Ernesto Pérez Castillo
La única persona realmente famosa, lo que se dice famosa, de mi familia fue mi papá, que llegó a ser mencionado en algún libro de Enrique Núñez Rodríguez. Que sí, que mi papá es ni más ni menos que el “Ricardito el bizco”, sobre quien el conocido escritor alguna vez comentara.
Bueno, quizá mi papá en verdad nunca fue famoso, pero lo cierto es que se mandaba un bizco que se mataba. Por ahí anda una foto suya, como a los doce años, mirando a la cámara (iba a poner “mirando fijo a la cámara”, pero eso sería mentir, porque mi papá no podía mirar fijo a ninguna cosa, siendo que entonces tenía un ojo comiendo mierda y el otro jugando a la pelota), y yo jamás pude ver esa foto sin caerme a carcajadas.
De su bizquera yo supe precisamente cuando descubrí esa foto adolescente, pues luego lo operaron y ni rastros de aquello le quedó, solo la memoria.
Y así, esa bizquera fue solo un recuerdo risible. Incluso en la consulta de genética, cuando Patricia tenía apenas unos cuatro meses de estar creciendo en la panza de su mamá, y preguntaron por enfermedades o malformaciones en la familia, solo mencioné aquel detalle de pasada, vaya, como para que no se me quedara nada por dentro.
Para entonces mi primer hijo ya tenia cuatro años, y de bizco nada, lo mismo que mis sobrinos y mis hermanos. El único bizco de la familia había sido siempre mi papá.
Entonces, unos cinco meses después, cuando miré de frente a Patricia recién salida del cálido vientre de su mamá, yo todavía vestido de verde hospital en la helada la sala de parto, y la miré a sus ojitos ya abiertos, descubrí dos cosas: tenía los mismos ojos azules de su hermano Sebastian, y tenía la misma puñetera bizquera de su abuelo.
Coño… que el viejo muriera humilde y digno como vivió toda su vida, eso lo podía aceptar… pero que la única herencia que nos legara fuera aquella bizquera… eso ya era harina de otro costal.
El caso es que esa bizquera no afectó ni mucho ni poco la alegría que Patricia trajo con ella bajo el brazo, también por la certeza y la tranquilidad de que había nacido en esta isla, tan maravillosa y única como su cielo tan libre y azul.
Lo jodido a partir de ahí fue la tanda de consultas médicas, que la mayoría corrieron a cuenta de su mamá, y el imposible de pretender que una bebé de meses haga ejercicios con un ojo teniendo el otro tapado. Inténtelo.
Pero hay gente cabezona en esta vida. Yo soy uno de ellos. Otra más cabezona es la mamá de Patricia, que le colocaba los parches oftalmológicos que le entregaron en el hospital, y se jamaba una hora por día en aquello.
Y los servicios de salud en Cuba son gratuitos, sí, pero cuestan. En nuestro caso lo más costoso, lo más difícil, fue entrar a aquel lobby del tercer piso del hospital oftalmológico para enfrentar la multitud de padres con sus hijos allí aglomerados.
Nunca imaginé que hubiera tantos niños con problemas semejantes, y los más eran los peores, que llevaban años de tratamiento, de varias operaciones correctivas, de mucha perseverancia médica y familiar.
Cada consulta representaba dos, tres, a veces más horas de espera, hasta entrar al cubículo de la Doctora Tessi, quien seguramente al graduarse de médico hizo el Servicio Social en un Central Azucarero, porque más dulce no podía ser. Y profesional, y segura de sí.
En enero llegó el gran momento. Patricia debía llegar al hospital en ayunas, subir a solas con su mamá en aquel elevador que esa mañana se me antojó más frío y más gris, y enfrentar la terrible lotería de la anestesia general para su operación. Tiempo estimado: veinticinco minutos.
En veinticinco minutos, si su hija de poco más de un año está bajo el bisturí de un cirujano, usted puede hacer muchas cosas. Por ejemplo: levantarse de su silla en la sala de espera y bajar los cinco pisos por las escaleras y cruzar a la acera de enfrente a tomarse eso que los vendedores por cuenta propia anuncian como café, fumarse allí mismo un cigarro y luego subir de nuevo, saltándose los escalones de dos en dos, y preguntar si la operación aun no terminó. De hecho, puede hacer eso mismo siete veces seguidas.
Finalmente se abrió la puerta del elevador, y allí apareció la mamá de Patricia, llevando a la pequeña en sus brazos. Los ojitos de Patricia, lo primero que busqué, húmedos, inflamaditos, y mirándome recto, muy recto, como nunca antes me miró.
Un mes después, en la consulta del postoperatorio donde definitivamente le darían el alta, la Doctora Tessi (que no lo dije antes, pero fue ella misma la cirujana que puso en su lugar los ojitos de mi bebé) confirmó que todo estaba bien.
Y si alguien leyó todo esto esperando que en algún momento yo me bajara con la muela bizca de que solo en Cuba es posible acceder a tanta felicidad de manera gratuita, se va a coger el culo con la puerta.
Lo que es yo, jamás me preocupé de averiguar cuánto costarían en otro país las consultas especializadas, los procederes médicos, el material quirúrgico, el equipamiento de alta tecnología con que está equipado aquel hospital. Bastante preocupación tenía ya, y esa era suficiente, con saber que una demora en iniciar ese proceso podría representar la perdida de importantes funciones en la visión de Patricia. No estaba en juego solo su apariencia externa, sino su modo de apreciar la realidad, su desempeño cognitivo y su desarrollo psicológico armónico y pleno.
Así que a mí, de cuánto costó aquello, ni me hablen.
Porque además, lo más probable es que si alguien pone delante de mis ojos una factura con los costos totales de ponerle a Patricia los ojitos en su lugar, entonces, seguramente, quien se quedará bizco soy yo.
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