Ernesto Pérez Castillo
Me contaba mi madre que en 1961 se unió a la campaña de alfabetización, y pasó varios meses en el corazón de la Sierra Maestra, en un lugar llamado El Platanito, al que para llegar había que cruzar hasta catorce veces el mismo río, que daba vueltas y más vueltas sobre sí mismo.
Y se anduvo toda la tarde subiendo y subiendo lomas, más pa´rriba cada vez, pues en cada puerta que tocaba y se presentaba como la nueva maestra para que le dieran alojamiento, las guajiras la echaban espantadas a escobazos, ante el temor de que aquella muchachita de “Labana” les tumbara el marido…
Así llegó a la casa de una guajira que vivía sola y no tenía miedo, porque el marido estaba muy lejos del lomerío, tumbando cañas en la zafra azucarera que acaba de comenzar. Y antes del amanecer esa guajira le levantó con sus propias manos, a machete y malas palabras, un cuarto adjunto al bohío, que sería el dormitorio de mi madre en las noches, y en las tardes el aula de alfabetizar.
Ella formaba parte de las Brigadas Patria o Muerte, las últimas que se incorporaron a la campaña en el memorable “Año de la Educación”, integradas por obreros en un último empujón por declarar en aquel año a Cuba territorio libre de analfabetismo.
Mi madre tenía 22 años, y trabajaba en la empresa eléctrica. Mucho más joven que ella era el brigadista Manuel Ascunce Domenech, apenas un estudiante de solo 16 años que fue asesinado a manos de las bandas creadas y financiadas por el gobierno de los Estados Unidos en la zona del Escambray.
Manuel fue destacado en un sitio cercano a Trinidad, y en la tarde del 26 de noviembre un grupo de bandidos, vestidos de milicianos, tomaron por asalto la casa del campesino Pedro Lantigua donde alfabetizaba el adolescente. Allí estaba Pedro, su esposa Mariana, sus ocho hijos, y Manuel.
Los bandidos preguntaban una y otra vez por el alfabetizador, y la mujer lo protegía, insistiendo en que aquellos nueve niños, todos, eran sus hijos, hasta que de pronto el adolescente se apartó del grupo, los encaró y les dijo: “Yo soy el maestro”.
Y esa fue su sentencia. Él y Pedro Lantigua fueron sacados a rastras del lugar, y luego sus cuerpos fueron encontrados, colgados de un árbol, en un sitio conocido como Limones Cantero.
El juez instructor que atendió el caso, describió en su momento la escena del crimen:
“Cuando llegamos al árbol, miré a Manuel; pelo negro, algo caído hacia la frente; los labios ennegrecidos, la lengua con un intenso color violáceo, con coágulos en sus bordes. Me llama la atención que no estuvieran sus globos oculares fuera de las órbitas, como sucede siempre en los ahorcados; ello me convenció que lo habían colgado casi muerto. Tenía también un profundo surco en el cuello, fractura del cartílago laríngeo, perceptible a la palpitación del forense. Examinados sus órganos genitales, se observan contusiones, indicativos de haber sido sometidos a compresión y distorsión. Catorce heridas punzantes de distintos grados de profundidad. A su lado estaba Pedro Lantigua: cabellos castaños, algo rojizos; hombre fuerte, el rostro cubierto de manchas, todo rígido, muestras visibles de haber luchado contra sus asesinos y señales de haberlo arrastrado muchos hombres, golpes, un surco equitómico en el cuello.”
Tal escena se repitió varias veces durante la campaña de alfabetización. Ahí están los nombres de los maestros asesinados: Conrado Benitez, Delfín San Cedré, o incluso el de Aguedo Morales Reina, que en 1981 fue asesinado en la Cañada del Tigre, en el Departamento de Chontales, Nicaragua, a donde había viajado con igual empeño alfabetizador.
¿Y quienes los mataron? Los mataron en 1961, y en 1983, los mismos que hoy, en nombre de la “democracia” y la “libertad” bombardean Afganistán con aviones no tripulados, y matan civiles que luego reportan como daños colaterales.
Y hablando de aviones, allí en El Platanito, conoció mi madre a Reina, una niña que la única cosa que había visto que se moviera por sí sola entre las lomas, y no fuera una vaca o un guajiro, eran los aviones y le daban terror: justo eran los aviones de Batista, que tantas veces bombardearon la zona, persiguiendo a los guerrilleros antes de 1959.
Reina padecía de la vista, y mi madre decidió llevarla al médico. Así que al terminar la alfabetización bajó de la montaña con la niña de la mano, hasta Niquero, y ya en el pueblo lo primero que hizo mi madre antes de meterse al tren de ganado que las traería a la capital fue comprarle un par de zapatos, cosa fácil, porque lo difícil fue convencer a Reina de ponérselos, pues a sus catorce años sus pies no conocían otro calzado que la tierra y el fango de los caminos a la orilla del río.
De esa estancia en la Sierra Maestra recibí de mi madre su única herencia: la familia doble que me hace feliz. Hoy telefoneo a Reina a cada rato, solo por escucharle decir al reconocer mi voz: “¡¡¡Mi niñito!!!” Y sus hijos son mis hermanos, y la única abuela que de mi reciben mis hijos es esa guajirita bizca que ya en “Labana” no podía comer helados porque estaban muy calientes.
Si hoy escribo y Reina me lee es por eso: porque hace muchos años, un montón de gente con muchas ganas se fue a donde hiciera falta a enseñar a leer y a escribir, y a aprender ellos mismos que la vida era otra cosa, mucho más grande y más plena cuanto más de ti sepas entregar a los demás.
Los alfabetizados de entonces mostraban lo aprendido al final de la campaña enviando una carta que se reducía a un “Fidel: ya se leer”, a lo que se podría agregar: ya no me pueden engañar.
Y hoy, ahora mismo, el empeño sigue, y los maestros cubanos alfabetizan a medio mundo, en África, en América, en Asia, y hasta en la mismísima Europa, que en España está en aplicación el método de alfabetización cubano “Yo sí puedo”, para sacar del analfabetismo, solo en Sevilla, a más de 35 000 personas. Según palabras del delegado de Economía y Empleo del Ayuntamiento de esa ciudad, Carlos Vázquez, se pretende que “no quede un solo analfabeto en la ciudad y Sevilla sea declarada, de una vez por todas, Territorio Libre de Analfabetismo, al igual que lo hiciera Cuba hace ya medio siglo”.
Así que con estas letras le doy a mi madre la felicitación que en este día nunca le di. Porque también ella fue maestra, y lo que ella hizo, y otros tantos a su lado, fue mostrar al mundo quiénes, para quiénes, y para qué, hacían su revolución.
Me contaba mi madre que en 1961 se unió a la campaña de alfabetización, y pasó varios meses en el corazón de la Sierra Maestra, en un lugar llamado El Platanito, al que para llegar había que cruzar hasta catorce veces el mismo río, que daba vueltas y más vueltas sobre sí mismo.
Y se anduvo toda la tarde subiendo y subiendo lomas, más pa´rriba cada vez, pues en cada puerta que tocaba y se presentaba como la nueva maestra para que le dieran alojamiento, las guajiras la echaban espantadas a escobazos, ante el temor de que aquella muchachita de “Labana” les tumbara el marido…
Así llegó a la casa de una guajira que vivía sola y no tenía miedo, porque el marido estaba muy lejos del lomerío, tumbando cañas en la zafra azucarera que acaba de comenzar. Y antes del amanecer esa guajira le levantó con sus propias manos, a machete y malas palabras, un cuarto adjunto al bohío, que sería el dormitorio de mi madre en las noches, y en las tardes el aula de alfabetizar.
Ella formaba parte de las Brigadas Patria o Muerte, las últimas que se incorporaron a la campaña en el memorable “Año de la Educación”, integradas por obreros en un último empujón por declarar en aquel año a Cuba territorio libre de analfabetismo.
Mi madre tenía 22 años, y trabajaba en la empresa eléctrica. Mucho más joven que ella era el brigadista Manuel Ascunce Domenech, apenas un estudiante de solo 16 años que fue asesinado a manos de las bandas creadas y financiadas por el gobierno de los Estados Unidos en la zona del Escambray.
Manuel fue destacado en un sitio cercano a Trinidad, y en la tarde del 26 de noviembre un grupo de bandidos, vestidos de milicianos, tomaron por asalto la casa del campesino Pedro Lantigua donde alfabetizaba el adolescente. Allí estaba Pedro, su esposa Mariana, sus ocho hijos, y Manuel.
Los bandidos preguntaban una y otra vez por el alfabetizador, y la mujer lo protegía, insistiendo en que aquellos nueve niños, todos, eran sus hijos, hasta que de pronto el adolescente se apartó del grupo, los encaró y les dijo: “Yo soy el maestro”.
Y esa fue su sentencia. Él y Pedro Lantigua fueron sacados a rastras del lugar, y luego sus cuerpos fueron encontrados, colgados de un árbol, en un sitio conocido como Limones Cantero.
El juez instructor que atendió el caso, describió en su momento la escena del crimen:
“Cuando llegamos al árbol, miré a Manuel; pelo negro, algo caído hacia la frente; los labios ennegrecidos, la lengua con un intenso color violáceo, con coágulos en sus bordes. Me llama la atención que no estuvieran sus globos oculares fuera de las órbitas, como sucede siempre en los ahorcados; ello me convenció que lo habían colgado casi muerto. Tenía también un profundo surco en el cuello, fractura del cartílago laríngeo, perceptible a la palpitación del forense. Examinados sus órganos genitales, se observan contusiones, indicativos de haber sido sometidos a compresión y distorsión. Catorce heridas punzantes de distintos grados de profundidad. A su lado estaba Pedro Lantigua: cabellos castaños, algo rojizos; hombre fuerte, el rostro cubierto de manchas, todo rígido, muestras visibles de haber luchado contra sus asesinos y señales de haberlo arrastrado muchos hombres, golpes, un surco equitómico en el cuello.”
Tal escena se repitió varias veces durante la campaña de alfabetización. Ahí están los nombres de los maestros asesinados: Conrado Benitez, Delfín San Cedré, o incluso el de Aguedo Morales Reina, que en 1981 fue asesinado en la Cañada del Tigre, en el Departamento de Chontales, Nicaragua, a donde había viajado con igual empeño alfabetizador.
¿Y quienes los mataron? Los mataron en 1961, y en 1983, los mismos que hoy, en nombre de la “democracia” y la “libertad” bombardean Afganistán con aviones no tripulados, y matan civiles que luego reportan como daños colaterales.
Y hablando de aviones, allí en El Platanito, conoció mi madre a Reina, una niña que la única cosa que había visto que se moviera por sí sola entre las lomas, y no fuera una vaca o un guajiro, eran los aviones y le daban terror: justo eran los aviones de Batista, que tantas veces bombardearon la zona, persiguiendo a los guerrilleros antes de 1959.
Reina padecía de la vista, y mi madre decidió llevarla al médico. Así que al terminar la alfabetización bajó de la montaña con la niña de la mano, hasta Niquero, y ya en el pueblo lo primero que hizo mi madre antes de meterse al tren de ganado que las traería a la capital fue comprarle un par de zapatos, cosa fácil, porque lo difícil fue convencer a Reina de ponérselos, pues a sus catorce años sus pies no conocían otro calzado que la tierra y el fango de los caminos a la orilla del río.
De esa estancia en la Sierra Maestra recibí de mi madre su única herencia: la familia doble que me hace feliz. Hoy telefoneo a Reina a cada rato, solo por escucharle decir al reconocer mi voz: “¡¡¡Mi niñito!!!” Y sus hijos son mis hermanos, y la única abuela que de mi reciben mis hijos es esa guajirita bizca que ya en “Labana” no podía comer helados porque estaban muy calientes.
Si hoy escribo y Reina me lee es por eso: porque hace muchos años, un montón de gente con muchas ganas se fue a donde hiciera falta a enseñar a leer y a escribir, y a aprender ellos mismos que la vida era otra cosa, mucho más grande y más plena cuanto más de ti sepas entregar a los demás.
Los alfabetizados de entonces mostraban lo aprendido al final de la campaña enviando una carta que se reducía a un “Fidel: ya se leer”, a lo que se podría agregar: ya no me pueden engañar.
Y hoy, ahora mismo, el empeño sigue, y los maestros cubanos alfabetizan a medio mundo, en África, en América, en Asia, y hasta en la mismísima Europa, que en España está en aplicación el método de alfabetización cubano “Yo sí puedo”, para sacar del analfabetismo, solo en Sevilla, a más de 35 000 personas. Según palabras del delegado de Economía y Empleo del Ayuntamiento de esa ciudad, Carlos Vázquez, se pretende que “no quede un solo analfabeto en la ciudad y Sevilla sea declarada, de una vez por todas, Territorio Libre de Analfabetismo, al igual que lo hiciera Cuba hace ya medio siglo”.
Así que con estas letras le doy a mi madre la felicitación que en este día nunca le di. Porque también ella fue maestra, y lo que ella hizo, y otros tantos a su lado, fue mostrar al mundo quiénes, para quiénes, y para qué, hacían su revolución.
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