sábado, 29 de enero de 2011

MEDIO MILLÓN DE TUERCAS (otro fragmento)

Ernesto Pérez Castillo

Ana terminó el preuniversitario con las peores calificaciones posibles, pues gastó los tres cursos detrás de cuanto muchacho le pareciera interesante.
Para Ana, en ese entonces, un muchacho interesante era cualquier idiota que midiera por encima de un metro con ochenta centímetros –ella media sobre el metro con setenta y tantos–, tuviera siempre el uniforme estrujado, las botas sucias, y se supiera no menos de ciento cincuenta canciones de Silvio Rodríguez y otras tantas de Pablo Milanés.
De ser posible, el idiota debía ser capaz de acompañarse con una guitarra. No necesariamente tenía que estar bien afinada, ni la guitarra ni la voz del idiota. Y que fuera blanco.
Así recorrió los rincones de su escuela, de arriba a abajo, y a ella la recorrieron de abajo a arriba todos los idiotas de aquel internado. Y todos la dejaron, pues, casualmente todos eran hijos de papá, que tenían dinero siempre, y siempre todos tenían otra novia con la que se casarían, que nunca era una muerta de hambre como sí lo era Ana.
Al final, con aquellas notas miserables en su expediente académico, solo podía aspirar a realizar estudios universitarios donde lo hacían los peores graduados del país: en la facultad de medicina.
La medicina le gustó. Desde que puso un pie en el primer hospital, con su bata blanca, y sus manos tocaron el primer paciente que la miró confiado en que le curaría, sintió que pese a todo, ella tenía algo bueno que entregar a los demás.
Su vida amorosa continuó siendo un desastre, acostándose con tipos que solo veían en ella un culo delicioso, pero ni en las peores depresiones faltó a una conferencia, ni se ausentó jamás a sus prácticas, aunque llegara con ojeras y aliento saturado de alcohol. Y nunca se quedaba dormida.
Si no logró ser la mejor graduada de su promoción, fue porque aunque se acostara con cuanto hombre –idiota o no– le pasara por delante y le llamara la atención, jamás se le cruzó por la cabeza sacar provecho de ello. Por eso cuando el decano, un mes antes de la graduación, le propuso pasar una noche juntos, a cambio de lo que ella quisiera, Ana le abrió la portañuela, le sacó la pinga, allí mismo en el decanato, se la manoseó hasta que se la puso dura, y le dijo:
–A ver si aprende que no hay que pagar por lo que puede ser gratis, idiota.
Y allí le dejó, con la pinga tiesa, y allí dejó también cualquier esperanza de una buena ubicación laboral, aunque solo se dio cuenta de eso cuando se presentó en el consultorio al que la destinaron.
No era un hospital. Ni un policlínico. Ni siquiera una casa del médico de la familia. Nadie sabía en verdad qué era, ni qué haría ella allí.
Lo único en aquel container metálico al que fue a parar, que parecía tener alguna relación con Ana o con la medicina, era una cruz roja y desproporcionada, pintada a mano en la puerta. Solo ese pedazo estaba pintado en aquella puerta, que se estaba cayendo, cubierta por el óxido como el resto del container.
De hecho, la cruz roja la estaban pintando justo cuando ella se presentó. Quien la pintaba era el Ingeniero Jefe del Taller de Producciones Varias, del Departamento de Montaje, de la Brigada de Ensamble, de la Empresa Constructora Número 5, del Ministerio de la Industria Pesquera.
–¿Usted es la doctora? –le preguntó el ingeniero, limpiándose los restos de pintura roja sobre el pantalón.
Ella lo miró, no dijo nada, y él volvió a hablar:
–Usted debe ser muy buena persona, cuando la han castigado a trabajar aquí.
El ingeniero no dijo más. Le dejó franco el paso, y le mostró lo poco que había dentro del container, aparte del mucho calor: una mesa de madera que alguna vez fue blanca, un par de sillas de metal, y un archivo gris.

lunes, 24 de enero de 2011

WIKILEAKS: NUEVAS EVIDENCIAS DE LA RELACIÓN ENTRE YOANI SÁNCHEZ Y LA SINA

Ernesto Pérez Castillo

En el último año, y poco más, la multipremiada* blodeguera Yoani Sánchez ha sembrado la confusión y el caos entre sus seguidores, al punto de que no se cuentan en pocos los que decidieron eliminarla de sus listas de seguimiento en Twitter, no ser más sus amiguitos en Facebook –cerrando incluso las puertas y ventanas de sus casas si ella estaba cerca–, y ya no le contestan cuando el número de Yoani es el que aparece en el identificador de llamada de sus teléfonos.
Y no es para menos. El asunto es que Yoani lleva meses enfrascada en su cruzada personal contra el mercado negro en Cuba, y ha chivateado por turnos y de uno en fondo cuanto negocio imaginan sus coterráneos para saltarse las dificultades del día a día.
Así, cuando la gente quiso ver algo más que el victorioso noticiero de la televisión y se inventaron un sistema para decodificar las señales de la televisión satelital y poder verla de gratis en La Habana, ahí apareció la muy Yoani denunciando con pelos y señales cómo funcionaba el asunto. Total: muy pronto comenzaron a aparecer en Centro Habana unos carritos con antenas que recorrían las calles detectando a los ilegales, y la gente tuvo que retornar a la Mesa Redonda y la novela brasilera.
Luego a Yoani le dio por las cervezas. Ella, que bebe tanto, entre una y otra Bucanero pudo percatarse de que las latas solían tener unos punticos en el fondo, ya azules, ya verdes, ya rojos, e intrigada por la cuestión tiró del hilo hasta el ovillo y descubrió el mecanismo por el cual los vendedores diferenciaban su propia –e ilegal– mercancía de la estatal.
Eso la crispó en lo más hondo de su delgado ser, y comenzó a denunciar en su blog y en Twitter la patraña de los gastronómicos que con tan malas mañas defalcaban al pueblo trabajador, y sobre todo a la propia Yoani que, aunque ella no trabaja ni cosa que se le parezca, si se bebe todas las cervezas que puede y a las que el pueblo no alcanza.
Cuando se le pasó la resaca, la cogió con los vendedores de música pirateada. No se limitó a denunciar que esos tipos se pasan el copyright por el tiro de las bermudas prelavadas, sino que fue más allá y en su imaginería calenturienta comenzó a cantar que allí “una buena parte de ellos tendrá, además de la oferta visible, otro anaquel escondido, sólo para clientes muy confiables, para satisfacer a los inquietos buscadores de lo prohibido”. Más claro ni el agua: según Yoani, allí se comercia pornografía y quién sabe qué más. Horror y misterio. Y fue ella, ella sola, quien echó para la candela a los piratas.
Y ya que Yoani se muestra empeñada y decidida a joderle la bolsa y la vida a todos los proveedores de placer (música, cervezas y televisión), lo siguiente que se le ocurrió fue chivatear también a los vendedores de Habanos clandestinos, y arremetió con igual ímpetu contra ellos desde su blog.
El colmo es que ahora, con el inicio del tendido del cable de fibra óptica que enlazará a Cuba con Venezuela y redundará en el aumento hasta 3 mil veces de nuestra velocidad actual de transmisión de datos, imágenes y voz, ya anda Yoani despetroncada, poniendo el parche antes que se abra el costurón, con su alerta: “con autorización o sin ella, las horas de conexión se pondrán en venta, a remate”, y con ello “las conexiones piratas aumentarán, el mercado negro de filmes y documentales se nutrirá de esos megabytes”.
Además, le da razones a los cabeciduros, pues les advierte que la gente no va a usar la triple w para trabajar o instruirse, y ni siquiera para leerla a ella, sino que: “en los centros laborales con Internet, los empleados la usarán también para inscribirse en sorteos de visa, en sitios extranjeros de búsqueda de trabajo o en chats amorosos”.
O sea, otra vez, es Yoani Sánchez quien le va con el soplo al Estado, para que esté atento y vigile con mucho cuidado lo que hará la gente con el acceso a Internet a través de un cable que, hoy por hoy, ni siquiera ha cruzado del todo el Caribe.
Por todo lo anterior, por tanta chivatearía por cuenta propia acumulada, es que comenzó a correrse el rumor de que Yoani Sánchez colaboraba con la policía, era agente del G-2, del DTI, o por lo menos informante secreta de la Oficina de Administración Tributaria.
Pero no, nada de eso es cierto, que la verdad es muy otra, como ha tenido a bien revelar Julien Assange. Que la cosa se pone buena cuando en un cable secreto de la Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana (SINA), filtrado por Wikileaks, se puede leer lo que sobre Cuba reportan los dizque diplomáticos norteamericanos: “La corrupción y el robo se han vuelto una y la misma cosa”.
Y ese es el pollo del arroz sin pollo de Yoani. Su política editorial es la misma que rige los informes de la SINA hacia Washington. Allí la ordenanza es conseguir toda la información posible que sirva para acusar de corrupto al sistema cubano, y esa es la tarea que ella cumple, al pie de la letra, con entusiasmo sin par.
Es en la SINA donde surgen las matrices sobre las cuales debe escribir Yoani Sánchez, y se las dan en detalle, con el soplo oportuno de este o más cual escándalo por venir.
Nótese que en otro momento el mismo cable secreto se queja de que “Desde el cardenal (Jaime) Ortega hasta las monjas de provincias, la Iglesia Católica evita desafiar al Gobierno”, y compare con lo que al tiempo gritaba a los cuatro vientos Yoani Sánchez en Twitter: “#cuba #GY desde mi agnosticismo, empiezo a preguntarme Para que se esta prestando el Cardenal cubano?”
El cable también reconocía que intentar sobornar a “un funcionario honesto –o, peor aún, un revolucionario radical– podría traer como resultado un desastre” y que el Estado podía “actuar con contundencia y severidad cuando los desvíos de dinero son muy importantes, de ahí las periódicas destituciones de ministros y altos cargos” pero, curiosamente de eso Yoani jamás ha dicho ni pío.
Lo mejor es que el cable citado lleva la firma del por entonces jefe de la SINA, Michael Parmley, el mismo que en entrevista reciente para el diario suizo Le Temps y comentando las revelaciones de Wikileaks, alertó: “Me disgustaré mucho si publica las múltiples conversaciones que tuve con la bloguera Yoani Sánchez”.
Todo esto prueba hasta el hartazgo que Yoani Sánchez no es de la policía secreta ni del G-2. Yoani Sánchez, como queda demostrado, es una agente de la CIA, o por lo menos de la SINA, que no es lo mismo pero es igual.

*Al momento de redactarse esta información se hacia pública la entrega a Yoani Sánchez del Premio Premios iRedes 2011 (el cuarto que recibe en menos de cinco meses), dotado con 6 000 euros. Entre los notables intelectuales que integraron el Jurado esta vez cabe destacar a la directora para España y Portugal de los sitios de venta digital Amazon y de BuyVIP.com. Quizá esta nueva premiación se deba a su solicitud personal a Bissa Williams, subsecretaria de Estado norteamericana, a quien le reclamó: “¿Sabes cuántas cosas más podríamos hacer si utilizáramos el Pay Pal o compramos cosas online con una tarjeta de crédito?”

viernes, 21 de enero de 2011

SINA (U.S. INTERSECTION OFFICE) AND PAIN MANIPULATION

By Ernesto Pérez Castillo

When the British newspaper The Guardian released some of the top secret files of the U.S. Intersection Office in Havana, leaked by Wikileaks, it was only showing the tip of the iceberg.
There you can read that one of the missions of Washington officials (or that of Langley?) is to seeking "stories and other news that can destroy the myth of the Cuban medical aid superiority" because, as they recognize, the Cuba’s health service "became one of the strengths of this country”.
A recent event shows that U.S. officials have gone too far than this simple collection of anecdotes, and have come to organize direct offensive and hypocrite provocations; for example, the organization of alleged auction of works of art to raise funds to help Cuban children suffering from cancer. To that end, they handle (and finance) their puppet in the field, Carmen Vallejo, and they could not chose any worse place than the Czech Republic embassy, one of the staunchest allies of the anti-Cuban policy of the United States against Cuba.
Mrs. Vallejo herself, in her blog, has posted photos of her activities, including some with the former head of U.S. Interest Section in Havana, Michael Parmley, the same man that threatened Julien Assange in the Swiss newspaper Le Temp: "I will be very disappointed if he publishes the many conversations I had with the blogger Yoani Sanchez”. Yoani has, among the many missions instructed by Michael Parmley, the task of publicizing the Carmen Vallejo’s provocations. So she twitted on weekend: "#Cuba #GY Yesterday 42 works of Cuban artists were auctioned to raise funds for children suffering from cancer."
Parmley—as well as the U.S. government money— is not the only common point between Yoani and Mrs. Carmen Vallejo. Like the Yoanni, Carmen is someone who once tried to emigrate. Yoanni was starving to death in Switzerland, and therefore returned. She even cried at the airport to come back. Carmen Vallejo had uneven luck and at least, returned to Havana with the paid ticket. But listen to what she said: "In the year 1981, during a trip to Moscow for an ocular treatment, I fled to Stockholm where I asked for political asylum. The Swedish authorities immediately deported me to Cuba”.
That is, we’re talking about someone who received all the benefits of the Revolution –including the transfer to another country to receive medical treatment–, who tried at any cost to settle down beyond the seas, and was kicked from there to here direct and nonstop –because there’s no Cuban Adjustment Act in Sweden– and who once here found nothing better to do but serve the same interests of those who cast out her from the first world.
Anyway, there are people who will never be able to open their eyes, not even if they receive “eye treatment” in Moscow.
The worst and most perverted thing of the provocation that USINT organizes here is that they use the pretext of collecting funds to help Cuban children affected by cancer.
It’s highly criminal that the same government that expressively prevents those children from the access to drugs and technologies, which their quality of life and even their own life depend on, organizes an auction to buy them sweets.
Dr Jesus Reno, head of Paediatrics at the Oncology Institute in Havana, states that as a result of the US blockade: “we cannot complete high-quality treatments in malignant retinal tumors, because they do not sell us the radioactive iodine plaque”.
The blockade has also caused limb amputations in a number of children, by disallowing the purchase of endoprostheses for those diagnosed with malignant bone tumors.
Curiously, very few months ago a similar auction was organized to help a girl suffering from cancer, and was reported by Univision’s website, on its ‘entertainment’ channel…
Of course, Laura, a 6-year-old girl residing in Miami, had her right arm amputated at Jackson's Holtz Children's Hospital, because of a tumor. Now, in order to continue fighting against her cancer, she should receive a treatment whose cost is estimated in 400000 dollars. That’s why, an auction was organized with the attendance of several celebrities, which sold among other things, Thalia’s sunglasses. Altogether, they managed to collect some 20000 dollars, which is like 5% of the necessary figure.
The worst thing is that Laura is Cuban, and her disease was diagnosed in Cuba, where she had free medical assistance.
Despite the US blockade, Cuba’s children with leukemia save their life in 90% of the cases, figure that rises to 94% among those suffering from Hodgkin’s lymphoma, and no child death has been reported in several cancer-related pathologies in the last few years. And the entire hospital treatment and assistance is absolutely free of charge.
Moreover, the care for children with cancer transcends the borders of the Island, because since 1990 Cuba has given free medical treatment to some 24000 children from Ukraine, Russia and Belorussia affected by the 1980 Chernobyl Nuclear Power Plant accident. Annually, between 700 and 800 children are assisted in Havana, among whom the onco haematological diseases prevail, according to Dr Julio Medina, coordinator of the Cuban program.

Cubasi Translation Staff

martes, 18 de enero de 2011

CARMEN VALLEJO, LA SINA Y LA MANIPULACIÓN DEL DOLOR

Michael Parmley asiste a las "actividades" de Carmen Vallejo, en una foto tomada de su blog.

Ernesto Pérez Castillo

Cuando el diario británico The Guardian publicó parte de la papelería secreta de la Oficina de Intereses (SINA) del gobierno de los Estados Unidos en La Habana, filtrada por Wikileaks, apenas estaba aflorando la punta del iceberg que queda escondido bajo la alfombra.
Allí puede leerse que una da las misiones de los diplomáticos de Washington (¿o serán de Langley?) es buscar “historias y otras noticias que puedan destruir el mito de la superioridad médica cubana” pues, según reconocían, el servicio de salud de la Isla “se convirtió en uno de los puntos fuertes de ese país”.
Un hecho reciente demuestra que los funcionarios yanquis han ido muy mucho más lejos que esa simple recolección de anécdotas, y han pasado a organizar provocaciones directas, cuanto más ofensivas por hipócritas, como es el caso de la organización de supuestas subastas de obras de arte para reunir fondos con los que ayudar a los niños cubanos enfermos de cáncer.
Con ese propósito manejan (y financian) a su marioneta en el terreno, Carmen Vallejo, y como pantalla no pudieron escoger locación peor que la embajada de la República Checa, uno de los aliados incondicionales de la política anticubana de los Estados Unidos contra Cuba.
La propia señora Vajello, en su blog, ha colgado fotos de sus actividades, entre las que sobresale la presencia en ellas de Michael Parmley, el anterior jefe de la SINA en La Habana, el mismo que en entrevista para el diario suizo Le Temps ha amenazado a Julien Assange : “Me disgustaré mucho si publica las múltiples conversaciones que tuve con la bloguera Yoani Sanchez”.
Yoani, que no se pierde una, tiene entre las múltiples misiones que Michael Parmley le instruyó, la tarea de dar publicidad a las provocaciones de Carmen Vallejo. Así el fin de semana ella twitteaba: “#cuba #GY Ayer se hizo una subasta con 42 obras de artistas plasticos cubanos para recaudar fondos para ninos enfermos de cancer”.
Parmley –y el billete del gobierno yanqui– no es el único punto en común entre Doña Yoani y Carmen Vallejo. Al igual que la primera, se trata de alguien que en su momento trató de emigrar. La Yoani en Suiza se moría de hambre, y por eso se devolvió, y moqueó y lloró en el aeropuerto para que la dejaran entrar. La Vallejo tuvo desigual suerte, y la fortuna de al menos volver a La Habana con el pasaje pagado. Pero mejor lo cuenta ella: “En el año 1981 durante un viaje a Moscú para recibir tratamiento ocular huí a Estocolmo donde pedí asilo político. Las autoridades suecas me deportaron inmediatamente a Cuba.”
O sea, estamos hablando de alguien que recibió todos los beneficios de la Revolución –incluyendo el traslado a otro país a recibir tratamiento médico–, que intentó a como diera lugar asentar sus posaderas allende los mares, y que fue pateada desde allá hasta acá, directo y sin escalas –porque en Suecia no hay Ley de Ajuste Cubano– y que una vez aquí no encontró nada mejor que hacer sino servir a los mismos intereses de quienes la echaron del primer mundo.
Nada, que hay gente que ni aunque reciban “tratamiento ocular” en Moscú, jamás y nunca serán capaces de abrir los ojos.
Lo peor y más perverso de la provocación que organiza la SINA es que usen el pretexto de recaudar fondos para ayudar a los niños cubanos afectados por el cáncer.
Es cuando menos criminal que el mismo gobierno que impide expresamente a esos niños el acceso a medicamentos y tecnologías de las que depende su calidad de vida, y hasta su vida misma, organice una subasta para comprarles golosinas.
El Doctor Jesús Renó, jefe de Pediatría del Instituto Oncológico de La Habana, testimonia que a acusa del bloqueo norteamericano: “no podemos completar tratamientos de alta calidad en tumores malignos de la retina, porque no nos venden la placa de yodo radiactivo”.
También el bloqueo ha causado la amputación de miembros a numerosos niños, al prohibir la adquisición de endoprótesis para los diagnosticados con tumores malignos en sus huesos.
Curiosamente, hace muy pocos meses se organizó una subasta similar para ayudar a una niña aquejada de cáncer, y lo reporta el sitio web de Univisión, en su canal de… ¡entretenimiento!
Pues sí, a Laura, una niña de seis años residente en Miami, le fue amputado el brazo derecho en el Jackson's Holtz Children's Hospital, a causa de un tumor. Ahora, para seguir luchando contra el cáncer, deberá recibir un tratamiento cuyo costo se estima en 400 000 dólares. Por ello se organizó la subasta con la asistencia de varios famosos, en la que se vendió, entre otras cosas, unos lentes de sol de Thalía. En total, lograron reunir unos 20 000 dólares, lo cual es tanto como el cinco por ciento de la cifra necesaria.
Lo peor es que Laura es cubana, y su enfermedad le fue diagnosticada en Cuba, donde tenía garantizada asistencia médica gratuita.
Pese al bloqueo norteamericano, en Cuba los niños con leucemia se salvan en el 90 por ciento de los casos, cifra que se eleva a 94 entre los que padecen del linfoma de Hodgkin, y en los últimos años no se reportan muertes de niños en varias patologías relacionadas con el cáncer. Y todo el tratamiento y la asistencia hospitalaria es absolutamente gratuita.
Encima, la atención a los niños con cáncer trasciende las fronteras de la Isla, pues desde 1990 Cuba ha dado tratamiento médico gratuito a unos 24 000 pequeños de Ucrania, Rusia y Bielorrusia afectados por el accidente nuclear de la central atómica de Chernóbil en 1986.
Anualmente se atienden en La Habana entre setecientos y ochocientos niños, entre los que priman las enfermedades oncohematológicas, según el doctor Julio Medina, coordinador del programa cubano.
Con todo esto a la vista, ¿qué pinta la señora Carmen Vallejo y sus patrocinadores norteamericanos, posando de benefactores de unos niños enfermos, si precisamente su sufrimiento se prolonga justo porque el gobierno norteamericano los prefiere enfermos, y si muertos, mejor?

viernes, 14 de enero de 2011

LA CENSURA: YouTube defiende al Terrorismo



El fragmento de video “Posada Carriles, nuevas evidencias de sus crímenes”, que acompañaba al articulo de M.H.Lagarde “EL JUICIO A POSADA CARRILES Y LA OPORTUNA CENSURA DEL CANAL DE VIDEOS DE CUBADEBATE EN YOUTUBE”, publicado ayer en este blog, donde aparecía el asesino y connotado terrorista Luis Posada Carriles afirmando “ya nosotros ganamos, lo que no hemos cobrado todavía” –y junto a él se ve al congresista norteamericano David Rivera apoyando al terrorista– ha sido puntualmente censurado a su vez, en una acción de control de daños, también por YouTube.
Entonces, aquí lo reproduzco, íntegramente, duélale a quien le duela.

jueves, 13 de enero de 2011

EL JUICIO A POSADA CARRILES Y LA OPORTUNA CENSURA DEL CANAL DE VIDEOS DE CUBADEBATE EN YOUTUBE



Fragmento del programa especial de la Televisión Cuba donde aparece el congresista David Rivera apoyando al terrorista Posada Carriles.

Por M. H. Lagarde

La censura casi siempre ejerce el efecto contrario. Lo que quiere ocultarse, lo que se prohíbe, tarde o temprano suele salir a flote con mayor fuerza.
En el caso de la censura por parte de Youtube del canal de videos de Cubadebate no queda clara cuál es la razón que persigue dicho sitio al limitar el acceso al canal de video de la que es, ahora mismo, según el medidor de Alexa, la página digital más vista en Cuba.
Al esgrimir como pretexto de su proceder la queja de un cliente sobre la presunta falta de copyright de un video subido por Cubadebate, los editores de Youtube solo ponen en tela de juicio, una vez más, la supuesta democracia de las llamadas redes sociales.
Casualmente, no se trata de un video cualquiera sino de uno donde se menciona a varios legisladores norteamericanos como patrocinadores del Fondo para la Defensa del terrorista Posada Carriles y en el que, uno de ellos, el representante David Rivera aparece en cámara casi abrazado al verdugo de Barbados.
¿Estará detrás de la acción de Youtube (¿ o Google?) la intención de ocultar el cínico apoyo y la solidaridad que los miembros de la mafia cubanoamericana, muchos de ellos funcionarios del gobierno de Estados Unidos, le ofrecen al terrorista de origen cubano?
Lo que sí está claro es que al censurar el canal de videos de Cubadebate, en cumplimiento de sus disposiciones legales o por cualquier otra razón, los editores de Youtube, de paso, han desaparecido de la red una buena parte de la verdad de Cuba registrada, durante los últimos años, en sus servidores.
No es primera vez que redes sociales atienden solícitas las quejas de quienes no desean que las razones de Cuba se impongan en internet. No hace mucho, otro terrorista, Carlos Alberto Montaner, logró que la enciclopedia Wikipedia borrara de sus páginas una ficha sobre su persona donde quedaba plasmado de manera explícita su condición de terrorista prófugo de la justicia cubana. Anteriormente, otro colega de Montaner -en lo que a usar explosivos se refiere, por supuesto,- Armando Valladares logró que la página de Youtube censurara un video del sitio Cubainformacióntv, donde se le mostraba mientras se hacia pasar por inválido.
Ahora le ha tocado el turno a Cubadebate y, sea por la razón que sea, la censura, como ya dije, no pudo haber sido más oportuna.
En estos mismos instantes se celebra un amañado juicio contra el terrorista Posada Carriles en El Paso donde, al autor intelectual de la voladura de un avión en 1976 que le costó la vida a 73 personas y al culpable de la muerte de un turista en La Habana, entre otros muchos crímenes, solo se le acusa de mentirle a las autoridades migratorias de Estados Unidos.
El abogado del terrorista ha dicho claramente en la corte que cuanto ha hecho su defendido hasta ahora, o sea: volar aviones, colocar bombas en hoteles, torturar en Venezuela o durante la Operación Cóndor en América del Sur, ha sido al servicio del gobierno norteamericano.
El video cuyo copyright ha servido de justificación para borrar de un golpe el canal de videos de Cubadebate en Youtube deja al descubierto quienes son los maestros de ceremonia que, desde sus puestos en el gobierno de EE.UU., han montado la farsa judicial que hoy se representa en El Paso.
En el video, además del afectuoso David Rivera, aparecen mencionados como cómplices de Posada, la actual presidenta del Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara, la Congresista Ileana Ros Lethinen y el senador estadounidense, miembro del Tea Party, Marco Rubio, entre otros.

lunes, 10 de enero de 2011

MARÍA ELENA WALSH PARA SIEMPRE CON NOSOTROS



BUENOS AIRES, ene 10 (Reuters) - María Elena Walsh, la escritora argentina que con sus canciones y poemas puso música a la infancia de millones de argentinos, murió el lunes en Buenos Aires a los 80 años, informaron medios locales.
La autora de "El reino del revés', "La Reina Batata" y "Manuelita, la tortuga", un personaje llevado al cine con gran éxito, también se destacó con poemarios y canciones para adultos, entre las que sobresalieron "Como la Cigarra" y "Serenata para la tierra de uno".
María Elena Walsh era ciudadana ilustre de Buenos Aires y sus poemas y canciones son desde hace décadas parte fundamental del acervo cultural argentino.

jueves, 6 de enero de 2011

MATERNIDAD OBRERA


Ernesto Pérez Castillo

Ayer tocaron a mi puerta. Era Carmen. En verdad, ni siquiera tocó, solo dijo “hola”, pues la puerta estaba abierta, como casi siempre. La escuchamos desde el dormitorio, me asomé y desde allí la vi, con su bata blanca desgastada y su sonrisa. A falta de abuelas, la doctora Carmen, a sus cuarentipocos, es la mejor abuela que Patricia disfruta cada 15 días en consulta, y de tanto en tanto en casa, las tardes de “terreno”.
Patricia está por cumplir su cuarto mes. Nació en septiembre, en el mismo hospital en que nací yo, Maternidad Obrera, que anuncia en su fachada haber sido inaugurado en 1939, el mismo año en que mi madre nació, y que nació también en el mismo hospital.
Así pues, setenta y un años después, una mañana soleadita, entramos al hospital materno, a la consulta obligatoria de las 40 semanas de gestación. Hasta ahí el embarazo fue atendido por la médico de la familia del barrio, que coordinaba las consultas semanales de que sé yo cuántos especialistas cuasi imposibles de listar: nutriciólogos, ginecólogos, odontólogos, psicólogos, genetistas, y el paso por tantos y más cuantos laboratorios para obtener y analizar muestras de sangre, orina (mías y de la mamá) y otros tantos ultrasonidos…
Nada más decir en consulta que ya eran las cuarenta semanas (más un día, para ser exacto), antes de cualquier otra cosa, y como algo de rutina, nos mandaron a atravesar el largo pasillo del hospital (construido siguiendo las formas de los genitales femeninos, los labios mayores y menores, la vagina, el útero, las trompas de Falopio, etc.) hasta el departamento de ultrasonidos.
Y de allí volvimos sonrientes, con el resultado anotado en un pedacito de papel reciclado y recortado a mano: líquido amniótico en 4. La doctora leyó el papelito, y sin hablarnos levantó el teléfono a su derecha y dijo: “Código Rojo”.
No tuvimos siquiera tiempo de mirarnos entre nosotros, intrigados por aquel extraño “código”, cuando ya entraba en la consulta un mulato flaco, con muchos dientes de oro y uniforme de enfermero, que conducía un sillón de ruedas. “Siéntese aquí”, le dijo a la mamá inminente. “No, si yo estoy bien…”, comenzó ella, y el mulato la miró, miró al sillón, y repitió: “Siéntese aquí”, como quien te dice en medio de la noche: “una palabra y te corto la cara”. No había de otras, solo restaba hacerle caso.
La doctora explicó: “Ingresarás de inmediato. Se monitoreará el líquido durante las próximas 24 horas. Si mañana sigue por debajo de 5, induciremos el parto.”
Ello nos tomaba por sorpresa… habíamos ido al hospital solo por una cuestión de rutina, por seguir el protocolo médico. Era lunes. El viernes anterior, durante el último ultrasonido, todo estaba bien. Así que allí estábamos, después de caminar las más de diez cuadras de la casa al hospital, y desayunar en el camino unas maltas y unos panes con queso y jamón, y en lo único que no habíamos pensado, por inimaginable, era en ese ingreso repentino.
Así que en aquella sala de ingreso quedó una muchacha asustada, nerviosa, acostada sobre un colchón de cuatro pulgadas de espuma, junto a otra muchacha que llevaba meses allí bajo cuidados especiales por llevar en su vientre un embarazo de trillizos. Lo último que me pidió al despedirnos fue una cobija, pues el aire acondicionado de la sala se dejaba sentir hasta los huesos.
Esas veinticuatro horas fueron de hacer y recibir llamadas, mientras la noticia del parto que se avecinaba llegaba al infinito y más allá. Al día siguiente, tras el ultrasonido esperado, no hubo tiempo para más. A las 10 de la mañana comenzaría la inducción.
Y ahí estaba yo, sentado sobre los duros bancos de granito del lobby del hospital, alzando las piernas para el paso del trapeador de la limpiapisos del hospital, con una mochila enorme sobre las piernas, respondiendo mi teléfono cada cuarto de hora, y la vista fija en la recepcionista del hospital que también hablaba y hablaba por teléfono sin parar.
En algún momento la recepcionista debía recibir una llamada avisando que el parto había comenzado, y comunicármelo para yo subir y entrar al salón. Pero esta mujer no colgaba ni por un segundo el aparato –seguro hablaba con alguna amiga de lo que acababan de rebajar en la shopping– , haciéndome temer que nunca recibiría el aviso, hasta que de pronto la tenía ante mí, sacudiéndome para despertarme y escucharle decir: “papa, usted no me oye, hace media hora lo están llamando del salón”.
Decir que volé las escaleras es no decir nada. Arriba me esperaba una doctora joven, arropada con esa indumentaria verde y temeraria de hospital, que me dijo: “Hola, yo soy Joana, estudié con ella en la Lenin”.
“¿Cómo va todo?”, le pregunté, y ella me enfrió: “Bueno, aun no tiene ni cara de estar de parto. ¡Todavía no tiene ni este dolor! Te mandé a buscar solo para que le trajeras un jugo, pues se muere de hambre…”
Entre una cosa y otra ya eran las cinco de la tarde… y hasta las ocho de la noche no logré hablar con otro doctor, que me advirtió que, como aun no había contracciones, esperarían hasta el amanecer pero sin muchas esperanzas. Salvo que ocurriese un milagro, en la mañana irían a cesárea.
Me quedé sin palabras y con la misma mochila pesándome más y más (¡y mucho más tras 12 horas!) en los hombros, con un deseo irresistible de un café, con ganas de una ducha, de muchos cigarros (en el hospital, obvio, no se puede fumar) y con deseos de una cama para descansar.
Bajé las escaleras y caminé por la avenida hasta la casa, solté la mochila sobre un butacón, me quité la ropa, puse un café, y sonó el teléfono: “Papá, ¿dónde está usted? Ya comenzó el parto…”
O sea, que sin café y sin cigarros, sin la ducha y con las sandalias a medio poner, ya estaba yo, con la mochila a la espalda nuevamente, corriendo por la avenida otra vez.
Intenté alquilar un auto, pero los pocos que cruzaban a esa hora (pasadas eran las nueve de la noche) solo veían a un tipo larguirucho y pelúo y despeinado, con un bulto a la espalda, corriendo por la avenida y haciendo señas bajo la lluvia (sí, porque para colmo había comenzado a llover), y a ninguno se le pasaría por la cabeza llevarme con él.
Cuando entré al salón, ya vestido de verde yo mismo de la cabeza a los pies, estaba empapado, y la humedad atravesaba la tela. Ella pensó que era la lluvia, pero no, yo me había secado antes de cambiarme para el parto. Lo que humedecía ahora mis ropas era sudor, el puro sudor de la resaca de la carrera, pese al aire acondicionado tan fuerte del salón.
Y allí escuché al fin, por primera vez, el sonido del corazón de Patricia, que trotaba mucho más rápido que mi corazón, y se agitaba todavía más en cada contracción que al final aparecían, ¡por fin!, y me llegaba a través del equipo de monitoreo.
Al rato apareció Joana, y me explicó cómo hacer un masaje que aliviaría el dolor de las contracciones. Pero no creo que nada alivie ese dolor, pese a que he pasado dos veces, en el mismo hospital, el curso de “papá acompañante” que me habilitaba para asistir al parto. Joana debía incorporarse a una cesárea, pero nos prometió que sobre las dos de la mañana estaría de vuelta con nosotros.
Y dicho y hecho, a las dos y algo volvió, y comprobó que la dilatación aun no era suficiente. Ella debería seguir pujando y pujando, y soportando contracción tras contracción. Al rato, media hora quizá, volvió, chequeó que todavía la dilatación no bastaba, y dijo: “vamos a hacer algo, vamos a ayudarte”.
Se preparó un salón junto a la sala de partos, y con Joana nos esperaba otra doctora –una negra que me impresionó porque era la sobriedad en persona, la seriedad, no sé decirlo: toda la solemnidad de África en una sola mujer– y un doctor de unos cincuenta si algo… Entre los tres comenzaron la maniobra de estimulación, mientras yo hacia malabares con el frasco del suero de oxitocina al otro lado de la camilla. Cuando logré acomodar el suero en un pedestal que me pareció seguro, me incorporé a la maniobra (que no por gusto había pasado aquel dichoso curso, y este era de hecho el segundo parto al que asistía), tomándola a ella de la nuca, y empujando con todas mis fuerzas su cabeza hacia el pecho en cada contracción.
¿Cuánto tiempo duró aquello? No lo sé, el tiempo allí se deslizaba por su propia cuenta, y yo no podía ni quería medirlo, y para eso había dejado mi teléfono (que es además el único reloj que tenemos en casa) afuera, en la mochila, cuando me puse las ropas de hospital.
El caso es que Joana dijo: “ya está aquí”, y me asomé, y ahí pude ver la cabeza de Patricia, pulsando ya el final del camino. Entonces la propia Joana consultó: “Doctor: yo creo que ya, con una episiotomía lo logramos”. Algo así dijo, algo así recuerdo.
Había llegado la hora de la verdad. Nos besamos mientras se alistaba el salón de parto, y nos sorprendimos a dúo cuando vimos a Joana colocarse en la posición principal. Ella le preguntó: “¿Tú me harás el parto?”, y Joana contestó: “Claro que sí”.
Hoy me da risa, es ese temor que nos asalta cuando descubrimos que el medico que nos atenderá es, por ejemplo, aquel muchachito que en el aula de primaria no sabía anudarse los zapatos…
Aquello sí que no duró mucho, dos o tres contracciones más, y muchos gritos de “puja, puja, puja”… hasta que vi completamente afuera la cabeza de Patricia, y una vuelta de su cordón umbilical abufandándole el cuello… ahí hablé yo. “Es ahora: puja, fuerte, que ya esta aquí”.
Y ahí estaba Patricia, el cuerpo fuerte, raramente limpia para lo que me esperaba, y silenciosa. Eran las tres y cincuenta de la madrugada. Desenredaron el cordón, lo cortaron, y se llevaron la bebe a reanimación. La bebe no estaba respirando. Yo contaba los segundos, mientras veía los piececitos de mi hija, morados por la ausencia de oxigeno, y observaba calmado la maniobra medica –repitiendo dentro de mí: “respira, respira, bebé, respira”–, mientras le aseguraba a ella que todo estaba bien.
Hasta que al fin Patricia fue colocada en la incubadora: ya respiraba por si misma y recobraba el color. Me le acerqué, y la miré directo a sus ojos tan abiertos, tragándose el mundo, y el azul de su mirada me aseguró que todo estaba bien, que todo estaría bien.
No habían pasado cinco minutos y ya los médicos dejaban solo a la doctora Joana para terminar el alumbramiento, pues desde el salón de al lado otro parto los reclamaba.
Ese día nacieron otros 18 niños en el hospital. Todos recibieron igual cuidado médico desde que comenzó su gestación. Todos sobrevivieron. Hoy todos hacen feliz a una familia cubana.

miércoles, 5 de enero de 2011

MEDIO MILLÓN DE TUERCAS


Ernesto Pérez Castillo
(Fragmento de la novela, que será presentada en la Feria del Libro de La Habana, el próximo Febrero de 2011)

Soy un reseñista de género. Esto es: soy un tipo que sabe de libros, y de mujeres. De mujeres que escriben libros que hablan de mujeres. Libros que nadie lee. Solo yo, que los reseño. Unas mujeres son gordas, y otras son tuercas, pero muchas otras son tipas normales ahí, sin ninguna gracia ni atractivo.
Las gordas y las tuercas, esas son las más divertidas, sobre todo si son gordas y tuercas a la vez: esas son las bomberos. Las bomberos son el non plus ultra de la diversión, incluso en la cama, incluso si al otro lado de la cama estuviera yo, cosa que nunca sucedió, pero en lo que siempre me empeñé, siempre con flacos resultados.
Conocí una de Tamarindo, un pueblito que queda en Ciego de Ávila, o Las Tunas, o Sancti Spíritus, por ahí más o menos. Su cuento, «Aguas saladas», era muy famoso, pues había aparecido en veintiocho antologías sucesivas, de mujeres de provincia, de mujeres de la tercera edad, de mujeres ferroviarias, de mujeres campesinas, de mujeres engañadas, de mujeres negras, de mujeres lesbianas, de mujeres infieles, de mujeres presas, de mujeres fatales, y otras más que no recuerdo ahora, antologías realizadas siempre por mujeres.
«Aguas saladas» no estaba tan mal. Iba de una mujer que vivía en alguna provincia lejana, que se había hecho vieja sin salir nunca de su pueblo, intrincado en el monte, lejos de la carretera central. Por el fondo de la casa de esta vieja pasaba el tren de Taguasco, a cualquier hora –según la rutina de constantes atrasos y roturas de que adolecía el maldito tren– y los pitazos y chirridos de aquel armatoste infernal la desvelaban, y en sus madrugadas, que pasaba despierta, soñaba con irse a vivir al mar.
Esa mujer, que era negra, mató a su marido porque el muy idiota la engañaba con la única otra mujer que vivía cerca –su hermana, hermana de ella, y vivían en la misma casa–, y así pasó los mejores años de su vida en la cárcel de mujeres, donde conoció el sexo real, con otras mujeres. Queda claro entonces por qué los mejores años de su vida tenían la peculiar condición de ser, simultáneamente, los peores años de su vida.
Nos conocimos, la autora y yo, a inicios de mi carrera. En esa época, recién salido de la universidad, no encontraba nada que me gustara y mucho menos que lograra hacer bien, pero todo me atraía y todo me parecía acorde a mis capacidades.
Terminé aceptando el puesto de redactor de una revista literaria, que salía de vez en cuando, cuando se podía, lo cual estaba muy mal, pues me dejaba mucho tiempo libre, y lo peor que le puede pasar a un joven desgarbado, para nada atractivo, vago y siempre deprimido, es no tener nada que hacer, y que le paguen por ello, incluso si le pagan un salario simbólico.
Entonces no pensaba en eso, y creía haber resuelto mi vida de la mejor manera, y tener el mejor empleo del mundo. Eso creía, y se me iba el tiempo dormitando en los ciclos de cine francés de la cinemateca o masturbándome en mi casa, sin nada mejor que hacer.

Un día que me llegué hasta la revista, por la única razón que me podía arrastrarme hasta aquel lugar aborrecible –y es que ese era el día de cobrar el salario miserable que nos merecíamos por nuestro miserable trabajo–, me tropecé de casualidad, al entrar a la redacción, con el editor, que tampoco se ausentaba en esas fechas.
Aquel imbécil y yo nos tropezamos –cuando escribo «nos tropezamos» quiero decir que ese tipo chocó de cara contra mí, y me regó por el suelo, y él mismo se cayó también, y se le cayeron los espejuelos, y se le salieron de la carpeta un montón de revistas pornográficas.
Aquella carpeta jamás contenía otra cosa que revistas porno, aunque a veces llevaba también un pote de plástico con un par de huevos hervidos.
El editor siempre fantaseaba con que estaba escribiendo una novela, y con eso justificaba su altísimo consumo de tanto material triple x. Según él, sería una novela erótica, que renovaría el pacatismo lamentable que lastraba nuestra torpe tradición literaria hasta la actualidad.
Esa era su fantasía, pero él decía aquello con una convicción y una fe tal, que a unos les daba vergüenza y a otros lástima, y unos por seguirle la rima y complacerle, y otros por la más insana crueldad, cada vez que aparecía a la redacción le preguntábamos cómo iba su novela, y rogábamos que nos leyera un fragmento.
Afortunadamente, el editor nunca hizo caso a nuestros ruegos, y además nunca lo podría hacer, pues necesitaría para ello, en principio, escribir al menos media cuartilla de la dichosa novela.
El caso es que ese día, todavía tirados por el suelo los dos, y en el intento de desviar mi atención y la de toda la plantilla de la revista –todos nos encontrábamos en días como ese allí–, alzó la voz y me preguntó nerviosamente, mientras empujaba tetas y culos y pubis rasurados adentro de la carpeta: «¿Tú por fin ya entrevistaste a Paloma?»
Paloma era la autora de aquel cuento, «Aguas saladas», y claro que no la había entrevistado, pues aquel idiota nunca me lo había encargado, ni me imaginaba yo que la revista tuviera semejante interés.
De momento, todo lo que supe es que Paloma estaba de visita en La Habana, pues acababan de otorgarle el Premio Nacional de la Crítica a su libro, Chicas en la barbería, libro que contenía el dichoso cuento que de casualidad yo había leído.
Era un libro de cuentos que se publicó el año anterior, y en menos de lo que canta un gallo se agotó por completo el total de la tirada, de doscientos ejemplares.
Era un libro pésimo, de doce cuentos, y en ninguno de ellos una mujer se afeita ni se corta el cabello ni pasa siquiera cerca de una barbería. El único cuento salvable era ese de «Aguas saladas», pero el título del libro era excelente, eso sí debo reconocerlo.
A mí, Chicas en la barbería me impactó mucho, cuando me saltó a los ojos desde el librero de Ana. Me impactó el título, aunque lo primero me impactó fue el libro en sí mismo.

El librero de Ana es mínimo y está incorporado a la cabecera de su cama. Cuando hacíamos el amor –algo que sucedía muy rara vez, solo cuando algunos de los dos andaba con dinero extra, con deseos de tomar cervezas, con ganas de templar, y el marido de Ana estaba de viaje como siempre, o llegaría esa noche tarde como siempre, y de casualidad nos encontrábamos por las calles de la Habana Vieja–, aquellos libros sin falta caían sobre mi frente, cuando Ana comenzaba a venirse y a gritar.
Ana viniéndose y gritando era algo tenaz para mi eyaculación. Cuando Ana se venía, me tiraba de los cabellos –en esa época yo todavía no era calvo–, clavaba el cien por ciento de los huesos de sus entrepiernas contra los míos –de ahí los moretones que me acompañaban por semanas después de cada encuentro–, liberaba su voz para gritar: «¡Michel… Michel… Michel!», y el traqueteo de la cama era tal que los libros se saltaban del librero y caían sobre mí.
Yo no me llamo «Michel».
Escuchar a Ana gritar el nombre de otro con tanta pasión en medio de aquella gozadera, al principio, me excitaba, pero luego comenzó a molestarme, y luego me desató una incontinencia crónica, y cada vez que lograba meter alguna otra muchachita en mi cama, o meterme en sus camas yo, recordaba la voz de Ana gritando: «¡Michel… Michel… Michel!», y sentía el mismo terror a sus libros cayendo de uno en fondo sobre mí.
Eso me provocaba eyaculaciones en menos de tres minutos. Cuando el asunto pasó a ser vox populix, decidí que tendría que hacer algo pues, según el comentario general, yo era el peor palo de La Habana.
Con Ana no me sucedía. Con Ana jamás perdía el control, podía venirme cuando quisiera, demorar el asunto cuanto se me antojara, sin problemas, mientras ella se venía una y otra vez. Y eso estaba bien, incluso muy bien… para ella.
Luego, en más de una ocasión, y en una progresión que aumentaba su frecuencia geométricamente, de pronto, ella suspiraba muy profundo, me besaba dulcemente en los labios, en los ojos –un beso en cada ojo–, otro beso en la frente, y me pedía, con un tono de voz que me era imposible de resistir: «abrázame».
Y así nos estábamos, abrazados, por un largo rato. Ana, respirando tranquila, segura, satisfecha, feliz… y yo con el aparato a mil revoluciones por segundo, y en breve con un dolor insoportable en los cojones por haber podido venirme. Suerte que, ya lo dije, nuestros encuentros eran muy esporádicos.
Justo en una de esas tardes de cervezas, sexo y dolor en los cojones, en ese orden estricto y exacto, con Ana tirando de mis cabellos como una loca –y de verdad era una loca muy loca, exactamente lo contrario de lo que la opinión pública divulgaba sobre mí–, viniéndose y gritando: «¡Michel… Michel… Michel!», fue que Chicas en la barbería me impactó, cuando se saltó del librero y fue a dar directo en mi pómulo derecho.
Pasamos el resto de la tarde, y parte de la noche, tirados en la cama, yo con el ojo derecho cerrado por la inflamación del pómulo, Ana poniéndome compresas de agua fría, yo leyendo con el otro ojo el libro de Paloma.
Chicas en la barbería me pareció tan malo, tan peor, que no quise contener el impulso de escribir algo contra semejante esperpento. Lo consideré casi un deber. Ana me alentaba, me daba besitos en el pómulo sano, y me insistía: «si, claro, papito, tienes que darle salida a lo que llevas por dentro».
La sugerencia no pudo llegar en momento menos oportuno, porque en verdad lo que entonces llevaba por dentro y pugnaba por salir de mí eran como cuarenta y siete litros de leche. Me levanté de la cama de un tirón, me puse el pulóver, las botas, el jean, mandé a Ana para casa de la pinga –a lo cual ella no hizo ningún caso, y en todo caso quien tenía que irse era yo, que ella estaba en su casa y yo estaba ahí clandestino– y salí a la calle, en medio del horario de la confronta de todas las rutas de ómnibus de esta maldita ciudad.