domingo, 2 de diciembre de 2012
SIRIA, LA PUESTA EN ESCENA / CUBA, EL ENSAYO GENERAL
lunes, 22 de octubre de 2012
FIDEL VIVO Y TODO LO DEMÁS
sábado, 6 de octubre de 2012
FUTBOL: CUBA CAMPEÓN DEL MUNDO
miércoles, 29 de agosto de 2012
CARTA DE ALICIA ALONSO AL PINTOR AGUSTÍN BEJARANO
Alicia Alonso y Agustín Bejarano ante un cuadro del artista dedicado a la Prima Ballerina Assoluta y Directora del Ballet Nacional de Cuba.
jueves, 9 de agosto de 2012
UNO, DOS, TRES: HIROSHIMA OTRA VEZ
viernes, 20 de julio de 2012
RENÉ GONZÁLEZ Y EL TIGRE RAYADO
miércoles, 18 de julio de 2012
NO SON NOTICIA TRECE MUERTES POR TUBERCULOSIS EN MIAMI, PERO TRES POR CÓLERA EN CUBA LLENAN PORTADAS
sábado, 16 de junio de 2012
BEJARANO: FELICIDADES PAPÁ
Poeta y director teatral, suegro de Agustín Bejarano.
El artista de la plástica de Cuba Agustín Bejarano quiere FELICITAR y rendir homenaje en el DIA DE LOS PADRES a todos los padres que en Cuba y el Mundo creen en su inocencia y lo están apoyando.
Les dedica esta obra suya, gestada en las difíciles condiciones en que se encuentra actualmente, falsamente acusado e injustamente retenido por más de un año en Miami.
lunes, 4 de junio de 2012
PARA GERARDO, QUE AYER CUMPLIÓ AÑOS
viernes, 18 de mayo de 2012
LA BIENAL Y LAS AGUAS, MÁS GLENDA LEÓN
lunes, 7 de mayo de 2012
ME TOCAN LOS CAJONES OTRA VEZ
viernes, 4 de mayo de 2012
CAFÉ HABANA, EL ÚLTIMO CAFÉ
jueves, 3 de mayo de 2012
EL PEOR AFICIONADO DEL MUNDO
miércoles, 18 de abril de 2012
DONDE CUENTO QUÉ HACÍA MI ABUELO EN GIRÓN EN 1961
Ernesto Pérez Castillo
Mi abuelo, que para 1961 debía rondar los sesenta años y aun no se había casado con mi abuela –con quien vivía desde mediados de los treinta–, al escuchar el ruidaje que estremecía su casa en La Lisa, levantada a sangre, sudor y ampollas de sus propias manos, salió al patio a las carreras.
Por intuición o por lo que fuera, llevaba desenfundado su revólver. Apuntó de inmediato al cielo y disparó los seis proyectiles entre el fojalle de la pobre mata de mangos, seguramente sin hacer impacto sobre su objetivo: el B-26 de fabricación norteamericana que sobrevolaba el barrio huyéndole a las cuatro bocas de la defensa antiaérea.
Poco después supo por boca de Fidel que no se había equivocado: pese a las insignias de las FAR visibles en las alas y la cola del avión, aquella nave y las que le secundaron no despegó de ningún aeropuerto de la Isla sino noventa millas más allá, en algún punto del territorio norteamericano, con la misión de bombardear los aeropuertos militares cubanos, neutralizar en tierra a la entonces simbólica fuerza aérea revolucionaria e inventar para la opinión pública mundial la fábula de que eran pilotos desertores de la revolución.
Pero mi abuelo era perro viejo, que no por gusto sirvió en la United States Merchant Marine, en la flota del Pacífico, durante la Segunda Guerra Mundial y yo guardo su medalla de veterano. De ese pasado marinero le quedó para siempre el color subido y requemado de su piel junto a un gracioso y enorme certificado probatorio de que alguna vez cruzó la línea del Ecuador.
Recuerdo su anécdota sobre el peor momento que vivió en aquella contienda, que no fue en los escenarios bélicos y ni siquiera a bordo de barco alguno, sino en el muy tranquilo puerto de San Francisco, cuando entró a un bar a pedirse un trago y el barman le gritó que se largara, que allí no se le servía nada a los negros. Mi abuelo, por sobre la barra, cogió al barman del cuello, lo trajo hacia sí, lo abofeteó tres o cuatro veces con sus manazas, lo lanzó por los aires contra el espejo de la pared del fondo y después le dijo en español: “¡Seguro que para combatir a los japoneses no te parezco tan negro, eh!”
El bombardeo a las bases aéreas de La Habana y Santiago de Cuba de aquel 15 de abril, como lo supuso mi abuelo, era la preparación de una invasión que se hizo realidad dos días después, despuntando el 17.
Ese amanecer una flotilla de cinco barcos –el Houston, Atlantic, Río Escondido, Caribe y Lake Charles, identificados para la ocasión como Aguja, Tiburón, Ballena, Sardina y Atún– transportó a la Brigada de Asalto 2506, compuesta por más de mil cuatrocientos mercenarios, con cinco tanques Sherman M-41, cañones de 75 y 76 milímetros, morteros de 4.2, varios camiones artillados y apoyados por seis aviones C-54, ocho C-46 y hasta dieciséis B-26.
De las treinta aeronaves, doce fueron destruidas. De los hombres, más de doscientos murieron en los combates y el resto resultó prisionero y luego devueltos al gobierno norteamericano cuando aceptó pagar una indemnización de 63 millones de dólares por los daños materiales causados durante la intentona.
Entre que el primer hombre rana mercenario emergió a la superficie en Playa Girón y que los tanques T-34 soviéticos, apenas recién llegados y tripulados por tanquistas de estreno, por orden expresa de Fidel metieran “las esteras en el agua”, no pasaron siquiera las setenta y dos horas que se anuncian en el comunicado oficial de la victoria. Y dos días después, todavía con el revólver al cinto, mi abuelo decidió dar por concluido lo que comenzara vaciando su revolver al aire.
Llamó a mi abuela y a mi madre –que entonces no era mi madre todavía, que aun no había conocido a mi papá, que a sus diecisiete años era uno de los más “viejos” entre los artilleros que desde las cuatro bocas enfrentaron a la aviación mercenaria y la gente conocía como los “niños héroes de la Base Granma”–, las montó en su Buick, lo puso en marcha y no paró hasta más de doscientos kilómetros después, cuando en la zona de los combates encontró uno de los aviones enemigos derribados.
Mi abuela y mi madre junto a los restos del avión mercenario derribado. Nótese que se identificaba falsamente con las insignias de la aviación cubana.
Allí se bajó del auto, fue hasta el aparato destartalado y, con las mismas manos que veinte años antes abofeteó al barman de San Francisco, le arrancó un pedazo del fuselaje y se lo llevó consigo de trofeo.
Ese pedazo de metal, atravesado por dos tornillos oxidados y aferrados a sus tuercas para siempre, ha estado desde entonces en la sala de mi casa, a la vista de todos, junto al televisor.
Allí lo han visto amigos y no tan amigos que me han visitado, y a los que han preguntado les he contado su historia.
Más de diez años después, finalmente y a punto de morirse, mi abuelo desposó a mi abuela. Para la fecha yo tenía ya mis cuatro años y era el tercero y el último de los nietos de mi abuelo.
Al sol de hoy, la casa de La Lisa de mi abuelo es otra casa (después que me mudé de allí, el nuevo dueño le hizo cambio sobre cambio sobre cambio al punto de dejarla irreconocible incluso para mí), el certificado de su cruce del Ecuador lo perdí la tarde que quise impresionar a alguna novia regalándoselo y debe haberlo botado cuando tuvo novio nuevo, del viejo revólver ni me acuerdo, y el Buick se hizo pedazos atravesado inmóvil en medio del jardín de mi infancia.
De mi abuelo solo conservo ese pedazo de metal que le arrancó al avión derribado, y lo tendré conmigo por muy poco tiempo. Mi abuelo sabrá perdonarme porque ese, su trofeo de guerra, se lo he prometido a un socio que bien que se lo merece. Que para eso fue mi abuelo con toda su familia a Playa Girón en abril del 61: para que yo tuviera algo de veras valioso que regalar a ese socio mío cuando por fin pueda regresar libre a La Habana.
domingo, 4 de marzo de 2012
LOS OJITOS DE PATRICIA
Ernesto Pérez Castillo
La única persona realmente famosa, lo que se dice famosa, de mi familia fue mi papá, que llegó a ser mencionado en algún libro de Enrique Núñez Rodríguez. Que sí, que mi papá es ni más ni menos que el “Ricardito el bizco”, sobre quien el conocido escritor alguna vez comentara.
Bueno, quizá mi papá en verdad nunca fue famoso, pero lo cierto es que se mandaba un bizco que se mataba. Por ahí anda una foto suya, como a los doce años, mirando a la cámara (iba a poner “mirando fijo a la cámara”, pero eso sería mentir, porque mi papá no podía mirar fijo a ninguna cosa, siendo que entonces tenía un ojo comiendo mierda y el otro jugando a la pelota), y yo jamás pude ver esa foto sin caerme a carcajadas.
De su bizquera yo supe precisamente cuando descubrí esa foto adolescente, pues luego lo operaron y ni rastros de aquello le quedó, solo la memoria.
Y así, esa bizquera fue solo un recuerdo risible. Incluso en la consulta de genética, cuando Patricia tenía apenas unos cuatro meses de estar creciendo en la panza de su mamá, y preguntaron por enfermedades o malformaciones en la familia, solo mencioné aquel detalle de pasada, vaya, como para que no se me quedara nada por dentro.
Para entonces mi primer hijo ya tenia cuatro años, y de bizco nada, lo mismo que mis sobrinos y mis hermanos. El único bizco de la familia había sido siempre mi papá.
Entonces, unos cinco meses después, cuando miré de frente a Patricia recién salida del cálido vientre de su mamá, yo todavía vestido de verde hospital en la helada la sala de parto, y la miré a sus ojitos ya abiertos, descubrí dos cosas: tenía los mismos ojos azules de su hermano Sebastian, y tenía la misma puñetera bizquera de su abuelo.
Coño… que el viejo muriera humilde y digno como vivió toda su vida, eso lo podía aceptar… pero que la única herencia que nos legara fuera aquella bizquera… eso ya era harina de otro costal.
El caso es que esa bizquera no afectó ni mucho ni poco la alegría que Patricia trajo con ella bajo el brazo, también por la certeza y la tranquilidad de que había nacido en esta isla, tan maravillosa y única como su cielo tan libre y azul.
Lo jodido a partir de ahí fue la tanda de consultas médicas, que la mayoría corrieron a cuenta de su mamá, y el imposible de pretender que una bebé de meses haga ejercicios con un ojo teniendo el otro tapado. Inténtelo.
Pero hay gente cabezona en esta vida. Yo soy uno de ellos. Otra más cabezona es la mamá de Patricia, que le colocaba los parches oftalmológicos que le entregaron en el hospital, y se jamaba una hora por día en aquello.
Y los servicios de salud en Cuba son gratuitos, sí, pero cuestan. En nuestro caso lo más costoso, lo más difícil, fue entrar a aquel lobby del tercer piso del hospital oftalmológico para enfrentar la multitud de padres con sus hijos allí aglomerados.
Nunca imaginé que hubiera tantos niños con problemas semejantes, y los más eran los peores, que llevaban años de tratamiento, de varias operaciones correctivas, de mucha perseverancia médica y familiar.
Cada consulta representaba dos, tres, a veces más horas de espera, hasta entrar al cubículo de la Doctora Tessi, quien seguramente al graduarse de médico hizo el Servicio Social en un Central Azucarero, porque más dulce no podía ser. Y profesional, y segura de sí.
En enero llegó el gran momento. Patricia debía llegar al hospital en ayunas, subir a solas con su mamá en aquel elevador que esa mañana se me antojó más frío y más gris, y enfrentar la terrible lotería de la anestesia general para su operación. Tiempo estimado: veinticinco minutos.
En veinticinco minutos, si su hija de poco más de un año está bajo el bisturí de un cirujano, usted puede hacer muchas cosas. Por ejemplo: levantarse de su silla en la sala de espera y bajar los cinco pisos por las escaleras y cruzar a la acera de enfrente a tomarse eso que los vendedores por cuenta propia anuncian como café, fumarse allí mismo un cigarro y luego subir de nuevo, saltándose los escalones de dos en dos, y preguntar si la operación aun no terminó. De hecho, puede hacer eso mismo siete veces seguidas.
Finalmente se abrió la puerta del elevador, y allí apareció la mamá de Patricia, llevando a la pequeña en sus brazos. Los ojitos de Patricia, lo primero que busqué, húmedos, inflamaditos, y mirándome recto, muy recto, como nunca antes me miró.
Un mes después, en la consulta del postoperatorio donde definitivamente le darían el alta, la Doctora Tessi (que no lo dije antes, pero fue ella misma la cirujana que puso en su lugar los ojitos de mi bebé) confirmó que todo estaba bien.
Y si alguien leyó todo esto esperando que en algún momento yo me bajara con la muela bizca de que solo en Cuba es posible acceder a tanta felicidad de manera gratuita, se va a coger el culo con la puerta.
Lo que es yo, jamás me preocupé de averiguar cuánto costarían en otro país las consultas especializadas, los procederes médicos, el material quirúrgico, el equipamiento de alta tecnología con que está equipado aquel hospital. Bastante preocupación tenía ya, y esa era suficiente, con saber que una demora en iniciar ese proceso podría representar la perdida de importantes funciones en la visión de Patricia. No estaba en juego solo su apariencia externa, sino su modo de apreciar la realidad, su desempeño cognitivo y su desarrollo psicológico armónico y pleno.
Así que a mí, de cuánto costó aquello, ni me hablen.
Porque además, lo más probable es que si alguien pone delante de mis ojos una factura con los costos totales de ponerle a Patricia los ojitos en su lugar, entonces, seguramente, quien se quedará bizco soy yo.
jueves, 1 de marzo de 2012
martes, 10 de enero de 2012
VICENTE REVUELTA HA MUERTO
Acabo de escuchar que Vicente Revuelta ha fallecido.
Le conocí en 1990, cuando yo era un soldadito a punto de terminar el servicio militar, y él hacia las pruebas de ingreso al Instituto Superior de Arte, el lugar donde quería estudiar cuando al fin me desmovilizara.
Le vi, la primera vez, con una bata blanca como de doctor o barbero, escoba en mano, barriendo el tabloncillo donde nos presentaríamos los aspirantes. No le conocía, ni siquiera había escuchado jamás hablar de él, no sabía que era uno de los más altos pilares del teatro cubano. Pensé que era el conserje de la limpieza: un conserje muy digno y concienzudo, admirable.
Durante mis estudios le visité varias veces en su casa, un apartamento modestísimo frente al litoral del malecón habanero. Solo un lujo había allí: los atardeceres, las puestas de sol que penetraban los enormes cristales corridos sobre el mar.
Cierta vez pude ver su librero, y me impresionó hasta hoy. Un mueble diminuto, improvisado con varias tablas sin pulir, así lo recuerdo. Y en él, no podría ahora precisarlo, pero no habría más que una veintena de ejemplares.
Le pegunté a Vicente si no tenía libros, y me contestó:
–Los libros deben estar en las bibliotecas.
Todavía sigo aquel sabio y generoso consejo.
Vicente, oficialmente, fue mi tutor docente, por tres años. De ellos, durante un par, fui su único alumno y, debo confesarlo, no aprendí demasiado de teatro junto a él, si se compara ello con lo que aprendí de todo lo demás. Más de una vez a la semana nos sentábamos a hablar. A veces yo tenía una pregunta, las más de las veces él hablaba porque sí. Le escuché anécdotas de su infancia, de su padre, de su madre, de sus amores, de su vida. Y eso es un privilegio, y un legado que conservaré solo para mí.
Y cada conversación, invariablemente, terminaba con un libro. Mi maestro me ponía en las manos siempre un libro. Yo lo devoraba en dos, tres días, y hasta donde recuerdo, nunca jamás comentamos después ninguna de aquellas lecturas que él me recomendaba.
Tenía una habilidad Vicente: cada vez que en mi trabajo teatral no encontraba una solución a algo, después de mil y un experimentos y nunca antes, iba a él y le preguntaba. Siempre, siempre siempre, Vicente me daba una solución y, siempre siempre, era la más simple, la más sencilla de las soluciones.
¿Fue como un padre? No. ¿Fue como un amigo? No.
Fue un maestro. Algo por lo que le debo una gratitud invaluable.
Hoy supe que ha muerto.
Hoy supe que ya Vicente es eterno.