Gerardo Hernández Nordelo
Ernesto
Pérez Castillo
Mi
abuela Andrea –por más señas Andrea Clark, que en realidad no era abuela sino
bisabuela mía– vivió desde mucho antes que la conociera y hasta el último de
sus días en el tercer piso de un edificio que aun no se ha caído del todo en la
calle Merced, en La Habana Vieja.
Allí
la vi siempre, en su cuarto, siempre sentada en su sillón, el pelo no canoso
sino gris, sus espejuelos de cristales pesados y aquellos lóbulos de las
orejas, largos muy largos, de los que pendían siempre, infaltables, los aretes.
Entraba
a su cuarto y ella, a sus más de noventa años, se me quedaba mirando como si de
verdad me viera, y adivinaba… ¿tú eres el menor de Georgina? Sí… tú te llamas
Ernesto… tú naciste en marzo, el día dieciocho.
Era
un ritual. Para alguien que sumaba un número impensable ahora de hijos, nietos,
biznietos y hasta tataranietos –que los tuvo– aquel derroche de memoria era un
signo tremendo de vitalidad.
Nació
Andrea en Matanzas, en el pueblito de Camarioca, en 1889, seis años antes de
que comenzara la guerra de Martí, y en la cual combatió el que luego sería su
esposo y a quien no conocí, Plutarco.
Ahí
comenzaron a enredarse las cosas en mi familia, pues terminada la guerra
–entiéndase: frustrada la independencia por la intervención yanqui– ese
bisabuelo mío fue tajante y nunca de los jamases aceptó la pensión de veterano
pues, decía: “yo no fui a la guerra por dinero, sino para hacer a Cuba libre”.
Así
que, en aquella Cuba “libre” mi abuela dio de comer a sus hijos lavando en las
casas de los ricos, y para eso iba desde La Habana Vieja hasta el reparto
Almendares –qué sé yo, siete, ocho kilómetros de ida y vuelta– caminando, para
ahorrarse los ocho centavos del tranvía.
De
mi bisabuelo no conozco mucho, pero sé que alguna vez escribió un libro de
versos y que incluso lo publicó, pagando por supuesto la impresión. No vendió
ni un solo ejemplar, aunque sus versos no eran tan malos. Yo los he leído.
Lo
poco que sé de mi bisabuelo, yo mismo me lo invento. Resulta que uno de sus
hijos, el primer comunista de la familia, un buen día se fue a España, a luchar
por la república con las milicias internacionales. La parte que me invento es
esta: ¿qué habrá sentido ese viejo al saber que su hijo se iba a la guerra, a matar
y quizá a morir, justo a la mismísima España contra la cual él había luchado
con el machete en la mano?
Esa
pregunta me obsesiona desde que conocí la historia en mi adolescencia. Por años
íbamos cada día de las madres a la casa de Andrea, a celebrarle el cumpleaños,
hasta que caí en la cuenta de que algo raro había escondido en el asunto, pues
de ninguna manera el día de las madres, que cambia de fecha cada año, podía caer
siempre en el día del cumpleaños de mi abuela.
Pregunté,
y mi madre me contó de aquel tío abuelo que se fue a la guerra civil española.
En algún combate fue herido, una herida de nada, apenas una cicatriz que habría
de servirle para fanfarronear algún día frente a sus nietos, quizá así lo pensó
en su momento. Y me dijo también mi madre que convaleciente, internado en algún
hospital de campaña, una tarde –una noche, una mañana, para el caso da igual–
salió al patio a fumar y allí recibió el disparo mortal del francotirador que
lo habría de matar.
José
Manuel Fernández Clark, así se llamaba, así lo voceó el cartero que llamó a la
puerta de Andrea, a entregarle el telegrama oficial que le anunciaba la muerte
de su hijo. La noticia, ya de por si terrible, venía a empeorarse por una
aciaga coincidencia: el día que trajo aquella noticia era justo el día en que
Andrea cumplía años. Por eso, desde entonces, nunca jamás pudo nadie
felicitarla en su cumpleaños. Por eso, la familia toda se reunía en el día de
las madres a mimarla.
En
esto he pensado, durante todo el día, desde que supe que hoy 4 de junio Gerardo
Hernández Nordelo cumple cuarenta y siete años. La verdad, me habría gustado un
cuento mejor para felicitarlo, pero no sé si eso a él le habría gustado.
A
mí la cosa de los cumpleaños, me da cosa. Por eso me atengo al consejo que
alguna vez me dio Vicente Revuelta, mi maestro: cuando vayas a regalar, regala
aquello que sea para ti de veras importante, irremplazable, eso es lo único que
hace valioso un regalo.
Y
eso es lo que aquí y ahora hago.
Gerardo:
te regalo no este cuento que he contado, tampoco te regalo el recuerdo que
tengo de mi tío abuelo herido en combate y después asesinado, sino que te lo
regalo a él mismo. Te regalo al gigante que desde mi infancia me acompaña, te
regalo al comunista que se fue tan lejos a dejar sus huesos que nunca
regresaron, te regalo al hombre que vivió como quiso y combatió por lo que
quiso y murió por lo que quiso. A él, a José Manuel vivo y entero te lo regalo.
Para mí, saber que había conmigo alguien así, sangre de mi roja sangre, siempre
me ha servido de mucho. A ti, allí donde estás, quizá también te sirva de algo.
6 comentarios:
Excelente trabajo periodístico. Soy seguidora de tu blog. Un abrazo dde Pinar del Río
http://oasisdeisa.wordpress.com
isa, gracias mil por el elogio, llegue a ti mi abrazo
bello Ernesto!!!...que mejor regalo para otro gigante!...Felicidades a Gerardo tambien
Oye, ñinga Gerardo, tu socio J.E. Lage, asume y di algo.
Ernesto describiste muy bien a mí abuela Andrea en tu relato y aprendí varios datos de la familia que no sabía.
Disfruté de tu relato.
Gracias.
gracias por tus palabras, Ruth...increíblemente, te recuerdo, visitaste mi casa de Centro Habana, a mis seis o siete años...recuerdo la emoción y el cariño de mi mamá al recibirte...un abrazo para ti!
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