí de la casa. Tomé un taxi. Fui al cine. Pensé que tal vez me encontrará con alguien allí, pero no. Es a mí a quien interesa el cine soviético. No había muchas personas en la sala, aunque sí demasiadas para lo que sería de esperar. Para lo que esperaría yo. Un grupo de estudiantes universitarios, o eso me parecieron, cuatro o cinco ancianos que van siempre, varios rusos, nadie que conociera yo.
Escuchar hablar en ruso siempre me agrada, aunque ya he olvidado la mitad de las palabras de ese idioma. Creo que a estas alturas solo recuerdo las palabras que aprendí con mi madre. A los ocho años salía de la escuela directo a su trabajo. En su oficina esperábamos a que el reloj diera las seis. Entonces íbamos a sus clases de ruso, allí mismo, en un local del ministerio. Me sentaba junto a ella, y me adormecía con el dulce sonido de aquel idioma.
Mi madre era muy buena para los idiomas. Aprendió el inglés casi perfecto en la adolescencia, y a sus treinta y cuantos la emprendió con el ruso hasta que lo dominó. Allí logré memorizar, hasta hoy, el alfabeto cirílico, y muchas palabras sueltas, como priecrasnie, more, diedushka. Luego me tocó estudiar ruso en la secundaría y el preuniversitario, pero no aprendí mucho más. Los profesores no eran buenos, o no estaban motivados. En realidad, ni siquiera habían estudiado pedagogía. Conocían el ruso porque habían estudiado en universidades soviéticas, pero en ningún caso pedagogía, sino cosas como foto-cartografía, o ingeniera coheteril o cualquier otra ciencia muy específica, de modo que a su regreso solo lograban encontrar empleo como profesores de aquel idioma que tanto les pesaba.
Moscú no cree en lágrimas me trajo a la memoria todo eso, La Habana de los ochenta, el sueño de estudiar en Moscú, y el país rico y delicioso que fuimos hasta el día en que todo se empezó a acabar. En algún momento de la película, la periodista de un noticiero soviético va a una fábrica a entrevistar a una obrera. La periodista, antes de salir al aire, le dice a la obrera qué le preguntará, y le advierte, con mucha naturalidad, qué es lo que la obrera deberá responder. La gente en el cine siempre se ríe en esa escena. A mí me dan ganas de llorar.
¿Qué habrán sentido en ese momento aquellos rusos en el cine? ¿Qué habrán sentido los soviéticos cuando la película se estrenó? ¿Habrá llorado algún soviético, mirando Moscú no cree en lágrimas, como lloro siempre yo? Creo que en La Habana, salvo yo, nadie llora cada vez que vuelven a pasar esta película. Puede que algún soviético haya llorado alguna vez. Puede que algún ruso llore aun. Pero Moscú no cree en lágrimas. Y La Habana no cree en nada ya.

martes, 7 de junio de 2011

FARIÑAS Y EL POLLO DEL ARROZ CON POLLO

Ernesto Pérez Castillo

Si alguien de verdad ha dicho todo sobre Guillermo Fariñas y sus supuestas huelgas de hambre –que ya se cuentan en 24 en 15 años, a razón de 1,6 huelgas cada 365 días–, ese ha sido Juan Antonio Blanco, desde Ottawa, en un artículo que publicó en abril de 2010 en la revista anticubana Encuentro: “no es un desequilibrado mental ni desea la muerte. Por el contrario, desea vivir. Su caso no es el del joven checo que se prendió fuego ante los tanques soviéticos en la Plaza de Wenceslao. No es lo mismo suicidarse para llamar la atención sobre una injusticia que emprender una negociación”.
Ahí Juan Antonio dio en el clavo: Fariñas es un negociante, y uno que conoce al detalle su negocio. Tras su ultima huelga recibió en pago el Premio Zajarov del Parlamento Europeo, lo cual representa 50 000 euros o, hablando en plata, 370 euros con 37 céntimos por cada jornada que se resistió a ingerir alimentos, aunque aceptó con gusto la alimentación parenteral que le suministraban los médicos del servicio de salud cubano.
De hecho, el Parlamento Europeo y todos los otros sponsors de Fariñas, al premiarle, le alientan morbosamente a seguir ese juego macabro de atentar contra su vida, con lo cual violan su primer y principal derecho humano, que es precisamente el derecho a la existencia.
Contradictoriamente, en 110 días de ingreso, y a base de aminoácidos, lípidos, vitaminas y minerales –todo lo que requiere una dieta balanceada para cualquier ser humano, según el doctor Armando Caballero que lo atendió en la sala de terapia intensiva–, Fariñas aumentó entre cuatro y seis kilogramos su peso corporal.
Esa estancia en una unidad de cuidados intensivos, en cualquier otro país que no sea Cuba, puede tener un costo que supera los 1000 dólares por jornada, sin contar los medicamentos que se administren, los exámenes complementarios y las pruebas de laboratorio que se requieran para monitorear el estado del paciente.
En el caso del anterior ingreso de Fariñas se le realizaron más de noventa controles de glicemia, se le practicaron sesenta y seis ionogramas para medir los electrolitos en sangre, se le calculó casi a diario la urea de 24 horas para evaluar el gasto nitrogenado de su organismo, más otros tantos electrocardiogramas, radiografías, ultrasonidos, tomografías multicortes, y se le suministró una amplia gama de antibióticos, como vancomicina, ciprofloxacina, gentamicina y rocephin.
Todo eso contrasta, en mucho, con una reciente aseveración de doña Yoani Sanchez, quien afirmaba en su blog que en Cuba “podemos toparnos con el neurocirujano más capacitado de toda la región del Caribe, pero no tiene ni una aspirina para darnos” y que por eso ella se cura “con las plantas que siembro en mi balcón, hago ejercicios cada día para evitar enfermarme y hasta me compré un vademécum por si necesitara auto recetarme en algún momento”.
El arsenal médico invertido en Fariñas, ¿quién lo pagó? ¿El Parlamento Europeo? No, si sus 50 000 euros de premio para el mercenario no alcanzan a pagar ni siquiera la mitad de lo que el Estado Cubano invirtió para mantener con vida a Fariñas, mientras él hablaba en vivo y en directo cada mañana con la CNN para dar de su propia voz su parte médico.
Eso lo pagan día a día el resto de los pacientes de un sistema de salud ya de por sí bastante vapuleado por el bloqueo norteamericano, para además tener que cargar con los caprichos de Fariñas, quien ha dicho que su objetivo es “hacerle el mayor costo político al Gobierno”, mientras otra vez está siendo examinado por médicos de un centro de salud estatal que acuden a su casa dos veces al día, a quienes pidió llevarle al hospital si pierde el conocimiento.
¿Acaso Fariñas donó la más mínima parte de su premio al hospital que una y otras tantas veces le ha salvado la vida? Ni soñando, a este negociante se le ocurrirá cualquier otra cosa, menos dejar ir mansamente el billete.
No hay que olvidar que no hace mucho, tras reportar una detención y supuesta golpiza policial y no poder mostrar tampoco esa vez ninguna huella declaró que golpearon a todos los detenidos, menos a él, pues según él: “no les conviene hacerme un daño que implique mi ingreso en un hospital, porque eso podría contribuir a (que me dieran) un Premio Nobel de la Paz”.
Y ahí está la cosa, ese es el pollo del arroz con pollo: Fariñas ha emprendido la carrera por el Nobel. ¡No os asombréis de nada!

HISTORIAS MÍNIMAS

Ahmel Echevarría
(Una reseña sobre la novela Medio millon de tuercas, Ediciones Loinaz 2010)

No son pocas las personas que luego de morir apenas serán recordadas. Como brizna de hierba es el resumen de su vida. Historias mínimas que se diluirán con el paso del tiempo. Algunas quedarán solo en la memoria de amigos y familiares, en las actas de nacimiento, en los certificados de defunción, en un álbum de fotos o en alguna que otra página de un diario ―basta que una persona los recuerde para que esa “brizna” haya tenido sentido.
Hablo de aquellas personas que no les tocó en suerte el papel protagónico en los capítulos de esa gran novela por entregas que es La Historia. No imagen que pienso en quienes asumieron los roles secundarios, sino en los extras. Medio millón de tuercas (Ediciones Loynaz, 2010), novela brevísima con la que Ernesto Pérez Castillo* obtuvo el premio en la edición de 2009 del concurso Cirilo Villaverde convocado por el Centro de Promoción y Desarrollo de la Literatura Hermanos Loynaz, viene como anillo al dedo para darle el certificado de validez a la tesis de las historias mínimas, La Historia y el hombre común y corriente. Pero en este caso los “extras” tienen el protagonismo. Es cierto, no es la primera novela que apuesta por apropiarse de tales personajes y de un fragmento de su vida ―una vida que parece no tener matices―. Sin embargo Pérez Castillo se atrevió.
Concentrémonos en Medio millón de tuercas; les había comentado que es una brevísima novela. Al aparente cauce principal de la historia —las consecuencias de una entrevista hecha a Paloma (escritora que vive en una provincia del oriente del país) por un torcido reseñista de género (“esto es: un tipo que sabe de libros, y de mujeres, de mujeres que escriben libros que hablan de mujeres, libros que nadie lee, solo él, que los reseña”)— se le unen varios afluentes —la trunca y furtiva relación del reseñista (a la vez personaje principal y narrador de la historia) con Ana (una doctora con la que compartía pocas pero intensísimas relaciones sexuales cada vez que el marido estaba de viaje y cuando tenían dinero extra, ganas de tomar cervezas y lecturas, sabiendo que Ana, cuando llegaba al clímax, comenzaba a gritar: “Michel”); la relación de la Dra. Ana con un obeso y fétido ingeniero cuyo plan es ganar mucho dinero y vivir a todo tren gracias a un proyecto irrealizable (la limpieza de la Bahía de La Habana) y al financiamiento ejecutado por una ilusa pero generosa ONG, plan que logra cumplir —por supuesto, no me refiero a la limpieza de ese gran vertedero en forma de bolsa—; la abortada relación del reseñista con Michelle (atención, cuando escribo “Michelle” también hago referencia al nombre repetido por Ana en cada orgasmo, pero tal como al reseñista la incorrecta pronunciación puede jugar una mala pasada, así que ya saben qué y quién pasaba por la cabecita de Ana en el punto más alto de “la Montaña Rusa”).
Retomemos brevemente la advertencia sobre la inversión de la trama: las consecuencias de una entrevista hecha a la escritora Paloma se desplazarán a un segundo plano y el peso mayor lo tendrán los supuestos afluentes que alimentan a esa aparente historia principal —en especial hacia la relación del reseñista con Ana y al romance de Michelle con el reseñista.
Falta por agregar que el reseñista de género tiene como propósito escribir. Escribir ficción. Escribir un libro. Pero el tema y la ficción se le resisten hasta que... Truncar la frase para generar, en ustedes, el suspense. Suscitar así el interés por la breve novela Medio millón de tuercas, lo que podría traducirse en robarla en una librería o comprarla.
Suele llamarse “firma” a las características de un crimen seriado, de ahí que un asesino en serie tenga una firma propia. ¿Qué relación tiene este detalle con Medio millón de tuercas y Ernesto Pérez Castillo? Me refiero a una noción de estilo. Hay en la estructura de la noveleta escrita por Ernesto un modo de hacer que lo caracteriza, una suerte de firma: tramas y subtramas, estructura coral armada con envidiable claridad y exactitud, una historia rápida y ligera como una volanta de bádminton, ese desplazamiento del peso argumental que ya había mencionado, el adentrarse en los entresijos de la vida y narrar y construir a seres torcidos aparentemente exitosos pero que en realidad son la verdadera cristalización de la derrota (personas que no fueron más que extras en ese culebrón que llaman Vida —o en su versión más refinada: La Historia).

Tomado de: http://www.ahs.cu/secciones-principales/dialogos/dialogos.html

lunes, 6 de junio de 2011

DESTACADOS PINTORES DONAN SUS OBRAS EN SOLIDARIDAD CON EL ARTÍFICE CUBANO AGUSTÍN BEJARANO

Orisel Gaspar

Artistas de todas latitudes se unen en un hermoso acto de solidaridad con mi amigo y hermano del arte el grandísimo pintor cubano Agustín Bejarano.
Con inmensa alegría recibo en mi correo los cientos de mensajes que provenientes de disímiles lugares del mundo han sido y siguen siendo enviados en estos días al pintor y a su familia apoyándoles en la difícil y absurda situación que le toca vivir en estos momentos, mensajes que denotan que cada persona que pasa o pasó por la vida del artista quedó encantada no solo de la grandeza de su obra sino también de la grandeza y nobleza de su alma.
Estos mensajes provenientes de amigos, colegas, profesores, periodistas, críticos de arte, galeristas, escritores, músicos, actores, directores de cine, ex compañeros de estudios, coleccionistas, vecinos o conocidos guardan en sí un valor inconmensurable y son el testigo de la calidad humana de Agustín Bejarano, son la respuesta rotunda a quienes le acusan.
Convencida de que la verdad se impone por encima de los actos malintencionados que se esfuerzan en distorsionarla estaba esperando esta noticia, esta congruencia de buenas energías proveniente de los buenos amigos que Agustín ha sembrado por todo el mundo convencidos de la justeza de lo que defienden.
Como muchos ya conocen una SUBASTA SOLIDARIA organizada en un ir y venir espontáneo de correos, iniciativa que de manera personal y movida por un común sentimiento de hermandad tiene como objetivo recaudar dinero para la defensa legal de Agustín Bejarano y los gastos de su esposa Aziyadé Ruiz Vallejo en Miami se organiza desde FACEBOOK y abre su tienda en Ebay.
La subasta incluye, entre otras, obras de Oscar Rodríguez Lassería (Cuba 1950) Maestro de la cerámica artística a nivel internacional, Nelson Villalobos (Cuba 1956) Pintor, escultor, dibujante y serígrafo, uno de los artistas más destacados de la llamada generación de los ochenta o diáspora cubana, Roberto Valentín Hernández Expósito (Cuba 1950) reconocido Maestro del dibujo, Hortensia Margarita Guasch Padrón Chencha (Cuba 1953), Pintora Autodidacta, respetada Artista Independiente desde 1995, Ángel Alfaro (Cuba 1952) prestigioso Maestro de la pintura y el grabado, Juan Garcés (Cuba 1953) uno de los creadores contemporáneos más importantes en el ámbito del dibujo y la pintura en Iberoamérica y el Mundo, que harán las delicias de los coleccionistas.
La lista de artistas que han donado sus obras continua enriqueciéndose día a día con nuevos nombres cuyo notorio devenir colorea esta cruzada de amor por el prójimo: Ernesto González Litvinov, Deborah Nofret Marrero, Max Delgado Corteguera, Elisa Merino C, Eduardo Rosales Ruiz, Nadia María García Porras, Mizraim Cárdenas, Tai Ma Campos, Michel Mirabal Martínez, Luis Garzón Masabó, Julia E. Valdés Borrero, Orlando Silvio Silvera Hernández, Yuri González Litvinov, Martha Castro, Ghislaine Loyré-de Hauteclocque, Nagy Niké, Ulises González y Roberto Martínez.
En función de esta Subasta Solidaria Pilar Zumel desde la Asociación Cultural Yemayá dona una obra regalo de Aziyadé Ruiz Vallejo expuesta en “El Arsenal”, Arte Cubano Contemporáneo en Madrid, exposición de la que Bejarano y Aziyadé fueron cuerpo y alma a principios de año. La pintora y coleccionista Yasbel Pérez Domínguez también ha donado una obra de su propiedad realizada en 2010 por Agustín Bejarano.
El periodista, escritor, crítico de arte y coleccionista Jorge Rivas Rodríguez se suma a este acto de cariño y confraternidad, cediendo, para la subasta, “una de mis piezas más queridas, no solo porque fue hecha por mi hermano Beja con extraordinario sentimiento y nobleza, sino porque esta pieza es única, no tiene secuencias ni antecedentes en su discurso plástico y la valoro como una “joyita”. Está ubicada en el lugar más visible y más frecuentado por mí en mi casa.” De otro lado Aziyadé Ruiz Vallejo participa con varias de sus obras en el evento.
El maestro Luis Miguel Valdés añade honras a esta Subasta Solidaria haciendo una excepción con el archivo y la colección del Taller La Siempre Habana para poner a disposición una de las placas de cobre de la serie de aguafuertes “Las Coquetas” que Agustín Bejarano hizo en el Taller en México en 2001, pieza cuyo valor excepcional conoce cualquier coleccionista.
Es La Coqueta XII, de la cual se hizo una edición de 50 ejemplares con tal éxito que ya está agotada. La placa se canceló cuando se terminó de imprimir la edición y estuvo durante 10 años exhibiéndose en las paredes del taller, tanto en Coyoacán como en Cuernavaca. Posteriormente se realizó una impresión como “PRUEBA DE CANCELACIÓN”, que acompañará la placa en la subasta, la misma tiene el sello seco del Taller La Siempre Habana y está firmada por Luis Miguel Valdés como Director del Taller y por el Maestro Impresor Samuel Cadena, que participó en la edición en el año 2001.
Se suman para añadir colores y formas que hacen de esta Subasta un compendio de obras exquisito, Noel Guzmán Boffill Rojas (Cuba 1954), uno de los pintores Naif contemporáneos más importantes en Cuba y en América Latina, José Luis Fariñas (Cuba 1972) reconocido internacionalmente como un auténtico maestro del dibujo, pintor, ilustrador y escritor, Gólgota (Cuba 1970), quien lleva a su pintura, con elegante gusto y gran perfección el mundo de la danza y de la música, Caridad Ramos Mosquera (Cuba 1955), una de las más talentosas escultoras contemporáneas de Cuba y Annia Alonso, reconocida artista de la plástica en Cuba y en muchos países.
El escritor, poeta y periodista cubano, subdirector de la revista Revolución y Cultura, José León Díaz, aporta generosamente una obra de Aziyadé Ruiz Vallejo de su propia colección personal para los fines fraternales de esta la subasta.
Porque somos muchos los que apreciamos, respetamos y queremos a Agustín Bejarano junto a su esposa, porque este artista monumental es ejemplo e inspiración para todos los que aprecian la libre expresión y los valores familiares y humanos en el mundo entero independientemente de su postura política este posicionamiento a favor de la justicia, esta SUBASTA SOLIDARIA concebida como un acto altruista exclusivamente fraternal para compradores solidarios de todo el mundo continúa sumando donantes.
A día de hoy un total de 54 obras a subastarse se muestran como promoción en la red a través de facebook y del blog: http://subastasolidariaporagustinbejarano.blogspot.com/
Les invito pues a participar de esta SUBASTA SOLIDARIA que se está realizando en forma on-line gracias al fraternal y generoso aporte de galardonados artistas de amplio currículo y reluciente trayectoria. Además de convertirse en una oportunidad de colaboración esta SUBASTA SOLIDARIA constituye una forma de invertir en buen arte. Todos podemos hacer nuestras ofertas desde esta dirección.
La puerta queda abierta, pasen pues al umbral de este acto hermoso de amor y entrega, de compromiso con el prójimo, por un mundo mejor.
La cuenta de correo electrónico para sumar apoyos a este empeño es

subastadesolidaridad@gmail.com

Muchas gracias. Orisel Gaspar.

http://orisel.blogspot.com/p/agustin-bejarano.html

soy@oriselgaspar.net

Tienda de la Subasta en Ebay:
http://myworld.ebay.com/ituesta/

HACIENDO LAS COSAS MAL

Ernesto Pérez Castillo

(Un fragmento de la novela, de aqui viene el titulo del blog)

La música nos llevaba a aquel lugar. El bar era espantoso, el sonido era horrible y nosotros queríamos hacer algo. Por una vez, desde que nos conocimos, para variar, haríamos algo que no fuera una de nuestras «conversaciones espirituales» –así las llamaba Svetlana–, o meternos al cine Chaplin durante uno de los tantos ciclos de películas neozelandesas, o todo Fellini, o cine independiente iraní.
La idea nos la vendió la propia Svetlana. Teníamos que hacer algo con nuestras vidas. Y para hacer algo, tendría que ser algo grande. Y eso fue lo que lo complicó todo, porque la verdad es que ir al cine varias veces a la semana, invitarnos a comer cualquier bobada en su casa, hablar durante horas con la única condición de nunca –¡nunca!– hablar mal del gobierno ni de nada que viésemos en la calle o sucediera en nuestras familias, dormir juntos los tres de tanto en tanto, era cómodo y era sencillo, y para Rubén y para mí las cosas estaban muy bien así.
A Rubén lo mantenía su mamá, que nunca le fallaba en la mensualidad. Yo lo acompañaba cada día siete al Banco Metropolitano, y sacábamos de su cuenta los quinientos euros que le enviaba la querida señora Rita, a veces desde Roma, a veces desde París, a veces desde Barcelona, y así, según la estación del año y las rebajas de las aerolíneas europeas.
A mí me mantenía Rubén, y eso estaba bien para los dos. Él nunca sabía qué hacer con tanta plata, y yo se la ayudaba a administrar sin que nos sobrara nada a fin de mes. De la última semana se ocupaba Svetlana, invitándonos a sus sopas y sus tés.
Pero tras quince años de amistad y tisanas sobresaturadas de azúcar, el día que Svetlana cumplía sus treinta y tres y la celebrábamos con vino tinto, queso parmesano y palomitas de maíz, de pronto rompió a llorar y nos dijo muy bajo, en un susurro entrecortado por los hipos de su llanto:
–Somos unos mediocres… unos fracasados… nuestras vidas son una mierda…
No encontramos el modo de sacarla de su repentina depresión, y al final nos fuimos cada uno a dormir por su lado. Yo no le hice el menor caso, pues conocía muy bien a Svetlana, pero Rubén se la tomó en serio, y antes de despedirnos me dijo que era cierto, que además éramos unos superficiales, y que mi idea de comprarnos para ese día unos boxers amarillos e idénticos –como si fuera tan sencillo en nuestra geografía dar con algo así– no era sino expresión suprema de mi inmadurez.
A él tampoco le hice caso. Dormí solo en mi apartamento esa noche, y a la mañana siguiente, al despertar, no me sorprendió que al abrir la puerta, tras los timbrazos que me sacaron de la cama, los encontrara allí a los dos, con caras de felicidad.
–Tenemos que hacer algo, y algo grande –dijo Svetlana, y la aprobación que brillaba en la sonrisa de Rubén me confirmó que nuestra amistad había cruzado el punto de no retorno al que nunca debimos llegar.
Pero ese solo fue el principio, y quedaría mucho por delante antes del final, que sería espantoso. Vivir para ver, me dije a mí mismo, y los hice pasar a mi salita, resignado.
El primer signo del desastre fue nuestro desayuno de ese día: kumis natural, nueces secas, croissants de vegetales, un cóctel de frutas frescas –papaya, mangos, plátanos manzanos, piña– y una omelet de queso de las que solo Svetlana sabe preparar. Rubén había malbaratado el presupuesto de dos semanas de mi buena administración.
Y aun faltaba la gran idea de Svetlana, aquello que finalmente daría un sentido provechoso a nuestras vidas. La cuestión, dijo Svetlana, es que somos unos desagradecidos. Según ella, tanto libro leído, tantas horas de universidad, tanto buen cine, no nos había sido entregado en balde. Teníamos el don de la inteligencia, del talento natural, del saber cultivado y, junto a ello, el deber de corresponder al contrato social del que hasta ahora habíamos sido únicamente beneficiarios, por no decir algo peor: usufructuarios onerosos.
Deberíamos dar algo a cambio, y podíamos. Sería una inconciencia y una malcriadez no hacerlo. Dar, y seguir dando después: solo eso justificaría el altísimo nivel de nuestro consumo cultural.
Yo la escuché horrorizado, y Rubén asentía ante cada palabra, cada una más loca que la anterior. Al terminar el desayuno ya teníamos una idea clara, y un plan. Y para ser sincero, añadiré algo más: de ese desayuno yo no probé bocado.
La estrategia era perversa, sino retorcida, pero no dije nada y me dejé llevar. Aparentemente –declaró Svetlana–, lo más fácil es hacer las cosas mal. Y siguió: pero solo aparentemente. Una vez que has aprendido a hacer las cosas bien, es muy difícil, rayando lo imposible, lograr hacer mal cosa alguna. Tienes el cuerpo y el alma entrenados, automatizados, para lo bello, y ya solo serás capaz de expresar en tus creaciones la perfección.
Confieso que entreví una punta de certeza en sus argumentos, sobre todo cuando ejemplificó: ¿se imaginan a Baryshnikov ejecutando mal un salto, tropezando en un desplazamiento? No, eso es algo que Baryshnikov no podría lograr jamás.
Nosotros, que disfrutamos de un alma cultivada en lo bello y un criterio entrenado en la percepción de lo hermoso, solo tenemos un camino para expresar nuestra genialidad: hacer algo mal, genuinamente mal. Y estamos hablando de arte. Así concluyó su discurso Svetlana.
Para los siguientes días solo quedó decidir en cuál disciplina nos habríamos de concentrar. El ballet quedó descalificado desde la primera conversación: la referencia a Baryshnikov fue solo un ejemplo esclarecedor. Nuestros cuerpos no darían para tamaño esfuerzo. Y así seguimos descartando: el cine era, obviamente, demasiado costoso; en las artes plásticas el camino sería demasiado trillado: por disparatada que resultara nuestra creación, siempre encontraríamos un inmediato eco elogioso en la crítica, todo lo contrario de lo que queríamos lograr; la literatura, un proyecto que nos llevaría demasiado tiempo y la probabilidad segura de no lograr nunca que Letras Cubanas entendiera el alcance de nuestra obra como para hacerla llegar a imprenta.
¿Cuál sería el arte aquel, en el cual pudiéramos concretar una obra que resultara amplia y fácilmente difundida y a la vez totalmente desoída por el canon cultural?
La respuesta era obvia: para ser desoídos debíamos hacer música. Para ser precisos, música popular.
Por eso estábamos esa tarde, sentados en aquel bar de mala muerte, en un callejón perdido de la Habana Vieja. Debíamos comenzar por descontaminar nuestros oídos de tanto Bach, tanto Vivaldi, tanto Mozart, tanto Beethoven, tanto Albinioni. Lo mismo con tanto Silvio, tanto Chico Buarque, tanto Fito Paez, tanto Lucio Dalla, tanto Fabricio de André, tanto Ciccio Capasso, tanto Sabina, incluso tanto Tom Waits.
Pero tampoco era cosa de ir directo a nuestro objetivo. Debíamos avanzar, mejor dicho, retroceder, descender paso a paso, con cuidado, lentamente. Por eso nos estaban muy bien las bocinas de aquel bar, que se quebraban con la música de unos muchachitos que según el barman se hacían llamar Buena Fe
–una mezcla perfecta, un híbrido, un cruce de los Bukis con Ricardo Arjona, según Svetlana– que nos serviría para adentrarnos de a poquitos en el submundo de nuestro interés. Eran lo malo, sí, pero pasados por agua.
Una tarde allí, corrida hasta la medianoche, fue suficiente. Eso, y tres botellas de un tinto Penedés que Svetlana supo llevar. Aprendimos que sería mucho más difícil de lo que supusimos, pero ese era el reto, y también el mérito, si persistíamos hasta el final. No era solo cuestión de rimar «vida» con «salida», «futuro» con «seguro» o «libertad» con «individualidad». No. Eso era lograble, con cierto empeño, pero no sería para nada notable.
Para ser la primera vez, ya sabíamos que, sobre todo, debíamos lograr si no que rimaran, al menos que aparecieran en el mismo verso, conceptos que se repelieran entre sí, como los polos magnéticos de carga semejante, y en lo posible, usar palabras de acentuación esdrújula.
Lo principal: no nos servirían de nada términos como «hojarasca», «varados», ni «atisbo». Había que renunciar, por ejemplo, al verbo «otear». La cosa es que tenemos que «aterrizar», así definió Svetlana la cuestión.
Nuestro plan de aterrizaje estaba listo a la mañana siguiente, y con él apareció en nuestras vidas la palabra «cambio». Teníamos que enfrentar algunos «cambios». El primer «cambio»: quedó levantada de inmediato la prohibición de hablar mal del gobierno. A partir de ahora debíamos hablar mal del gobierno todo el tiempo, todo lo que pudiéramos.
Junto con eso, debíamos comenzar a contarnos todo lo que viéramos o escucháramos en la calle cuando no estuviéramos juntos, y comentar también todo lo que sucediera en nuestras familias. El súper objetivo era el mismo: hablar de todo eso y, al final, hablar mal del gobierno, que por default sería siempre el culpable de todo lo que encontráramos que estaba mal. Eso nos daría «material», aseguró Svetlana.
Otro «cambio» era el referido a nuestros teléfonos móviles. Renunciaríamos a nuestros teléfonos móviles, incluso a los inalámbricos dentro de las casas. A partir de ahora solo usaríamos nuestros teléfonos fijos, y los públicos, si es que funcionaban. La verdad es que desconocíamos si los teléfonos públicos servían o no, o si quedaba alguno.
Y un «cambio» más: teníamos que renunciar también a nuestros euros, al menos hasta que concluyéramos el «proyecto». Con eso renunciaríamos a los buenos vinos, a los buenos restaurantes, a las boutiques, y a los shampoos, a los acondicionadores del cabello, a los suavizadores para la ropa, a los detergentes, a los jabones de heno de pravia, a los aceites de oliva, a los quesos, a los yogures, y también a nuestras computadoras, a nuestros e-mails, a nuestra Internet, a la buena vida, en fin… para, como quería Svetlana, «aterrizar».
Comenzaríamos a vivir del arroz y el azúcar de la libreta de racionamiento, aguardar en las paradas por la ruta 222, no tomar otro helado que el helado de Coppelia, después de hacer las tres horas de la cola de Coppelia. Sería un duro aterrizaje, pero era necesario. Todo por el arte.
Para ser el principio, los «cambios» estuvieron bien. Durante una semana tuvimos apasionadas discusiones sobre lo mala que estaba la «cosa», lo mal que «ellos» organizaban todo, lo jodido de la «situación». Pero eran discusiones sobre lo que escuchábamos decir en la calle, lo que hablaba la gente por ahí. Aun no habíamos sentido nada en carne propia, o al menos nada de lo «sentido» había sido digerido al punto de aflorar en nuestras conversaciones, y eso nos era urgente, vital para la creación.
Finalmente una mañana llegó Svetlana con «algo». Después de media mañana de cola en su bodega, porque habían venido los garbanzos de ese mes, tuvo que regresarse a su casa solo con las ganas… apenas dos viejitas antes que ella, se habían acabado los garbanzos. No volverían hasta el próximo mes.
Fue nuestra primera diatriba real contra el gobierno. Svetlana llegó a las lágrimas en su discurso. Rubén la consolaba, como siempre, pobremente: a su bodega también llegaron los garbanzos, pero cuando él se enteró ya se habían acabado, y eso era peor. Ni siquiera se pudo ilusionar con ellos.
Nos conformamos con una tizana de hojas de naranjas, endulzada con el azúcar prieta que alcancé a comprar en mi bodega. No obstante, nos despedimos felices: nuestro «proyecto» comenzaba a funcionar.
La mañana siguiente, en todo caso, desperté con la duda. Tomé mi libreta de racionamiento, fui hasta la bodega, y allí pregunté por los garbanzos del mes. «¿Los qué?» –me preguntó el bodeguero, y siguió– «Blanquito, ¿tú estás fumao, o se te voló el pichón?».
No respondí. Volví a mi apartamento, tomé un bolígrafo y busqué papel pero, al no encontrar ninguna hoja en blanco, terminé cogiendo un periódico Granma para anotar bajo el rojo titular de la última página: «¡se te voló el pichón!».
Entusiasmado, telefoneé a Rubén, y me respondió su contestadora. Colgué, fui hasta la parada, y a los veinte minutos, cuando Rubén me abrió la puerta, sin saludarle, le entregué el periódico con mi anotación manuscrita y fui directo al teléfono en el cuarto. Desconecté su contestadora, enrollé el cable sobre el aparato y volví a la sala.
–¿Qué haces? –me preguntó Rubén.
–Aterrizarte… –le dije, y pregunté a mi vez– ¿ya viste lo que descubrí hoy?
–¿Dónde? ¿En el periódico?
–Si, ahí está, en la última página.
Rubén leyó en voz alta el titular de la contraportada del Granma de ese día:
–«Chavez: nadie detendrá el avance victorioso de Cuba y Venezuela»
–No, no –le rectifiqué–, lee lo que yo escribí a mano…
–Ah… «¡¡¡se te voló el pichón!!!».
Rubén captó la idea al instante. Era nuestro primer enunciado eminentemente popular, lo que Svetlana llamaría, con toda propiedad, «auténtico material».
–¿Y de dónde lo sacaste?
Iba a contarle, pero una sombra me cruzó la mente, una duda que no debía dejar florecer, aunque sabía que igual crecería por sí sola. No quería que nada empañara el momento, el primer fruto de nuestro «proyecto», así que, evadiendo responderle, le dije que nos fuéramos ya mismo a casa de Svetlana.
Ella nos recibió extrañada de vernos llegar sin antes avisarle, y tuve que recordarle que ella no tenía teléfono a donde la pudiésemos llamar…
–Pero el móvil… –comenzó a decir, mas por sí misma recordó ese «cambio» y dejó la frase sin terminar.
Rubén, por ayudarle en el trance, le mostró el periódico para que viera lo que «habíamos» descubierto. A Svetlana le pareció genial, nos besó a los dos y propuso celebrar el hallazgo con un almuerzo rápido.
Mis dudas crecían. Svetlana puso en la mesa un plato de jamón lasqueado, rodajas de pan, y se quedó todavía un rato pensativa frente a la puerta abierta del refrigerador, aunque su cuerpo me impedía ver adentro del aparato, hasta que finalmente lo cerró sin sacar nada más. La «cosa» está malísima, dijo al sentarse a la mesa. A su carnicería había venido jamón… pero malísimo, y solo una libra por persona.
–No pusiste agua –dije, e hice ademán de ir a buscarla, pero ella se levantó de un salto, me hizo señas de que siguiera sentado, y la trajo por sí misma.
Yo solo le di una probadita al jamón. Les dije que estaba desganado, y no comí mas, mientras ellos se atracaban. El jamón era delicioso.
–¿Qué hace una muchacha sin teléfono en casa –soltó de pronto Svetlana, tras el último bocado de jamón–, sin celular, sin poder pagarse un buen vestido o unas cremas decentes, sin posibilidades ni futuro a la vista, en fin, sin dinero?
–Tratar de conseguirlo… –aventuré.
–¡Lucharlo! –me corrigió ella.
–¿Lucharlo? –preguntó Rubén.
Pues sí, Svetlana también había hecho la tarea. Nos contó que pasó la mañana de vidrieras, mirando bien de cerca lo que antes tenía y ahora –por nuestros «cambios»– no podía tener, y espiando las conversaciones de las muchachas que entraban o salían de las tiendas. Así escuchó la palabra «luchar», y mejor aún, logró penetrar y aprehender su concepto profundo.
Ya comenzábamos a acumular «material», pero a Svetlana eso le parecía insuficiente, y estaba decidida a dar un paso más allá. En eso había basado su vida, a fin de cuentas.
Sus padres eran diplomáticos. Llevaban una larga carrera, de embajada en embajada por el mundo, aunque al principio el «mundo» se limitó al mundo socialista. La propia Svetlana nació en Moscú, y de ahí su nombre, pues ni siquiera durante el embarazo la madre pensó en interrumpir su misión. Solo volvían a La Habana en sus vacaciones, pero era gente que no disfrutaba mucho de vacacionar. Y así vivió Svetlana por dieciocho años, de una a otra latitud, hasta que se cansó.
Cuando Rubén me presentó a Svetlana, ella recién llegaba de Reykjavik. Había decidido abandonar a su familia, por una razón muy peculiar: el enorme aburrimiento de estar siempre rodeada de cubanos. Así me dijo. Cursó toda la enseñanza primaria, la secundaria y el bachillerato, en aulitas pequeñas, con los hijos de los otros funcionarios cubanos. Y vivían siempre en edificios de apartamentos junto a los otros representantes de la Isla, y así celebraban sus fiestas, siempre juntos, siempre entre cubanos, los 26 de Julio, los aniversarios de la Revolución, cada Primero de Mayo, cada 28 de Septiembre, los 13 de Agosto de Fidel. Estaba harta, decía Svetlana, de tener tantos cubanos encima. Por eso abandonó a la familia y se vino a estudiar la universidad aquí. En Cuba.
Y descubrió que tenía razón. Descubrió que Cuba era otra cosa. De su anterior vida itinerante le quedaron dos características muy marcadas: la piel más blanca que he visto nunca, y un acento al hablar que no pertenece a ningún lugar, sobre todo a ningún lugar de nuestro país. En consecuencia, entre nosotros, cubana entre cubanos, pasaba por extranjera siempre, algo de lo que Svetlana sabía sacar el partido mejor.
Ahora era el momento de dar el paso siguiente, y Svetlana se lo planteaba así: comenzaría a «luchar», ello daría el impulso final a nuestro «proyecto». Yo preferí no opinar, pero Rubén no pudo quedarse callado. Es una locura, una locura más, otra locura, decía, gritaba, y finalmente balbuceaba él entre sollozos, a lágrima viva. Svetlana lo abrazó, lo acunó en su pecho, y así los dejé esa noche, ella consolándolo y él dejándose consolar.
A partir de ahí, solo un reto sacaba a Rubén de la cama: y era que, cuando reencontráramos a Svetlana, tuviéramos «material» valioso del cual enorgullecernos. Me las ingenié para trazarnos un itinerario que ni por asomo cruzara la ruta probable de ella. Así exploramos cada Mercado Artesanal Industrial de la ciudad, la Terminal de Ómnibus Nacionales, la Estación Central de Ferrocarriles: cada uno de esos sitios nos pareció un universo en expansión, otro país dentro del país, y qué país... Era como viajar a provincias y más allá, o incluso mejor, pues no teníamos que llevar equipaje, y con solo unos pasos podíamos retornar a la normalidad.
Colectábamos «material» a las dos manos, y supimos que teníamos suficiente una tarde, a la caída del sol, en que le propuse a Rubén tomarnos un descanso y una cerveza, y él me dijo:
–Ok, pero la pagas tú, que yo estoy más atrás que los cordales…
Lo dijo y rompió a reír y yo a reír con él, pues eso de «estar más atrás que los cordales» no solo era excelente «material», sino que le había brotado con total fluidez, absolutamente natural, y ello era signo de que no solo acumulábamos, sino que además digeríamos lo acumulado. Cada vez estábamos más cerca de poder hacer nuestra canción.
No habíamos terminado nuestra cerveza cuando vimos a Svetlana. Iba del brazo de alguien de pelo ensortijado con iluminaciones rubias, piel muy tostada, un metro ochenta y tantos, sandalias de cuero curtido, bermudas beiges, camiseta clara de algún color pastel. Ella no nos vio, o hizo como que no nos vio, pero Rubén se le quedó mirando hasta que se perdieron de vista en un Hiunday Sonata. Habían sido cinco semanas sin ella.
Llegó Papá Noel, dijo Svetlana cuando abrí la puerta, la siguiente mañana. Me abrazó, me besó en ambas mejillas
–costumbre que tenía antes, cuando acababa de llegar de Europa, y que en esos días había recuperado con su nuevo «novio» francés– y me preguntó por Rubén, que le señalé, aun dormido en el sofá-cama de mi sala. Fue hasta él, se acurrucó a sus espaldas, y comenzó a cantarle muy bajo una canción de Björk, hasta que le despertó.
Con ella traía dos maletas enormes, y allí mismo en la sala las abrió. Había de todo, y todo era muy kitsch. Abundaba el dorado sobre colores ya subidos de por sí; rótulos enormes y bien visibles, a pecho entero, de marcas famosas, pero falsas en cada caso; en general, nada era apropiado a nuestro clima. Es la moda, dijo Svetlana, la moda que las «arrebata» a «ellas», así dijo.
Revisamos cada pieza, las modelamos y nos reímos mucho esa tarde, y nos bebimos un ron envasado en cartón que Rubén y yo jamás hubiéramos probado, de no ser por nuestro «proyecto». Y entre el ron, que al final no estaba del todo mal, y la alegría del reencuentro, y las anécdotas que nos traía Svetlana, nos fue cayendo la noche, y dormimos juntos y apasionados otra vez, como hacía mucho, y presintiendo yo que sería nuestra última vez.
Al amanecer lo supimos. Svetlana se nos iba. No será mucho tiempo, aseguró. Su «novio francés» la invitaba, y a ella le parecía lo mejor para el «proyecto». Llevaré las cosas hasta el final, nos dijo, y tendremos la experiencia completa, el know how total de la «lucha».
No nos volvimos a ver los tres, aunque Rubén y Svetlana pasaron juntos cada día, hasta la noche en que le tocó partir. Rubén me llamó, y me pidió que yo la acompañara al aeropuerto, que él no quería, que él no podía ir.
Tomamos un taxi Svetlana y yo, y ella no paró de hablar en toda la carretera. Sin escucharme, y además yo no tenía nada que decir. Solo al llegar al aeropuerto hizo silencio. Sacó un billete de cincuenta euros y me lo quiso entregar, pero me rehusé, todavía no sé por qué. Entonces nos abrazamos antes que ella cruzara los controles de emigración, me dijo adiós con la mano, y la puerta metálica se cerró tras ella. No creo que haya llorado.
Desde el aeropuerto llamé a Rubén, pero me respondió su contestadora. Decidí romper las reglas, y tomé un taxi, para llegar a su casa lo antes posible. Lo encontré en la cama, bocabajo, vomitado. Las últimas píldoras se veían casi enteras entre la bilis.
La policía me mantuvo retenido varios días. Estuve más solo que nunca en aquella celda, y allí escribí la canción. Pero me salió buena.