jueves, 18 de noviembre de 2010

DONEY: CUARENTA METROS Y NUEVE MESES DE SOLEDAD

Ernesto Pérez Castillo

Fue una madrugada fría la que escogió Doney Ramírez para iniciar el segundo viaje de su vida. Su primer viaje no sé qué lo motivó, ni por qué, ni cuándo, ni cómo, pero comenzó en Pereira, en su Colombia, y lo llevó a la vieja Europa que tanto nos debe.
Su segundo viaje –que debería ser noticia cada día en titulares rojos muy rojos y enormes todo lo que se pudiera pero no lo es–, no lo emprendió cruzando ese charco de la desesperanza que otros llaman Atlántico, ni fue un viaje contable en millas o kilómetros, sino de apenas unos metros, cuarenta metros para ser exactos. Cuarenta metros en línea vertical, y hacia arriba, para ser precisos.
Y eso cambia la perspectiva, y cambia con ello todo lo demás.
Porque Doney Rodríguez, el 3 de marzo de este 2010 que gastamos a todo trapo, dio un pequeño paso, y luego otro, y luego otro, y luego otro montón más, y cada uno lo acercó otro tilín a las nubes, hasta que quedó allí, estampado contra el cielo de Pozuelo de Alarcón, a dos pasos de Madrid.
Y allí ha permanecido, mirando desde los celajes el poco o ningún caso que le han hecho aquellos a los que su gesto debería haber llamado la atención, pero ni con eso.
Este colombiano tenaz que saluda a la cámara, que da los buenos días a los vecinos que se interesan por él, vive desde el tercer día del tercer mes sobre el parco e inseguro espacio del brazo trenzado de metales de una grúa de construcción, a cuarenta metros por sobre los demás, soportando cada noche más frío que los demás, resistiéndose al empuje del viento que a esa altura la emprende contra él con más enojo que contra los demás, mojándose –con mucho– mucho más que los demás con cada lluvia que lo empapa a él, tan lejos y tan cerca, antes que a todos los demás.
Y así han corrido bajo los hierros de la grúa estos doscientos sesenta días, con sus puestas de sol y sus noches de telenovela, sus madrugadas tibias para el que tenga cobijas y calefacción, sus amaneceres de café humeante y sus mañanas de mirar por la ventana y descubrir que ese loco sigue en el cielo, como si fuera dios.
Y Doney, desde lo alto, como si fuera dios, o como el hijo de dios que no es, mira la vida pasar, y la vida que pasa ya casi no lo ve.
Hoy, ocho meses y dieciocho amaneceres después de la madrugada en que Doney se encaramó a los cielos en protesta porque a sus colegas y él la empresa que los contrató los ha estafado, todo sigue igual, que es una manera de decir que todo sigue peor. Peor, mucho peor, pues a nivel del suelo se ha seguido viviendo, comiendo y sacando los perros a mear, y al tiempo obviando, ninguneando a Doney y su protesta. Hoy, el hombre y su grúa son apenas algo pintoresco, algo que los turistas del lejano oriente pueden ir y apabullar de flashes, puro paisaje que algún día ni la memoria conservará.
Y qué milagro: Mario Vargas Llosa no ha denunciado este olvido, pero a él le han dado el Nobel para guarde el silencio que siempre ha sabido guardar. Y Pedro Almodóvar tampoco ha puesto el grito en el cielo, por este hombre que ensucia el cielo español. Y Ana Belén sigue cantando, cual si no pasará nada. Y Víctor Manuel todos los días se pone la camisa blanca de su esperanza, sin ver la mancha en Pozuelo de Alarcón.
Pero… pero… pero… ¡¡¡si Doney fuera cubano… la que se habría armado ya!!! Claro, si Doney fuera cubano y se hubiera subido en esa grúa en Cuba, y protestará por lo que se le hubiere ocurrido protestar… allá correrían todos los almodóvares y las anabelenes del mundo a firmar cartas de protesta, y a denunciar el hecho, y a reclamar para Doney lo que ahora no reclaman ni denuncian ni les importa sin más ni más.
Si Doney fuera cubano y cobrara a tanto por hora a la USAID cada uno de sus días en la grúa, ya el Parlamento Europeo le estaría regalando el Premio Sájarov, y sería portada en CNN, y habría cola desde ahora debajo de la grúa para entrevistarlo el día en que se decidiera a bajar.
Pero Doney no es cubano.
Doney es un colombiano que se subió a una grúa en España, y duerme desde antes de la primavera allí, y eso no es noticia ni nunca lo será. Doney es un obrero descontento, y de esos en el mundo hay miles, así que nunca logrará un titular. Doney, con todo y su grúa, es el hombre invisible, y no porque no se vea sino porque los que deberían verlo jamás lo van a mirar.

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