miércoles, 5 de enero de 2011

MEDIO MILLÓN DE TUERCAS


Ernesto Pérez Castillo
(Fragmento de la novela, que será presentada en la Feria del Libro de La Habana, el próximo Febrero de 2011)

Soy un reseñista de género. Esto es: soy un tipo que sabe de libros, y de mujeres. De mujeres que escriben libros que hablan de mujeres. Libros que nadie lee. Solo yo, que los reseño. Unas mujeres son gordas, y otras son tuercas, pero muchas otras son tipas normales ahí, sin ninguna gracia ni atractivo.
Las gordas y las tuercas, esas son las más divertidas, sobre todo si son gordas y tuercas a la vez: esas son las bomberos. Las bomberos son el non plus ultra de la diversión, incluso en la cama, incluso si al otro lado de la cama estuviera yo, cosa que nunca sucedió, pero en lo que siempre me empeñé, siempre con flacos resultados.
Conocí una de Tamarindo, un pueblito que queda en Ciego de Ávila, o Las Tunas, o Sancti Spíritus, por ahí más o menos. Su cuento, «Aguas saladas», era muy famoso, pues había aparecido en veintiocho antologías sucesivas, de mujeres de provincia, de mujeres de la tercera edad, de mujeres ferroviarias, de mujeres campesinas, de mujeres engañadas, de mujeres negras, de mujeres lesbianas, de mujeres infieles, de mujeres presas, de mujeres fatales, y otras más que no recuerdo ahora, antologías realizadas siempre por mujeres.
«Aguas saladas» no estaba tan mal. Iba de una mujer que vivía en alguna provincia lejana, que se había hecho vieja sin salir nunca de su pueblo, intrincado en el monte, lejos de la carretera central. Por el fondo de la casa de esta vieja pasaba el tren de Taguasco, a cualquier hora –según la rutina de constantes atrasos y roturas de que adolecía el maldito tren– y los pitazos y chirridos de aquel armatoste infernal la desvelaban, y en sus madrugadas, que pasaba despierta, soñaba con irse a vivir al mar.
Esa mujer, que era negra, mató a su marido porque el muy idiota la engañaba con la única otra mujer que vivía cerca –su hermana, hermana de ella, y vivían en la misma casa–, y así pasó los mejores años de su vida en la cárcel de mujeres, donde conoció el sexo real, con otras mujeres. Queda claro entonces por qué los mejores años de su vida tenían la peculiar condición de ser, simultáneamente, los peores años de su vida.
Nos conocimos, la autora y yo, a inicios de mi carrera. En esa época, recién salido de la universidad, no encontraba nada que me gustara y mucho menos que lograra hacer bien, pero todo me atraía y todo me parecía acorde a mis capacidades.
Terminé aceptando el puesto de redactor de una revista literaria, que salía de vez en cuando, cuando se podía, lo cual estaba muy mal, pues me dejaba mucho tiempo libre, y lo peor que le puede pasar a un joven desgarbado, para nada atractivo, vago y siempre deprimido, es no tener nada que hacer, y que le paguen por ello, incluso si le pagan un salario simbólico.
Entonces no pensaba en eso, y creía haber resuelto mi vida de la mejor manera, y tener el mejor empleo del mundo. Eso creía, y se me iba el tiempo dormitando en los ciclos de cine francés de la cinemateca o masturbándome en mi casa, sin nada mejor que hacer.

Un día que me llegué hasta la revista, por la única razón que me podía arrastrarme hasta aquel lugar aborrecible –y es que ese era el día de cobrar el salario miserable que nos merecíamos por nuestro miserable trabajo–, me tropecé de casualidad, al entrar a la redacción, con el editor, que tampoco se ausentaba en esas fechas.
Aquel imbécil y yo nos tropezamos –cuando escribo «nos tropezamos» quiero decir que ese tipo chocó de cara contra mí, y me regó por el suelo, y él mismo se cayó también, y se le cayeron los espejuelos, y se le salieron de la carpeta un montón de revistas pornográficas.
Aquella carpeta jamás contenía otra cosa que revistas porno, aunque a veces llevaba también un pote de plástico con un par de huevos hervidos.
El editor siempre fantaseaba con que estaba escribiendo una novela, y con eso justificaba su altísimo consumo de tanto material triple x. Según él, sería una novela erótica, que renovaría el pacatismo lamentable que lastraba nuestra torpe tradición literaria hasta la actualidad.
Esa era su fantasía, pero él decía aquello con una convicción y una fe tal, que a unos les daba vergüenza y a otros lástima, y unos por seguirle la rima y complacerle, y otros por la más insana crueldad, cada vez que aparecía a la redacción le preguntábamos cómo iba su novela, y rogábamos que nos leyera un fragmento.
Afortunadamente, el editor nunca hizo caso a nuestros ruegos, y además nunca lo podría hacer, pues necesitaría para ello, en principio, escribir al menos media cuartilla de la dichosa novela.
El caso es que ese día, todavía tirados por el suelo los dos, y en el intento de desviar mi atención y la de toda la plantilla de la revista –todos nos encontrábamos en días como ese allí–, alzó la voz y me preguntó nerviosamente, mientras empujaba tetas y culos y pubis rasurados adentro de la carpeta: «¿Tú por fin ya entrevistaste a Paloma?»
Paloma era la autora de aquel cuento, «Aguas saladas», y claro que no la había entrevistado, pues aquel idiota nunca me lo había encargado, ni me imaginaba yo que la revista tuviera semejante interés.
De momento, todo lo que supe es que Paloma estaba de visita en La Habana, pues acababan de otorgarle el Premio Nacional de la Crítica a su libro, Chicas en la barbería, libro que contenía el dichoso cuento que de casualidad yo había leído.
Era un libro de cuentos que se publicó el año anterior, y en menos de lo que canta un gallo se agotó por completo el total de la tirada, de doscientos ejemplares.
Era un libro pésimo, de doce cuentos, y en ninguno de ellos una mujer se afeita ni se corta el cabello ni pasa siquiera cerca de una barbería. El único cuento salvable era ese de «Aguas saladas», pero el título del libro era excelente, eso sí debo reconocerlo.
A mí, Chicas en la barbería me impactó mucho, cuando me saltó a los ojos desde el librero de Ana. Me impactó el título, aunque lo primero me impactó fue el libro en sí mismo.

El librero de Ana es mínimo y está incorporado a la cabecera de su cama. Cuando hacíamos el amor –algo que sucedía muy rara vez, solo cuando algunos de los dos andaba con dinero extra, con deseos de tomar cervezas, con ganas de templar, y el marido de Ana estaba de viaje como siempre, o llegaría esa noche tarde como siempre, y de casualidad nos encontrábamos por las calles de la Habana Vieja–, aquellos libros sin falta caían sobre mi frente, cuando Ana comenzaba a venirse y a gritar.
Ana viniéndose y gritando era algo tenaz para mi eyaculación. Cuando Ana se venía, me tiraba de los cabellos –en esa época yo todavía no era calvo–, clavaba el cien por ciento de los huesos de sus entrepiernas contra los míos –de ahí los moretones que me acompañaban por semanas después de cada encuentro–, liberaba su voz para gritar: «¡Michel… Michel… Michel!», y el traqueteo de la cama era tal que los libros se saltaban del librero y caían sobre mí.
Yo no me llamo «Michel».
Escuchar a Ana gritar el nombre de otro con tanta pasión en medio de aquella gozadera, al principio, me excitaba, pero luego comenzó a molestarme, y luego me desató una incontinencia crónica, y cada vez que lograba meter alguna otra muchachita en mi cama, o meterme en sus camas yo, recordaba la voz de Ana gritando: «¡Michel… Michel… Michel!», y sentía el mismo terror a sus libros cayendo de uno en fondo sobre mí.
Eso me provocaba eyaculaciones en menos de tres minutos. Cuando el asunto pasó a ser vox populix, decidí que tendría que hacer algo pues, según el comentario general, yo era el peor palo de La Habana.
Con Ana no me sucedía. Con Ana jamás perdía el control, podía venirme cuando quisiera, demorar el asunto cuanto se me antojara, sin problemas, mientras ella se venía una y otra vez. Y eso estaba bien, incluso muy bien… para ella.
Luego, en más de una ocasión, y en una progresión que aumentaba su frecuencia geométricamente, de pronto, ella suspiraba muy profundo, me besaba dulcemente en los labios, en los ojos –un beso en cada ojo–, otro beso en la frente, y me pedía, con un tono de voz que me era imposible de resistir: «abrázame».
Y así nos estábamos, abrazados, por un largo rato. Ana, respirando tranquila, segura, satisfecha, feliz… y yo con el aparato a mil revoluciones por segundo, y en breve con un dolor insoportable en los cojones por haber podido venirme. Suerte que, ya lo dije, nuestros encuentros eran muy esporádicos.
Justo en una de esas tardes de cervezas, sexo y dolor en los cojones, en ese orden estricto y exacto, con Ana tirando de mis cabellos como una loca –y de verdad era una loca muy loca, exactamente lo contrario de lo que la opinión pública divulgaba sobre mí–, viniéndose y gritando: «¡Michel… Michel… Michel!», fue que Chicas en la barbería me impactó, cuando se saltó del librero y fue a dar directo en mi pómulo derecho.
Pasamos el resto de la tarde, y parte de la noche, tirados en la cama, yo con el ojo derecho cerrado por la inflamación del pómulo, Ana poniéndome compresas de agua fría, yo leyendo con el otro ojo el libro de Paloma.
Chicas en la barbería me pareció tan malo, tan peor, que no quise contener el impulso de escribir algo contra semejante esperpento. Lo consideré casi un deber. Ana me alentaba, me daba besitos en el pómulo sano, y me insistía: «si, claro, papito, tienes que darle salida a lo que llevas por dentro».
La sugerencia no pudo llegar en momento menos oportuno, porque en verdad lo que entonces llevaba por dentro y pugnaba por salir de mí eran como cuarenta y siete litros de leche. Me levanté de la cama de un tirón, me puse el pulóver, las botas, el jean, mandé a Ana para casa de la pinga –a lo cual ella no hizo ningún caso, y en todo caso quien tenía que irse era yo, que ella estaba en su casa y yo estaba ahí clandestino– y salí a la calle, en medio del horario de la confronta de todas las rutas de ómnibus de esta maldita ciudad.

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