martes, 16 de agosto de 2011

JERZY GROTOWSKI, CENTRO HABANA, JUANCITO Y YO

Ernesto Pérez Castillo

Si Manuel Navarro Luna escribió: “No os asombréis de nada, es Santiago de Cuba”, pudo hacerlo por una sola razón: al parecer el poeta no conoció mi Centro Habana.

Y aquí vengo a demostrarlo. Cuando en el verano de 1990 todo se empezó a acabar, yo cumplía uno de mis sueños más soñados: ser desmovilizado del Servicio Militar. Desde principios de año me había enterado que existía un lugar llamado Instituto Superior de Arte y me había presentado a los exámenes de admisión, queriendo estudiar lo único que no se estudiaba en el ISA: guionista de cine.

En el gimnasio de la Facultad de Teatro, y de pasada, vi a un viejito que barría el tabloncillo, ataviado con una bata de barbero, según me pareció. Le di los buenos días, y seguí de largo, mientras observaba su empeño en adecentar el lugar.

Luego, al comenzar las entrevistas a los aspirantes, me sorprendió que fuera precisamente aquel conserje de limpieza quien me fuera a entrevistar. Y es que no era el conserje ni la cabeza de un guanajo, ignorante de mí, sino que era ni más ni menos que el maestro Vicente Revuelta, casi que el padre del teatro cubano.

Mi entrevista debe haber implantado un récord: duró exactamente lo que tarda una pregunta corta y una respuesta más corta aun. Me preguntó Vicente: “¿A ti por qué te interesa el teatro?” y yo le respondí “No, el teatro no me interesa”. Vicente me miró, y con su sonrisa suave me dijo: “Entonces hemos terminado”.

Y ese habría sido el fin de mis estudios teatrales, de no ser por lo cabezón que soy. Que yo no había ido hasta allí por gusto. En primer lugar, el sitio me fascinaba: una construcción de ladrillos rojos, con cúpulas sorpresivas en medio de una vegetación salvaje, más abandonada que exuberante –tan parecida al patio de mi casa– y, no está de más decirlo, me quedaba relativamente cerca y podría ir caminando todos los días hasta allí.

Así que antes de dar por concluida la conversación, aun le dije: “Yo lo que quiero es ser guionista de cine, y traje una película que filmé”. Sin darle tiempo a nada, saqué de la mochila mi proyector y lo comencé a armar.

Antes de seguir, vale la pena un par de aclaraciones. Cuando digo “mochila” me refiero a mi mochila de soldado, pues entonces aun yo era militar, y de hecho me había presentado a las pruebas con mis botas sucias y mi uniforme de campaña, que debía ser verde pero después cuarenta meses de subir y bajar lomas al sol y dormir a la intemperie bajo los aguaceros de febrero ya era gris.

Siempre me he preguntado qué habrá pensado el maestro al ver ante sí a aquel soldadito pelado al rape, sacando de la mochila que llevaba al hombro un proyector ruso de 16 milímetros. Lo que fuere que haya pensado el maestro, el caso es que me invitó a mostrarle la película, y eso me salvó.

Así las cosas, en septiembre, el día que comenzaría mis estudios de arte teatral, me despertó Radio Reloj con la noticia de que el gobierno cubano declaraba el inicio del periodo especial. Yo no preocupé ni mucho ni poco con semejante anuncio, pues para mí el tal período había comenzado desde hacia cuatro años atrás, cuando dejé los estudios de cibernética en la Universidad de La Habana y comencé a vivir con los siete pesos de mi paga de soldado.

Pero todo lo anterior es solo la introducción del cuento que de verdad quiero contar, y que tiene que ver con que ya comenzado el curso, Vicente nos dividió en cuatro grupos, cada uno de los cuales se dedicaría a la investigación de los métodos de creación del ruso Konstantin Stanislavsky, el alemán Bertolt Brecht, el italiano Eugenio Barba, y el polaco Jerzy Grotowski. En ese último, el grupo de Grotowski, caí yo.

Lo que de verdad quiero contar es que unos meses después, visitando a mis hermanos que aun viven en Centro Habana, y conversando como se conversa en aquel barrio, esto es, en la puerta de la calle –nótese de paso que allí no se dice “la puerta de la casa” sino “la puerta de la calle”–, como casi siempre, apareció Juancito con otro cuento de Pepito.

Juancito, el verdadero protagonista de esta historia, que no yo, es un mulato altísimo que nunca fue flaco, ni siquiera en lo peorcito del periodo especial, y quizá ello se debiera a que siempre se estaba riendo y sobre todo, siempre estaba haciendo reír a los demás. Así que, cada vez que aparecía caminando por la acera, los demás le abríamos espacio y cerrábamos la boca, sabedores que él nos miraría a todos antes de decir: “¿ya se saben el último cuento?”

Esa tarde nos hizo el cuento de ocasión, y luego se volvió hacia mí, y al verme por fin otra vez mal vestido, pero vestido de civil, me dijo: “Chama, que bueno, al fin botaste del verde”. Y a seguido me preguntó qué estaba haciendo.

Le dije que había comenzado a estudiar en la universidad. ¿En qué universidad?, me preguntó. En el ISA, le dije. ¿En qué carrera?, terció. Teatro, le contesté. Y entonces vino la mundial, me presionó: “pero… teatro qué, cómo es la cosa, qué hacen ahí?”

Uff, tuve que pensármelo dos veces antes de responder. Podría haberle dicho que estudiaba las técnicas de Jerzy Grotowski, el creador del método del teatro pobre, un modo de trabajo que más se centraba en el proceso del actor que en el público –Grotowski, por ejemplo, había dicho que trabaja no para el público, sino pese al público. Un asunto más bien antropológico, donde la cosa teatral era usada solo como herramienta, como instrumento de investigación. Podría, sí, haber dicho eso, si no fuera por mi temor de que Juancito no me entendiera ni papa y se quedara regao como un chino.

Así que cortando por lo sano, preferí decirle esto, más o menos: “asere, es una moña ahí rara, medio loca, con muchas muecas y muchas murumacas” y, mientras le “explicaba” el método de Grotowski, contorsionaba mi cuerpo, expandía y arremolinaba mis brazos, dejaba escapar mi voz de manera gutural, para ilustrarle de qué iba el asunto.

Juancito me vio hacer aquello, meditó un segundo para dentro de sí, y de pronto se le iluminó el rostro y me soltó: “Ah, coño, una onda grotowskiana, ¿no?”

–Sí, exactamente eso –fue todo lo que mi vergüenza me permitió responder.

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