Por Ernesto Pérez Castillo
Imagine que usted tiene un vecino, y que tiene usted un problema con su vecino. Piense en esto: la tubería que traía el agua a su casa pasa por el patio del vecino, y hace cincuenta años, una tarde, por algo que usted hizo o dijo y que a su vecino no le gustó, su vecino cerró la llave de paso, y desde entonces usted no tiene agua.
Y desde entonces usted debe caminar cinco, diez, veinte cuadras, y traer el agua a hombros, en cubos. Y ahorrarla, y salir a por más, y emplear en ello cada vez más esfuerzo, cada día…
Imagine que desde hace algunos años, el resto de los vecinos del barrio se han dado cuenta del problema, y le han reclamado a su vecino, y llevan años diciéndole que lo que hace es injusto, es inhumano. Y su vecino ha hecho siempre oídos sordos, y no se da por enterado. Y usted sigue sin agua.
Imagine entonces que su vecino se muda, y el nuevo vecino se entera, de pronto, del problema. Aunque él también vivía en el barrio, él “no sabia nada”. No importa, los vecinos se reúnen con este nuevo vecino, que parece ser muy buena gente –y que es ahora el nuevo dueño de la llave de paso del agua– y le explican la situación.
Y el nuevo vecino declara, ante el barrio en pleno, que está dispuesto a resolver el problema… pero que necesita un gesto de usted. Usted, el que lleva cincuenta años sin agua, y cargándola a hombros de donde pueda ser, debe hacer un gesto…
Y el nuevo vecino, para demostrar lo buena gente que es, de pronto, le acerca a usted un cubito de agua por encima del muro…
¡Que problema!
Sí, porque muchos de sus vecinos ahora, creerán que ese cubito de agua es un alivio. Incluso, quizá alguien de su propia casa pensará que es mejor coger el cubito de agua por encima del muro, que ir a buscarla a cinco, diez, veinte cuadras…
Y ese vecino, tan buena gente, insiste en la nobleza de su gesto de pasarle a usted el cubito de agua por encima del muro… la llave de paso continúa cerrada, y el nuevo vecino sigue con la cantaleta de que usted debe hacer un gesto… para que él abra la llave de paso que lleva cincuenta años cerrada para usted.
Pues no, señor Obama. Métase ese cubito de agua donde le quepa. No hay gestos que valgan. Acabe de abrir la llave. No queremos sus gestos. Queremos el agua.
miércoles, 25 de agosto de 2010
ARISTÓTELES, LA COHERENCIA Y EL MÓVIL DE YOANI
Por Ernesto Pérez Castillo
Dicen que dijo Aristóteles que, a la hora de crear la trama, era necesario ser coherentes. Y dicen que dijo más: dicen que dijo que, puestos a ser incoherentes, había que lograr a toda costa ser, al menos, coherentemente incoherentes.
Y ello es algo que nuestra filóloga renegada deja a un lado siempre al montar los dramas que monta y vende a quien se los quiera comprar (o a quien se los encarga), ahogada en su tremenda capacidad para la incoherencia, a contrapelo de lo que sea, sin sentido, sin juicio, sin razón y sin necesidad alguna.
Pruebas de lo que antes digo se sobran, y para verlas no hay sino que ir a su propio blog, y ni siquiera avanzar mucho, apenas detenerse en su más reciente post, que tituló “Dame una perdida”.
Por ridículo, por increíble, y por desvergonzado que parezca, allí Yoani ha dicho (ella, ella misma, no es ahora alguien que dice que ella dijo): “Suena el móvil, pero no lo descuelgo. Espero que el ring ring se apague y me voy a un teléfono cercano para marcar el número que ha quedado registrado. He advertido a mis amigos que me hagan una llamada perdida y después les respondo, pero algunos insisten y olvidan el alto costo de un minuto de conversación en la red celular.”
Alguien no esta haciendo bien su trabajo… ¿Cómo esta muchachita va a escribir precisamente eso, luego que se ha mandado una conversación de media hora con el bloguero miamense Pepe Varela, conversación que fue grabada y puesta en la triple w, a disposición de quien la quiera?
Ella, por supuesto, vio un número desconocido en su móvil y no colgó, ni marcó entonces ese número desde su teléfono fijo. No, ella aceptó la llamada y se largó a hablar. Y cuando Varela se identificó, y es obvio que ella sabe quién es Varela, así como sabe que Varela no pertenece a su círculo íntimo, a pesar de ello, siguió hablando incontenible, sin tener para nada en cuenta “el alto costo de un minuto de conversación en la red celular”.
¿A qué viene ahora ese post, donde la Yoani se rasga las vestiduras, jurando que no puede darse el lujo de un minuto en su móvil? ¿A qué viene ese cuento, después de la casi media hora de conversación con un desconocido, con todos sus minutos a medio dólar cada uno?
Quien lo dude todavía, que escuche, también disponible en la triple w, a Reinaldo Escobar, el esposo de la blodeguera. Pues sí, cuando Yoani no pudo más, cortó abruptamente la conversación –la última palabra que se le escucha decir a la filóloga es “joderte”–, y entonces Escobar llamó a su vez a Varela, y le hace saber que con su llamada le ha consumido a Yoani la tarjeta del móvil.
Esa llamada de Escobar aclara y deja bien asentadas varias cosas. La primera, que la conversación grabada no es “apócrifa”… esa palabreja difícil de que tanto gusta la filóloga. La segunda, que ella hablaba desde su móvil. Y la tercera, que Yoani, incontenible, habló hasta por los codos, y por lo menos, de creerle a Escobar, hasta que consumió todo su crédito.
Lo que para nada deja claro Escobar es el por qué de su llamada. ¿Qué quería? ¿Advertirle a Varela que había hablado a un móvil? NO. ¿Decirle que usar un móvil, en Cuba, es muy caro? NO, que Varela será miamense pero no mongo. ¿¿¿Sugerirle a Varela que repusiera el costo de esa llamada???
En fin, como quiera que fuere, lo cierto es que Yoani ha publicado en su blog eso de que ella no habla por su móvil, apenas a unos días de haber quedado en evidencia, exactamente, por todo lo contrario. Si eso no es incoherencia, que revisen y rectifiquen todos los diccionarios.
¿A quién quiere convencer ahora, a los tontos que quizá alguna vez le han visto en Twitter, implorando que le recarguen el móvil, y han caído, aumentándole su siempre abultado saldo?
¿O será que ella, cuando monta sus escenas, sus dramas y sus tragicomedias, olvida su opulento día a día y pretende usurpar la dura vida de a diario del resto de los cubanos, esos para los cuales la jornada es esfuerzo y trabajo y sacrificio honrado y los lujos, si es que los hay, son pocos y muy de cuando en cuando?
Si algo en todo esto queda claro, ese algo es el móvil de Yoani.
No digo el celular, no digo el aparato, no digo el telefonito, sino el móvil, el fin último, el objetivo real, el móvil detrás de cada gesto de Yoani, y ese móvil no es otro que el dinero que recibe la blodeguera por decir lo que dice, para lo cual no necesita coherencia, sino todo lo contrario.
Dicen que dijo Aristóteles que, a la hora de crear la trama, era necesario ser coherentes. Y dicen que dijo más: dicen que dijo que, puestos a ser incoherentes, había que lograr a toda costa ser, al menos, coherentemente incoherentes.
Y ello es algo que nuestra filóloga renegada deja a un lado siempre al montar los dramas que monta y vende a quien se los quiera comprar (o a quien se los encarga), ahogada en su tremenda capacidad para la incoherencia, a contrapelo de lo que sea, sin sentido, sin juicio, sin razón y sin necesidad alguna.
Pruebas de lo que antes digo se sobran, y para verlas no hay sino que ir a su propio blog, y ni siquiera avanzar mucho, apenas detenerse en su más reciente post, que tituló “Dame una perdida”.
Por ridículo, por increíble, y por desvergonzado que parezca, allí Yoani ha dicho (ella, ella misma, no es ahora alguien que dice que ella dijo): “Suena el móvil, pero no lo descuelgo. Espero que el ring ring se apague y me voy a un teléfono cercano para marcar el número que ha quedado registrado. He advertido a mis amigos que me hagan una llamada perdida y después les respondo, pero algunos insisten y olvidan el alto costo de un minuto de conversación en la red celular.”
Alguien no esta haciendo bien su trabajo… ¿Cómo esta muchachita va a escribir precisamente eso, luego que se ha mandado una conversación de media hora con el bloguero miamense Pepe Varela, conversación que fue grabada y puesta en la triple w, a disposición de quien la quiera?
Ella, por supuesto, vio un número desconocido en su móvil y no colgó, ni marcó entonces ese número desde su teléfono fijo. No, ella aceptó la llamada y se largó a hablar. Y cuando Varela se identificó, y es obvio que ella sabe quién es Varela, así como sabe que Varela no pertenece a su círculo íntimo, a pesar de ello, siguió hablando incontenible, sin tener para nada en cuenta “el alto costo de un minuto de conversación en la red celular”.
¿A qué viene ahora ese post, donde la Yoani se rasga las vestiduras, jurando que no puede darse el lujo de un minuto en su móvil? ¿A qué viene ese cuento, después de la casi media hora de conversación con un desconocido, con todos sus minutos a medio dólar cada uno?
Quien lo dude todavía, que escuche, también disponible en la triple w, a Reinaldo Escobar, el esposo de la blodeguera. Pues sí, cuando Yoani no pudo más, cortó abruptamente la conversación –la última palabra que se le escucha decir a la filóloga es “joderte”–, y entonces Escobar llamó a su vez a Varela, y le hace saber que con su llamada le ha consumido a Yoani la tarjeta del móvil.
Esa llamada de Escobar aclara y deja bien asentadas varias cosas. La primera, que la conversación grabada no es “apócrifa”… esa palabreja difícil de que tanto gusta la filóloga. La segunda, que ella hablaba desde su móvil. Y la tercera, que Yoani, incontenible, habló hasta por los codos, y por lo menos, de creerle a Escobar, hasta que consumió todo su crédito.
Lo que para nada deja claro Escobar es el por qué de su llamada. ¿Qué quería? ¿Advertirle a Varela que había hablado a un móvil? NO. ¿Decirle que usar un móvil, en Cuba, es muy caro? NO, que Varela será miamense pero no mongo. ¿¿¿Sugerirle a Varela que repusiera el costo de esa llamada???
En fin, como quiera que fuere, lo cierto es que Yoani ha publicado en su blog eso de que ella no habla por su móvil, apenas a unos días de haber quedado en evidencia, exactamente, por todo lo contrario. Si eso no es incoherencia, que revisen y rectifiquen todos los diccionarios.
¿A quién quiere convencer ahora, a los tontos que quizá alguna vez le han visto en Twitter, implorando que le recarguen el móvil, y han caído, aumentándole su siempre abultado saldo?
¿O será que ella, cuando monta sus escenas, sus dramas y sus tragicomedias, olvida su opulento día a día y pretende usurpar la dura vida de a diario del resto de los cubanos, esos para los cuales la jornada es esfuerzo y trabajo y sacrificio honrado y los lujos, si es que los hay, son pocos y muy de cuando en cuando?
Si algo en todo esto queda claro, ese algo es el móvil de Yoani.
No digo el celular, no digo el aparato, no digo el telefonito, sino el móvil, el fin último, el objetivo real, el móvil detrás de cada gesto de Yoani, y ese móvil no es otro que el dinero que recibe la blodeguera por decir lo que dice, para lo cual no necesita coherencia, sino todo lo contrario.
miércoles, 18 de agosto de 2010
YOANI SÁNCHEZ: AY VARELA, NO ME JODAS...
Por Ernesto Pérez Castillo
Cuando supe que Yoani Sánchez le había concedido una entrevista al bloguero miamense Pepe Varela –entrevista de casi media hora en la cual Yoani invirtió todos y cada uno de sus segundos en decirle a Varela que no le daría la entrevista, y en acusarlo una y otra y otra vez de cuanta cosa pudo–, lo primero que pensé fue: esta pobre muchachita no se cansa de meter la pata.
Resulta que la filóloga que no quiere ser filóloga y a quien le repugnan la intelectualidad y la cultura, según confiesa en el perfil de su blog, ahora a la altura del minuto 3.34 del quinto segmento de la conversación grabada, de pronto pierde los estribos y le suelta a su interlocutor: “ay Varela, no me jodas...”
Yo, que no quiero ser cabeza mala, acabo de consultar el Diccionario Ilustrado Océano de la lengua española, y allí pone, y lo reproduzco tal cual: “joder: (lat. futuẽre) intr. y tr. 1 vulg. Realizar el coito, fornicar”.
Es verdad que luego el diccionario refiere varios significados más, pero este es el primero que aparece, y es de suponer entonces que no es por gusto que se le da esa jerarquía a esta acepción del verbo joder.
Y no es que esté mal en sí mismo el hecho de que la Yoani le pida a Varela que no “la joda”, en principio le asiste en ello todo su derecho, y ese debería ser otro derecho humano: el derecho a joder solo con quien uno quiera, pero ese no es el punto.
El punto, según lo veo yo, no es que este mal usado su reclamo de que no la jodan, sino que el error consiste en el momento de la larga conversada en que ese reclamo aflora.
Ella, que presume de haber nacido y vivido en Centro Habana, donde la gente se la pasa jodiendo a toda hora, y también a toda ahora reclamando que no la jodan, debería saberlo. Porque en Centro Habana, cuando alguien le jode a usted la vida, usted lo interrumpe desde el principio, sin darle tiempo a que el susodicho se divierta metiéndole a usted el dedo en la llaga.
Y eso fue lo que debió pasar.
A ver, debió ser así: Yoani está en su casa, y siente que timbra su móvil –no su teléfono fijo, no, su móvil. Ella ve en la pantalla que la llaman de un número que no conoce, no obstante decide responder –cosa que, ante el altísimo costo de la telefonía móvil en la isla, haría solo el 0.000000001% de los cubanos–, y entonces Varela se presenta y le pide una entrevista.
Justo ahí, en ese momento, es que Yoani debió soltar su “ay Varela, no me jodas...”, y colgarle al instante.
Pero, muy lejos de eso, lo que ocurre es que se enredan, ella a decir que no, y él a decir que sí –no, no, no, sí, sí, sí–, en fin, un asunto tan escabroso como lo que ocurre en un parque a oscuras en que solo se escucha a la muchacha decir que no, que no, que no, mientras el novio mete mano y dice que sí, que sí, que sí. O sea, la muchacha en el banco a oscuras sí quiere, pero algo, no se sabe qué, la obliga a decir que no, lo cual en todo caso no sirve para nada.
¿Qué rayos le impidió a Yoani cortar esa llamada, una vez identificado Varela, a los tres segundos de conversación? Una sola cosa la hizo prolongar por media hora esa conversada que nunca debió ser: su enorme, su grandísimo ego.
¿En verdad Yoani no quería hablar con Varela, o sí?
Lo dicho: en Centro Habana, cualquiera en su caso, hubiera dicho, de una, “ay Varela, no me jodas”, y hubiera colgado el teléfono sin más. Y lo hubiera dicho al principio, sin dejar que el reloj caminara ni un minuto, y no casi media hora después de comenzada la entrevista que supuestamente no quería aceptar.
Cuando supe que Yoani Sánchez le había concedido una entrevista al bloguero miamense Pepe Varela –entrevista de casi media hora en la cual Yoani invirtió todos y cada uno de sus segundos en decirle a Varela que no le daría la entrevista, y en acusarlo una y otra y otra vez de cuanta cosa pudo–, lo primero que pensé fue: esta pobre muchachita no se cansa de meter la pata.
Resulta que la filóloga que no quiere ser filóloga y a quien le repugnan la intelectualidad y la cultura, según confiesa en el perfil de su blog, ahora a la altura del minuto 3.34 del quinto segmento de la conversación grabada, de pronto pierde los estribos y le suelta a su interlocutor: “ay Varela, no me jodas...”
Yo, que no quiero ser cabeza mala, acabo de consultar el Diccionario Ilustrado Océano de la lengua española, y allí pone, y lo reproduzco tal cual: “joder: (lat. futuẽre) intr. y tr. 1 vulg. Realizar el coito, fornicar”.
Es verdad que luego el diccionario refiere varios significados más, pero este es el primero que aparece, y es de suponer entonces que no es por gusto que se le da esa jerarquía a esta acepción del verbo joder.
Y no es que esté mal en sí mismo el hecho de que la Yoani le pida a Varela que no “la joda”, en principio le asiste en ello todo su derecho, y ese debería ser otro derecho humano: el derecho a joder solo con quien uno quiera, pero ese no es el punto.
El punto, según lo veo yo, no es que este mal usado su reclamo de que no la jodan, sino que el error consiste en el momento de la larga conversada en que ese reclamo aflora.
Ella, que presume de haber nacido y vivido en Centro Habana, donde la gente se la pasa jodiendo a toda hora, y también a toda ahora reclamando que no la jodan, debería saberlo. Porque en Centro Habana, cuando alguien le jode a usted la vida, usted lo interrumpe desde el principio, sin darle tiempo a que el susodicho se divierta metiéndole a usted el dedo en la llaga.
Y eso fue lo que debió pasar.
A ver, debió ser así: Yoani está en su casa, y siente que timbra su móvil –no su teléfono fijo, no, su móvil. Ella ve en la pantalla que la llaman de un número que no conoce, no obstante decide responder –cosa que, ante el altísimo costo de la telefonía móvil en la isla, haría solo el 0.000000001% de los cubanos–, y entonces Varela se presenta y le pide una entrevista.
Justo ahí, en ese momento, es que Yoani debió soltar su “ay Varela, no me jodas...”, y colgarle al instante.
Pero, muy lejos de eso, lo que ocurre es que se enredan, ella a decir que no, y él a decir que sí –no, no, no, sí, sí, sí–, en fin, un asunto tan escabroso como lo que ocurre en un parque a oscuras en que solo se escucha a la muchacha decir que no, que no, que no, mientras el novio mete mano y dice que sí, que sí, que sí. O sea, la muchacha en el banco a oscuras sí quiere, pero algo, no se sabe qué, la obliga a decir que no, lo cual en todo caso no sirve para nada.
¿Qué rayos le impidió a Yoani cortar esa llamada, una vez identificado Varela, a los tres segundos de conversación? Una sola cosa la hizo prolongar por media hora esa conversada que nunca debió ser: su enorme, su grandísimo ego.
¿En verdad Yoani no quería hablar con Varela, o sí?
Lo dicho: en Centro Habana, cualquiera en su caso, hubiera dicho, de una, “ay Varela, no me jodas”, y hubiera colgado el teléfono sin más. Y lo hubiera dicho al principio, sin dejar que el reloj caminara ni un minuto, y no casi media hora después de comenzada la entrevista que supuestamente no quería aceptar.
YOANI SÁNCHEZ Y LA PREGUNTA DE LOS 100 MILLONES
Por Ernesto Pérez Castillo
El milagro sucedió en 1991, apenas un año después de decretado el período especial: a partir de un extracto purificado de la cera de la caña de azúcar, científicos cubanos lograban un producto único en el mundo al que llamaron Ateromisol, aunque se popularizaría como PPG, útil para reducir los niveles de colesterol en sangre. El PPG muy pronto obtendría la Medalla de Oro de la Oficina Mundial de la Propiedad Intelectual y está registrado en más de 30 países.
Sin embargo, busque usted los nombres de los científicos que lo crearon. Inténtelo en Google y en Yahoo. La tarea será harto difícil, y es más que probable que no logre ningún resultado.
De lo que sí puede usted estar seguro es de que Yoani Sánchez no participo en esas investigaciones. Se lo juro.
Otro tanto le sucederá si trata de conocer a los creadores de la Heberpenta, una vacuna cubana que permite con una sola inyección, proteger a los infantes contra la Difteria, el Tétanos, la Tos Ferina, la Hepatitis B y enfermedades causadas por la bacteria Haemophilus influenzae tipo b. En la isla se le administra a todos los niños de manera gratuita, y fue creada entre el Centro de Ingeniería de Genética y Biotecnología, el Instituto Finlay y el Laboratorio de Reactivos Químicos de la Universidad de La Habana. Esta vacuna, segunda de su tipo en el mundo, logra un nivel de efectividad similar a la fabricada por la transnacional GlaxoSmithKline.
Yoani tampoco tuvo nada pero absolutamente nada que ver en la creación de esta vacuna. Se lo digo en serio, de verdad, puede creerme.
Otro producto cubano "anonimo" es el Heberprot-P, único a nivel mundial para favorecer la cicatrización de complicadas úlceras, como las del "pie diabético", reduciendo el riesgo de amputación a estos pacientes, lo cual repercute en su calidad de vida. Es de imaginar la importancia del Heberprot-P en un planeta donde viven 285 millones de diabéticos.Por supuesto, la Yoani ni se enteró de las muchas horas de trabajo investigativo que el Heberprot-P le costó a sus creadores. Fíjese que no le ha dedicado ni una línea en su blog, ni a los científicos cubanos que lo lograron.
Puedo citar, además, que un gel de Interferón Alfa 2b Humano Recombinante, indicado para lesiones de bajo grado de cerviz, se encuentra en fase III de ensayos clínicos. Y también se encuentra en etapa avanzada de desarrollo una combinación de los interferones Gamma humano recombinante y el Alfa 2b humano recombinante, indicado para cáncer de cerebro.
¿Yoani Sanchez lo sabe? ¿Le ha dicho algo de eso a los miles de lectores que asegura tener en su blog, traducido "voluntaria y gratuitamente" a diecinueve idiomas? ¿Lo ha comentado en alguna de las tantas entrevistas semanales que ofrece, o en los periódicos del mundo que tan amablemente le abren sus páginas?
Si se piensa en que, según la revista médica inglesa The Lancet, casi 500 millones de personas -una de cada 12 de la población mundial- están infectadas de Hepatitis B o C y la mayoría ni siquiera lo sabe, lo cual lleva a la muerte a millón y medio de personas cada año, entonces se podrá aquilatar en su dimensión real lo que representa el que el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología cubano haya obtenido y produzca a gran escala una vacuna recombinante de alta eficacia contra la Hepatitis B, mientras la vacuna terapéutica contra el virus de la Hepatitis C se encuentra en fase II de ensayos clínicos en pacientes crónicos y comienzan estudios para su aplicación de manera profiláctica.
En todo ello Yoani no cuenta sino como posible paciente beneficiado gracias a la ciencia cubana, de manera gratuita, gratuita de verdad, si, no lo quiera dios, enfermase algún día.
Los que sí se han curado, por ejemplo, de Retinosis Pigmentaria, son cinco mil 96 cubanos aquejados de esa enfermedad degenerativa de curso progresivo que daña la retina, tratados por un programa único de su tipo en el mundo, que sistematiza la vigilancia epidemiológica, identifica los grupos de riesgo y efectúa la atención médica continuada. Junto a ellos han recibido la atención médica otros 10 mil 800 pacientes de 98 países.
El creador del nuevo tratamiento para esa enfermedad fue el doctor cubano Orfilio Peláez, eminente y prestigioso científico que, ni en vida ni tras su muerte en 2001, jamás recibió el destaque mediático que se gasta en Yoani Sánchez la gran prensa internacional. Ni nunca le hizo falta.Y mucho antes de 1991 y del boom del PPG, el doctor Carlos Miyares Cao, con solo 29 años, encontró una sustancia que producía un aumento en la pigmentación de los animales. Ese descubrimiento centró su vida por doce años hasta que en 1980 junto a su colega el doctor Manuel Taboas logró hacer llegar a las farmacias cubanas la Melagenina, un medicamento a base de placenta para combatir el vitíligo, enfermedad que consiste en la desaparición de la pigmentación cutánea de ciertas partes de la piel.
Todas estas personas, de nombres más o menos conocidos, o desconocidos del todo, han empeñado sus vidas en darle algo bueno a los cubanos y al mundo, y las más de las veces han sido olímpicamente ignorados fuera de nuestro país.
Entonces, y está es la pregunta de los cien millones: ¿a qué tanta matraca en la prensa de por ahí con la tal Yoani Sánchez, que lo único que ha hecho es decirle al mundo que en Cuba suele escasear el arroz, las sombrillas o los canisteles?
El milagro sucedió en 1991, apenas un año después de decretado el período especial: a partir de un extracto purificado de la cera de la caña de azúcar, científicos cubanos lograban un producto único en el mundo al que llamaron Ateromisol, aunque se popularizaría como PPG, útil para reducir los niveles de colesterol en sangre. El PPG muy pronto obtendría la Medalla de Oro de la Oficina Mundial de la Propiedad Intelectual y está registrado en más de 30 países.
Sin embargo, busque usted los nombres de los científicos que lo crearon. Inténtelo en Google y en Yahoo. La tarea será harto difícil, y es más que probable que no logre ningún resultado.
De lo que sí puede usted estar seguro es de que Yoani Sánchez no participo en esas investigaciones. Se lo juro.
Otro tanto le sucederá si trata de conocer a los creadores de la Heberpenta, una vacuna cubana que permite con una sola inyección, proteger a los infantes contra la Difteria, el Tétanos, la Tos Ferina, la Hepatitis B y enfermedades causadas por la bacteria Haemophilus influenzae tipo b. En la isla se le administra a todos los niños de manera gratuita, y fue creada entre el Centro de Ingeniería de Genética y Biotecnología, el Instituto Finlay y el Laboratorio de Reactivos Químicos de la Universidad de La Habana. Esta vacuna, segunda de su tipo en el mundo, logra un nivel de efectividad similar a la fabricada por la transnacional GlaxoSmithKline.
Yoani tampoco tuvo nada pero absolutamente nada que ver en la creación de esta vacuna. Se lo digo en serio, de verdad, puede creerme.
Otro producto cubano "anonimo" es el Heberprot-P, único a nivel mundial para favorecer la cicatrización de complicadas úlceras, como las del "pie diabético", reduciendo el riesgo de amputación a estos pacientes, lo cual repercute en su calidad de vida. Es de imaginar la importancia del Heberprot-P en un planeta donde viven 285 millones de diabéticos.Por supuesto, la Yoani ni se enteró de las muchas horas de trabajo investigativo que el Heberprot-P le costó a sus creadores. Fíjese que no le ha dedicado ni una línea en su blog, ni a los científicos cubanos que lo lograron.
Puedo citar, además, que un gel de Interferón Alfa 2b Humano Recombinante, indicado para lesiones de bajo grado de cerviz, se encuentra en fase III de ensayos clínicos. Y también se encuentra en etapa avanzada de desarrollo una combinación de los interferones Gamma humano recombinante y el Alfa 2b humano recombinante, indicado para cáncer de cerebro.
¿Yoani Sanchez lo sabe? ¿Le ha dicho algo de eso a los miles de lectores que asegura tener en su blog, traducido "voluntaria y gratuitamente" a diecinueve idiomas? ¿Lo ha comentado en alguna de las tantas entrevistas semanales que ofrece, o en los periódicos del mundo que tan amablemente le abren sus páginas?
Si se piensa en que, según la revista médica inglesa The Lancet, casi 500 millones de personas -una de cada 12 de la población mundial- están infectadas de Hepatitis B o C y la mayoría ni siquiera lo sabe, lo cual lleva a la muerte a millón y medio de personas cada año, entonces se podrá aquilatar en su dimensión real lo que representa el que el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología cubano haya obtenido y produzca a gran escala una vacuna recombinante de alta eficacia contra la Hepatitis B, mientras la vacuna terapéutica contra el virus de la Hepatitis C se encuentra en fase II de ensayos clínicos en pacientes crónicos y comienzan estudios para su aplicación de manera profiláctica.
En todo ello Yoani no cuenta sino como posible paciente beneficiado gracias a la ciencia cubana, de manera gratuita, gratuita de verdad, si, no lo quiera dios, enfermase algún día.
Los que sí se han curado, por ejemplo, de Retinosis Pigmentaria, son cinco mil 96 cubanos aquejados de esa enfermedad degenerativa de curso progresivo que daña la retina, tratados por un programa único de su tipo en el mundo, que sistematiza la vigilancia epidemiológica, identifica los grupos de riesgo y efectúa la atención médica continuada. Junto a ellos han recibido la atención médica otros 10 mil 800 pacientes de 98 países.
El creador del nuevo tratamiento para esa enfermedad fue el doctor cubano Orfilio Peláez, eminente y prestigioso científico que, ni en vida ni tras su muerte en 2001, jamás recibió el destaque mediático que se gasta en Yoani Sánchez la gran prensa internacional. Ni nunca le hizo falta.Y mucho antes de 1991 y del boom del PPG, el doctor Carlos Miyares Cao, con solo 29 años, encontró una sustancia que producía un aumento en la pigmentación de los animales. Ese descubrimiento centró su vida por doce años hasta que en 1980 junto a su colega el doctor Manuel Taboas logró hacer llegar a las farmacias cubanas la Melagenina, un medicamento a base de placenta para combatir el vitíligo, enfermedad que consiste en la desaparición de la pigmentación cutánea de ciertas partes de la piel.
Todas estas personas, de nombres más o menos conocidos, o desconocidos del todo, han empeñado sus vidas en darle algo bueno a los cubanos y al mundo, y las más de las veces han sido olímpicamente ignorados fuera de nuestro país.
Entonces, y está es la pregunta de los cien millones: ¿a qué tanta matraca en la prensa de por ahí con la tal Yoani Sánchez, que lo único que ha hecho es decirle al mundo que en Cuba suele escasear el arroz, las sombrillas o los canisteles?
lunes, 16 de agosto de 2010
PAGUE LOS PALOS QUE LE DARÁN
Por Ernesto Pérez Castillo
El alcalde de Roma, Gianni Alemanno, acaba de tener una idea genial: aplicar un impuesto especial a las manifestaciones de protesta que pretendan desfilar por las calles de la ciudad.
Alemanno justifica su iniciativa con el pretexto de que, según él: “para una manifestación de 10 mil personas, el costo es de siete mil euros para las horas extras de la Policía Municipal”.
Esa idea devela con claridad la intención de que solo se admitirán protestas de aquellos que se las puedan costear.
Así las cosas, protestar también será un lujo de unos pocos que, además, deberán pagar por los palos que en la calle la policía les dará.
El alcalde de Roma, Gianni Alemanno, acaba de tener una idea genial: aplicar un impuesto especial a las manifestaciones de protesta que pretendan desfilar por las calles de la ciudad.
Alemanno justifica su iniciativa con el pretexto de que, según él: “para una manifestación de 10 mil personas, el costo es de siete mil euros para las horas extras de la Policía Municipal”.
Esa idea devela con claridad la intención de que solo se admitirán protestas de aquellos que se las puedan costear.
Así las cosas, protestar también será un lujo de unos pocos que, además, deberán pagar por los palos que en la calle la policía les dará.
jueves, 5 de agosto de 2010
EL CLUB DE LOS COMEMIERDAS ANÓNIMOS
Ernesto Pérez Castillo
(De Bajo la bandera rosa, Letras Cubanas, 2009)
A cada rato, y «a cada rato» podía ser una vez a la semana, o incluso más, El Chino aparecía en mi casa y me jodía la tarde contándome otra vez su vida. A veces venía con Cartaya, que se sentaba a beberse el ron sin parar, sin decir una palabra.
El Chino es lo que se dice un tipo jodío. Desde chama. No sé por qué soy su amigo. Será que también soy un tipo jodío. Seguramente. Las mujeres siempre le pegan los tarros. A mí siempre me dejan y, según El Chino, seguro primero me pegan los tarros, pero no me entero. Ya eso es una diferencia. El Chino escoge mujeres que a la legua se les ve que son unas pega tarros. Se lo decimos siempre. Y él se ríe. Y siempre le pegan los tarros.
La última fue Marieta. La conoció en una funeraria. Era medio prima de un medio primo de El Chino, y estaba haciendo la colecta para otra corona de flores que quería ponerle al muerto, y El Chino terminó pagando la corona completa con su veintiúnico billete de veinte pesos.
Fue una confusión. El Chino sacó el billete, esperando que ella se lo cambiara, pero Marieta lo cogió y dijo:
–¡Ay mi chino, con este billete no tengo que seguir recogiendo!
Lo de «mi chino» mató al Chino –a mí me matan cuando me dicen «papi»– y dejó las cosas así, y se ofreció para acompañarla a buscar la corona. Marieta se lo agradeció, y ya en la puerta de la funeraria le dijo «mi chino» otra vez:
–Mira, mi chino, mejor vas tú solo, y yo me ocupo de conseguir café, y te guardo para cuando regreses...
El Chino terminó bajando solo por Belascoaín, y después subiendo con la corona al hombro, de vuelta. Cuando encontró a Marieta, ella estaba con el termo en la mano, y le fue a servir, pero solo salieron tres gotas.
–Ay, se acabó... habrá que conseguir más... ¿me das un cigarrito, mi chino?
Así, Marieta también se fumó el último cigarro que le quedaba a El Chino. Pero le había dicho «mi chino» tres veces. Luego El Chino supo que el muerto (pariente lejano de El Chino, como que medio primo de una media prima de su mamá) había sido el último marido de Marieta. Pero eso lo supo después, cuando Marieta le pegó los tarros con el hijo de un tío (tío político en verdad, de El Chino y de Marieta, que manejaba un almendrón, el hijo, no el tío, o sea, el medio primo político de Marieta y El Chino) que también estaba esa noche en la funeraria, con su Chevrolet del 53, y que llevó al Chino y a Marieta y a media familia hasta el cementerio de Colón.
Marieta era flaca, con las tetas chiquiticas, el pelo teñido de rojo y, según El Chino, siempre usa hilo dental. El Chino es chino, es flaco, y es albañil. Y Marieta estaba terminando de arreglar su casa cuando se le murió el marido (el pariente lejano de El Chino, el medio primo de la media prima de su mamá) y se lo dijo a El Chino cuando salían a pie del cementerio. Le faltaba azulejear el baño, fundir una meseta en la cocina, y repellar completa la pared del comedor.
–¿Tú me ayudas, mi chino?
Le dijo Marieta, y a los dos días el baño estaba listo, y a los tres días Marieta le mamó la pinga, y El Chino terminó la pared del comedor y se singó por el culo a Marieta que le gritaba:
–¡Dame más, mi chino, dame más!
Y terminó de fundir la meseta en cuatro días, y al quinto día –cuando El Chino la volvió a escuchar gritando «¡Dame más, mi chino, dame más!»–, era el hijo del tío político, el que maneja el almendrón, y que no es chino, el que le estaba dando por el culo a Marieta.
–¡Clase de comemierda tú eres!
Le soltó Cartaya al Chino cuando terminó de contar aquello. Y El Chino le preguntó:
–¿Qué? ¿A ti nunca te han pegao los tarros?
Entonces Cartaya le aclaró que lo de comemierda no era por lo de los tarros, sino por todo lo demás.
Cartaya es así, simple y directo. Y feo como el coño de su madre. A los dieciocho años el padre de una mulatica de pelo bueno del preuniversitario lo obligó a casarse porque Miladys (la mulatica de pelo bueno) dijo que la barriga se la había hecho él. El niño salió adelantadito, blanquito, con el pelo mejor que su mamá. Pero Cartaya, además de feo como el coño de su madre, es negro como el coño de su madre.
Al año Miladys se fue por el Mariel, y le dejó el chama a Cartaya, que lo crió hasta el ’94, cuando el chama tiró una balsa en medio del malecón y después le mandó una postal a Cartaya desde la Yuma. Y desde entonces le manda a cada rato un billete de cien dólares, y ese día nos metemos unas cervezas, y el mundo pinta mejor.
Aquel era uno de esos días. Después de tres cervezas por cabeza, Cartaya acaba de confesar que el hijo no es de él. El Chino y yo nos miramos, miramos a Cartaya, y nos echamos a reír.
–¡Clase de comemierda tú eres! –le suelta a Cartaya El Chino esta vez.
–¡El Carta... eso lo sabe La Habana!
Cartaya sonríe, y declara:
–Ustedes no saben na...
Y ahí viene la bomba. El chama no es de él, pero eso no es lo grave.
–Yo nunca me jamé a Miladys...
Cartaya es así, simple y directo. Y mucho más comemierda de lo que El Chino y yo podíamos calcular.
–Na, me gustaba Miladys... y tenía esperanza... y le crié el chama quince años...
–¡El Carta... esa es tremanda carta..! –le digo.
–¡De pinga! –dice El Chino, y reparte tres cervezas más.
Entonces me pongo de pie, saco la pistola, y se la pego a El Carta en la frente, que me mira y me dice:
–¡No seas comemierda, Estéreo!
Era la quinta vez que la palabra comemierda caía en la conversación. Guarde la pistola en la cartuchera, volví a sentarme, y para cambiar los ánimos comenté:
–Comemierda el tipo que arrollaron hoy en la esquina...
–¿Tú lo viste? –El Chino es un tipo jodío, es chino, es flaco, es albañil y es tremendo chismoso...
–Coño, si fue delante de mí, yo le acababa de pedir el carnet de identidad...
–¡De pinga! –el chino, además de todo lo demás, siempre dice «¡De pinga!».
–¡Cojones! –comenta Cartaya– Primero viene el comemierda este y le pide el carnet de identidad, y luego una guagua le pasa por encima...
–¡De pinga!
–Pero es que el negrón estaba comiendo tremenda perra mierda...
–¡Ah, y encima era negro! –concluye Cartaya– ¡Tenía que ser negro, coño!
Aquí El Chino, reparte cervezas otra vez, nos hace ponernos de pie, y propone un brindis:
–¡Caballeros, señores, compañeros, camaradas: esta cerveza va a la salud del Club de los Comemierdas Anónimos!
Muy pocas veces al Chino se le ocurren ideas que sirvan para algo. Esa, entonces, nos dio mucha risa a los tres. Desde ahí, cada vez que queríamos vernos, decíamos: «Hoy hay sesión del CC». Si era el caso de que El Carta había recibido sus cien dólares, entonces era él quien convocaba: «Hoy hay sesión, extraordinaria, del CC». Una sesión extraordinaria del CC implicaba un montón de cervezas por cabeza.
El año que el chama de El Carta se fue pa la Yuma, fue el año en que yo recibí la distinción de Comemierda en Jefe del CC. Fue una tarde en que El Chino y El Carta llegaron juntos y cuando les abrí la puerta se me quedaron mirando, sin reconocerme, hasta que El Chino preguntó:
–¿Qué pinga tú haces disfrazado de policía, asere?
No les había dicho nada. Dos meses atrás, en un mitin relámpago en la fábrica, metieron una muela de la defensa de la patria socialista y las conquistas de la revolución, y al final preguntaron quiénes estarían dispuestos, si fuera necesario, a dar el paso al frente e integrar las gloriosas filas de la Policía Nacional Revolucionaria. Había que levantar la mano. Yo siempre levanto la mano. Ese día levanté la mano. Yo y otro par de comemierdas más.
Al mes, fue necesario. Me movilizaron, y a los dos meses, convocada una sesión extraordinaria del CC, ahí estaba yo, vestido de policía, con pito, tolete, y galones de suboficial.
–Bueno, pa ser chivatón de gratis... –me consoló El Carta, simple y directo– mejor que te paguen por chivatear...
Es un trabajo como otro cualquiera, me digo yo todos los días, frente al espejo, cuando termino de ponerme el uniforme. Pero es mentira, y nadie lo sabe mejor que yo. Bueno, sí, lo sabe el otro montón de comemierdas que se dicen lo mismo cada mañana. Pero la cosa tiene su swing y también su aventura, por qué no.
Por eso, quien debía ser policía es El Chino y no yo –El Chino es un tipo jodío, es chino, es flaco, es albañil, es tremendo chismoso, y es la aventura en dos patas–, pues cada vez que nos reunimos quiere que le cuente, y disfruta mis cuentos como una película del sábado. Claro que yo los cuentos se los adorno –a mí me matan cuando me dicen «papi» y soy un tipo al que le gusta adornar las cosas–, porque en strike sí que no hay quien se los meta.
El Carta no. Cartaya es un tipo simple y directo, feo como el coño de su madre, y problemático. El Carta siempre tiene problemas con la policía. Yo soy el único policía que El Carta puede ver. Pero en la calle no, en la calle ni me saluda. El Carta, además de simple, directo, feo como el coño de su madre, y problemático, es lo que se dice un tipo de pinga
Bueno, esa es la pura verdad: Cartaya es un tipo de pinga. Un día lo confesó. Suerte que El Chino ese día estaba borracho y yo estaba a millón, porque El Carta de pronto se levantó de la silla, nos miró a los dos y dijo:
–Mis ecobios, tengo que decirles que yo creo que soy maricón.
El Chino se empezó a reír, pensando que era una jodedera de El Carta. Pero no. El Carta es... en fin, El Carta es cualquier cosa, pero no es un jodedor. El Carta hablaba en serio. El Carta siempre habla en serio.
–¿Maricón? –le pregunté.
–Sí, maricón.
El Chino estaba borracho, le dijo a El Carta que se sentara, que él era su hermano, podía ser lo que quisiera. Y con la misma siguió:
–¡Clase de trío: un policía, un tarrú, y un maricón!
El Carta estaba serio esa tarde. El Carta siempre está serio. Y estaba borracho, y se abrió de patas:
–Yo creo que soy maricón: nunca me meto una jeva, no me hago ni una paja, me acuesto temprano, me gusta la música romántica...
–Carta, por eso no se es maricón... –lo corté, pero El Carta siguió:
–... y porque en la pincha ayer un mariconcito que entró nuevo me regaló una flor, y me gustó.
–Carta, no jodas... –empecé a decirle, pero ahora fue El Chino quien me cortó.
–Oye, eres maricón y bien, tronco de maricón.
El Carta miró a El Chino, y se sentó. El Chino esperó a que se sentara, se dio otro buche, miró de nuevo a El Carta, y le preguntó:
–¿Y?
Ahí fue que Cartaya se soltó. El mariconcito era un mulato joven, de piel clara, y la flor se la regaló después de almuerzo, porque El Carta lo estaba mirando desde que entró al comedor. Por la tarde el tipo pasó por donde él trabajaba, preguntó cualquier basura, y se pusieron a hablar, y se pasaron la tarde hablando, y fue por eso que El Carta nos citó.
–¿Y usaste condón? –preguntó de pronto El Chino...
El Carta miró a El Chino, luego me miró a mí, y respiró profundo antes de seguir:
–La cosa es que Arnaldo me invitó al cine, y no sé qué hacer...
–¿Arnaldo? –preguntó El Chino– ¡Hasta nombre de maricón tiene..!
Me di cuenta que El Carta estaba embarcado. Eso era típico de las mujeres, nunca saben si decir que sí o que no. Nunca saben si lo que quieren les conviene. O sea, El Carta estaba actuando como cualquier jevita. O sea, El Carta sí quería meterse al mulatico. O sea, El Carta sí era maricón.
Dos semanas después, en sesión ordinaria del CC comprobamos que al que nace para trajín, del cielo le caen las patadas por el culo. Cartaya aceptó la invitación del mulatico, y llegó media hora tarde al Payret (típico, las mujeres siempre llegan tarde), y no vio al mulatico por todo aquello, espero veinte minutos, y finalmente, despechado, decidió entrar al cine, pues era una película romántica.
Cuando la vista se le adaptó a la oscuridad, vio que eran muy pocos los que habían entrado esa tarde, casi todos hombres. Casi todos masturbándose entre sí. El Carta no sabía que aquel cine era un antro de bugarronería y mariconerismo. El Carta no sabe nada en esta vida.
Se levantó de su butaca, y ya casi al salir, reconoció al mulatico, mamándosela a un blanquito del montón. Eso acabó de decepcionar a El Carta. No que se la estuviera mamando a otro. Que se la estuviera mamando a un blanquito.
–¡Lo que faltaba –protestó El Chino–, Cartaya racista!
–¿Racista con lo negro que yo soy? –se defendió Cartaya...
–¿Y qué? ¡Negro, racista y maricón!
Cartaya se levantó, le fue arriba a El Chino, y por poco se lo come. Fue la única vez que alguno de nosotros no resistió una ofensa. Pero no supe nunca cual de las tres cosas –maricón, racista o negro– fue la que realmente ofendió a El Carta.
Después de esa tarde, a veces, El Chino pasaba a verme. Y otras venía El Carta. Pero siempre les advertía que no los recibiría por separado. Aquel lío sucedió por una comemierdá de El Chino –pero estaba claro que El Chino, Cartaya y yo, éramos unos comemierdas– y la comemierdá de El Chino la motivó una mariconería de El Carta –y eso también era clarísimo, El Carta mismo nos confesó que era maricón– así que lo ocurrido, para mí, era normal –ateniéndonos a nuestras propias y respectivas anormalidades– y la única manera de superar aquello era juntos todos otra vez. Yo siempre quiero resolver las cosas así: en equipo. Por eso las mujeres me dejan.
La última fue Marisdaxis. Marisdaxis trabajaba conmigo en la fábrica. El día que levanté la mano para expresar mi disposición de dar el paso al frente, Marisdaxis me clavó el tacón de su tiqui-tiqui en la punta del pie derecho. A Marisdaxis le encantan los tacones, y siempre usa tiqui-tiquis. Yo tengo la punta del pie derecho hecha leña. Después me dijo que si por casualidad yo terminaba de policía, iba a saber quién era ella.
Cuando me movilizaron, no sabía qué decirle. No quería saber quién era Marisdaxis. Le dije que faltaría dos meses a la fábrica porque pasaría un curso de superación. Todos los fines de semana, cuando me daban pase, la iba a visitar. Ella preguntaba cómo me iba en el curso, y yo me ponía a inventar. Yo soy muy bueno inventando.
Todo estuvo bien, hasta que al final del curso me tocó salir a patrullar en la calle, vestido de uniforme por primera vez. Yo, vestido de policía, tengo tremenda cara de policía. Como si hubiera nacido para vestirme de azul. Y resultó que, patrullando en la esquina de Zanja y Belascoaín, a los quince minutos de estar parado allí, pasó Marisdaxis.
La vi, y me viré de espaldas, para que no me fuera a ver, pero entonces me vio un comemierda del barrio y grito: «¡Vaya, Estéreo se metió a policía!».
Yo sentí el grito, e ipsofacto sentí un manotazo en la espalda. Me volví, y ahí tenía a Marisdaxis delante de mí.
–¡Te lo advertí, Seguro, te lo advertí!
Me dijo Marisdaxis, y allí mismo, en pleno Belascoaín, empezó a tirarme gaznatones a diestra y siniestra. Suerte que en el Curso Emergente de Policía nos habían dado clases de Defensa Personal. Logré esquivar todos sus golpes, sin tirarle ni uno yo. Y un bulto de gente se aglomeró a nuestro alrededor hasta que llegó el carro patrullero del jefe del curso, y Marisdaxis volvió a decirme:
–¡Te lo advertí, Seguro, te lo advertí!
Y se fue entre la gente, sin mirar para atrás. El jefe del curso me hizo señas desde el patrullero y al acercarme, me ordenó subir al carro.
Cuando llegamos a la unidad me hizo ir a su oficina, y allí se quitó la gorra, se quitó el zambrán con la pistola y lo puso encima de la mesa, y me dijo:
–Combatiente, lo tengo que felicitar. Usted acaba de dar una excelente demostración de defensa personal, de ecuanimidad y de profesionalidad. No se dejó provocar, aplicó las técnicas aprendidas y, lo más importante, mantuvo todo el tiempo el control. ¿Qué hubiera pasado si usted golpeaba a esa ciudadana?
Yo sé lo que hubiera pasado. Pero no lo voy a contar. El caso es que el día de la graduación, mientras todos los compañeros se graduaban con grados de sargentos de tercera, yo me gradué con grados de suboficial.
No satisfecho, al salir de la unidad a disfrutar las merecidas vacaciones por haber terminado el Curso Emergente de Policía, lo primero que hice fue ir a casa de Marisdaxis. Al abrir la puerta y verme me preguntó:
–¿Qué tú quieres?
–Hablar... –le contesté.
–Habla... –me dijo.
Y ahí fue que metí la pata de verdad. Es que yo siempre quiero resolver las cosas en equipo. Le dije a Marisdaxis que la amaba. Ella cruzó los brazos sobre el pecho (Marisdaxis tiene las tetas grandes, llenas, paraditas, y cuando yo digo que cruza los brazos sobre el pecho en realidad lo que hace es que cruza los brazos por debajo de las tetas y te apunta con ellas como si te fuera a matar). Le dije que quería que se mudara a vivir conmigo. Marisdaxis me miró a los ojos (cuando Marisdaxis te mira a los ojos, los achica, se le convierten en una rayita). Le dije que hasta nos podíamos casar. Marisdaxis abrió las piernas (cuando Marisdaxis abre las piernas lo que hace es exactamente eso: abre las piernas). Le dije que podíamos mejorar mucho nuestra vida.
–¿Cómo podemos mejorar nuestra vida, con usted metido en el cuartel las veinticuatro horas del día, teniente Estéreo Seguro?
Marisdaxis no tiene ni idea de los grados militares, pero eso no es lo que importa, lo que importa es que ahí le dije:
–Es que podemos estar juntos... puedes pasar un curso, y entrar a la policía igual que yo.
Marisdaxis movió la pierna derecha para atrás, y después para adelante. Pero la movió a una muy alta velocidad. Me dio una patada en los huevos que no hubo Defensa Personal que la pudiera esquivar. Yo, completamente sin aire, me doblé hacia adelante, y entonces Marisdaxis, con la rodilla, me golpeó en la cara, y luego me siguió golpeando media hora más hasta que la gente del barrio vio lo que estaba pasando y vino a salvarme la vida. Suerte que esa vez el jefe del curso no me vio, porque ahí mismo me ascendía a general.
Pasé la semana de vacaciones encamado. El Carta, que es todo lo que ya dije y además es muy maternal, me traía todos los días una sopa, le sacó el alambre a un cable de teléfono para hacerme un absorbente (yo de la inflamación que tenía en la cara no podía abrir la boca) y me cuidó hasta que me pude levantar. Y El Chino también venía a verme, y siempre le preguntaba a El Carta si ya yo podía hablar, y cuando ya pude hablar, me dijo:
–Asere, llevo una semana esperando para que me cuentes en detalle la descojoná que te dieron...
Yo me empecé a reír. El Chino siempre me hacía reír. El Carta lo mandó a callar. Y eso es lo que más extraño, reírme con las idioteces de El Chino, y ver a El Carta mandándolo a callar.
Ya no tiene remedio. La última vez que El Chino vino, volvió a venir solo. Le abrí la puerta, y le repetí que hasta que no fuera a buscar a El Carta, le pidiera perdón, y vinieran juntos, no lo dejaría pasar. El Chino estaba serio. No recuerdo haber visto a El Chino serio nunca antes. Me dijo:
–El que tiene que ir a buscar a Cartaya eres tú. Está preso. Por eso vine hasta aquí.
¡El Carta preso! ¿Por qué estaría preso El Carta? ¿A quién se le podía ocurrir algo así? ¡Si El Carta no mata ni una mosca!
–Está preso por maricón... –soltó El Chino.
Alguien se lo contó a El Chino. La madrugada anterior la policía se había tirado para la calle –eso ya lo sabía yo, yo mismo pasé la madrugada en la unidad, metiendo en el calabozo a malanga y al puesto de viandas: puticas de a veinte pesos, jineteras de cien, traficantes de marihuana, taxistas ilegales, travestis, chupa-chupas...
–¡El Carta preso! ¿En qué pueden haberlo cogido? ¡Si El Carta no esta en na’!
–Por maricón –me repitió El Chino–, está preso por maricón.
–¿En qué unidad está? –le pregunté a El Chino, cuando terminé de ponerme el uniforme.
–En tu unidad.
–No puede ser, yo fui quien metí a la gente en el calabozo. Si hubieran llevado a El Carta, lo sacaba al momento.
–Te digo que está en tu unidad –insistió El Chino.
Cuando llegamos, El Chino me dijo él que no iba a entrar, que esperaría sentado en uno de los bancos del parquecito frente a la unidad.
Entré, y enseguida vi que la cosa estaba complicada. Todos los compañeros tenían la cara sería. Cuando me acerqué al oficial de guardia y le pregunté en qué calabozo estaba Cartaya, tuve que repetirle el nombre:
–Eduardo Cartaya, Eduardo Cartaya...
–Ah, tú también... –me contestó finalmente el oficial– ve allá atrás, enseguida lo vas a encontrar.
Pero no lo encontré enseguida. No lo reconocía. Seguro lo mismo me pasó en la madrugada. Le crucé dos veces por delante antes de darme cuenta de que era Cartaya. Llevaba tacones altos, una minifalda dorada, una blusa que le dejaba la espalda descubierta, y la peluca rubia estaba caída en el suelo. El rostro si era su rostro, pero más feo que nunca ahora, contraída la expresión en el ahogo de las panty medias de encaje con que se colgó de los barrotes de la ventana del calabozo.
Sí lo había visto en la madrugada. Y hasta bonita me pareció. Y se lo había dicho.
–Estás bonita, mami. Te voy a poner sola, para que no se revuelvan esos animales contigo allá atrás.
–Gracias, papi –me dijo– y mira, guárdame esto, para que me hagas el favor completo –y me metió en el bolsillo de la camisa el billete de veinte dólares que todavía tengo ahí.
Cuando llegaron los de criminalística, y comenzaron a hacerle fotos al cadáver, no aguanté más. Fui a la oficina del jefe, me saqué el zambrán con la pistola y se lo puse encima del buró, y le dejé también la chapa, y salí a buscar a El Chino.
El Chino me vio salir solo de la unidad, y me fue encima gritándome:
–¡Ni pinga, aseré, ni pinga! ¡Tú tienes que sacarlo! ¡Cartaya es maricón, pero es mi hermano!
–Llegué muy tarde –le contesté a El Chino–, ayer hubiera podido hacer algo, cojones...
El Chino se me quedó mirando, y miraba para la unidad y me volvía a mirar. Saqué los veinte dólares del bolsillo, comprobé que no eran falsos, y le dije:–Mira, vamos a tomarnos unas cervezas, que ya no se puede hacer más na’.
(De Bajo la bandera rosa, Letras Cubanas, 2009)
Ay qué grande, ay qué grande,
ay que grande es mi penar,
mi mamá me lo decía,
no te meta
a policía...
Huckleberry Hound
A cada rato, y «a cada rato» podía ser una vez a la semana, o incluso más, El Chino aparecía en mi casa y me jodía la tarde contándome otra vez su vida. A veces venía con Cartaya, que se sentaba a beberse el ron sin parar, sin decir una palabra.
El Chino es lo que se dice un tipo jodío. Desde chama. No sé por qué soy su amigo. Será que también soy un tipo jodío. Seguramente. Las mujeres siempre le pegan los tarros. A mí siempre me dejan y, según El Chino, seguro primero me pegan los tarros, pero no me entero. Ya eso es una diferencia. El Chino escoge mujeres que a la legua se les ve que son unas pega tarros. Se lo decimos siempre. Y él se ríe. Y siempre le pegan los tarros.
La última fue Marieta. La conoció en una funeraria. Era medio prima de un medio primo de El Chino, y estaba haciendo la colecta para otra corona de flores que quería ponerle al muerto, y El Chino terminó pagando la corona completa con su veintiúnico billete de veinte pesos.
Fue una confusión. El Chino sacó el billete, esperando que ella se lo cambiara, pero Marieta lo cogió y dijo:
–¡Ay mi chino, con este billete no tengo que seguir recogiendo!
Lo de «mi chino» mató al Chino –a mí me matan cuando me dicen «papi»– y dejó las cosas así, y se ofreció para acompañarla a buscar la corona. Marieta se lo agradeció, y ya en la puerta de la funeraria le dijo «mi chino» otra vez:
–Mira, mi chino, mejor vas tú solo, y yo me ocupo de conseguir café, y te guardo para cuando regreses...
El Chino terminó bajando solo por Belascoaín, y después subiendo con la corona al hombro, de vuelta. Cuando encontró a Marieta, ella estaba con el termo en la mano, y le fue a servir, pero solo salieron tres gotas.
–Ay, se acabó... habrá que conseguir más... ¿me das un cigarrito, mi chino?
Así, Marieta también se fumó el último cigarro que le quedaba a El Chino. Pero le había dicho «mi chino» tres veces. Luego El Chino supo que el muerto (pariente lejano de El Chino, como que medio primo de una media prima de su mamá) había sido el último marido de Marieta. Pero eso lo supo después, cuando Marieta le pegó los tarros con el hijo de un tío (tío político en verdad, de El Chino y de Marieta, que manejaba un almendrón, el hijo, no el tío, o sea, el medio primo político de Marieta y El Chino) que también estaba esa noche en la funeraria, con su Chevrolet del 53, y que llevó al Chino y a Marieta y a media familia hasta el cementerio de Colón.
Marieta era flaca, con las tetas chiquiticas, el pelo teñido de rojo y, según El Chino, siempre usa hilo dental. El Chino es chino, es flaco, y es albañil. Y Marieta estaba terminando de arreglar su casa cuando se le murió el marido (el pariente lejano de El Chino, el medio primo de la media prima de su mamá) y se lo dijo a El Chino cuando salían a pie del cementerio. Le faltaba azulejear el baño, fundir una meseta en la cocina, y repellar completa la pared del comedor.
–¿Tú me ayudas, mi chino?
Le dijo Marieta, y a los dos días el baño estaba listo, y a los tres días Marieta le mamó la pinga, y El Chino terminó la pared del comedor y se singó por el culo a Marieta que le gritaba:
–¡Dame más, mi chino, dame más!
Y terminó de fundir la meseta en cuatro días, y al quinto día –cuando El Chino la volvió a escuchar gritando «¡Dame más, mi chino, dame más!»–, era el hijo del tío político, el que maneja el almendrón, y que no es chino, el que le estaba dando por el culo a Marieta.
–¡Clase de comemierda tú eres!
Le soltó Cartaya al Chino cuando terminó de contar aquello. Y El Chino le preguntó:
–¿Qué? ¿A ti nunca te han pegao los tarros?
Entonces Cartaya le aclaró que lo de comemierda no era por lo de los tarros, sino por todo lo demás.
Cartaya es así, simple y directo. Y feo como el coño de su madre. A los dieciocho años el padre de una mulatica de pelo bueno del preuniversitario lo obligó a casarse porque Miladys (la mulatica de pelo bueno) dijo que la barriga se la había hecho él. El niño salió adelantadito, blanquito, con el pelo mejor que su mamá. Pero Cartaya, además de feo como el coño de su madre, es negro como el coño de su madre.
Al año Miladys se fue por el Mariel, y le dejó el chama a Cartaya, que lo crió hasta el ’94, cuando el chama tiró una balsa en medio del malecón y después le mandó una postal a Cartaya desde la Yuma. Y desde entonces le manda a cada rato un billete de cien dólares, y ese día nos metemos unas cervezas, y el mundo pinta mejor.
Aquel era uno de esos días. Después de tres cervezas por cabeza, Cartaya acaba de confesar que el hijo no es de él. El Chino y yo nos miramos, miramos a Cartaya, y nos echamos a reír.
–¡Clase de comemierda tú eres! –le suelta a Cartaya El Chino esta vez.
–¡El Carta... eso lo sabe La Habana!
Cartaya sonríe, y declara:
–Ustedes no saben na...
Y ahí viene la bomba. El chama no es de él, pero eso no es lo grave.
–Yo nunca me jamé a Miladys...
Cartaya es así, simple y directo. Y mucho más comemierda de lo que El Chino y yo podíamos calcular.
–Na, me gustaba Miladys... y tenía esperanza... y le crié el chama quince años...
–¡El Carta... esa es tremanda carta..! –le digo.
–¡De pinga! –dice El Chino, y reparte tres cervezas más.
Entonces me pongo de pie, saco la pistola, y se la pego a El Carta en la frente, que me mira y me dice:
–¡No seas comemierda, Estéreo!
Era la quinta vez que la palabra comemierda caía en la conversación. Guarde la pistola en la cartuchera, volví a sentarme, y para cambiar los ánimos comenté:
–Comemierda el tipo que arrollaron hoy en la esquina...
–¿Tú lo viste? –El Chino es un tipo jodío, es chino, es flaco, es albañil y es tremendo chismoso...
–Coño, si fue delante de mí, yo le acababa de pedir el carnet de identidad...
–¡De pinga! –el chino, además de todo lo demás, siempre dice «¡De pinga!».
–¡Cojones! –comenta Cartaya– Primero viene el comemierda este y le pide el carnet de identidad, y luego una guagua le pasa por encima...
–¡De pinga!
–Pero es que el negrón estaba comiendo tremenda perra mierda...
–¡Ah, y encima era negro! –concluye Cartaya– ¡Tenía que ser negro, coño!
Aquí El Chino, reparte cervezas otra vez, nos hace ponernos de pie, y propone un brindis:
–¡Caballeros, señores, compañeros, camaradas: esta cerveza va a la salud del Club de los Comemierdas Anónimos!
Muy pocas veces al Chino se le ocurren ideas que sirvan para algo. Esa, entonces, nos dio mucha risa a los tres. Desde ahí, cada vez que queríamos vernos, decíamos: «Hoy hay sesión del CC». Si era el caso de que El Carta había recibido sus cien dólares, entonces era él quien convocaba: «Hoy hay sesión, extraordinaria, del CC». Una sesión extraordinaria del CC implicaba un montón de cervezas por cabeza.
El año que el chama de El Carta se fue pa la Yuma, fue el año en que yo recibí la distinción de Comemierda en Jefe del CC. Fue una tarde en que El Chino y El Carta llegaron juntos y cuando les abrí la puerta se me quedaron mirando, sin reconocerme, hasta que El Chino preguntó:
–¿Qué pinga tú haces disfrazado de policía, asere?
No les había dicho nada. Dos meses atrás, en un mitin relámpago en la fábrica, metieron una muela de la defensa de la patria socialista y las conquistas de la revolución, y al final preguntaron quiénes estarían dispuestos, si fuera necesario, a dar el paso al frente e integrar las gloriosas filas de la Policía Nacional Revolucionaria. Había que levantar la mano. Yo siempre levanto la mano. Ese día levanté la mano. Yo y otro par de comemierdas más.
Al mes, fue necesario. Me movilizaron, y a los dos meses, convocada una sesión extraordinaria del CC, ahí estaba yo, vestido de policía, con pito, tolete, y galones de suboficial.
–Bueno, pa ser chivatón de gratis... –me consoló El Carta, simple y directo– mejor que te paguen por chivatear...
Es un trabajo como otro cualquiera, me digo yo todos los días, frente al espejo, cuando termino de ponerme el uniforme. Pero es mentira, y nadie lo sabe mejor que yo. Bueno, sí, lo sabe el otro montón de comemierdas que se dicen lo mismo cada mañana. Pero la cosa tiene su swing y también su aventura, por qué no.
Por eso, quien debía ser policía es El Chino y no yo –El Chino es un tipo jodío, es chino, es flaco, es albañil, es tremendo chismoso, y es la aventura en dos patas–, pues cada vez que nos reunimos quiere que le cuente, y disfruta mis cuentos como una película del sábado. Claro que yo los cuentos se los adorno –a mí me matan cuando me dicen «papi» y soy un tipo al que le gusta adornar las cosas–, porque en strike sí que no hay quien se los meta.
El Carta no. Cartaya es un tipo simple y directo, feo como el coño de su madre, y problemático. El Carta siempre tiene problemas con la policía. Yo soy el único policía que El Carta puede ver. Pero en la calle no, en la calle ni me saluda. El Carta, además de simple, directo, feo como el coño de su madre, y problemático, es lo que se dice un tipo de pinga
Bueno, esa es la pura verdad: Cartaya es un tipo de pinga. Un día lo confesó. Suerte que El Chino ese día estaba borracho y yo estaba a millón, porque El Carta de pronto se levantó de la silla, nos miró a los dos y dijo:
–Mis ecobios, tengo que decirles que yo creo que soy maricón.
El Chino se empezó a reír, pensando que era una jodedera de El Carta. Pero no. El Carta es... en fin, El Carta es cualquier cosa, pero no es un jodedor. El Carta hablaba en serio. El Carta siempre habla en serio.
–¿Maricón? –le pregunté.
–Sí, maricón.
El Chino estaba borracho, le dijo a El Carta que se sentara, que él era su hermano, podía ser lo que quisiera. Y con la misma siguió:
–¡Clase de trío: un policía, un tarrú, y un maricón!
El Carta estaba serio esa tarde. El Carta siempre está serio. Y estaba borracho, y se abrió de patas:
–Yo creo que soy maricón: nunca me meto una jeva, no me hago ni una paja, me acuesto temprano, me gusta la música romántica...
–Carta, por eso no se es maricón... –lo corté, pero El Carta siguió:
–... y porque en la pincha ayer un mariconcito que entró nuevo me regaló una flor, y me gustó.
–Carta, no jodas... –empecé a decirle, pero ahora fue El Chino quien me cortó.
–Oye, eres maricón y bien, tronco de maricón.
El Carta miró a El Chino, y se sentó. El Chino esperó a que se sentara, se dio otro buche, miró de nuevo a El Carta, y le preguntó:
–¿Y?
Ahí fue que Cartaya se soltó. El mariconcito era un mulato joven, de piel clara, y la flor se la regaló después de almuerzo, porque El Carta lo estaba mirando desde que entró al comedor. Por la tarde el tipo pasó por donde él trabajaba, preguntó cualquier basura, y se pusieron a hablar, y se pasaron la tarde hablando, y fue por eso que El Carta nos citó.
–¿Y usaste condón? –preguntó de pronto El Chino...
El Carta miró a El Chino, luego me miró a mí, y respiró profundo antes de seguir:
–La cosa es que Arnaldo me invitó al cine, y no sé qué hacer...
–¿Arnaldo? –preguntó El Chino– ¡Hasta nombre de maricón tiene..!
Me di cuenta que El Carta estaba embarcado. Eso era típico de las mujeres, nunca saben si decir que sí o que no. Nunca saben si lo que quieren les conviene. O sea, El Carta estaba actuando como cualquier jevita. O sea, El Carta sí quería meterse al mulatico. O sea, El Carta sí era maricón.
Dos semanas después, en sesión ordinaria del CC comprobamos que al que nace para trajín, del cielo le caen las patadas por el culo. Cartaya aceptó la invitación del mulatico, y llegó media hora tarde al Payret (típico, las mujeres siempre llegan tarde), y no vio al mulatico por todo aquello, espero veinte minutos, y finalmente, despechado, decidió entrar al cine, pues era una película romántica.
Cuando la vista se le adaptó a la oscuridad, vio que eran muy pocos los que habían entrado esa tarde, casi todos hombres. Casi todos masturbándose entre sí. El Carta no sabía que aquel cine era un antro de bugarronería y mariconerismo. El Carta no sabe nada en esta vida.
Se levantó de su butaca, y ya casi al salir, reconoció al mulatico, mamándosela a un blanquito del montón. Eso acabó de decepcionar a El Carta. No que se la estuviera mamando a otro. Que se la estuviera mamando a un blanquito.
–¡Lo que faltaba –protestó El Chino–, Cartaya racista!
–¿Racista con lo negro que yo soy? –se defendió Cartaya...
–¿Y qué? ¡Negro, racista y maricón!
Cartaya se levantó, le fue arriba a El Chino, y por poco se lo come. Fue la única vez que alguno de nosotros no resistió una ofensa. Pero no supe nunca cual de las tres cosas –maricón, racista o negro– fue la que realmente ofendió a El Carta.
Después de esa tarde, a veces, El Chino pasaba a verme. Y otras venía El Carta. Pero siempre les advertía que no los recibiría por separado. Aquel lío sucedió por una comemierdá de El Chino –pero estaba claro que El Chino, Cartaya y yo, éramos unos comemierdas– y la comemierdá de El Chino la motivó una mariconería de El Carta –y eso también era clarísimo, El Carta mismo nos confesó que era maricón– así que lo ocurrido, para mí, era normal –ateniéndonos a nuestras propias y respectivas anormalidades– y la única manera de superar aquello era juntos todos otra vez. Yo siempre quiero resolver las cosas así: en equipo. Por eso las mujeres me dejan.
La última fue Marisdaxis. Marisdaxis trabajaba conmigo en la fábrica. El día que levanté la mano para expresar mi disposición de dar el paso al frente, Marisdaxis me clavó el tacón de su tiqui-tiqui en la punta del pie derecho. A Marisdaxis le encantan los tacones, y siempre usa tiqui-tiquis. Yo tengo la punta del pie derecho hecha leña. Después me dijo que si por casualidad yo terminaba de policía, iba a saber quién era ella.
Cuando me movilizaron, no sabía qué decirle. No quería saber quién era Marisdaxis. Le dije que faltaría dos meses a la fábrica porque pasaría un curso de superación. Todos los fines de semana, cuando me daban pase, la iba a visitar. Ella preguntaba cómo me iba en el curso, y yo me ponía a inventar. Yo soy muy bueno inventando.
Todo estuvo bien, hasta que al final del curso me tocó salir a patrullar en la calle, vestido de uniforme por primera vez. Yo, vestido de policía, tengo tremenda cara de policía. Como si hubiera nacido para vestirme de azul. Y resultó que, patrullando en la esquina de Zanja y Belascoaín, a los quince minutos de estar parado allí, pasó Marisdaxis.
La vi, y me viré de espaldas, para que no me fuera a ver, pero entonces me vio un comemierda del barrio y grito: «¡Vaya, Estéreo se metió a policía!».
Yo sentí el grito, e ipsofacto sentí un manotazo en la espalda. Me volví, y ahí tenía a Marisdaxis delante de mí.
–¡Te lo advertí, Seguro, te lo advertí!
Me dijo Marisdaxis, y allí mismo, en pleno Belascoaín, empezó a tirarme gaznatones a diestra y siniestra. Suerte que en el Curso Emergente de Policía nos habían dado clases de Defensa Personal. Logré esquivar todos sus golpes, sin tirarle ni uno yo. Y un bulto de gente se aglomeró a nuestro alrededor hasta que llegó el carro patrullero del jefe del curso, y Marisdaxis volvió a decirme:
–¡Te lo advertí, Seguro, te lo advertí!
Y se fue entre la gente, sin mirar para atrás. El jefe del curso me hizo señas desde el patrullero y al acercarme, me ordenó subir al carro.
Cuando llegamos a la unidad me hizo ir a su oficina, y allí se quitó la gorra, se quitó el zambrán con la pistola y lo puso encima de la mesa, y me dijo:
–Combatiente, lo tengo que felicitar. Usted acaba de dar una excelente demostración de defensa personal, de ecuanimidad y de profesionalidad. No se dejó provocar, aplicó las técnicas aprendidas y, lo más importante, mantuvo todo el tiempo el control. ¿Qué hubiera pasado si usted golpeaba a esa ciudadana?
Yo sé lo que hubiera pasado. Pero no lo voy a contar. El caso es que el día de la graduación, mientras todos los compañeros se graduaban con grados de sargentos de tercera, yo me gradué con grados de suboficial.
No satisfecho, al salir de la unidad a disfrutar las merecidas vacaciones por haber terminado el Curso Emergente de Policía, lo primero que hice fue ir a casa de Marisdaxis. Al abrir la puerta y verme me preguntó:
–¿Qué tú quieres?
–Hablar... –le contesté.
–Habla... –me dijo.
Y ahí fue que metí la pata de verdad. Es que yo siempre quiero resolver las cosas en equipo. Le dije a Marisdaxis que la amaba. Ella cruzó los brazos sobre el pecho (Marisdaxis tiene las tetas grandes, llenas, paraditas, y cuando yo digo que cruza los brazos sobre el pecho en realidad lo que hace es que cruza los brazos por debajo de las tetas y te apunta con ellas como si te fuera a matar). Le dije que quería que se mudara a vivir conmigo. Marisdaxis me miró a los ojos (cuando Marisdaxis te mira a los ojos, los achica, se le convierten en una rayita). Le dije que hasta nos podíamos casar. Marisdaxis abrió las piernas (cuando Marisdaxis abre las piernas lo que hace es exactamente eso: abre las piernas). Le dije que podíamos mejorar mucho nuestra vida.
–¿Cómo podemos mejorar nuestra vida, con usted metido en el cuartel las veinticuatro horas del día, teniente Estéreo Seguro?
Marisdaxis no tiene ni idea de los grados militares, pero eso no es lo que importa, lo que importa es que ahí le dije:
–Es que podemos estar juntos... puedes pasar un curso, y entrar a la policía igual que yo.
Marisdaxis movió la pierna derecha para atrás, y después para adelante. Pero la movió a una muy alta velocidad. Me dio una patada en los huevos que no hubo Defensa Personal que la pudiera esquivar. Yo, completamente sin aire, me doblé hacia adelante, y entonces Marisdaxis, con la rodilla, me golpeó en la cara, y luego me siguió golpeando media hora más hasta que la gente del barrio vio lo que estaba pasando y vino a salvarme la vida. Suerte que esa vez el jefe del curso no me vio, porque ahí mismo me ascendía a general.
Pasé la semana de vacaciones encamado. El Carta, que es todo lo que ya dije y además es muy maternal, me traía todos los días una sopa, le sacó el alambre a un cable de teléfono para hacerme un absorbente (yo de la inflamación que tenía en la cara no podía abrir la boca) y me cuidó hasta que me pude levantar. Y El Chino también venía a verme, y siempre le preguntaba a El Carta si ya yo podía hablar, y cuando ya pude hablar, me dijo:
–Asere, llevo una semana esperando para que me cuentes en detalle la descojoná que te dieron...
Yo me empecé a reír. El Chino siempre me hacía reír. El Carta lo mandó a callar. Y eso es lo que más extraño, reírme con las idioteces de El Chino, y ver a El Carta mandándolo a callar.
Ya no tiene remedio. La última vez que El Chino vino, volvió a venir solo. Le abrí la puerta, y le repetí que hasta que no fuera a buscar a El Carta, le pidiera perdón, y vinieran juntos, no lo dejaría pasar. El Chino estaba serio. No recuerdo haber visto a El Chino serio nunca antes. Me dijo:
–El que tiene que ir a buscar a Cartaya eres tú. Está preso. Por eso vine hasta aquí.
¡El Carta preso! ¿Por qué estaría preso El Carta? ¿A quién se le podía ocurrir algo así? ¡Si El Carta no mata ni una mosca!
–Está preso por maricón... –soltó El Chino.
Alguien se lo contó a El Chino. La madrugada anterior la policía se había tirado para la calle –eso ya lo sabía yo, yo mismo pasé la madrugada en la unidad, metiendo en el calabozo a malanga y al puesto de viandas: puticas de a veinte pesos, jineteras de cien, traficantes de marihuana, taxistas ilegales, travestis, chupa-chupas...
–¡El Carta preso! ¿En qué pueden haberlo cogido? ¡Si El Carta no esta en na’!
–Por maricón –me repitió El Chino–, está preso por maricón.
–¿En qué unidad está? –le pregunté a El Chino, cuando terminé de ponerme el uniforme.
–En tu unidad.
–No puede ser, yo fui quien metí a la gente en el calabozo. Si hubieran llevado a El Carta, lo sacaba al momento.
–Te digo que está en tu unidad –insistió El Chino.
Cuando llegamos, El Chino me dijo él que no iba a entrar, que esperaría sentado en uno de los bancos del parquecito frente a la unidad.
Entré, y enseguida vi que la cosa estaba complicada. Todos los compañeros tenían la cara sería. Cuando me acerqué al oficial de guardia y le pregunté en qué calabozo estaba Cartaya, tuve que repetirle el nombre:
–Eduardo Cartaya, Eduardo Cartaya...
–Ah, tú también... –me contestó finalmente el oficial– ve allá atrás, enseguida lo vas a encontrar.
Pero no lo encontré enseguida. No lo reconocía. Seguro lo mismo me pasó en la madrugada. Le crucé dos veces por delante antes de darme cuenta de que era Cartaya. Llevaba tacones altos, una minifalda dorada, una blusa que le dejaba la espalda descubierta, y la peluca rubia estaba caída en el suelo. El rostro si era su rostro, pero más feo que nunca ahora, contraída la expresión en el ahogo de las panty medias de encaje con que se colgó de los barrotes de la ventana del calabozo.
Sí lo había visto en la madrugada. Y hasta bonita me pareció. Y se lo había dicho.
–Estás bonita, mami. Te voy a poner sola, para que no se revuelvan esos animales contigo allá atrás.
–Gracias, papi –me dijo– y mira, guárdame esto, para que me hagas el favor completo –y me metió en el bolsillo de la camisa el billete de veinte dólares que todavía tengo ahí.
Cuando llegaron los de criminalística, y comenzaron a hacerle fotos al cadáver, no aguanté más. Fui a la oficina del jefe, me saqué el zambrán con la pistola y se lo puse encima del buró, y le dejé también la chapa, y salí a buscar a El Chino.
El Chino me vio salir solo de la unidad, y me fue encima gritándome:
–¡Ni pinga, aseré, ni pinga! ¡Tú tienes que sacarlo! ¡Cartaya es maricón, pero es mi hermano!
–Llegué muy tarde –le contesté a El Chino–, ayer hubiera podido hacer algo, cojones...
El Chino se me quedó mirando, y miraba para la unidad y me volvía a mirar. Saqué los veinte dólares del bolsillo, comprobé que no eran falsos, y le dije:–Mira, vamos a tomarnos unas cervezas, que ya no se puede hacer más na’.
lunes, 2 de agosto de 2010
VERRA LA MORTE E AVRA I TUOI OCCHI
Verrà la morte e avrà i tuoi occhi,
questa morte che ci accompagna
dal mattino alla sera, insonne,
sorda, come un vecchio rimorso
o un vizio assurdo. I tuoi occhi
saranno una vana parola,
un grido taciuto, un silenzio.
Così li vedi ogni mattina
quando su te sola ti pieghi
nello specchio. O cara speranza,
quel giorno sapremo anche noi
che sei la vita e sei il nulla
Per tutti la morte ha uno sguardo.
Verrà la morte e avrà i tuoi occhi.
Sarà come smettere un vizio,
come vedere nello specchio
riemergere un viso morto,
come ascoltare un labbro chiuso.
Scenderemo nel gorgo muti.
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