miércoles, 6 de octubre de 2010

MEMORIAL DE SANCHO

Ernesto Pérez Castillo

Sancho soy. De La Mancha.
Delgado y enjuto yo, alguna vez feliz y envuelto en carnes. Yo que gocé la holgura de la hacienda franca, los días que se iban como venían, claros y tranquilos, sin más allá ni más acá.
Pero las horas felices de los pobres tienen número, y se pueden contar con los dedos de la mano de Dios. Así ha sido, y así debía de ser, y quién sabe de quién sea la culpa. No importa. Lo supe y lo temí siempre. Un día habría de suceder grande desgracia. De sucederme.
Llegó una tarde, reclamando derechos antiguos, exigiéndome servicios, conminándome a irle detrás, a seguirle al fin del mundo. Podía negarme. Plantar bandera... y perder la cabeza. Era Él.
Luego han dicho que estaba loco, que era un loco. Yo estuve frente a Él, yo me miré en sus ojos. No era Un Loco: era El Loco. Lo Loco, eso era, a su antojo golpeándome pecho y espalda con su adarga.
Fuíle detrás, por todas partes, a mi pesar. Desoyéndole promesas. Deshaciendo a su espalda entuertos que su paso multiplicaba. No había para Él como encontrar algo mal, para dejarlo en peor. Así en las fondas pobres donde repostaba, olvidado de mí y de la miseria de los posaderos, que a punta de espada eran privados, sin paga, de su último mendrugo y de su último vino.
Y al tiempo mentándola a Ella. La Grandísima Puta, decía, y al instante era su puño clavándose en mi panza. La Grandísima Puta que sorprendió una tarde, en su propia alcoba, en el deleite impropio de sus dos moros enormes.
No contómelo Él, que apenas me dirigía palabras para ordenarme un aquí o un acullá, sino que hube de enterarme a trozos que recompuse entre el barboteo de linduras que farfullaban sus labios cuando se echaba a dormir.
¡Ah! ¿Y cuándo dormía mi señor? ¿Cuándo descansaba el caballero? Pues solo después del mucho vino y de las malas hembras que le iban detrás a sus monedas abundantes. Noches en que no dormía yo. Noches en que Satanás iba de fiesta.
Todo era ruido esas noches, y no eran los ruidos del amor, a fe mía que no. Yo, que siempre dormía al descubierto mientras Él se reservaba los aposentos de más lumbre, podía escuchar desde los patios su jolgorio, la gritería de sus refocilasiones, el restallar del látigo, los chillidos de las flacas meretrices siempre mal pagadas al amanecer.
Encerrábase Él con ellas, y nadie más dormía en la villa. Eso le salvó la vida la vez que en mi desvelo me alarmó el demasiado humo que escapaba por las rendijas de la ventana cerrada. Me acerqué a la puerta y pude oír los alaridos de las mujeres, las manos desesperadas que no podían desatrancar la puerta. Echela abajo, no sin ayuda del posadero que también había acudido, ahogado en la tos que la humareda le arrancaba.
Allí estaba Él. Sobre la cama, desnudo, boca abajo, amarrado de pies y manos, su gigantesco culo cruzado de cardenales viejos, moretones vivos y arañazos sangrantes. Gritando de placer. Ajeno. Sin enterarse del incendio de los velones derribados.
Después no recordaba nada, y dábase al buen comer y al presumir de sus modales, por aquellos caminos de Dios, cabalgando Él su bestia enorme, yéndole yo detrás sobre mis piernas.
Me prometió el oro y el moro. Me prometió villas y castillas. Me prometió una bestia como la suya. Nunca me fié de sus promesas, mas sí me guardé de que no tuviera móviles ni fundamentos para realizar en mí sus amenazas. Había quedado mi mujer en el villorrio, y mis dos hijas, que ni para putas servirían, advirtiome Él, si le negaba la constancia de mis buenos oficios.
Así, ayuntado a su vera, perdía en mis carnes las que ganaba Él. Obligado era a robarle a hurtadillas el puñado de avena a su bestia, por mantener siquiera la esperanza del noble negociado de mis tripas.
Presentáronse una tarde dos que sus amigos, barbero el uno y más que él sabe de muelas la burra de mi mujer, cura y cariacontecido el otro. Veníannos detrás de ya tres días, dijeron, con una nueva para mi señor: la habían encontrado, no lejos de allí. A Ella, a la Grandísima Puta.
Se fueron por donde vinieron, mal pagados y peor servidos, corridos por los gritos de mi señor que les reclamaba no haberla matado de una vez. Que Él vivía en santa paz, gritaba, mientras les arrojaba encima todo lo que se pusiéresele a mano.
Pasó la jornada llorando mi señor, y fue la primera luna en vela que le conocí. Lloraba sin lágrimas, tan reseca su alma era, pero se estremecía, hipaba, se golpeaba el rostro, se lo arañaba, se mesaba los cabellos y la copiosa barba. Yo temblaba. Nada bueno auguraba aquel tamaño sufrir.
Al amanecer me despertó el silencio de los pájaros. Mi señor brillaba su armadura a mi costado. Luego afiló su daga sin verme, sin mirar a su alrededor. Ya con el sol alto ensilló por sí mismo la bestia y partió al camino, olvidado de mí.
Le seguí al buen correr de mis piernas descalzas, y cuando le perdí de vista me las apañé para descubrir en la maraña de huellas sobre el barro la marca profunda de su galope. No me detuve en tres horas, ni a la sombra gozosa de los árboles viejos ni en la frescura de ningún arroyo, hasta que a la entrada de una venta reconocí su bestia sofocada.
No crucé el umbral. No me atreví. Atestigüé la escena desde una ventana entrejunta. Ella, la Grandísima Puta, era hembra hermosísima. Los moros eran grotescos, enormes, negros hasta decir no más.
La Grandísima Puta, sentada de piernas abiertas en un vasto butacón, tenía al fresco sus tetas tan blancas. Los moros se acogían a la protección de su espaldar. Mi señor hincaba sus rodillas, gacha la cabeza, suplicante. Y la Grandísima Puta era solo nones.
Nada consiguió. La Grandísima Puta carcajeaba cuando mi señor abandonó el lugar, derrotado. ¿Dónde vas?, me preguntó al verme detrás suyo. No contesté y le seguí los pasos. Yo desaté la bestia que Él ignoró, y de las riendas la conduje detrás suyo, hasta el primer árbol que al anochecer topamos por aquellos rumbos.
Era la noche más oscura de mi memoria. Mi señor rechazome los bocados que le ofrecí, y permaneció en silencio, sin maldecir, sin maltratarme. Me dejé vencer por el cansancio, y soñé con mi mujer y mis hijas casaderas, y con un molino rojo de aspas que cantaban cuando el viento hacíalas girar.
Desperté, y estaba mi señor ante mí. Muy abiertos los ojos de mi señor. La humedad de un orine fresco todavía secándosele en los calzones. La lengua de por fuera. Morada. Estirado Él. Rígido. Colgado de una rama baja mi señor.
Monté en la bestia. Mi bestia, desde entonces. Me eché al camino y a poco vinieron a dar conmigo los moros. Les conté de mi señor, y rompieron en llanto. Se abrazaban los negros con desconsuelo tal que movióme a compasión y les acompañé de vuelta hasta el cadáver.
Lo descolgaron canturreando muy bajo, le acomodaron el cabello, le besaban una y otra vez los labios yertos, se besaban ellos dos. Allí los dejé, jirimillosos en su dolor fatal de amantes traicioneros y arrepentidos, en justicia castigados los tres por su amor contra natura.
Yo regresé a mi lar, queriendo olvidar las hambres y las mataduras que en mi cuerpo dejárame todo aquel disparate. Pero la gente dio en fabular mil embustes, ceremil necedades, no sé y cuántas falsedades. Y diz que hasta libros han visto la luz.
Aquí los desmiento. Aquí cuento finalmente la verdadera verdad. Y escupo en la memoria del maldito, de cuyo nombre no quisiera acordarme jamás.

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