Ernesto
Pérez Castillo
Hay
un lugar en La Habana para tomar café, y ese es el Café Habana. Decirlo así
puede sonar a exagerado, pero esa es la intención. Si tienes un peso en el
bolsillo, no hay en esta ciudad un café mejor. Y si tienes dos pesos, hasta
puedes invitar a alguien. Si no tienes el peso pero tienes un tin de suerte,
seguro alguien te invita. Y si no, entonces otro día será.
Tener
un peso resulta en todo caso, últimamente, un asunto complicado, así que no es
recomendable tirarlo en cualquier cosa solo porque quien la venda te jure por la
virgen y por su madre santísima que sí, que “eso” es café.
No
señor, que yo he tomado café, y sé de lo que hablo. Ahora mismo me tomaría uno,
pero el de la cuota se me acabó ayer. Y mire usted, careciendo de él como
carezco, me siento aquí y escribo sobre el Café Habana, y sobre el café.
Fue
en 1999 cuando conocí el Café Habana. Recién me estrenaba de editor en la
revista Somos Jóvenes y después de haber discutido por algo, Nirma me invitó a
un café. En verdad era el lugar más lejos del mundo para irse a tomar un café,
a las once de la mañana, atravesando media Habana Vieja desde el Capitolio
hasta casi la Avenida del puerto, con el sol de frente metiéndoseme en los ojos
y con Nirma hablando todo el camino de lo bueno que sería llevarnos bien.
Bueno,
nunca nos llevamos demasiado bien por esa época, pero para no ser grandes
amigos impusimos el récord de mayor cantidad de café que se hayan tomado juntos
jamás un par de gentes que se llevaban como gato y perro.
El
caso es que el Café Habana terminó siendo el mejor sitio donde proponerse un
nuevo tema para el número siguiente, donde convencer al otro de que alguna idea
era un disparate, donde hacer que alguno de los dos cambiara de opinión. Ahora
que lo pienso, no creo que tal cosa fuera un milagro debido al café. Más bien
creo que quince cuadras bajo el sol le ablandan a cualquiera la mollera.
Allí
hay una barra de madera, en U, y algo insólito en La Habana de aquel tiempo
para mí: molían los granos de café ante tu vista. No había truco, lo que
meterían bajo el chorro de agua caliente de la máquina express sería de verdad
café, puro café.
Era
una tentación, la verdad. Imagine la escena: usted acaba de llegar a la
redacción, y lo recibe la secretaria con el mensaje de que tendrá una reunión
con el director de la editorial a las tres, ahí mismo le salta encima Wildy el
fotógrafo y le dice que no hay más rollos blanco y negro en el almacén, detrás
el diseñador se queja de que no hay papel para imprimir las pruebas de las
páginas que acaba de terminar, y después… después no sé a usted, pero lo que
era a mí, después de todo eso, el mundo me importaba media calabaza, y los
invitaba a todos a tomarnos un café.
Y
ahí iba Somos Jóvenes en pleno por todo Obispo –el camino más largo, pero el
más entretenido– sin escalas hasta el Café Habana. Casi todos se pedían un
doble, pero yo me pedía un sencillo, lo bebía despacio, y luego me pedía otro
sencillo más. Todo el proceso duraba lo que tardaba en fumarme un cigarro. La
razón de por qué jamás pedía un doble es simple: había comprobado que la única
diferencia entre un doble y un sencillo era que el sencillo valía un peso y el
doble valía dos. Así, así mismo: usaban igual taza para ambos y en ambas tazas
vertían la misma cantidad. No sé cómo es que nadie se daba cuenta, pero estaba
muy claro para mí. Muy claro, digo, la trampa, que el café era siempre oscuro,
siempre sabroso, siempre memorable.
Como
en Somos Jóvenes siempre se acababa el papel, nunca había suficientes rollos
fotográficos –que de los otros rollos siempre teníamos de más–, y nuestra
computadora –sí, así en singular, la única computadora que ostentaba nuestra
redacción, que encima era un 486– se rompía siempre un día antes del cierre,
pues será fácil colegir que eran muchas y muchísimas las mañanas y las tardes
que se nos vio Obispo abajo con la esperanza del alivio de un café.
El
último café que me tomé allí me lo tomé de pie, solo y sin cigarros. Ahora, si
paso cerca, miro hacia el Café Habana sin detenerme. Solo observo de pasada a
los que beben, como antes nosotros, su café. ¿Qué grave problema estarán
dirimiendo? ¿En qué amistad difícil estarán empeñados? Ellos sabrán. Yo lo que
sé es que el café del Café Habana, ese sí es café.
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