Mariela Varona Roque
Roland Barthes me demuestra que he estado equivocada en todas mis presentaciones y reseñas anteriores. Si me atengo a su ensayo de 1968 “La muerte del autor”, la escritura es “la destrucción de toda voz, de todo origen”. Sin embargo, siempre que presento un libro considero obligatorio comentar algo sobre su autor, pues establezco con él un vínculo afectivo que puede ser más o menos fuerte dependiendo de su grado de cercanía, si nos conocemos o no, qué cosas tenemos en común… Según Barthes, repito, debería atenerme sólo al texto, en tanto “la escritura es ese lugar neutro, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”.
Por supuesto que, en este caso, volveré a pecar: no puedo presentar el libro de Ernesto Pérez Castillo sin hablar de él. Pues no sólo somos amigos desde el 2007, cuando pasamos una semana en un hotel 5 estrellas de Santo Domingo, donde nos dábamos el lujo de desayunar durante dos horas seguidas, mirando el mar desde nuestro reservado para fumadores. Ernesto me es entrañable por ser mi editor y consejero, porque ha sido siempre sabio para hablar y más aún para escuchar, y por eso nuestras larguísimas peroratas se extendieron no sólo a los siete días de Santo Domingo; sino que prosiguieron por correo electrónico cuando volvimos, él a La Habana, y yo a esta ciudad. Desde entonces nos hemos visto brevemente sólo tres veces, si no recuerdo mal, pero nuestra comunión de autores en pena -por diversos motivos- se ha mantenido.
El que conozca personalmente a Ernesto no se imagina que pueda escribir cosas hilarantes. Tiene pinta de Quijote, flaco hasta lo imposible y con un aire triste que acentúa su todavía más triste sonrisa. La mirada se le enciende sólo cuando habla de su hijo Sebastián, y el resto del tiempo permanece intermitente, a manera de faro en un saliente de costa, o vela en el alféizar de una ventana, o linterna prendida en una noche de tormenta. De dónde salen las cosas que escribe, o de dónde sale la esencia de sus textos, probablemente nadie lo sepa, pero él ha dicho cuando le preguntan sobre sus posibles influencias:
No me atrevería a definirlos como “influencias”; pero citaré a cuatro autores que me han dicho algo concreto. Curiosamente, dos cubanos, un norteamericano, y un ruso. Bukowski, que escribe sin reparos, sin tapujos, que llama a las cosas por su nombre, él me dijo "esto también es lícito". Bulgákov, específicamente con su personaje del gato en El maestro y Margarita, que olvida y pisotea todas las reglas de lo verosímil. Reinaldo Arenas, que fabula con una imaginación asombrosa, que no le preocupa para nada tomar los hechos y falsearlos, manipularlos, retorcerlos, con tal de que le sirvan con eficacia al tono y a la historia que cuenta, precisamente porque hacer historia es tarea de otros. Y Senel Paz, que me descubrió la mina de humor que se esconde detrás de la fraseología dogmática tan abundante en nuestra burocracia.
Bajo la bandera rosa ha sido editado por Letras Cubanas en un momento muy preciso: su autor tiene un currículo impresionante y ha ganado algunos de los premios más buscados por los escritores cubanos. Un breve recuento: Pinos Nuevos en novela 1996, premio Dador de cuentos 1999, La Gaceta de Cuba de cuento 2003, Teruel de relatos 2004, Minicuentos El Dinosaurio 2005, Premio UNEAC de novela 2008, premio Razón de Ser 2008, y algún otro que se me escapa ahora.
Ernesto dice sobre este libro lo siguiente: Es un libro que me ha dado mucho placer. Escribí el primero de sus cuentos en 1996, y él último -que finalmente dio título al libro- en 2006. Fueron diez años de trabajo, aunque no es un récord en mi caso, pues Filosofía barata -que es un libro de minicuentos- me costó doce años. El libro Bajo la bandera rosa no existe, salvo en un archivo de mi computadora. Dos de sus cuentos los publicó La Gaceta, otro la revista Eñe, en Madrid, otro fue publicado en la República Checa, y el último aparece en la antología Los que cuentan, de la editorial Cajachina. Sólo uno de sus cuentos permanece inédito, y lo mismo sucede con el libro en sí. Los cuentos más o menos se conocen, pero el libro no existe. Eso, para mí, es muy esperanzador. Me hace pensar que no es su momento aún, y que algo bueno está por pasar.
La cualidad hilarante de algunos pasajes de los cuentos de Ernesto me recuerdan a lo mejor de Eduardo del Llano, pero sin la recurrencia al absurdo total. De los seis cuentos que componen este libro, por ejemplo, sólo en uno (el titulado “Una vaca menos, una vaca más”) aparece el absurdo en una suerte de parodia-homenaje a Kafka y se aprovecha como fuente de humorismo amargo, ríspido y corrosivo. En el resto, la realidad le basta a Ernesto Pérez Castillo para jugar, estirar, moldear y machacar como seguramente hace su hijo con la plastilina. Es notorio el uso que Ernesto hace de la realidad como la farsa más loca que cualquier escritor pueda pedir. Entre la ironía, el malentendido, y a veces, la burla y hasta la caricatura, sus personajes saltan de una historia a otra creando un hilo conductor que ensarta las cuentas-cuentos del libro.
En el primero, “En Zanja y Belascoaín”, asistimos a los avatares del típico antihéroe postmoderno, dividido entre sus pasiones y sus posibilidades. En el segundo, “El club de los comemierdas anónimos”, tenemos a un trío de amigos que comparten frustraciones y soledades hasta que uno de ellos decide salir a vivir otra vida. El tercer cuento, premiado por La Gaceta de Cuba en el 2003 (“Composición con introducción, nudo y desenlace”), narra la historia de un “buzo” urbano, uno de esos seres que acaban recogiendo cosas en la basura y que pueden haber sido víctimas o victimarios. El cuarto, el kafkiano que mencioné antes, cuenta cómo un matarife llamado Gregorio el Santa amanece un día convertido en vaca. El sexto, llamado “Mandi para sus amigos” es una historia de sobrevivencia en medio de las desesperanzas del cubano a principios del milenio.
Dejo para el final el quinto, que le da título al volumen, porque realmente “Bajo la bandera rosa” es un cuento que define a un libro. Ahí están reunidos todos los traumas, obsesiones y despechos que tiene un cubano de hoy, reunidos paradójicamente por un simplón muchacho ruso que viene a La Habana en busca de su padre. El tránsito de Vladímir Ustimenko (o simplemente Volodia) desde que su madre le confiesa que es hijo de un negro cubano con quien ella se acostó en 1986, hasta el desenlace del descubrimiento del padre posible, es un juego infinito de guiños a la iconografía soviética o lo que queda de ella en el imaginario social cubano. La combinación de esa iconografía con la vida cotidiana en Cuba es una fórmula hilarante imposible de olvidar.
En fin, Barthes tenía y sigue teniendo la razón. Mi amigo Ernesto no existe, no importa para nada. Ernesto Pérez Castillo puede ser lo mismo un agente del G-2 que mi compañero de viaje de Santo Domingo, o el padre de Sebastián, o las tres cosas a la vez y nada de eso realmente. ¿Quién sabe? Lo que existe, lo que importa, es el texto, que “está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una parodia, una contestación; pero existe un lugar donde se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector”. Por eso, son ustedes los destinados a decirme, después de leer Bajo la bandera rosa, si en el texto del que hablamos aquí habita o no lo inefable de la buena literatura.
Mariela Varona, Holguín, 8 de junio de 2010.
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