(De Bajo la bandera rosa, Letras Cubanas, 2009)
Ay qué grande, ay qué grande,
ay que grande es mi penar,
mi mamá me lo decía,
no te meta
a policía...
Huckleberry Hound
A cada rato, y «a cada rato» podía ser una vez a la semana, o incluso más, El Chino aparecía en mi casa y me jodía la tarde contándome otra vez su vida. A veces venía con Cartaya, que se sentaba a beberse el ron sin parar, sin decir una palabra.
El Chino es lo que se dice un tipo jodío. Desde chama. No sé por qué soy su amigo. Será que también soy un tipo jodío. Seguramente. Las mujeres siempre le pegan los tarros. A mí siempre me dejan y, según El Chino, seguro primero me pegan los tarros, pero no me entero. Ya eso es una diferencia. El Chino escoge mujeres que a la legua se les ve que son unas pega tarros. Se lo decimos siempre. Y él se ríe. Y siempre le pegan los tarros.
La última fue Marieta. La conoció en una funeraria. Era medio prima de un medio primo de El Chino, y estaba haciendo la colecta para otra corona de flores que quería ponerle al muerto, y El Chino terminó pagando la corona completa con su veintiúnico billete de veinte pesos.
Fue una confusión. El Chino sacó el billete, esperando que ella se lo cambiara, pero Marieta lo cogió y dijo:
–¡Ay mi chino, con este billete no tengo que seguir recogiendo!
Lo de «mi chino» mató al Chino –a mí me matan cuando me dicen «papi»– y dejó las cosas así, y se ofreció para acompañarla a buscar la corona. Marieta se lo agradeció, y ya en la puerta de la funeraria le dijo «mi chino» otra vez:
–Mira, mi chino, mejor vas tú solo, y yo me ocupo de conseguir café, y te guardo para cuando regreses...
El Chino terminó bajando solo por Belascoaín, y después subiendo con la corona al hombro, de vuelta. Cuando encontró a Marieta, ella estaba con el termo en la mano, y le fue a servir, pero solo salieron tres gotas.
–Ay, se acabó... habrá que conseguir más... ¿me das un cigarrito, mi chino?
Así, Marieta también se fumó el último cigarro que le quedaba a El Chino. Pero le había dicho «mi chino» tres veces. Luego El Chino supo que el muerto (pariente lejano de El Chino, como que medio primo de una media prima de su mamá) había sido el último marido de Marieta. Pero eso lo supo después, cuando Marieta le pegó los tarros con el hijo de un tío (tío político en verdad, de El Chino y de Marieta, que manejaba un almendrón, el hijo, no el tío, o sea, el medio primo político de Marieta y El Chino) que también estaba esa noche en la funeraria, con su Chevrolet del 53, y que llevó al Chino y a Marieta y a media familia hasta el cementerio de Colón.
Marieta era flaca, con las tetas chiquiticas, el pelo teñido de rojo y, según El Chino, siempre usa hilo dental. El Chino es chino, es flaco, y es albañil. Y Marieta estaba terminando de arreglar su casa cuando se le murió el marido (el pariente lejano de El Chino, el medio primo de la media prima de su mamá) y se lo dijo a El Chino cuando salían a pie del cementerio. Le faltaba azulejear el baño, fundir una meseta en la cocina, y repellar completa la pared del comedor.
–¿Tú me ayudas, mi chino?
Le dijo Marieta, y a los dos días el baño estaba listo, y a los tres días Marieta le mamó la pinga, y El Chino terminó la pared del comedor y se singó por el culo a Marieta que le gritaba:
–¡Dame más, mi chino, dame más!
Y terminó de fundir la meseta en cuatro días, y al quinto día –cuando El Chino la volvió a escuchar gritando «¡Dame más, mi chino, dame más!»–, era el hijo del tío político, el que maneja el almendrón, y que no es chino, el que le estaba dando por el culo a Marieta.
–¡Clase de comemierda tú eres!
Le soltó Cartaya al Chino cuando terminó de contar aquello. Y El Chino le preguntó:
–¿Qué? ¿A ti nunca te han pegao los tarros?
Entonces Cartaya le aclaró que lo de comemierda no era por lo de los tarros, sino por todo lo demás.
Cartaya es así, simple y directo. Y feo como el coño de su madre. A los dieciocho años el padre de una mulatica de pelo bueno del preuniversitario lo obligó a casarse porque Miladys (la mulatica de pelo bueno) dijo que la barriga se la había hecho él. El niño salió adelantadito, blanquito, con el pelo mejor que su mamá. Pero Cartaya, además de feo como el coño de su madre, es negro como el coño de su madre.
Al año Miladys se fue por el Mariel, y le dejó el chama a Cartaya, que lo crió hasta el ’94, cuando el chama tiró una balsa en medio del malecón y después le mandó una postal a Cartaya desde la Yuma. Y desde entonces le manda a cada rato un billete de cien dólares, y ese día nos metemos unas cervezas, y el mundo pinta mejor.
Aquel era uno de esos días. Después de tres cervezas por cabeza, Cartaya acaba de confesar que el hijo no es de él. El Chino y yo nos miramos, miramos a Cartaya, y nos echamos a reír.
–¡Clase de comemierda tú eres! –le suelta a Cartaya El Chino esta vez.
–¡El Carta... eso lo sabe La Habana!
Cartaya sonríe, y declara:
–Ustedes no saben na...
Y ahí viene la bomba. El chama no es de él, pero eso no es lo grave.
–Yo nunca me jamé a Miladys...
Cartaya es así, simple y directo. Y mucho más comemierda de lo que El Chino y yo podíamos calcular.
–Na, me gustaba Miladys... y tenía esperanza... y le crié el chama quince años...
–¡El Carta... esa es tremanda carta..! –le digo.
–¡De pinga! –dice El Chino, y reparte tres cervezas más.
Entonces me pongo de pie, saco la pistola, y se la pego a El Carta en la frente, que me mira y me dice:
–¡No seas comemierda, Estéreo!
Era la quinta vez que la palabra comemierda caía en la conversación. Guarde la pistola en la cartuchera, volví a sentarme, y para cambiar los ánimos comenté:
–Comemierda el tipo que arrollaron hoy en la esquina...
–¿Tú lo viste? –El Chino es un tipo jodío, es chino, es flaco, es albañil y es tremendo chismoso...
–Coño, si fue delante de mí, yo le acababa de pedir el carnet de identidad...
–¡De pinga! –el chino, además de todo lo demás, siempre dice «¡De pinga!».
–¡Cojones! –comenta Cartaya– Primero viene el comemierda este y le pide el carnet de identidad, y luego una guagua le pasa por encima...
–¡De pinga!
–Pero es que el negrón estaba comiendo tremenda perra mierda...
–¡Ah, y encima era negro! –concluye Cartaya– ¡Tenía que ser negro, coño!
Aquí El Chino, reparte cervezas otra vez, nos hace ponernos de pie, y propone un brindis:
–¡Caballeros, señores, compañeros, camaradas: esta cerveza va a la salud del Club de los Comemierdas Anónimos!
Muy pocas veces al Chino se le ocurren ideas que sirvan para algo. Esa, entonces, nos dio mucha risa a los tres. Desde ahí, cada vez que queríamos vernos, decíamos: «Hoy hay sesión del CC». Si era el caso de que El Carta había recibido sus cien dólares, entonces era él quien convocaba: «Hoy hay sesión, extraordinaria, del CC». Una sesión extraordinaria del CC implicaba un montón de cervezas por cabeza.
El año que el chama de El Carta se fue pa la Yuma, fue el año en que yo recibí la distinción de Comemierda en Jefe del CC. Fue una tarde en que El Chino y El Carta llegaron juntos y cuando les abrí la puerta se me quedaron mirando, sin reconocerme, hasta que El Chino preguntó:
–¿Qué pinga tú haces disfrazado de policía, asere?
No les había dicho nada. Dos meses atrás, en un mitin relámpago en la fábrica, metieron una muela de la defensa de la patria socialista y las conquistas de la revolución, y al final preguntaron quiénes estarían dispuestos, si fuera necesario, a dar el paso al frente e integrar las gloriosas filas de la Policía Nacional Revolucionaria. Había que levantar la mano. Yo siempre levanto la mano. Ese día levanté la mano. Yo y otro par de comemierdas más.
Al mes, fue necesario. Me movilizaron, y a los dos meses, convocada una sesión extraordinaria del CC, ahí estaba yo, vestido de policía, con pito, tolete, y galones de suboficial.
–Bueno, pa ser chivatón de gratis... –me consoló El Carta, simple y directo– mejor que te paguen por chivatear...
Es un trabajo como otro cualquiera, me digo yo todos los días, frente al espejo, cuando termino de ponerme el uniforme. Pero es mentira, y nadie lo sabe mejor que yo. Bueno, sí, lo sabe el otro montón de comemierdas que se dicen lo mismo cada mañana. Pero la cosa tiene su swing y también su aventura, por qué no.
Por eso, quien debía ser policía es El Chino y no yo –El Chino es un tipo jodío, es chino, es flaco, es albañil, es tremendo chismoso, y es la aventura en dos patas–, pues cada vez que nos reunimos quiere que le cuente, y disfruta mis cuentos como una película del sábado. Claro que yo los cuentos se los adorno –a mí me matan cuando me dicen «papi» y soy un tipo al que le gusta adornar las cosas–, porque en strike sí que no hay quien se los meta.
El Carta no. Cartaya es un tipo simple y directo, feo como el coño de su madre, y problemático. El Carta siempre tiene problemas con la policía. Yo soy el único policía que El Carta puede ver. Pero en la calle no, en la calle ni me saluda. El Carta, además de simple, directo, feo como el coño de su madre, y problemático, es lo que se dice un tipo de pinga
Bueno, esa es la pura verdad: Cartaya es un tipo de pinga. Un día lo confesó. Suerte que El Chino ese día estaba borracho y yo estaba a millón, porque El Carta de pronto se levantó de la silla, nos miró a los dos y dijo:
–Mis ecobios, tengo que decirles que yo creo que soy maricón.
El Chino se empezó a reír, pensando que era una jodedera de El Carta. Pero no. El Carta es... en fin, El Carta es cualquier cosa, pero no es un jodedor. El Carta hablaba en serio. El Carta siempre habla en serio.
–¿Maricón? –le pregunté.
–Sí, maricón.
El Chino estaba borracho, le dijo a El Carta que se sentara, que él era su hermano, podía ser lo que quisiera. Y con la misma siguió:
–¡Clase de trío: un policía, un tarrú, y un maricón!
El Carta estaba serio esa tarde. El Carta siempre está serio. Y estaba borracho, y se abrió de patas:
–Yo creo que soy maricón: nunca me meto una jeva, no me hago ni una paja, me acuesto temprano, me gusta la música romántica...
–Carta, por eso no se es maricón... –lo corté, pero El Carta siguió:
–... y porque en la pincha ayer un mariconcito que entró nuevo me regaló una flor, y me gustó.
–Carta, no jodas... –empecé a decirle, pero ahora fue El Chino quien me cortó.
–Oye, eres maricón y bien, tronco de maricón.
El Carta miró a El Chino, y se sentó. El Chino esperó a que se sentara, se dio otro buche, miró de nuevo a El Carta, y le preguntó:
–¿Y?
Ahí fue que Cartaya se soltó. El mariconcito era un mulato joven, de piel clara, y la flor se la regaló después de almuerzo, porque El Carta lo estaba mirando desde que entró al comedor. Por la tarde el tipo pasó por donde él trabajaba, preguntó cualquier basura, y se pusieron a hablar, y se pasaron la tarde hablando, y fue por eso que El Carta nos citó.
–¿Y usaste condón? –preguntó de pronto El Chino...
El Carta miró a El Chino, luego me miró a mí, y respiró profundo antes de seguir:
–La cosa es que Arnaldo me invitó al cine, y no sé qué hacer...
–¿Arnaldo? –preguntó El Chino– ¡Hasta nombre de maricón tiene..!
Me di cuenta que El Carta estaba embarcado. Eso era típico de las mujeres, nunca saben si decir que sí o que no. Nunca saben si lo que quieren les conviene. O sea, El Carta estaba actuando como cualquier jevita. O sea, El Carta sí quería meterse al mulatico. O sea, El Carta sí era maricón.
Dos semanas después, en sesión ordinaria del CC comprobamos que al que nace para trajín, del cielo le caen las patadas por el culo. Cartaya aceptó la invitación del mulatico, y llegó media hora tarde al Payret (típico, las mujeres siempre llegan tarde), y no vio al mulatico por todo aquello, espero veinte minutos, y finalmente, despechado, decidió entrar al cine, pues era una película romántica.
Cuando la vista se le adaptó a la oscuridad, vio que eran muy pocos los que habían entrado esa tarde, casi todos hombres. Casi todos masturbándose entre sí. El Carta no sabía que aquel cine era un antro de bugarronería y mariconerismo. El Carta no sabe nada en esta vida.
Se levantó de su butaca, y ya casi al salir, reconoció al mulatico, mamándosela a un blanquito del montón. Eso acabó de decepcionar a El Carta. No que se la estuviera mamando a otro. Que se la estuviera mamando a un blanquito.
–¡Lo que faltaba –protestó El Chino–, Cartaya racista!
–¿Racista con lo negro que yo soy? –se defendió Cartaya...
–¿Y qué? ¡Negro, racista y maricón!
Cartaya se levantó, le fue arriba a El Chino, y por poco se lo come. Fue la única vez que alguno de nosotros no resistió una ofensa. Pero no supe nunca cual de las tres cosas –maricón, racista o negro– fue la que realmente ofendió a El Carta.
Después de esa tarde, a veces, El Chino pasaba a verme. Y otras venía El Carta. Pero siempre les advertía que no los recibiría por separado. Aquel lío sucedió por una comemierdá de El Chino –pero estaba claro que El Chino, Cartaya y yo, éramos unos comemierdas– y la comemierdá de El Chino la motivó una mariconería de El Carta –y eso también era clarísimo, El Carta mismo nos confesó que era maricón– así que lo ocurrido, para mí, era normal –ateniéndonos a nuestras propias y respectivas anormalidades– y la única manera de superar aquello era juntos todos otra vez. Yo siempre quiero resolver las cosas así: en equipo. Por eso las mujeres me dejan.
La última fue Marisdaxis. Marisdaxis trabajaba conmigo en la fábrica. El día que levanté la mano para expresar mi disposición de dar el paso al frente, Marisdaxis me clavó el tacón de su tiqui-tiqui en la punta del pie derecho. A Marisdaxis le encantan los tacones, y siempre usa tiqui-tiquis. Yo tengo la punta del pie derecho hecha leña. Después me dijo que si por casualidad yo terminaba de policía, iba a saber quién era ella.
Cuando me movilizaron, no sabía qué decirle. No quería saber quién era Marisdaxis. Le dije que faltaría dos meses a la fábrica porque pasaría un curso de superación. Todos los fines de semana, cuando me daban pase, la iba a visitar. Ella preguntaba cómo me iba en el curso, y yo me ponía a inventar. Yo soy muy bueno inventando.
Todo estuvo bien, hasta que al final del curso me tocó salir a patrullar en la calle, vestido de uniforme por primera vez. Yo, vestido de policía, tengo tremenda cara de policía. Como si hubiera nacido para vestirme de azul. Y resultó que, patrullando en la esquina de Zanja y Belascoaín, a los quince minutos de estar parado allí, pasó Marisdaxis.
La vi, y me viré de espaldas, para que no me fuera a ver, pero entonces me vio un comemierda del barrio y grito: «¡Vaya, Estéreo se metió a policía!».
Yo sentí el grito, e ipsofacto sentí un manotazo en la espalda. Me volví, y ahí tenía a Marisdaxis delante de mí.
–¡Te lo advertí, Seguro, te lo advertí!
Me dijo Marisdaxis, y allí mismo, en pleno Belascoaín, empezó a tirarme gaznatones a diestra y siniestra. Suerte que en el Curso Emergente de Policía nos habían dado clases de Defensa Personal. Logré esquivar todos sus golpes, sin tirarle ni uno yo. Y un bulto de gente se aglomeró a nuestro alrededor hasta que llegó el carro patrullero del jefe del curso, y Marisdaxis volvió a decirme:
–¡Te lo advertí, Seguro, te lo advertí!
Y se fue entre la gente, sin mirar para atrás. El jefe del curso me hizo señas desde el patrullero y al acercarme, me ordenó subir al carro.
Cuando llegamos a la unidad me hizo ir a su oficina, y allí se quitó la gorra, se quitó el zambrán con la pistola y lo puso encima de la mesa, y me dijo:
–Combatiente, lo tengo que felicitar. Usted acaba de dar una excelente demostración de defensa personal, de ecuanimidad y de profesionalidad. No se dejó provocar, aplicó las técnicas aprendidas y, lo más importante, mantuvo todo el tiempo el control. ¿Qué hubiera pasado si usted golpeaba a esa ciudadana?
Yo sé lo que hubiera pasado. Pero no lo voy a contar. El caso es que el día de la graduación, mientras todos los compañeros se graduaban con grados de sargentos de tercera, yo me gradué con grados de suboficial.
No satisfecho, al salir de la unidad a disfrutar las merecidas vacaciones por haber terminado el Curso Emergente de Policía, lo primero que hice fue ir a casa de Marisdaxis. Al abrir la puerta y verme me preguntó:
–¿Qué tú quieres?
–Hablar... –le contesté.
–Habla... –me dijo.
Y ahí fue que metí la pata de verdad. Es que yo siempre quiero resolver las cosas en equipo. Le dije a Marisdaxis que la amaba. Ella cruzó los brazos sobre el pecho (Marisdaxis tiene las tetas grandes, llenas, paraditas, y cuando yo digo que cruza los brazos sobre el pecho en realidad lo que hace es que cruza los brazos por debajo de las tetas y te apunta con ellas como si te fuera a matar). Le dije que quería que se mudara a vivir conmigo. Marisdaxis me miró a los ojos (cuando Marisdaxis te mira a los ojos, los achica, se le convierten en una rayita). Le dije que hasta nos podíamos casar. Marisdaxis abrió las piernas (cuando Marisdaxis abre las piernas lo que hace es exactamente eso: abre las piernas). Le dije que podíamos mejorar mucho nuestra vida.
–¿Cómo podemos mejorar nuestra vida, con usted metido en el cuartel las veinticuatro horas del día, teniente Estéreo Seguro?
Marisdaxis no tiene ni idea de los grados militares, pero eso no es lo que importa, lo que importa es que ahí le dije:
–Es que podemos estar juntos... puedes pasar un curso, y entrar a la policía igual que yo.
Marisdaxis movió la pierna derecha para atrás, y después para adelante. Pero la movió a una muy alta velocidad. Me dio una patada en los huevos que no hubo Defensa Personal que la pudiera esquivar. Yo, completamente sin aire, me doblé hacia adelante, y entonces Marisdaxis, con la rodilla, me golpeó en la cara, y luego me siguió golpeando media hora más hasta que la gente del barrio vio lo que estaba pasando y vino a salvarme la vida. Suerte que esa vez el jefe del curso no me vio, porque ahí mismo me ascendía a general.
Pasé la semana de vacaciones encamado. El Carta, que es todo lo que ya dije y además es muy maternal, me traía todos los días una sopa, le sacó el alambre a un cable de teléfono para hacerme un absorbente (yo de la inflamación que tenía en la cara no podía abrir la boca) y me cuidó hasta que me pude levantar. Y El Chino también venía a verme, y siempre le preguntaba a El Carta si ya yo podía hablar, y cuando ya pude hablar, me dijo:
–Asere, llevo una semana esperando para que me cuentes en detalle la descojoná que te dieron...
Yo me empecé a reír. El Chino siempre me hacía reír. El Carta lo mandó a callar. Y eso es lo que más extraño, reírme con las idioteces de El Chino, y ver a El Carta mandándolo a callar.
Ya no tiene remedio. La última vez que El Chino vino, volvió a venir solo. Le abrí la puerta, y le repetí que hasta que no fuera a buscar a El Carta, le pidiera perdón, y vinieran juntos, no lo dejaría pasar. El Chino estaba serio. No recuerdo haber visto a El Chino serio nunca antes. Me dijo:
–El que tiene que ir a buscar a Cartaya eres tú. Está preso. Por eso vine hasta aquí.
¡El Carta preso! ¿Por qué estaría preso El Carta? ¿A quién se le podía ocurrir algo así? ¡Si El Carta no mata ni una mosca!
–Está preso por maricón... –soltó El Chino.
Alguien se lo contó a El Chino. La madrugada anterior la policía se había tirado para la calle –eso ya lo sabía yo, yo mismo pasé la madrugada en la unidad, metiendo en el calabozo a malanga y al puesto de viandas: puticas de a veinte pesos, jineteras de cien, traficantes de marihuana, taxistas ilegales, travestis, chupa-chupas...
–¡El Carta preso! ¿En qué pueden haberlo cogido? ¡Si El Carta no esta en na’!
–Por maricón –me repitió El Chino–, está preso por maricón.
–¿En qué unidad está? –le pregunté a El Chino, cuando terminé de ponerme el uniforme.
–En tu unidad.
–No puede ser, yo fui quien metí a la gente en el calabozo. Si hubieran llevado a El Carta, lo sacaba al momento.
–Te digo que está en tu unidad –insistió El Chino.
Cuando llegamos, El Chino me dijo él que no iba a entrar, que esperaría sentado en uno de los bancos del parquecito frente a la unidad.
Entré, y enseguida vi que la cosa estaba complicada. Todos los compañeros tenían la cara sería. Cuando me acerqué al oficial de guardia y le pregunté en qué calabozo estaba Cartaya, tuve que repetirle el nombre:
–Eduardo Cartaya, Eduardo Cartaya...
–Ah, tú también... –me contestó finalmente el oficial– ve allá atrás, enseguida lo vas a encontrar.
Pero no lo encontré enseguida. No lo reconocía. Seguro lo mismo me pasó en la madrugada. Le crucé dos veces por delante antes de darme cuenta de que era Cartaya. Llevaba tacones altos, una minifalda dorada, una blusa que le dejaba la espalda descubierta, y la peluca rubia estaba caída en el suelo. El rostro si era su rostro, pero más feo que nunca ahora, contraída la expresión en el ahogo de las panty medias de encaje con que se colgó de los barrotes de la ventana del calabozo.
Sí lo había visto en la madrugada. Y hasta bonita me pareció. Y se lo había dicho.
–Estás bonita, mami. Te voy a poner sola, para que no se revuelvan esos animales contigo allá atrás.
–Gracias, papi –me dijo– y mira, guárdame esto, para que me hagas el favor completo –y me metió en el bolsillo de la camisa el billete de veinte dólares que todavía tengo ahí.
Cuando llegaron los de criminalística, y comenzaron a hacerle fotos al cadáver, no aguanté más. Fui a la oficina del jefe, me saqué el zambrán con la pistola y se lo puse encima del buró, y le dejé también la chapa, y salí a buscar a El Chino.
El Chino me vio salir solo de la unidad, y me fue encima gritándome:
–¡Ni pinga, aseré, ni pinga! ¡Tú tienes que sacarlo! ¡Cartaya es maricón, pero es mi hermano!
–Llegué muy tarde –le contesté a El Chino–, ayer hubiera podido hacer algo, cojones...
El Chino se me quedó mirando, y miraba para la unidad y me volvía a mirar. Saqué los veinte dólares del bolsillo, comprobé que no eran falsos, y le dije:–Mira, vamos a tomarnos unas cervezas, que ya no se puede hacer más na’.
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