jueves, 6 de enero de 2011

MATERNIDAD OBRERA


Ernesto Pérez Castillo

Ayer tocaron a mi puerta. Era Carmen. En verdad, ni siquiera tocó, solo dijo “hola”, pues la puerta estaba abierta, como casi siempre. La escuchamos desde el dormitorio, me asomé y desde allí la vi, con su bata blanca desgastada y su sonrisa. A falta de abuelas, la doctora Carmen, a sus cuarentipocos, es la mejor abuela que Patricia disfruta cada 15 días en consulta, y de tanto en tanto en casa, las tardes de “terreno”.
Patricia está por cumplir su cuarto mes. Nació en septiembre, en el mismo hospital en que nací yo, Maternidad Obrera, que anuncia en su fachada haber sido inaugurado en 1939, el mismo año en que mi madre nació, y que nació también en el mismo hospital.
Así pues, setenta y un años después, una mañana soleadita, entramos al hospital materno, a la consulta obligatoria de las 40 semanas de gestación. Hasta ahí el embarazo fue atendido por la médico de la familia del barrio, que coordinaba las consultas semanales de que sé yo cuántos especialistas cuasi imposibles de listar: nutriciólogos, ginecólogos, odontólogos, psicólogos, genetistas, y el paso por tantos y más cuantos laboratorios para obtener y analizar muestras de sangre, orina (mías y de la mamá) y otros tantos ultrasonidos…
Nada más decir en consulta que ya eran las cuarenta semanas (más un día, para ser exacto), antes de cualquier otra cosa, y como algo de rutina, nos mandaron a atravesar el largo pasillo del hospital (construido siguiendo las formas de los genitales femeninos, los labios mayores y menores, la vagina, el útero, las trompas de Falopio, etc.) hasta el departamento de ultrasonidos.
Y de allí volvimos sonrientes, con el resultado anotado en un pedacito de papel reciclado y recortado a mano: líquido amniótico en 4. La doctora leyó el papelito, y sin hablarnos levantó el teléfono a su derecha y dijo: “Código Rojo”.
No tuvimos siquiera tiempo de mirarnos entre nosotros, intrigados por aquel extraño “código”, cuando ya entraba en la consulta un mulato flaco, con muchos dientes de oro y uniforme de enfermero, que conducía un sillón de ruedas. “Siéntese aquí”, le dijo a la mamá inminente. “No, si yo estoy bien…”, comenzó ella, y el mulato la miró, miró al sillón, y repitió: “Siéntese aquí”, como quien te dice en medio de la noche: “una palabra y te corto la cara”. No había de otras, solo restaba hacerle caso.
La doctora explicó: “Ingresarás de inmediato. Se monitoreará el líquido durante las próximas 24 horas. Si mañana sigue por debajo de 5, induciremos el parto.”
Ello nos tomaba por sorpresa… habíamos ido al hospital solo por una cuestión de rutina, por seguir el protocolo médico. Era lunes. El viernes anterior, durante el último ultrasonido, todo estaba bien. Así que allí estábamos, después de caminar las más de diez cuadras de la casa al hospital, y desayunar en el camino unas maltas y unos panes con queso y jamón, y en lo único que no habíamos pensado, por inimaginable, era en ese ingreso repentino.
Así que en aquella sala de ingreso quedó una muchacha asustada, nerviosa, acostada sobre un colchón de cuatro pulgadas de espuma, junto a otra muchacha que llevaba meses allí bajo cuidados especiales por llevar en su vientre un embarazo de trillizos. Lo último que me pidió al despedirnos fue una cobija, pues el aire acondicionado de la sala se dejaba sentir hasta los huesos.
Esas veinticuatro horas fueron de hacer y recibir llamadas, mientras la noticia del parto que se avecinaba llegaba al infinito y más allá. Al día siguiente, tras el ultrasonido esperado, no hubo tiempo para más. A las 10 de la mañana comenzaría la inducción.
Y ahí estaba yo, sentado sobre los duros bancos de granito del lobby del hospital, alzando las piernas para el paso del trapeador de la limpiapisos del hospital, con una mochila enorme sobre las piernas, respondiendo mi teléfono cada cuarto de hora, y la vista fija en la recepcionista del hospital que también hablaba y hablaba por teléfono sin parar.
En algún momento la recepcionista debía recibir una llamada avisando que el parto había comenzado, y comunicármelo para yo subir y entrar al salón. Pero esta mujer no colgaba ni por un segundo el aparato –seguro hablaba con alguna amiga de lo que acababan de rebajar en la shopping– , haciéndome temer que nunca recibiría el aviso, hasta que de pronto la tenía ante mí, sacudiéndome para despertarme y escucharle decir: “papa, usted no me oye, hace media hora lo están llamando del salón”.
Decir que volé las escaleras es no decir nada. Arriba me esperaba una doctora joven, arropada con esa indumentaria verde y temeraria de hospital, que me dijo: “Hola, yo soy Joana, estudié con ella en la Lenin”.
“¿Cómo va todo?”, le pregunté, y ella me enfrió: “Bueno, aun no tiene ni cara de estar de parto. ¡Todavía no tiene ni este dolor! Te mandé a buscar solo para que le trajeras un jugo, pues se muere de hambre…”
Entre una cosa y otra ya eran las cinco de la tarde… y hasta las ocho de la noche no logré hablar con otro doctor, que me advirtió que, como aun no había contracciones, esperarían hasta el amanecer pero sin muchas esperanzas. Salvo que ocurriese un milagro, en la mañana irían a cesárea.
Me quedé sin palabras y con la misma mochila pesándome más y más (¡y mucho más tras 12 horas!) en los hombros, con un deseo irresistible de un café, con ganas de una ducha, de muchos cigarros (en el hospital, obvio, no se puede fumar) y con deseos de una cama para descansar.
Bajé las escaleras y caminé por la avenida hasta la casa, solté la mochila sobre un butacón, me quité la ropa, puse un café, y sonó el teléfono: “Papá, ¿dónde está usted? Ya comenzó el parto…”
O sea, que sin café y sin cigarros, sin la ducha y con las sandalias a medio poner, ya estaba yo, con la mochila a la espalda nuevamente, corriendo por la avenida otra vez.
Intenté alquilar un auto, pero los pocos que cruzaban a esa hora (pasadas eran las nueve de la noche) solo veían a un tipo larguirucho y pelúo y despeinado, con un bulto a la espalda, corriendo por la avenida y haciendo señas bajo la lluvia (sí, porque para colmo había comenzado a llover), y a ninguno se le pasaría por la cabeza llevarme con él.
Cuando entré al salón, ya vestido de verde yo mismo de la cabeza a los pies, estaba empapado, y la humedad atravesaba la tela. Ella pensó que era la lluvia, pero no, yo me había secado antes de cambiarme para el parto. Lo que humedecía ahora mis ropas era sudor, el puro sudor de la resaca de la carrera, pese al aire acondicionado tan fuerte del salón.
Y allí escuché al fin, por primera vez, el sonido del corazón de Patricia, que trotaba mucho más rápido que mi corazón, y se agitaba todavía más en cada contracción que al final aparecían, ¡por fin!, y me llegaba a través del equipo de monitoreo.
Al rato apareció Joana, y me explicó cómo hacer un masaje que aliviaría el dolor de las contracciones. Pero no creo que nada alivie ese dolor, pese a que he pasado dos veces, en el mismo hospital, el curso de “papá acompañante” que me habilitaba para asistir al parto. Joana debía incorporarse a una cesárea, pero nos prometió que sobre las dos de la mañana estaría de vuelta con nosotros.
Y dicho y hecho, a las dos y algo volvió, y comprobó que la dilatación aun no era suficiente. Ella debería seguir pujando y pujando, y soportando contracción tras contracción. Al rato, media hora quizá, volvió, chequeó que todavía la dilatación no bastaba, y dijo: “vamos a hacer algo, vamos a ayudarte”.
Se preparó un salón junto a la sala de partos, y con Joana nos esperaba otra doctora –una negra que me impresionó porque era la sobriedad en persona, la seriedad, no sé decirlo: toda la solemnidad de África en una sola mujer– y un doctor de unos cincuenta si algo… Entre los tres comenzaron la maniobra de estimulación, mientras yo hacia malabares con el frasco del suero de oxitocina al otro lado de la camilla. Cuando logré acomodar el suero en un pedestal que me pareció seguro, me incorporé a la maniobra (que no por gusto había pasado aquel dichoso curso, y este era de hecho el segundo parto al que asistía), tomándola a ella de la nuca, y empujando con todas mis fuerzas su cabeza hacia el pecho en cada contracción.
¿Cuánto tiempo duró aquello? No lo sé, el tiempo allí se deslizaba por su propia cuenta, y yo no podía ni quería medirlo, y para eso había dejado mi teléfono (que es además el único reloj que tenemos en casa) afuera, en la mochila, cuando me puse las ropas de hospital.
El caso es que Joana dijo: “ya está aquí”, y me asomé, y ahí pude ver la cabeza de Patricia, pulsando ya el final del camino. Entonces la propia Joana consultó: “Doctor: yo creo que ya, con una episiotomía lo logramos”. Algo así dijo, algo así recuerdo.
Había llegado la hora de la verdad. Nos besamos mientras se alistaba el salón de parto, y nos sorprendimos a dúo cuando vimos a Joana colocarse en la posición principal. Ella le preguntó: “¿Tú me harás el parto?”, y Joana contestó: “Claro que sí”.
Hoy me da risa, es ese temor que nos asalta cuando descubrimos que el medico que nos atenderá es, por ejemplo, aquel muchachito que en el aula de primaria no sabía anudarse los zapatos…
Aquello sí que no duró mucho, dos o tres contracciones más, y muchos gritos de “puja, puja, puja”… hasta que vi completamente afuera la cabeza de Patricia, y una vuelta de su cordón umbilical abufandándole el cuello… ahí hablé yo. “Es ahora: puja, fuerte, que ya esta aquí”.
Y ahí estaba Patricia, el cuerpo fuerte, raramente limpia para lo que me esperaba, y silenciosa. Eran las tres y cincuenta de la madrugada. Desenredaron el cordón, lo cortaron, y se llevaron la bebe a reanimación. La bebe no estaba respirando. Yo contaba los segundos, mientras veía los piececitos de mi hija, morados por la ausencia de oxigeno, y observaba calmado la maniobra medica –repitiendo dentro de mí: “respira, respira, bebé, respira”–, mientras le aseguraba a ella que todo estaba bien.
Hasta que al fin Patricia fue colocada en la incubadora: ya respiraba por si misma y recobraba el color. Me le acerqué, y la miré directo a sus ojos tan abiertos, tragándose el mundo, y el azul de su mirada me aseguró que todo estaba bien, que todo estaría bien.
No habían pasado cinco minutos y ya los médicos dejaban solo a la doctora Joana para terminar el alumbramiento, pues desde el salón de al lado otro parto los reclamaba.
Ese día nacieron otros 18 niños en el hospital. Todos recibieron igual cuidado médico desde que comenzó su gestación. Todos sobrevivieron. Hoy todos hacen feliz a una familia cubana.

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