Ernesto Pérez Castillo
Al salir de la oficina tuvo una sensación rara. No sabría precisar qué, pero sentía algo raro. La avenida, los sucios portales, el aire que revolvía la basura junto a la acera... todo era igual. No es que lo recordara de otras veces... en realidad quizás ni se hubiera fijado nunca, o al menos desde mucho, tanto tiempo atrás... los autos pasando, los rostros cerrados de los conductores, los rostros cerrados de sus acompañantes, los rostros cerrados de quienes desde la parada de ómnibus los veían pasar... rostros cerrados... seguramente los de siempre, cómo dudarlo. Pero esa tarde la avenida se parecía, tal vez demasiado, a sí misma.
Así lo creyó, aunque lo único raro fue que esa tarde tuvo una sensación. Y decidió estirarla. Pasó de largo junto a los que esperaban, mirándolos sin que ellos lo miraran. Alguno comprobaba una y otra vez la hora, otro leía el periódico, aquella revisaba en un pequeño espejo su peinado. Uno, el primero de la fila, miraba a este y a otro lado, como si por cualquiera de los dos pudiera aparecer, de pronto, el ómnibus, y no quisiese ser tomado de sorpresa...
Y siguió de largo. La sensación no desaparecía, aunque ahora podía intentar adivinarla. ¿Habría olvidado algo? ¿Hoy era un día especial? ¿El primer día de algo? ¿El último día de algo? ¿El mismo día en que ocurrió algo hace algún tiempo, dos, tres años atrás? ¿Su cumpleaños? No. ¿El de su esposa? No, creía que no, estaba seguro de que no. Definitivamente no. Era en marzo, sí, debía ser en marzo, seguramente era en marzo. O quién sabe. Pero no era hoy. No. ¿No?
¿Entonces?
Entonces había perdido el rumbo. Pero no se había perdido. Reconocía la calle, reconocía la esquina. Bastaría tomar a la derecha, caminar otras siete cuadras y habría llegado a su edificio. Ese perro ¿no lo había visto ya echado sobre el pasto, bajo el último rayo de sol, en la cuadra anterior? Esa niña, ¿no venía saltando la suiza todo el camino tras él? Ese farol ¿no había estado ya apagado en la otra cuadra?
Pero ese era su edificio. Alto, limpio. ¿Limpio? Sí, limpio. Ancho, de balcones cerrados. Ese era su edificio. Igual al de al lado, igual al de la derecha, igual al que enfrente le tapaba el sol. Pero en el apartamento A-27, segundo piso, tercera escalera interior de este edificio, vivía. Y en el bolsillo delantero izquierdo del pantalón, no traía la llave. Ni en el derecho ni en ningún otro. Habría dejado la llave en la oficina. ¿Habría dejado la llave en la oficina? ¿Sería por eso la rara sensación?
Tocó a la puerta, y la mujer le abrió como si siempre, día por día todos los días de este mundo se le hubieran quedado las llaves en algún lugar. No la besó en los labios, no lo besó en la mejilla, no se besaron.
–¿Le habré dado las buenas tardes cuando llegué? –se preguntó luego, ya de noche, en el cuarto, después que cerró el libro que no iba a leer, después de lavarse las manos y la cara, después que hicieron el amor, después que vieron algo en el televisor, después que cocinaron, después que comieron, después que sacó el perro a cagar.
La sensación persistía. La rara sensación. Se levantó, fue a la sala, abrió la puerta del apartamento, salió y encendió un cigarro en medio del pasillo.
¿Era su apartamento? ¿Era su pasillo?
Dio unos pasos. Se paró enfrente de la tercera puerta. Tocó, suave, despacio. La mujer abrió sin mirarlo, y le protestó otra vez por dejar las llaves dondequiera. Dio un par de pasos hacia adentro. Tenía un sofá como aquel, tenía también unas flores en un búcaro. Tenía un televisor.
Aplastó el cigarro contra el cenicero –tenía un cenicero como este–, y salió otra vez al pasillo.
–¡Qué tristeza! –pensó, y salió al pasillo, y tocó en la puerta de otro apartamento.
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