jueves, 16 de septiembre de 2010

DE PELOS LARGOS Y MÁS QUE NADA DE OTRAS COSAS

Ernesto Pérez Castillo

Eran las diez de la mañana, yo tenía siete años, y un pelado costaba ochenta centavitos. Mi padre, que entonces como el resto de los padres era casi todo el tiempo militar, me mandó donde Tito, el barbero de la esquina, a cortarme el cabello.
Me tocó tras un muchacho al que recién habían llamado a filas. Se sentó en el sillón giratorio y a la pregunta del barbero contestó con tres palabras y ni una más: ¡a lo militar!
La sola idea de que había un pelado «¡a lo militar!» me llenó de emoción y calculé el orgullo de mi padre subteniente si por mi propia voluntad me hacía cortar el cabello de aquel modo. Cuando me tocó responder no lo dudé un segundo, yo también dije muy decidido: «¡a lo militar!».
Así, llegué a la casa con la cabeza al cero y un matojo de pelos sobre la frente. Mi padre al verme cambió de color, se puso de pie, se colocó la gorra y desenfundó la pistola. ¡Qué habría sido del humilde Tito si no logro convencer a mi padre de que aquello había sido cosa mía!
Ya en sexto grado, con más años y más greñas, fui electo para representar a la escuela en alguna actividad: me portaba bien, hacía las tareas, y tenía muy buenas notas. Al enterarse, el director se opuso cerrado en redondo. Yo no representaría a la escuela ni jugando. ¿Por qué? Pues porque desde la semana anterior él me había mandado a pelar y yo ni caso.
Nuevamente un problema por el largo –o el corto– de mi cabellera. Si antes mi padre se molestó –molestó es un eufemismo, una elipse que uso aquí para adecentar su reacción– por lo corto de mis cabellos, mi abuela al contrario –junto a los directores– se pasó la vida protestando porque lo tenía siempre muy largo. Cada vez que me veía se ofrecía a pagarme el pelado, y me daba una y mil razones que me convencieran de visitar a Tito.
Su razón preferida era que con el pelo tan largo parecía una muchacha. La cuestión es que mi abuela, ajena a las movedizas arenas de la moda, no se había percatado de que para la época las muchachas llevaban la cabeza al cero total, como la O'Conor.
A los dieciocho años decidí raparme: casi le da un patatuz. Suerte que ella no tenía pistola, pues ahí sí que Tito no hubiera salvado el pellejo. Total que, si largo me regañaba, corto me regañaba igual.
Cierta vez llegó a mis manos un libro de fotos de la Revolución. Cualquier fotógrafo de hoy moriría feliz si logra una instantánea, una sola, como aquellas –y esto me trae a la memoria «¿besar tus labios quisiera?.... y luego morir». Pero aquí no hablo de fotos, sino de pelos, y fueron ellos, los pelos, lo larguísimo de aquellos pelos –de alguna manera los protagonistas de la Sierra– lo que más me impresionó. Por sobre todo, una foto del Che Guevara, sentado, de espaldas a la cámara, una caña de pescar entre las manos, y una de las melenas más largas y más hermosas que jamás he visto.
¿En que momento tener el pelo largo perdió su toque de sagrada fuerza, de heroicidad, su simbolismo épico? No lo sé, pero desde entonces llevar el pelo largo te convertía solamente en un «pelú», sin más acá ni más allá, y tu deber ciudadano era pagar las cuatro pesetas con las que entonces –¡qué tiempos aquellos!– se contentaba Tito.
Recuerdo también la vez que El ruso –no era ruso pero le decíamos El ruso porque nos daba clases de ruso, que entonces se estudiaba ruso en la secundaria y en el pre– nos dijo muy serio: «¡yo no tengo un pelo de tonto!». Y era cierto. El ruso no tenía un pelo de tonto. Ni de ninguna otra cosa. El ruso no tenía pelo, era calvo como una pelota de poli. El aula se echó a reír, y al segundo El ruso reía también. Es una de las personas que más he admirado en mi vida, dándome igual ocho que cincuenta y cuatro que fuera calvo.
¿Y a que viene esta muela de tusos y peluces?
Viene a que no hablo de mí, sino de la sociedad. Las costumbres, y los prejuicios, a veces exigen de las personas cosas tontas, a veces no tan tontas, a veces graves. Pareciera que frente a ello queda uno desarmado. Pero no. Existen los derechos. El derecho a tener el pelo corto, o largo, o lacio, o rizadísimo, o trenzado, o en moño, o amarillo, o negro, o verde, o rojo. Eso por seguir con lo de los pelos. Porque para todo lo demás existe, primero que nada, el derecho a tener derechos.
Aunque a mí se me esté cayendo el pelo.

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