El joven camarada Vladímir Stepánovich Ustimenko, aparatchik de la Kommunisticheski Sayiuz Maladioshi Leninski –más conocida como Komsomol, en español Unión de Juventudes Comunistas Leninistas–, y secretario general de su Comité de Base en la fábrica de camiones GAZ –Gorkovsky Avtomovilini Zavod, Fábrica de Automóviles de la Ciudad Gorky, ciudad que después del descojonovich ha vuelto a llamarse Nizhny Novgorod–, se lavó la cara, se untó otra vez desodorante, lo cual no hizo que oliera mejor o que apestara menos, salió finalmente del baño del TU-154 –TU por A. N. Tupolev, el ingeniero insignia de la aviación soviética, que fundara su oficina de diseño 1922– y volvió al asiento mientras el avión comenzaba a descender una tarde de agosto, a nueve mil quinientos cincuenta kilómetros de Moscú, sobre la ciudad de La Habana.
En la pista de aterrizaje de la terminal número tres del Aeropuerto Internacional José Martí, una numerosa comitiva de militantes de la juventud comunista cubana –que sean jóvenes comunistas no quiere decir a su vez que sean jóvenes, algunos tienen mas de cuarenta años, como tampoco quiere decir que sean… bueno, no diré más… ¡que siga el cuento!–, algunos de ellos sosteniendo una enorme tela blanca con alguna consigna en letras rojas, comenzaron a agitar sus banderas, y a dar vivas y aplausos cuando el aparato tomó tierra, y una banda de música del ejército, con sus uniformes de parada, entonó las notas de La Internacional.
Ustimenko se emocionó al ver a través de su ventanilla las banderas rojas flameando sobre la multitud, y confirmó que había llegado al lugar preciso: la ostrav svaboda –la isla de la libertad, según todos los manuales de Geografía Política que heredó de su padre. Sacó su mochila del portaequipajes, se caló la bolchevique –la misma que antes usó su padre y antes el padre de su padre, y también el padre del padre de su padre, y así sucesivamente, no por tradición sino porque los Ustimenko siempre fueron unos muertos de hambre– y avanzó por el pasillo hasta la puerta de salida del avión.
Al asomarse, con los ojos entrecerrados por el brillo intenso del sol, pudo leer lo que ponía la pancarta: «Viva la amistad entre los pueblos de Lincoln y Martí» e inmediatamente vio como los jóvenes comunistas cubanos abrazaban a la delegación de la juventud comunista norteamericana que también visitaba la isla, y aun de lejos pudo comprobar que los jóvenes comunistas norteamericanos eran jóvenes, lo cual ya es pedir demasiado.
Stepánovich se alisó la camiseta roja con la hoz y el martillo en medio del pecho, descendió a pasos cortos, y comenzó a respirar el aire de la libertad.
Cuando Várvara Stepánovich Maxímova, desempleada, sin asistencia social y viuda del difunto Rodión Efimérovich Vtushenko –hasta el día de su temprana muerte, Vtushenko fungió como Secretario General del Sindicato de Trabajadores Metalúrgicos del Dombás y Miembro Suplente del Comité Regional del Partido–, supo que su Volodia pensaba viajar a Cuba, lo llevó a su habitación, levantó el colchón, y extrajo una foto que tomó veinticuatro años atrás, en la lejanísima Siberia, con su aparato fotográfico Smena 8 de treinticinco milímetros.
En la foto se veía una enorme pancarta que ponía en letras negras –pero el que las letras fueran negras seguramente sería a causa de que para la época de la foto aun la fotografía a color, en los países socialistas, era un lujo pequeño burgués que muy pocos se podían conceder, y lo más probable es que el cartel original hubiera sido escrito en rojo–: «Viba la amistad entre los pueblo de Lenin y Marti». Sostenía la pancarta el grupo de estudiantes cubanos de la Facultad de Explotación Forestal en la que Várvara Stepánovich impartió clases desde que se graduó de Filosofía Marxista Leninista en la lejana, invencible, sagrada Moscú.
–Volodia, guardé siempre esta foto para el día en que quisieras conocer a tu verdadero padre –le dijo a Ustimenko la Maxímova, y le entregó la foto.
–¿Cuál, madrecita, cuál de ellos es mi padre? –preguntó Vladímir.
Várvara se ajustó las gafas y observó con detenimiento la foto. El grupo de estudiantes, parados sobre la nieve del patio de la facultad, con sus enormes abrigos grises, todos con la misma bufanda gris, y los oscuros gorros de orejeras cubriéndoles la mitad del rostro, se le hizo confuso. La verdad es que en la foto Várvara Stepánovich Maxímova no veía ni mierda.
La foto en blanco y negro, y los años sumados a la mala química fotográfica Orwo de la hermana –y también difunta– República Democrática Alemana, habían hecho lo suyo, junto a la pésima memoria de la Stepánovich.
–No sé... este quizá –se esforzaba Várvara Stepánovich Maxímova, o este otro, no sé... uno de ellos es tu padre...
Eran cincuenta y cuatro estudiantes cubanos en la foto. Siete eran blancos. El resto eran negros, unos más, otros menos, pero ¿cuál es la diferencia?
–¿Era blanco o era negro? –pregunto Vladímir, cada vez más feliz, y la respuesta de su madre lo colmó de dicha:
–Oh, eso sí lo recuerdo muy bien: era negro, muy negro, completamente negro.
–¡Ves, madrecita, ya el grupo es más pequeño! ¡Ya será más fácil encontrar a mi padre!
Ustimenko abrazó a su madre, besó la foto y la guardó en el bolsillo interior del abrigo.
En la aduana se extrañaron al ver que aquel rubio enorme viajaba solo con una mochila, sin ningún otro equipaje, e inmediatamente le llevaron aparte para registrarlo. Y, para el oficial de inmigración, más sospechoso resultó el asunto cuando le pidió:
–Mister, please, show me yours passport...
...y Ustimenko le contestó, mientras le entregaba el pasaporte:
–Disculpa, camarada, yo no hablar inglés, pero entiendo muy bueno español...
El oficial de inmigración, que siempre tenía una sonrisa en los labios, acostumbrado a mirar con respeto, por ejemplo, el pasaporte inglés, o a coger, como si cogiera una propina, el pasaporte norteamericano, al ver entre las manos de Vladímir Stepánovich Ustimenko el pasaporte de la Federación Rusa, lo miró como un chivo mira un cartel, con los ojos asombrados, como diciéndose «¿qué es esto, de dónde cojones salió este tipo?». Como si se hubiese quemado, torció la boca el oficial de inmigración, y tomó el pasaporte de color escarlata. Lo tomó como si tomará una bomba, como un erizo, como si tomara una navaja afilada, como una serpiente cascabel de veinte aguijones. Comprobó que el visado estaba en regla, y le hizo un gesto al cargador para que llevara gratis la mochila de Ustimenko.
Los cincuenticuatro estudiantes cubanos que en diciembre de 1986 llegaron felices a la ciudad (esto de “ciudad” es un decir, no hay que tomárselo muy a pecho) de Krasnaie Zviezda (dos mil trescientas ochenticuatro pequeñas ciudades, aldeas, koljoses y sovjoses en el territorio de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se llamaban así, Estrella Roja es español. Era un nombre muy de moda desde 1917 que, además, ostentaban trece mil doscientos cincuentisiete guarderías infantiles, novecientas cuarentiocho escuelas primarias y una alta distinción gubernamental. Tras Gorbachov, todos esos nombres fueron cambiados por otros como Sini Zviezda, Estrella Azul en español.), desde que descendieron del tren rápido Baikal-Amur en la más extrema y fría Siberia Oriental, supieron que habían llegado al culo del mundo.
Todos habían terminado el bachillerato con muy malas calificaciones y el futuro se les bifurcaba enfrente de manera muy clara (o muy oscura, según se quiera ver): o marchaban a estudiar Ingeniería en Explotación Forestal en casa de la pinga a cuarentidós grados bajo cero, o serían reclutados de inmediato, y sin vacaciones mediante, para el SMG (el glorioso Servicio Militar General cubano).
Ellos, los inteligentes, partieron decididos. Es decir, los inteligentes, sin dudarlo un segundo, marcharon encantados a congelarse el culo en Siberia.
Los que rehusaron la oferta de marchar a la distante Siberia, fueron reclutados para el SMG, y esos sí que marcharon… marcharon innumerables horas bajo el sol tropical con casco y canana puestos y fusil de kalamina al hombro, y arribaron una tarde de ese mismo diciembre a la República Popular de Angola, otro hermano país africano del que quince días antes no sabían ni media palabra –ni querían saberla. No todos tuvieron la mala suerte de pisar una mina antipersonal de fabricación norteamericana. Algunos se ganaron incluso una medalla. Pero ese es asunto de otro cuento.
Sin un conocido en La Habana, y con todo el polvo del camino encima, Vladímir Stepánovich Ustimenko se estuvo media hora parado frente al Che Guevara de hierro de la Plaza de la Revolución, y hubiera estado media hora más de no ser por el militar que se le acercó y le dijo que circulara. Vladímir, sonriente y en realidad satisfecho, saludó militarmente al oficial, recogió su mochila del suelo, se la colgó al hombro, y caminó hacia El Vedado, en busca de un hotel.
Pensaba alojarse en el Habana Libre. El nombre del hotel –que encontró en una antigua guía turística, de cuando en La Habana no había turismo–, le transmitía buenas vibraciones. Desgraciadamente, y pese a las buenas vibraciones que el nombre del hotel le transmitía, en la carpeta se enteró que sus cincuentinueve dólares no le alcanzarían ni para pagarse la primera noche. Pero el mismo carpetero del hotel le entregó una tarjeta que ponía: «Wong Rent Room, su casa en la ciudad» y debajo una dirección en Centro Habana, y le aseguró que Wong le alquilaría muy barato, quizá hasta por solo cinco dólares el día.
Era cerca del Habana Libre, así le dijo el carpetero, y también así le pareció a Vladímir, pues apenas notó la distancia, extasiado en contemplar los portales barrocos, las columnas y columnas, los culos de las habaneras.
Al llegar a la casa, comprendió por qué podría ser tan barato: Wong vivía en una cuartearía, junto a otras catorce familias, con un solo baño común para todos. Eso no lo desalentó, al contrario, en esas condiciones tal vez podría incluso negociar un precio más bajo aun. Lo que sí le desalentó fue que la mulata que vive frente a Wong le advirtió que aquel había salido desde la mañana anterior y aun no había regresado. Líos de mujeres seguramente, le dijo la mulata.
La mulata le dijo eso, y le ofreció un vaso de agua, y lo invitó a esperar a Wong en su casa, y cuando lo tuvo ya sentado en su sofá le preguntó si quería un café.
Ustimenko nunca supo por qué aceptó tomarse aquel café. Sentía que no debía hacerlo, y había sido entrenado para obedecer a sus instintos en el último curso del Palacio de Pioneros Felix Zhershinky –la conciencia de la revolución rusa, según Lenin, aunque Zhershinky era polaco–, donde estuvo matriculado hasta su cierre en el Círculo de Interés del Komitet Gozudarstvennie Biezapasnost.
Complicado traducir al español Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast, por eso lo intento aquí en párrafo aparte: Komitet es español es “Comité” –y eso a los cubanos les puede dar una tibia idea del asunto. Gozudarstvennie es más fácil de traducir aun: “Estatal”, así, como los autos con chapas azules en Cuba, que son, técnicamente, autos estatales, pero en la concreta son los autos más particulares del mundo.
El complique real lo forma la tercera palabra: Biezapasnast. Si dijera Apasnast se podía traducir como “Peligro”, pero el sufijo Biez implica, más o menos, lo que español sería “Des”, entonces, la frase completa Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast tendría al español la imposible traducción de Comité Estatal de Despeligrización, lo cual no hay quién cojones lo entienda. Pero, si en lugar de poner Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast, pongo solo las iniciales de ese Comité, entonces cualquiera, en cualquier rincón del universo, y hable el idioma que hable, y sin la más mínima necesidad de traducción alguna, entenderá al segundo de qué se trata. Pues mire usted, el Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast no era otra cosa que la KGB.
Y volviendo al cuento, antes que se enfríe el café –o se caliente demasiado el cuento–, Ustimenko, por una primera vez en su vida, fue directamente en contra de lo que le enseñaron de niño los tavarichi de la KGB, y se tomó el café.
–¡Pareces un cubano! –dijo la mulata cuando tuvo la pinga de Vladímir en su manos y vio lo grande que era, antes de comenzar a mamársela– ¡Pareces un negro, cojones!
Dijo la mulata una y otra vez cuando Vladímir la viró de espaldas, la hizo doblarse y apoyar las manos en el suelo, y comenzó a meterle la pinga muy lentamente y lentamente se la sacaba, hasta afuera, y lentamente la volvía a penetrar, despacio muy despacio, y luego rápido muy rápido, más rápido de lo que nunca había sentido en su vida la mulata.
La mulata, sorprendida y a punto de perder el sentido, le rogó a Ustimenko:
–¡No te vengas, papito, no te vengas!
Y volvió a chuparle la pinga mientras se alborotaba el clítoris con la mano izquierda, y se vino otra vez dando gritos cuando sintió la leche rusa que le inundaba la boca y la ahogaba al bajar por su garganta.
–¡Pareces un cubano, cojones, un negro cubano! –volvió a decirle la mulata, extasiada, mientras con el dorso de la mano izquierda recogía los restos de leche que se le escapaba por la comisura de los labios, y los lamía, ya sentados los dos muy juntos en el sofá.
–¡Y lo soy! –le aseguró Ustimenko orgulloso a la mulata, cuando recuperó el habla– ¡Mi padre es un cubano!
Ustimenko viajó a La Habana con solo cincuentinueve dólares en los bolsillos. La cifra, que equivalía a su salario mensual, le pareció revolucionariamente convincente. Al decidirse por el viaje, pensó en ahorrar todo lo que pudiera, reduciendo sus gastos a la mínima expresión. Y no solo redujo sus gastos, sino que incluso los llevó a cero, y hasta se endeudó, por razones más allá de su voluntad: en los últimos tres meses la fábrica no pudo pagar ni un rublo a sus empleados.
Eso lo acabó de decidir.
Cuando le hizo saber a su madre que pensaba irse a La Habana, Várvara Stepánovich le llevó a su cuarto y sin una lágrima le confesó:
–Hijo: Rodión Efimérovich Vtushenko no es tu padre. Tu padre es un cubano.
–¡Un cubano! ¡Mi padre es cubano! ¡Entonces también yo soy cubano, madrecita!
–Sí, cubano, medio cubano eres, mi querido Volodia.
Entonces la madre alzó el colchón de la cama, y le entregó la foto.
Ustimenko quería saber todo su padre, pero la Stepánovich le dijo que muy poco podría contarle. Con los ojos aguados, bajo la vista, y le contó:
–Supe muy poco de él.
–¿Por qué, madrecita, por qué?
Entonces la Stepánovich recurrió a la improvisación:
–Tu verdadero padre era... un agente secreto de la seguridad cubana. No puedo decirte nada más.
Ni más necesitó Vladímir Stepánovich Ustimenko. Escuchar aquello de boca de su madre le llenó de orgullo.
–¿Tienes dinero para el viaje? –le preguntó la Stepánovich.
–Ni un kopek, madrecita –contestó Ustimenko.
–Ven –dijo entonces la madre, y lo llevó al patio.
Parados bajo uno de los manzanos en flor, la Maxímova le señaló el suelo, y le entregó una pala.
–Cava aquí –le ordenó.
Ustimenko cavó junto al manzano, y muy pronto, a solo unos cincuenta centímetros de la superficie, sintió que la pala raspaba sobre una superficie de madera. Terminó de apartar la tierra con las manos y no sin esfuerzo extrajo una caja que aun conservaba el habitual color verde de las embaladuras de los pertrechos militares de la época soviética.
En honor a la verdad, cualquier otra cosa que los soviéticos fabricaban venia en cajas verdes, fuera militar o no. Y también pintaban de verde todo. Lo mismo un jeep WAZ, que una moto Ural, que un cochecito para bebés. A veces se les acababa la pintura verde y entonces pintaban los cochecitos para bebés, las motos Urales y los jeeps WAZ de gris. Las lavadoras Aurika son de una de esas épocas grises.
Dentro de la caja que Volodia acababa de desenterrar encontró, en perfecto estado de conservación, doce fusiles automáticos Kaláshnikov del año 47. Miró a su madre asombrado y le preguntó:
–¿Y qué quieres que haga con esto, madrecita, que asalte un banco?
A lo que Várvara Stepánovich Maxímova le respondió:
–No, mi pequeño Volodia, tú sabes que en los bancos no hay dinero. Coge los fusiles y véndelos. Los chechenos te darán suficiente para tu pasaje a la isla de la libertad.
A Ustimenko no lo sorprendió lo silencioso de Wong. Había hecho el servicio militar en la Región Autónoma de Tayikistán, y allí tuvo sobradas oportunidades de conocer el carácter taciturno y silencioso de los asiáticos. Pero no era el caso, como se verá después.
Por ahora lo importante es que Wong no regateó para nada cuando Volodia le explicó que contaba con muy poco dinero y le preguntó si aceptaba alquilarle el cuarto por solo dos dólares.
–¡Y hasta por uno! –fue lo que le contestó Wong– ¡Qué más da, si al final todo se lo va a tragar la tierra!
Con la respuesta de Wong, le llegó a Volodia el fuerte aliento etílico que aquel expedía, y supuso que venía de una fiesta, lo cual era todo lo contrario a lo que en realidad le había sucedido ese día a Wong.
–Es más –le dijo Wong aun– hasta te lo dejo de gratis, mira tú...
Eso sí que Ustimenko no se lo esperaba, y dudaba si aceptarlo o no, cuando Wong volvió a hablar, ya casi dormido en el sofá de la sala.
–Si más he perdido hoy, qué me pueden importar unos dólares de mierda...
Ustimenko no se sintió ofendido por esas palabras. Más bien pensó que aquello de conseguir alojamiento gratis era algo que solo podía ocurrir en Cuba, la ostrav svaboda, donde el socialismo todavía no era un cadáver, y probablemente la gente conservaba intacto el sentido de la hospitalidad.
La primera noche de los estudiantes cubanos en el hielo, con aurora boreal incluida, estuvieron bebiendo Vodka Stolinkaya desde las veintiuna horas, al constante llamado de «¡Dakansá!» de sus entusiastas profesores soviéticos.
Uno de los estudiantes cubanos (quizá el más negro de todos) advirtió que una siberiana, rubia y de ojos azules, lo miraba todo el tiempo. Pero él era tímido, y lo seguiría siendo el resto de su vida.
Entonces, por los altoparlantes comenzó a escucharse una canción que hizo que los profesores soviéticos dejaran las copas en alto, se enjugaran los ojos, se sentaran, se abrazaran entre ellos, se quedaran todos cabizbajos:
Iesli snali vi
kak minie daraguí
podmoskovnie biecherá...
Aquí fue que la siberiana se le acercó al negrón, y con voz muy dulce, al oído, le dijo:
–Ti ochen interiesnik chelaviek...
Él la miró con los ojos muy abiertos, como si hubiera entendido algo, pero en verdad no había entendido ni papa. Solo comenzó a entender cuando la siberiana lo tomó de la mano, lo sacó del salón, lo llevó hasta su cuarto en el edificio de los profesores, se desnudó completamente y le besó los labios.
Fue su día de gloria. Nunca había besado a ninguna mujer, y nunca, ni siquiera en sueños, se habría podido imaginar que la primera vez fuera a una rubia de un metro ochentisiete centímetros, casi tan alta como él. En Cuba siempre fue un negrón zarrapastroso y muerto de hambre al que ninguna mujer se le ocurriría mirar ni por equivocación.
La siberiana le quitó la camisa mientras lo besaba y, como al intentar bajarle los pantalones, él le opuso alguna resistencia, pensó que se había topado con un amante diestro que prefería ir paso a paso, y creyó entonces que aquello sería mejor de lo que había imaginado.
Esa mañana Ustimenko encontró a Wong en la cocina, sentado, llorando. No supo qué hacer. Sacó dos bolsas de té de su mochila, y preguntó qué vasija podía usar para hervir el agua.
–No hay agua –le contestó Wong–, no hay gas, no hay electricidad, no hay ni pinga...
Ustimenko se quedó en silencio. Guardó las dos bolsas de té, y le ofreció a Wong ir a algún lugar a desayunar juntos.
–No me vas a pagar el alquiler –le advirtió Wong–, pero me vas a tener que pagar un montón de cervezas. Yo sé de un lugar, pero primero vamos a buscar a un socio.
Ni Wong ni su socio quisieron comer nada. Los dos estaban sentados, silenciosos y cabizbajos. Bebían una cerveza detrás de la otra, mientras Volodia se embutió tres batidos de mamey, dos panes con jamón y queso, una sopa de vegetales, un pollo entero frito, litro y medio de helado y un jugo de manzana. Entonces anunció:
–Camaradas, yo sé cuál cosa hacer con aquella tristeza que tienes ustedes.
Sin decir más fue hasta la barra y regresó con una botella de vodka.
–¡Vodka a esta hora! –dijo Wong– ¡De pinga!
–¡El rusón es tremendo locote! –dijo el socio– ¡Y yo sí sé a quién le vendría bien ahora un trago de vodka!
Media botella más tarde parecían amigos de toda la vida. Ya hasta hablaban en ruso los tres, o al menos eso le pareció al mesero, que se acercó a la mesa a ofrecerles jugo de naranja.
–¡Qué jugo de naranja ni qué pinga –le dijo Wong–, eso es para los maricones!
–¡Los hombres de verdad se toman el vodka a pulso –añadió el socio– como se lo hubiera tomado Cartaya!
–¡Dakansa! –volvió a exclamar Volodia mientras se empinaba la botella, la terminaba de un trago, y por señas le pedía otra al mesero.
Cuando la botella estuvo en la mesa, Wong la cogió, rompió el sello, y vertió un largo chorro junto a las patas de la mesa.
–¡Por mi hermano Cartaya! –dijo Wong a Volodia.
Volodía miró a Wong, miró al socio de Wong, y miró al cuarto puesto de la mesa, donde acaba de sentarse un cocodrilo.
–¡Guena! –exclamó Volodía– ¡Daragoi mai krakadil!
–¡Oye, ruso de pinga –se asustó Wong– que bolá con el cocodrilo ese aquí!
–Camaradas, no asustarse, este es mi amigo Guena el cocodrilo...
–¡De pinga! –Wong reconoció al cocodrilo– ¡Es el cocodrilo mariconcito del acordeón!
Volodia y el cocodrilo se abrazaban, y luego el cocodrilo le dio la mano a Wong y a su socio. Volvieron a sentarse, el cocodrilo se tomó de un tirón un cuarto de la botella de Vodka, sacó el acordeón, y dijo:
–Tavarichi, ia jachú piet...
E inmediatamente cantó:
Ya igrayu
Na garmoche
Uprajoshe
Na vidu
Zasharlenia
Dien razdenia
Tolka raz gadu
–¿Tú entiendes, camarada? –le preguntaba Volodia por turnos al socio y a Wong, y al instante les traducía– «Desgraciadamente, el cumpleaños es solo una vez al año.»
(Como se demostró en la línea anterior, es más fácil traducir al cocodrilo Guena que al Komitet Gozudarstvennie Biezapasnast.)
El mesero, con mucho cuidado, se acercó a la mesa, y les dijo –mirando al cocodrilo Guena– que no se permitían animales en aquel lugar. Wong protestó, Volodia le ofreció un trago de Vodka al mesero mientras le aseguraba «Ya atbishayu za vció», y Estéreo Seguro –que era el socio de Wong y el menos borracho de los cuatro– cogió por la cola al cocodrilo y lo haló para la calle mientras los otros dos le seguían, sin dejar de cantar.
De vuelta a casa de Wong, Estéreo se sentó en el suelo, Wong se tiró en el sofá y Volodia permanecía de pie.
–Ustedes tienen que ayudarme a encontrar mi padre.
Volodia abrió la mochila, sacó la foto del grupo de estudiantes cubanos que en diciembre de 1986 llegaron a la Siberia Oriental, y la mostró a Estéreo y a Wong.
–Uno de estos camaradas cubanos es mi padre.
Wong roncaba sobre el sofá. Estéreo tomó la foto, la miró detenidamente y preguntó:
–¿Es uno de los blancos?
–No, mi padre es negro –contestó Volodia.
–¡Coño, mi socio, pero son como cincuenta negrones en esta foto!
–¡Son cuarentisiete negros solamente, y uno es mi padre!
–¡De pinga –el grito de Volodia despertó a Wong–, el rusito es hijo de un negrón!
Wong se levantó del sofá, se acercó a Estéreo, tomó la foto en sus manos y la miró con detenimiento.
–¡De pinga –dijo Wong devolviéndole la foto a Estéreo–, la clase de frío que debía zumbarse la Siberia esa!
–¡Cojones, este es El Carta! –soltó Estéreo al reconocer en la foto a su socio Cartaya.
Wong volvió a mirar la foto, y se le salieron las lágrimas otra vez.
–¡Ese mismo es Cartaya! ¡De pinga, el negrón en el hielo, más frío que la pata de un muerto!
A Volodia, cuando vio que Estéreo y Wong habían reconocido a alguien en la foto, el corazón se le disparó.
–¡Tienen que buscar ese camarada, él dirá cuál es mi padre!
Estéreo y Wong se miraron, y luego miraron a Volodia.
–Cartaya está muerto –dijo finalmente Estéreo–, lo enterramos ayer.
Mas, en realidad, la resistencia del negrón a dejarse bajar los pantalones se debía a dos razones, fundamentalmente. La primera: tenía puestos los mismos calzoncillos desde hacía dos semanas –el tiempo que demoraron en viajar de Moscú a Siberia en el tren rápido Baikal-Amur– y llevaba todo ese tiempo sin darse un baño. La segunda razón comenzó a olvidarla cuando la siberiana lo tumbó en la cama, se le subió encima a horcajadas y, ante la falta de iniciativa de él, que ella interpretó como un jugueteo provocador, comenzó a frotar su sexo mojadísimo sobre los labios enormes y abultados del negrón.
La siberiana fue quien comprendió rápidamente la segunda razón de la resistencia del cubano a dejarse desnudar, pues cuando lo tenía bobo entre sus piernas, consiguió meterle la mano dentro de los pantalones y encontró algo que no olvidaría jamás en toda su vida: aquel negrón, de un metro noventidós centímetros, tenía una pinga que le cabía en la palma de la mano. Y, aunque la siberiana era bien grande, sus manos eran pequeñísimas.
Pero la siberiana ya se había tropezado cosas peores, y los gruesos y suaves labios del negrón contra su clítoris la tenían demasiado caliente para que aquel detalle la enfriara. Tomó la pinguita del negrón entre sus manos, la manipuló con una destreza que aceleró los latidos del corazón del negrón a ciento ochenta por minuto, y se la mamó con fruición hasta que consideró que estaba lo bastante dura como para que pudiera sacarle algún provecho.
Entonces, en una maniobra de un segundo, la sacó de su boca y la metió en su sexo. Y en otro segundo el negrón eyaculó, copiosamente.
La siberiana abrió sus ojos azules, miró al negrón, y comenzó a abofetearlo con saña. El negrón se cubrió el rostro como pudo, se escurrió de debajo de la siberiana sin entender qué la había enfurecido, y salió corriendo del apartamento, mientras escuchaba tras de sí a la siberiana gritar en el pasillo:
–¡Idy na jui! ¡Idy na jui! ¡Idy na jui!
Cuando Ustimenko supo que Estéreo Seguro era policía, se entusiasmó, pues suponía que eso les abriría muchas muertas y facilitaría la búsqueda de su padre. Estéreo prometió ayudarle, contando incluso con la ayuda de un amigo suyo, que trabajaba en la Sección de Búsqueda y Captura del G-2.
Lo que más llamó la atención de Ustimenko al llegar, fue la escultura a la entrada del edificio: tallado en mármol negro, cincuentinueve metros de altitud, un majestuoso fusil automático de Kalashnikov engalana los jardines del G-2.
Lo difícil fue lograr que Ustimenko pudiera entrar al edificio del G-2. Años atrás era común encontrar por los largos pasillos del edificio, ubicado en un barrio algo apartado, montones de rusos, perdón, de soviéticos. Pero Ustimenko, que a todo llega tarde –y con esto no explicito nada de la trama que debería quedar en la corriente subterránea del texto, pues es algo que cualquier lector con medio dedo de frente ha tenido tiempo suficiente de darse cuenta ya– apareció en La Habana, y en el edificio del G-2, en un momento en que ya ser ruso –soviéticos no quedan– no es algo diferente de ser extranjero, con todas las bondades que tal categoría supone, pero también con los mismos inconvenientes.
Así que los oficiales de inteligencia que lo vieron llegar al lobby del edificio, aun viéndolo acompañado de un suboficial de la policía, se negaron de plano a dejarlo pasar a la oficina del coronel García, y no lo hubiera logrado nunca de no ser porque recordó su paso por el Círculo de Interés Pioneril de la KGB. Recordó eso y recordó que aun conservaba en su billetera, como uno de sus tesoros más preciados, junto a una foto de Lenin y un monograma del antiguo Komsomol, su carnet de Pionero KGB.
Cuando mostró a los oficiales aquel carnet, a más de uno se le aguaron los ojos y alguno hasta le abrazó, y otros aprovecharon la oportunidad para intercambiar con Volodia frases en ruso. Y le ofrecieron quedarse a almorzar con ellos en el comedor. Y le dejaron pasar.
Decir que el joven camarada Vladímir Stepánovich Ustimenko es un aparachik del Komsomol y Secretario General de su Comité de Base en la fábrica de camiones GAZ es, probablemente, decir mucho. No es que sea mentira, sino que no es exactamente la verdad.
Cierto es que Ustimenko es el Secretario General del Comité de Base en la puta fábrica de camiones, pero eso no dice mucho. Porque ese comité lo integran él, su amigo Tolia Bolskonsky, y Natasha Nicolaevna Petróvich, quien ha estado toda su vida enamorada de Ustimenko aunque este no le hace el menor caso, y solo por ese amor fue que ella acudió a la primera reunión del Komsomol en la fábrica, que Volodia y Tolia anunciaron a viva voz en el comedor a la hora del almuerzo.
Ella se presentó a la reunión, y allí estaban los otros dos y nadie más. Era la reunión constitutiva del nuevo Comité de Base –acción que según Volodia daría inicio al renacer de las ideas de izquierda en la patria de Lenin–, y por unanimidad (por unanimidad de ellos tres, se entiende) eligieron a mano alzada a Volodia como Secretario General, a Tolia como Segundo Secretario, y a Natasha como Organizadora.
A la segunda reunión quisieron invitar a veteranos que les contaran de la vida interna del antiguo Komsomol. Pero todos los antiguos komsomoles habían sido despedidos de la fábrica, y se habían mudado de la ciudad. Solo consiguieron llevar a Arkadi Ivanov, un jubilado de sesenta y seis años que les entretuvo dos horas contándoles sus experiencias en la Gran Guerra Patria, en el 18 Ejército de Caballería de la Guardia, a las órdenes directas del Mariscal y Héroe de la Unión Soviética Gueorgui Zhukov.
Ustimenko le escuchó con lágrimas en los ojos, y le regaló los restos de la botella de vodka casero cuando el viejo se despidió de ellos. Entonces Tolia, que es un descreído, le dijo al Secretario General:
–¡¿Cómo le crees media palabra a ese borracho?!
–¡No es un borracho –le protesto Ustimenko–, es un héroe de la madre patria! Y si ahora está alcoholizado, es porque ha sido víctima del capitalismo salvaje que la globalización nos impone el...
–¡Es un borracho, y es un mentiroso! –le ripostó el Segundo Secretario– ¿No te das cuenta de que, cuando la guerra, Arcadi solo tendría dos o tres años?
Estéreo, al entrar a la oficina del coronel García, se cuadró y saludó militarmente. Volodia lo imitó. García los miró desde su buró, cerró el documento que tenía abierto en la computadora, y soltó una carcajada.
–Estéreo, caray.... a ver qué asunto raro me traes esta vez –comentó.
Y después que Estéreo le informó, sin dudarlo un segundo, les dijo:
–Ah, eso es fácil, eso no tiene problema...
Se volvió otra vez hacia la computadora, abrió una base de datos, y les preguntó:
–¿En qué año fue que enviamos al compañero a Siberia?
–En 1986 –contestó Volodia entusiasmado.
–Ya, aquí los tengo –dijo el coronel–, cincuenticuatro compañeros, cuarentisiete negros y siete blancos.
–¡Era negro –soltó Volodia, y agregó entusiasmado– y también era de la seguridad!
–De los cuarentisiete negros, cuarenticuatro eran de la seguridad –le explicó el coronel–, así que por ahí no avanzaremos mucho...
En cambio, imprimió una lista con los nombres de todos los negros que fueron a Siberia ese año, y comenzaron la tarea de descarte. Lo primero fue descartar del grupo a los que eran maricones. Estéreo vio con dolor como el coronel García pasaba por encima del nombre de su socio Eduardo Cartaya con un resaltador rosado, pero no dijo nada. Veintidós maricones negros en total, de ellos veinte eran gloriosos agentes de la G-2 cubana, y tres llegaron incluso a trabajar para la KGB, les informó con orgullo García.
Luego descartaron a los que contrajeron matrimonio con una compañera soviética, resaltándolos en rojo. Fueron ocho en este caso, incluyendo tres de los maricones. La lista de posibles candidatos fue así reducida a solo veinte negros. García confrontó esos veinte con otra base de datos, y descartó siete mas: cinco eran impotentes, uno era chiclano, y otro no perdió la virginidad hasta regresar a Cuba, a manos de la agente de la seguridad que los atendió a su regreso.
–Bueno, ahora ya va a ser más difícil la cosa –advirtió el coronel– pero ya solo nos quedan trece elementos.
De los trece elementos, cuatro se involucraron en la disidencia al volver. Fueron resaltados en gris. De los nueve restantes, solo tres integraron las filas del G-2.
–Uno de estos tiene que ser –concluyó el coronel García.
García pulsó un botón del intercomunicador y le pidió a su asistente presentarse.
El asistente del coronel entró a la oficina, cerró la puerta tras de sí, saludó militarme y sin dar un paso más dijo:
–¡Ordene!
–Dime qué tenemos de estos tres elementos –le solicitó el coronel, y le fue leyendo los nombres.
El primero se fue del país en una balsa en agosto de 1994. Descartado en azul. El segundo murió en un accidente antes de volver de Siberia: el tractor en que iba de la Facultad de Exploración Forestal a la aldea Estrella Roja se salió de la carretera a causa de la nieve, y solo lo encontraron siete mes después, en perfecto estado de conservación, completamente congelado. No fue resaltado, sino remarcado en negro.
Antes de informar los detalles sobre el tercero, el asistente le hizo una seña complicada al coronel, pero García le dijo que podía hablar. A Ustimenko se le agitó el corazón: el tercero tenía que ser su padre.
Pero no, el tercero –y después que el asistente habló, García les advirtió que esa información era altamente confidencial–, en primer lugar no pertenecía a la raza negra, sino a la de los mulatos. En segundo lugar, el tercero no era hombre, sino mujer, una de las mejores agentes encubiertas del G-2. En tercer lugar, ahora trabajaba en la reorganización de los servicios de inteligencia venezolanos. Y, como al margen, añadió:
–Además, la compañera es lesbiana.
–¡De pinga! –dijo Wong cuando Estéreo y Volodia regresaron a la casa y le contaron– ¡Y si el G-2 no sabe quién cojones es tu padre, entonces no lo sabe nadie!
Volodia conservaba consigo la lista de los cuarentisiete negrones, con las tachaduras. La mostró a Wong, y aseguró:
–¡Uno de ellos es mi padre, la que no sabe nada es la G-2!
Wong vio la lista, y vio que la mayoría del grupo estaba resaltada en rosado, y eso le llamó la atención y, al saber que eran los descartados por maricones, soltó:
–¡No, qué va, la G-2 está perdida! ¿Quién dijo que los maricones no preñan?
Y Estéreo agregó:
–¿Quién puede asegurar que de verdad eran maricones?
–Al menos con Cartaya no se equivocaron –le respondió Wong–, porque ese era mi hermano, y era hombre a todo, pero era tronco de maricón...
Volodia tomó otra vez la lista en sus manos, la rompió cuidadosamente en pequeños pedazos y la lanzó a la calle después de decir:
–Si ese Cartaya amigo de ustedes no fuera muerto, seguramente podría decir quién fue mi padre, porque él sí estuvo allá y algo sabría...
–No, El Carta no te serviría de nada, el pobre, nada más que duró en Rusia como quince días…
La mañana siguiente al debut siberiano, el grupo de estudiantes recién llegados de Cuba debió asistir a la inauguración oficial del curso, donde usó de la palabra la camarada Secretaria General del Komsomol de la Facultad de Explotación Forestal de la Región Autónoma de Kamchatska, Várvara Stepánovich Maxímova, que sería la profesora guía del grupo además de adentrarlos en el más profundo conocimiento de la Filosofía Marxista Leninista.
El negrón vio a Várvara Stepánovich Maxímova en la tribuna y pensó que aquella mujer debía haber tenido una muy mala noche, pues ponía un énfasis excesivo en sus palabras. Y cuando la Maxímova recorrió el grupo de estudiantes con la mirada y detuvo su vista en él sin dejar de hablar, pero frunciendo más el ceño, la reconoció. Era la siberiana que la noche anterior le abofeteara.
Luego recorrieron las instalaciones de la Facultad, las aulas, los laboratorios, las zonas de práctica, y se les convidó a presenciar el talado de un enorme abedul con una motosierra eléctrica marca Krasnaie Zviezda –Estrella Roja, en español, como ya se sabe. Ese nombre común a ciudades, pueblos, puebluchos, aldeas y caseríos perdidos en la estepa, también fungía como marca de numerosos utensilios y herramientas en el territorio de la Saiuz Savietskij Soshialisticheskij Respublik–, motosierra a la cual desde ese día los estudiantes cubanos, al verla trabajar, se referirían siempre como “La despingadora”.
El alumno ayudante Andréi Petróvich Griniov, estudiante del cuarto año de la Facultad, tomó “La despingadora” en sus manos, apretó el botón de encendido, y comenzó a penetrar la corteza del abedul, mientras explicaba en detalles toda la operación. La voz de Griniov, poderosa como el rugido de un oso, se imponía por sobre el ruido de “La despingadora”, pero ni así los estudiantes cubanos lograban entender la explicación. Ni Griniov, ni la Maxímova sabían que aquellos caribeños no habían recibido aun su primera clase de idioma ruso.
Pese a ello, todos prestaban completa atención a Petróvich, asombrados por su habilidad con “La despingadora”, y le iban detrás cada vez que el alumno ayudante giraba en torno al abedul. Solo el negrón se quedaba atrás, intentando estar lo más lejos posible de la Maxímova. Por eso no escuchó la voz que de pronto gritó:
–¡¡¡Vnimanie!!!
Igual, si hubiera escuchado el grito, nada hubiera podido hacer, pues además de no entender ni jota del russky yasik, ya el enorme abedul le estaba cayendo encima. El negrón perdió el conocimiento instantáneamente, y no lo recuperó hasta tres semanas después, ya de vuelta en La Habana, rechazado por la universidad soviética ante su «escasa resistencia física», según constaba en el certificado, firmado por Várvara Stepánovich Maxímova.