Ernesto
Pérez Castillo
Como
siempre, los artistas ven más y ven más lejos. Ponen su pupila incluso en
aquello que ni siquiera ellos ven, mas quieren ver, sedientos siempre como
nadie, necesitados siempre como ninguno.
En
una tarde de sábado, me paseé el Malecón de esta Habana, que también desde las
Artes Plásticas es una ciudad sitiada por la bendita circunstancia del agua por
todas sus esquinas, el agua en todas las visiones, el agua en el corazón y el
agua en la mirada, el agua fresca y límpida en las ganas que nos atraviesan.
Y allí, junto al muro del Malecón, me
sorprendió el mar multiplicado, el mar tranquilo donde siempre y el mar
duplicado donde nunca, el mar a ambos lados del muro que de pronto no separaba
más la tierra de las aguas sino que apenas era la frontera física y visible
entre el mar de allá y el mar de acá, la fina línea ilusoria que confronta el
mar exterior y ajeno con el mar nuestro, nuestro mar interior con sus borrascas
y sus atardeceres de paz, el mar ajeno con el más ajeno horizonte, el mar de
los muertos y el mar de los vivos, el mar que nos duele y el mar que nos mata, el
mar por donde llegamos todos –todos– lo que vivimos esta isla, y ese otro mar
de pronto sobre la misma isla al que nunca podremos develar.
Más
adelante, también frente al mar, era el cercado roto por el vuelo. La huella
dejada en los alambres por el pájaro que voló. El testimonio de la estampida.
Me detuve, me quedé a observar, casi contando todos y cuantos hilos del metal
se dejaban ver, quebrados, doblados sobre sí. Y seguí mirando, y escuché las
conversaciones de los que cruzaban junto a mí, sintiendo que faltaba algo en
aquella alambrada vencida. Era eso: a la vista queda expuesto el daño en la
alambrada, de eso hablaban todos. Faltaba lo principal, y faltaba a gritos: los
daños sobre el cuerpo que huyó, los surcos que cada alambre vencido dejó en la
piel abierta del pájaro.
Si
aquel pájaro buscaba al cielo sobre el mar, inmediatamente otro artefacto
buscaba el mar en el mar mismo, se adentraba en las aguas, viajaba –proponía
viajar– a otra Cuba más allá de Cuba, a una Cuba nueva bajo las aguas, a la que
solo es dado llegar en la inmersión, con las artes del batiscafo y las
sofisticaciones de lo submarino. La idea viva de cruzar las aguas, ahora desde
la inventiva del viaje a motor, de llevar el animal terrestre y amaestrado a
soñar un viaje seguro, un viaje sumergido en la más moderna tecnología aplicada
a la más obsoleta maquinaria de combustión interna.
Y
de pronto la nada, lo efímero, lo fugaz del viajero que pasa, se detiene frente
al muro, y junto a él otro paseante, y otro, y otro, la masa, la sensación
grupal de la noche y los atardeceres, la vista fija mirando al mar.
Mirando
tanto mar, tantas provocaciones, comencé a entender el juego latente en lo
primero que vi, y que aun no menciono: la propuesta de Glenda León. Lo suyo no
estaba frente a las olas del Malecón sino antes, al interior de los patios del
edificio Focsa, justo en la piscina aquella, justo alrededor de las aguas.
Simple:
la piscina deliciosamente llena, la gente en ella pasando el rato, los adultos remojándose,
saludando a los amigos que llegan al lugar, los niños en el mojarse, en el
retozo, en el saltar a las aguas.
A
un extremo de la piscina, sobre el piso, una impresión gigantesca de un mapa de
Miami. Al otro extremo, la reproducción a igual tamaño de un mapa de La Habana.
En medio, la gente.
Era
tan agradable la imagen, que no podía pasar de ser un sueño –Sueño de verano,
así le ha llamado Glenda–, y quizá sea un sueño que algún día sea real.
Y
es que no tiene sentido que el mar que tenemos en medio nos separe, pues fue
siempre el mar quien unió a los distantes, las aguas fueron siempre el camino
más rápido a atravesar.
La
relación natural de dos pueblos que viven costa con costa es el contacto
permanente, el visitarse, el saber al otro que está al otro lado. Qué decir
entonces si son dos geografías interpuestas para uno y el mismo pueblo.
En
eso pensé después, muchas obras después, frente al mar, recordando las aguas de
Glenda. Eso soñé. Eso quise. Un mar tranquilo y navegable, amable y besable, un
mismo mar para los que están, para los que se fueron y para los que eligen el
ir y el venir antes que el estar.
3 comentarios:
No te hagas más el crítico de arte y critica a tu socito Lage, mercenario del imperio en Diario de Cuba.
Muy buenoooo!!!!!!
Muy buenoooo!!!!!!
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