miércoles, 22 de septiembre de 2010

BAJO LA BANDERA ROSA

Ernesto Perez Castillo

El joven camarada Vladímir Stepánovich Ustimenko, aparatchik de la Kommunisticheski Sayiuz Maladioshi Leninski –más conocida como Komsomol, en español Unión de Juventudes Comunistas Leninistas–, y secretario general de su Comité de Base en la fábrica de camiones GAZ –Gorkovsky Avtomovilini Zavod, Fábrica de Automóviles de la Ciudad Gorky, ciudad que después del descojonovich ha vuelto a llamarse Nizhny Novgorod–, se lavó la cara, se untó otra vez desodorante, lo cual no hizo que oliera mejor o que apestara menos, salió finalmente del baño del TU-154 –TU por A. N. Tupolev, el ingeniero insignia de la aviación soviética, que fundara su oficina de diseño 1922– y volvió al asiento mientras el avión comenzaba a descender una tarde de agosto, a nueve mil quinientos cincuenta kilómetros de Moscú, sobre la ciudad de La Habana.
En la pista de aterrizaje de la terminal número tres del Aeropuerto Internacional José Martí, una numerosa comitiva de militantes de la juventud comunista cubana –que sean jóvenes comunistas no quiere decir a su vez que sean jóvenes, algunos tienen mas de cuarenta años, como tampoco quiere decir que sean… bueno, no diré más… ¡que siga el cuento!–, algunos de ellos sosteniendo una enorme tela blanca con alguna consigna en letras rojas, comenzaron a agitar sus banderas, y a dar vivas y aplausos cuando el aparato tomó tierra, y una banda de música del ejército, con sus uniformes de parada, entonó las notas de La Internacional.
Ustimenko se emocionó al ver a través de su ventanilla las banderas rojas flameando sobre la multitud, y confirmó que había llegado al lugar preciso: la ostrav svaboda –la isla de la libertad, según todos los manuales de Geografía Política que heredó de su padre. Sacó su mochila del portaequipajes, se caló la bolchevique –la misma que antes usó su padre y antes el padre de su padre, y también el padre del padre de su padre, y así sucesivamente, no por tradición sino porque los Ustimenko siempre fueron unos muertos de hambre– y avanzó por el pasillo hasta la puerta de salida del avión.
Al asomarse, con los ojos entrecerrados por el brillo intenso del sol, pudo leer lo que ponía la pancarta: «Viva la amistad entre los pueblos de Lincoln y Martí» e inmediatamente vio como los jóvenes comunistas cubanos abrazaban a la delegación de la juventud comunista norteamericana que también visitaba la isla, y aun de lejos pudo comprobar que los jóvenes comunistas norteamericanos eran jóvenes, lo cual ya es pedir demasiado.
Stepánovich se alisó la camiseta roja con la hoz y el martillo en medio del pecho, descendió a pasos cortos, y comenzó a respirar el aire de la libertad.

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