Por Ernesto Pérez Castillo
Cuando supe que Yoani Sánchez le había concedido una entrevista al bloguero miamense Pepe Varela –entrevista de casi media hora en la cual Yoani invirtió todos y cada uno de sus segundos en decirle a Varela que no le daría la entrevista, y en acusarlo una y otra y otra vez de cuanta cosa pudo–, lo primero que pensé fue: esta pobre muchachita no se cansa de meter la pata.
Resulta que la filóloga que no quiere ser filóloga y a quien le repugnan la intelectualidad y la cultura, según confiesa en el perfil de su blog, ahora a la altura del minuto 3.34 del quinto segmento de la conversación grabada, de pronto pierde los estribos y le suelta a su interlocutor: “ay Varela, no me jodas...”
Yo, que no quiero ser cabeza mala, acabo de consultar el Diccionario Ilustrado Océano de la lengua española, y allí pone, y lo reproduzco tal cual: “joder: (lat. futuẽre) intr. y tr. 1 vulg. Realizar el coito, fornicar”.
Es verdad que luego el diccionario refiere varios significados más, pero este es el primero que aparece, y es de suponer entonces que no es por gusto que se le da esa jerarquía a esta acepción del verbo joder.
Y no es que esté mal en sí mismo el hecho de que la Yoani le pida a Varela que no “la joda”, en principio le asiste en ello todo su derecho, y ese debería ser otro derecho humano: el derecho a joder solo con quien uno quiera, pero ese no es el punto.
El punto, según lo veo yo, no es que este mal usado su reclamo de que no la jodan, sino que el error consiste en el momento de la larga conversada en que ese reclamo aflora.
Ella, que presume de haber nacido y vivido en Centro Habana, donde la gente se la pasa jodiendo a toda hora, y también a toda ahora reclamando que no la jodan, debería saberlo. Porque en Centro Habana, cuando alguien le jode a usted la vida, usted lo interrumpe desde el principio, sin darle tiempo a que el susodicho se divierta metiéndole a usted el dedo en la llaga.
Y eso fue lo que debió pasar.
A ver, debió ser así: Yoani está en su casa, y siente que timbra su móvil –no su teléfono fijo, no, su móvil. Ella ve en la pantalla que la llaman de un número que no conoce, no obstante decide responder –cosa que, ante el altísimo costo de la telefonía móvil en la isla, haría solo el 0.000000001% de los cubanos–, y entonces Varela se presenta y le pide una entrevista.
Justo ahí, en ese momento, es que Yoani debió soltar su “ay Varela, no me jodas...”, y colgarle al instante.
Pero, muy lejos de eso, lo que ocurre es que se enredan, ella a decir que no, y él a decir que sí –no, no, no, sí, sí, sí–, en fin, un asunto tan escabroso como lo que ocurre en un parque a oscuras en que solo se escucha a la muchacha decir que no, que no, que no, mientras el novio mete mano y dice que sí, que sí, que sí. O sea, la muchacha en el banco a oscuras sí quiere, pero algo, no se sabe qué, la obliga a decir que no, lo cual en todo caso no sirve para nada.
¿Qué rayos le impidió a Yoani cortar esa llamada, una vez identificado Varela, a los tres segundos de conversación? Una sola cosa la hizo prolongar por media hora esa conversada que nunca debió ser: su enorme, su grandísimo ego.
¿En verdad Yoani no quería hablar con Varela, o sí?
Lo dicho: en Centro Habana, cualquiera en su caso, hubiera dicho, de una, “ay Varela, no me jodas”, y hubiera colgado el teléfono sin más. Y lo hubiera dicho al principio, sin dejar que el reloj caminara ni un minuto, y no casi media hora después de comenzada la entrevista que supuestamente no quería aceptar.
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