Ernesto Pérez Castillo
Ana terminó el preuniversitario con las peores calificaciones posibles, pues gastó los tres cursos detrás de cuanto muchacho le pareciera interesante.
Para Ana, en ese entonces, un muchacho interesante era cualquier idiota que midiera por encima de un metro con ochenta centímetros –ella media sobre el metro con setenta y tantos–, tuviera siempre el uniforme estrujado, las botas sucias, y se supiera no menos de ciento cincuenta canciones de Silvio Rodríguez y otras tantas de Pablo Milanés.
De ser posible, el idiota debía ser capaz de acompañarse con una guitarra. No necesariamente tenía que estar bien afinada, ni la guitarra ni la voz del idiota. Y que fuera blanco.
Así recorrió los rincones de su escuela, de arriba a abajo, y a ella la recorrieron de abajo a arriba todos los idiotas de aquel internado. Y todos la dejaron, pues, casualmente todos eran hijos de papá, que tenían dinero siempre, y siempre todos tenían otra novia con la que se casarían, que nunca era una muerta de hambre como sí lo era Ana.
Al final, con aquellas notas miserables en su expediente académico, solo podía aspirar a realizar estudios universitarios donde lo hacían los peores graduados del país: en la facultad de medicina.
La medicina le gustó. Desde que puso un pie en el primer hospital, con su bata blanca, y sus manos tocaron el primer paciente que la miró confiado en que le curaría, sintió que pese a todo, ella tenía algo bueno que entregar a los demás.
Su vida amorosa continuó siendo un desastre, acostándose con tipos que solo veían en ella un culo delicioso, pero ni en las peores depresiones faltó a una conferencia, ni se ausentó jamás a sus prácticas, aunque llegara con ojeras y aliento saturado de alcohol. Y nunca se quedaba dormida.
Si no logró ser la mejor graduada de su promoción, fue porque aunque se acostara con cuanto hombre –idiota o no– le pasara por delante y le llamara la atención, jamás se le cruzó por la cabeza sacar provecho de ello. Por eso cuando el decano, un mes antes de la graduación, le propuso pasar una noche juntos, a cambio de lo que ella quisiera, Ana le abrió la portañuela, le sacó la pinga, allí mismo en el decanato, se la manoseó hasta que se la puso dura, y le dijo:
–A ver si aprende que no hay que pagar por lo que puede ser gratis, idiota.
Y allí le dejó, con la pinga tiesa, y allí dejó también cualquier esperanza de una buena ubicación laboral, aunque solo se dio cuenta de eso cuando se presentó en el consultorio al que la destinaron.
No era un hospital. Ni un policlínico. Ni siquiera una casa del médico de la familia. Nadie sabía en verdad qué era, ni qué haría ella allí.
Lo único en aquel container metálico al que fue a parar, que parecía tener alguna relación con Ana o con la medicina, era una cruz roja y desproporcionada, pintada a mano en la puerta. Solo ese pedazo estaba pintado en aquella puerta, que se estaba cayendo, cubierta por el óxido como el resto del container.
De hecho, la cruz roja la estaban pintando justo cuando ella se presentó. Quien la pintaba era el Ingeniero Jefe del Taller de Producciones Varias, del Departamento de Montaje, de la Brigada de Ensamble, de la Empresa Constructora Número 5, del Ministerio de la Industria Pesquera.
–¿Usted es la doctora? –le preguntó el ingeniero, limpiándose los restos de pintura roja sobre el pantalón.
Ella lo miró, no dijo nada, y él volvió a hablar:
–Usted debe ser muy buena persona, cuando la han castigado a trabajar aquí.
El ingeniero no dijo más. Le dejó franco el paso, y le mostró lo poco que había dentro del container, aparte del mucho calor: una mesa de madera que alguna vez fue blanca, un par de sillas de metal, y un archivo gris.
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