sábado, 31 de octubre de 2009

MEMORIAL DE JUDAS Por Ernesto Pérez Castillo

Soy Judas. Judas traidor.
Crecí entre las redes tristes de los pescadores, que había de tejer y retejer otra vez cada noche, en la esperanza de un pez que salvaría nuestros días. Tengo mis manos comidas por la sal y de mi piel no sale otra cosa que el hedor de los pescados muertos.
Escupieron sobre mí, y escupirán, y tendré conmigo toda la maledicencia del mundo, por los siglos de los siglos. Seré lo peor. Denme las gracias. Ya ninguno de ustedes se rebajará a tanto como yo. Les he liberado para siempre al tomar sobre mí el pecado del mundo.
De niño yo mismo era un pez, y en cada zambullida huía del mundo y de la aldea. Bajo las aguas estaba el silencio, la paz, el paraíso donde quería vivir. En la tribu tenia el infierno de la boca desdentada de mi padre, la cara triste de mi madre que nos abandonó, mis siete hermanos, pedigüeños y hambrientos siempre.
Yo era un joven todavía hermoso, que esperaba algo.
Nada pasaba allí. La última guerra ya era solo un recuerdo entre los más viejos, y fue una guerra que perdimos. Que perdieron ellos, pero igual sobre nosotros cayó la carga de los impuestos. Y no teníamos para pagar sino pescados. Así, ni los recaudadores se acordaban ya de visitarnos.
Solo aparecía, de tarde en tarde, algún mendigo desesperado, la tribu de los trashumantes de cada año, y los profetas. Cada profeta nos traía un nuevo reclamo por nuestro descarrío, nos prometía un castigo nuevo, otro más. Los escuchábamos hablar y después los apedreábamos. Esa era nuestra diversión.
La muerte era un suceso raro entre nosotros, nadie vivía en nuestra aldea hasta el final de sus días. Todos se iban en algún momento, como mi madre, como mis hermanos, para no volver jamás. Los viejos parecían inmortales, y medraban tras las chozas a la caza de un trozo de pescado salado.
Mi padre era uno de ellos. Nunca me habló, solo me miraba con sus ojos secos y entretenía los dedos en su barba que le daba sucia hasta el pecho.
Tampoco le hablaba yo. Le veía en la oscuridad de la cocina, frente a nuestro fogón apagado, y me volvía a la puerta de la casa. Me sentaba allí, a rehacer mis redes y a espantar de mi cabeza la imagen de mi padre que tanto se parecía al hombre que muy pronto sería yo.
Una noche, recuerdo que llovía como en mucho tiempo no había visto nuestra aldea, sentado en la cocina mordí mi trozo de pescado y escuché, por sobre el fatigoso respirar de mi padre, el ruido del primer diente que se me quebró. Lloré, lloré mucho esa noche, como lloro hoy.
Ahora recuerdo el rostro de mi padre al día siguiente, al amanecer. Desperté y lo vi a contraluz ante la puerta. Fui hasta él, y tenía mi diente entre sus dedos. Cuando me vio, sonrió, me mostró el diente, y escupió al suelo. Me hablo, esa vez me habló:
– Somos iguales –me dijo–, cada vez nos parecemos más.
Aun no lo odiaba. Me fui con mis redes y me estuve con los pies en el agua hasta mucho después de la puesta de sol, esperando que se me pasaran las ganas de matar. De matar a mi padre, a quien ya nunca pude dejar de odiar.
No era el diente que acaba de quebrarse, ni todos los que tras ese habría de perder, irremediablemente. No era el pescado salado, ni la cocina oscura, ni la casa toda donde mi madre nunca fue feliz.
Era que él tenía razón. Sería como él. También haría infeliz a una mujer, también me abandonaría mi familia, también mi primogénito querría la muerte para mi. Esa era toda la heredad que de él podía esperar.
Volví a la casa, dejé las redes afuera y sin mirarle fui a la cocina a buscar el cuchillo romo de descamar. Entonces escuché aquella voz:
– Deja ese cuchillo y sígueme. Ya tendrás tiempo de matar a tu padre.
Así entro a mi vida el Maestro.
Me volví hacia él. Era la primera persona limpia que en toda mi vida vi. Limpia, reluciente, como acabada de nacer. Casi me ofendía la luz que brotaba de sus ojos.
– ¿Quién eres? –le pregunté.
– No hables de más –me reprendió–, es una fea costumbre preguntar lo que se sabe. Solo sígueme.
Y lo seguí. Contra mi voluntad fui tras él. No me permitió tomar un trozo de pescado, ni otro vestido, ni nada, antes de abandonar la casa. ¿Por qué lo seguí? No sé, solo sé que no podía hacer otra cosa.
Dos semanas caminamos sobre la arena caliente. Catorce noches mal dormí estremeciéndome bajo el cielo frío. Él no durmió. Mil veces me despertó cada madrugada la misma pesadilla en que rebanaba la garganta de mi padre y un río de peces podridos saltaba de su boca hacia mí y, al abrir los ojos, estaba allí el Maestro, sentado, los ojos abiertos y la mirada en ningún lugar.
Nunca le vi cansado. Nunca le vi deseos de comer. Yo me quedaba atrás, fatigado entre las dunas, pero él jamás se detuvo a esperar por mí.
Finalmente encontramos a aquellos que le adoraban como a Dios en la Tierra, que bebían las palabras de su boca como si fuera el sabroso vino que jamás les vi beber. A veces se apartaba con alguno de ellos, a hablar, pero antes me advertía que los siguiera, que me quedara cerca.
Les escuchaba hablar y hablar, le reclamaban, esperaban algo, no supe nunca qué, de él. Él les hablaba despacio, muy bajo, no como a mí, y siempre al despedirles se quedaba triste el Maestro. Triste y solo, aunque yo me llegara hasta él.
A mí me hablaba siempre a los gritos, siempre con órdenes. Nunca me dijo nada de para qué había ido por mí, y yo nunca le quise preguntar. Mucho temía de su mirada dura y de sus palabras cargadas de desesperación.
Solo una vez le vi feliz. Vino a nosotros una mujer alegre, y el Maestro y yo escuchamos sus protestas, su risa, frente a los otros que no la dejaban pasar. El Maestro vio la escena de lejos, se levantó y fue él mismo hasta allí. Yo le seguí.
– ¿Qué quieres, mujer? –le preguntó.
– Darte lo que nunca nadie te dio –le contestó ella.
El Maestro le sonrió. Antes nunca le había visto yo su dentadura perfecta y tan blanca. Una seña suya bastó para que los otros la dejaran pasar, y permitió que la mujer llegara hasta él y le besara el rostro. Entonces el Maestro sonrió y le ofreció la otra mejilla.
– Déjennos solos –dijo el Maestro–, y también tú –me advirtió a mí.
Fue ese el único secreto que tuvo para mí. Me fui con los demás, que se alejaron de mala gana del lugar, murmurando entre sí. Nos hicimos junto a unas vides, e intenté dormir, pero fue una noche intranquila. Ellos no cesaban de murmurar, y de mirarme. Al final me dormí: ellos no tendrían el valor para desobedecer la orden del Maestro, ni se atreverían a nada grave contra mí.
Al amanecer me despertó uno de ellos, sacudiéndome por los hombros. Estaban muy tensos después de una noche sin sabe qué hacer.
– ¿Qué has hecho? –preguntó el que me sacudía– ¿Cómo has podido dormir mientras el Maestro estaba solo con esa mujer?
Iba a golpearle cuando apareció el Maestro.
– Es la primera noche que no me sentí solo –dijo el Maestro– y ahora hay mucho que hacer.
Ya la mujer se había marchado, pero al Maestro se le veía feliz. También recuerdo que fue la única vez que le noté una mancha de barro en su túnica.
Caminamos ese día hasta una aldea a la que entramos mientras la gente nos miraba con temor. El Maestro saludaba a todos y sonreía y la gente cerraba puertas y ventanas a nuestro paso.
Solo una puerta permaneció abierta para nosotros, y el Maestro nos hizo entrar. El dueño de casa no estaba, pero había una mesa amplia, redonda, dispuesta para nosotros, como si de antemano supieran de nuestra llegada.
Nos sentamos, y el Maestro me ordenó partir el pan y escanciar el vino. Bebimos y comimos desde la tarde hasta el anochecer. El Maestro comía y hablaba, y mientras más vino le servía más parecía tener cosas que decir. Nos contó de su infancia feliz, del amor por su padre que –aseguraba– muy pronto volvería a tener frente a sí, del dulce aroma que despedía el pan que su madre sabia hornear.
Muy tarde ya todos fueron quedando dormidos, allí, sobre la mesa. Solo quedamos despiertos el Maestro y yo. Salimos afuera, a la noche, y permanecimos en silencio un buen rato, hasta que finalmente el Maestro me hablo.
– Perdóname.
Solo eso me dijo, sin mirarme a los ojos. Le tomé el rostro en mis manos y lo volteé hacia mí.
– ¿Por qué? –le pregunté– ¿Por qué?
No me respondió, pero una lágrima escapó de sus ojos.
Acercó su rostro al mío, y me besó los labios. Ahí recordé a mi padre, con mi diente entre sus dedos, y a mi padre mesándose los cabellos la mañana que descubrió que mi madre nos había abandonado, y a mi padre con la red vacía viniendo muy despacio hacia la casa donde le esperaba yo y mi madre y todos mis hermanos hambrientos.
Entonces escuché el ruido de las armas de los soldados que se acercaban. Los demás despertaron por las voces de los soldados que rodeaban la casa sin parar de gritar. Todos salieron, y se agruparon junto al Maestro.
Dos soldados vinieron hasta nosotros y nos acercaron una luz.
– ¿Quién es? –preguntó uno de los soldados.
Ellos, todos ellos, contestaron a una:
– Yo, yo soy el que buscan.
Solo el Maestro no habló. Guardó silencio mientras los demás se ofrecían. Los soldados no sabían a cuál tomar. Cuando todos callaron, el Maestro me ordenó:
– ¡Tú, diles tú!
Sin que me temblara un músculo me abrí paso hasta él, le devolví el beso que antes me diera, y muy bajo le dije, para que no me escucharan los otros:
– Jamás te perdonaré.
No hizo falta más. Los soldados nos apartaron a empellones, y se llevaron al Maestro. Los demás les fueron detrás, llorando. Nadie del pueblo se asomó a las ventanas a mirar.
Al día siguiente los soldados vinieron a por mí. Me sacaron de la casa y de la aldea, escoltado. La gente me escupía y me lanzaba piedras sin hacer caso de las amenazas de los soldados.
Una patrulla me acompañó hasta la casa de mi padre cuando dije que allí quería volver. Me entregaron también una bolsa de monedas de plata que nunca conté.
Al llegar, vi a mi padre sonriente a la puerta de la casa, que me abrazó y no paraba de besarme el rostro. Adentro encontré a mi madre, que vino hacia mí con los brazos abiertos. También estaban mis hermanos, que me saludaron gozosos desde la mesa sin dejar de comer.
Además, me esperaba aquella mujer.
Ya todos murieron. Ni uno solo de mis hijos me sobrevivió. Quedan monedas en la bolsa aun. Muchas. Solo esas monedas tengo conmigo, y el temor enorme por el día en que él haya de volver.

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