Ernesto Pérez Castillo
(Fragmento de novela)
La música nos llevaba a aquel lugar. El bar era espantoso, el sonido era horrible y nosotros queríamos hacer algo. Por una vez, desde que nos conocimos, para variar, haríamos algo que no fuera una de nuestras “conversaciones espirituales” —así las llamaba Svetlana—, o meternos al cine Chaplin durante uno de los tantos ciclos de películas neozelandesas, o todo Fellini, o cine independiente iraní.
La idea nos la vendió la propia Svetlana. Teníamos que hacer algo con nuestras vidas. Y para hacer algo, tendría que ser algo grande. Y eso fue lo que lo complicó todo, porque la verdad es que ir al cine varias veces a la semana, invitarnos a comer cualquier bobada en su casa, hablar durante horas con la única condición de nunca —¡nunca!— hablar mal del gobierno ni de nada que viésemos en la calle o sucediera en nuestras familias, dormir juntos los tres de tanto en tanto, era cómodo y era sencillo, y para Rubén y para mí las cosas estaban muy bien así.
A Rubén lo mantenía su mamá, que nunca le fallaba en la mensualidad. Yo lo acompañaba cada día siete al Banco Metropolitano, y sacábamos de su cuenta los quinientos euros que le enviaba la querida señora Rita, a veces desde Roma, a veces desde París, a veces desde Barcelona, y así, según la estación del año y las rebajas de las aerolíneas europeas.
A mí me mantenía Rubén, y eso estaba bien para los dos. Él nunca sabía qué hacer con tanta plata, y yo se la ayudaba a administrar sin que nos sobrara nada a fin de mes. De la última semana se ocupaba Svetlana, invitándonos a sus sopas y sus tés.
Pero tras quince años de amistad y tisanas sobresaturadas de azúcar, el día que Svetlana cumplía sus treinta y tres y la celebrábamos con vino tinto, queso parmesano y palomitas de maíz, de pronto rompió a llorar y nos dijo muy bajo, en un susurro entrecortado por los hipos de su llanto:
—Somos unos mediocres… unos fracasados… nuestras vidas son una mierda…
No encontramos el modo de sacarla de su repentina depresión, y al final nos fuimos cada uno a dormir por su lado. Yo no le hice el menor caso, pues conocía muy bien a Svetlana, pero Rubén se la tomó en serio, y antes de despedirnos me dijo que era cierto, que además éramos unos superficiales, y que mi idea de comprarnos para ese día unos boxers amarillos e idénticos —como si fuera tan sencillo en nuestra geografía dar con algo así— no era sino expresión suprema de mi inmadurez.
A él tampoco le hice caso. Dormí solo en mi apartamento esa noche, y a la mañana siguiente, al despertar, no me sorprendió que al abrir la puerta, tras los timbrazos que me sacaron de la cama, los encontrara allí a los dos, con caras de felicidad.
—Tenemos que hacer algo, y algo grande —dijo Svetlana, y la aprobación que brillaba en la sonrisa de Rubén me confirmó que nuestra amistad había cruzado el punto de no retorno al que nunca debimos llegar.
Pero ese solo fue el principio, y quedaría mucho por delante antes del final, que sería espantoso. Vivir para ver, me dije a mí mismo, y los hice pasar a mi salita, resignado.
El primer signo del desastre fue nuestro desayuno de ese día: kumis natural, nueces secas, croissants de vegetales, un cóctel de frutas frescas —papaya, mangos, plátanos manzanos, piña— y una omelet de queso de las que solo Svetlana sabe preparar. Rubén había malbaratado el presupuesto de dos semanas de mi buena administración.
Y aún faltaba la gran idea de Svetlana, aquello que finalmente daría un sentido provechoso a nuestras vidas. La cuestión, dijo Svetlana, es que somos unos desagradecidos. Según ella, tanto libro leído, tantas horas de universidad, tanto buen cine, no nos había sido entregado en balde. Teníamos el don de la inteligencia, del talento natural, del saber cultivado y, junto a ello, el deber de corresponder al contrato social del que hasta ahora habíamos sido únicamente beneficiarios, por no decir algo peor: usufructuarios onerosos.
Deberíamos dar algo a cambio, y podíamos. Sería una inconciencia y una malcriadez no hacerlo. Dar, y seguir dando después: solo eso justificaría el altísimo nivel de nuestro consumo cultural.
Yo la escuché horrorizado, y Rubén asentía ante cada palabra, cada una más loca que la anterior. Al terminar el desayuno ya teníamos una idea clara, y un plan. Y para ser sincero, añadiré algo más: de ese desayuno yo no probé bocado.
La estrategia era perversa, sino retorcida, pero no dije nada y me dejé llevar. Aparentemente —declaró Svetlana—, lo más fácil es hacer las cosas mal. Y siguió: pero solo aparentemente. Una vez que has aprendido a hacer las cosas bien, es muy difícil, rayando lo imposible, lograr hacer mal cosa alguna. Tienes el cuerpo y el alma entrenados, automatizados, para lo bello, y ya solo serás capaz de expresar en tus creaciones la perfección.
Confieso que entreví una punta de certeza en sus argumentos, sobre todo cuando ejemplificó: ¿se imaginan a Baryshnikov ejecutando mal un salto, tropezando en un desplazamiento? No, eso es algo que Baryshnikov no podría lograr jamás.
Nosotros, que disfrutamos de un alma cultivada en lo bello y un criterio entrenado en la percepción de lo hermoso, solo tenemos un camino para expresar nuestra genialidad: hacer algo mal, genuinamente mal. Y estamos hablando de arte. Así concluyó su discurso Svetlana.
Para los siguientes días solo quedó decidir en cuál disciplina nos habríamos de concentrar. El ballet quedó descalificado desde la primera conversación: la referencia a Baryshnikov fue solo un ejemplo esclarecedor. Nuestros cuerpos no darían para tamaño esfuerzo. Y así seguimos descartando: el cine era, obviamente, demasiado costoso; en las artes plásticas el camino sería demasiado trillado: por disparatada que resultara nuestra creación, siempre encontraríamos un inmediato eco elogioso en la crítica, todo lo contrario de lo que queríamos lograr; la literatura, un proyecto que nos llevaría demasiado tiempo y la probabilidad segura de no lograr nunca que Letras Cubanas entendiera el alcance de nuestra obra como para hacerla llegar a imprenta.
¿Cuál sería el arte aquel, en el cual pudiéramos concretar una obra que resultara amplia y fácilmente difundida y a la vez totalmente desoída por el canon cultural?
La respuesta era obvia: para ser desoídos debíamos hacer música. Para ser precisos, música popular.
Por eso estábamos esa tarde, sentados en aquel bar de mala muerte, en un callejón perdido de la Habana Vieja. Debíamos comenzar por descontaminar nuestros oídos de tanto Bach, tanto Vivaldi, tanto Mozart, tanto Beethoven, tanto Albinioni. Lo mismo con tanto Silvio, tanto Chico Buarque, tanto Fito Páez, tanto Lucio Dalla, tanto Fabricio de André, tanto Ciccio Capasso, tanto Sabina, incluso tanto Tom Waits.
Pero tampoco era cosa de ir directo a nuestro objetivo. Debíamos avanzar, mejor dicho, retroceder, descender paso a paso, con cuidado, lentamente. Por eso nos estaban muy bien las bocinas de aquel bar, que se quebraban con la música de unos muchachitos que según el barman se hacían llamar Buena Fe —una mezcla perfecta, un híbrido, un cruce de los Bukis con Ricardo Arjona, según Svetlana— que nos serviría para adentrarnos de a poquitos en el submundo de nuestro interés. Eran lo malo, sí, pero pasados por agua.
Una tarde allí, corrida hasta la medianoche, fue suficiente. Eso, y tres botellas de un tinto Penedés que Svetlana supo llevar. Aprendimos que sería mucho más difícil de lo que supusimos, pero ese era el reto, y también el mérito, si persistíamos hasta el final. No era solo cuestión de rimar “vida” con “salida”, “futuro” con “seguro” o “libertad” con “individualidad”. No. Eso era lograble, con cierto empeño, pero no sería para nada notable.
Para ser la primera vez, ya sabíamos que, sobre todo, debíamos lograr si no que rimaran, al menos que aparecieran en el mismo verso, conceptos que se repelieran entre sí, como los polos magnéticos de carga semejante, y en lo posible, usar palabras de acentuación esdrújula.
Lo principal: no nos servirían de nada términos como “hojarasca”, “varados” ni “atisbo”. Había que renunciar, por ejemplo, al verbo “otear”. La cosa es que tenemos que “aterrizar”, así definió Svetlana la cuestión. Nuestro plan de aterrizaje estaba listo a la mañana siguiente, y con él apareció en nuestras vidas la palabra “cambio”. Teníamos que enfrentar algunos “cambios”. El primer “cambio”: quedó levantada de inmediato la prohibición de hablar mal del gobierno. A partir de ahora debíamos hablar mal del gobierno todo el tiempo, todo lo que pudiéramos.
Junto con eso, debíamos comenzar a contarnos todo lo que viéramos o escucháramos en la calle cuando no estuviéramos juntos, y comentar también todo lo que sucediera en nuestras familias. El súper objetivo era el mismo: hablar de todo eso y, al final, hablar mal del gobierno, que por default sería siempre el culpable de todo lo que encontráramos que estaba mal. Eso nos daría “material”, aseguró Svetlana.
Otro “cambio” era el referido a nuestros teléfonos móviles. Renunciaríamos a nuestros teléfonos móviles, incluso a los inalámbricos dentro de las casas. A partir de ahora solo usaríamos nuestros teléfonos fijos, y los públicos, si es que funcionaban. La verdad es que desconocíamos si los teléfonos públicos servían o no, o si quedaba alguno.
Y un “cambio” más: teníamos que renunciar también a nuestros euros, al menos hasta que concluyéramos el “proyecto”. Con eso renunciaríamos a los buenos vinos, a los buenos restaurantes, a las boutiques, y a los shampoos, a los acondicionadores del cabello, a los suavizadores para la ropa, a los detergentes, a los jabones de heno de pravia, a los aceites de oliva, a los quesos, a los yogures, y también a nuestras computadoras, a nuestros e-mails, a nuestra Internet, a la buena vida, en fin… para, como quería Svetlana, “aterrizar”.
Comenzaríamos a vivir del arroz y el azúcar de la libreta de racionamiento, aguardar en las paradas por la ruta 222, no tomar otro helado que el helado de Coppelia, después de hacer las tres horas de la cola de Coppelia. Sería un duro aterrizaje, pero era necesario. Todo por el arte.
Para ser el principio, los “cambios” estuvieron bien. Durante una semana tuvimos apasionadas discusiones sobre lo mala que estaba la “cosa”, lo mal que “ellos” organizaban todo, lo jodido de la “situación”. Pero eran discusiones sobre lo que escuchábamos decir en la calle, lo que hablaba la gente por ahí. Aún no habíamos sentido nada en carne propia, o al menos nada de lo “sentido” había sido digerido al punto de aflorar en nuestras conversaciones, y eso nos era urgente, vital para la creación.
Finalmente una mañana llegó Svetlana con “algo”. Después de media mañana de cola en su bodega, porque habían venido los garbanzos de ese mes, tuvo que regresarse a su casa solo con las ganas… apenas dos viejitas antes que ella, se habían acabado los garbanzos. No volverían hasta el próximo mes.
Fue nuestra primera diatriba real contra el gobierno. Svetlana llegó a las lágrimas en su discurso. Rubén la consolaba, como siempre, pobremente: a su bodega también llegaron los garbanzos, pero cuando él se enteró ya se habían acabado, y eso era peor. Ni siquiera se pudo ilusionar con ellos.
Nos conformamos con una tizana de hojas de naranjas, endulzada con el azúcar prieta que alcancé a comprar en mi bodega. No obstante, nos despedimos felices: nuestro “proyecto” comenzaba a funcionar.
La mañana siguiente, en todo caso, desperté con la duda. Tomé mi libreta de racionamiento, fui hasta la bodega, y allí pregunté por los garbanzos del mes. “¿Los qué?” —me preguntó el bodeguero, y siguió— “Blanquito, ¿tú estás fuma'o, o se te voló el pichón?”.
No respondí. Volví a mi apartamento, tomé un bolígrafo y busqué papel pero, al no encontrar ninguna hoja en blanco, terminé cogiendo un periódico Granma para anotar bajo el rojo titular de la última página: “¡se te voló el pichón!”.
Entusiasmado, telefoneé a Rubén, y me respondió su contestadora. Colgué, fui hasta la parada, y a los veinte minutos, cuando Rubén me abrió la puerta, sin saludarle, le entregué el periódico con mi anotación manuscrita y fui directo al teléfono en el cuarto. Desconecté su contestadora, enrollé el cable sobre el aparato y volví a la sala.
— ¿Qué haces? —me preguntó Rubén.
—Aterrizarte… —le dije, y pregunté a mi vez— ¿ya viste lo que descubrí hoy?
— ¿Dónde? ¿En el periódico?
—Sí, ahí está, en la última página.
Rubén leyó en voz alta el titular de la contraportada del Granma de ese día:
— “Chávez: nadie detendrá el avance victorioso de Cuba y Venezuela”
—No, no —le rectifiqué—, lee lo que yo escribí a mano…
—Ah… “¡¡¡se te voló el pichón!!!”.
Rubén captó la idea al instante. Era nuestro primer enunciado eminentemente popular, lo que Svetlana llamaría, con toda propiedad, “auténtico material”.
— ¿Y de dónde lo sacaste?
Iba a contarle, pero una sombra me cruzó la mente, una duda que no debía dejar florecer, aunque sabía que igual crecería por sí sola. No quería que nada empañara el momento, el primer fruto de nuestro “proyecto”, así que, evadiendo responderle, le dije que nos fuéramos ya mismo a casa de Svetlana.
Ella nos recibió extrañada de vernos llegar sin antes avisarle, y tuve que recordarle que ella no tenía teléfono a donde la pudiésemos llamar…
—Pero el móvil… —comenzó a decir, mas por sí misma recordó ese “cambio” y dejó la frase sin terminar.
Rubén, por ayudarle en el trance, le mostró el periódico para que viera lo que “habíamos” descubierto. A Svetlana le pareció genial, nos besó a los dos y propuso celebrar el hallazgo con un almuerzo rápido.
Mis dudas crecían. Svetlana puso en la mesa un plato de jamón lasqueado, rodajas de pan, y se quedó todavía un rato pensativa frente a la puerta abierta del refrigerador, aunque su cuerpo me impedía ver adentro del aparato, hasta que finalmente lo cerró sin sacar nada más. La “cosa” está malísima, dijo al sentarse a la mesa. A su carnicería había venido jamón… pero malísimo, y solo una libra por persona.
—No pusiste agua —dije, e hice ademán de ir a buscarla, pero ella se levantó de un salto, me hizo señas de que siguiera sentado, y la trajo por sí misma.
Yo solo le di una probadita al jamón. Les dije que estaba desganado, y no comí más, mientras ellos se atracaban. El jamón era delicioso.
— ¿Qué hace una muchacha sin teléfono en casa —soltó de pronto Svetlana, tras el último bocado de jamón—, sin celular, sin poder pagarse un buen vestido o unas cremas decentes, sin posibilidades ni futuro a la vista, en fin, sin dinero?
—Tratar de conseguirlo… —aventuré.
— ¡Lucharlo! —me corrigió ella.
— ¿Lucharlo? —preguntó Rubén.
Pues sí, Svetlana también había hecho la tarea. Nos contó que pasó la mañana de vidrieras, mirando bien de cerca lo que antes tenía y ahora —por nuestros “cambios”— no podía tener, y espiando las conversaciones de las muchachas que entraban o salían de las tiendas. Así escuchó la palabra “luchar”, y mejor aún, logró penetrar y aprehender su concepto profundo.
Ya comenzábamos a acumular “material”, pero a Svetlana eso le parecía insuficiente, y estaba decidida a dar un paso más allá. En eso había basado su vida, a fin de cuentas.
Sus padres eran diplomáticos. Llevaban una larga carrera, de embajada en embajada por el mundo, aunque al principio el “mundo” se limitó al mundo socialista. La propia Svetlana nació en Moscú, y de ahí su nombre, pues ni siquiera durante el embarazo la madre pensó en interrumpir su misión. Solo volvían a La Habana en sus vacaciones, pero era gente que no disfrutaba mucho de vacacionar. Y así vivió Svetlana por dieciocho años, de una a otra latitud, hasta que se cansó.
Cuando Rubén me presentó a Svetlana, ella recién llegaba de Reykjavik. Había decidido abandonar a su familia, por una razón muy peculiar: el enorme aburrimiento de estar siempre rodeada de cubanos. Así me dijo. Cursó toda la enseñanza primaria, la secundaria y el bachillerato, en aulitas pequeñas, con los hijos de los otros funcionarios cubanos. Y vivían siempre en edificios de apartamentos junto con los otros representantes de la Isla, y así celebraban sus fiestas, siempre juntos, siempre entre cubanos, los 26 de Julio, los aniversarios de la Revolución, cada Primero de Mayo, cada 28 de Septiembre, los 13 de Agosto de Fidel. Estaba harta, decía Svetlana, de tener tantos cubanos encima. Por eso abandonó a la familia y se vino a estudiar la universidad aquí. En Cuba.
Y descubrió que tenía razón. Descubrió que Cuba era otra cosa. De su anterior vida itinerante le quedaron dos características muy marcadas: la piel más blanca que he visto nunca, y un acento al hablar que no pertenece a ningún lugar, sobre todo a ningún lugar de nuestro país. En consecuencia, entre nosotros, cubana entre cubanos, pasaba por extranjera siempre, algo de lo que Svetlana sabía sacar el partido mejor.
Ahora era el momento de dar el paso siguiente, y Svetlana se lo planteaba así: comenzaría a “luchar”, ello daría el impulso final a nuestro “proyecto”. Yo preferí no opinar, pero Rubén no pudo quedarse callado. Es una locura, una locura más, otra locura, decía, gritaba, y finalmente balbuceaba él entre sollozos, a lágrima viva. Svetlana lo abrazó, lo acunó en su pecho, y así los dejé esa noche, ella consolándolo y él dejándose consolar.
A partir de ahí, solo un reto sacaba a Rubén de la cama: y era que, cuando reencontráramos a Svetlana, tuviéramos “material” valioso del cual enorgullecernos. Me las ingenié para trazarnos un itinerario que ni por asomo cruzara la ruta probable de ella. Así exploramos cada Mercado Artesanal Industrial de la ciudad, la Terminal de Ómnibus Nacionales, la Estación Central de Ferrocarriles: cada uno de esos sitios nos pareció un universo en expansión, otro país dentro del país, y qué país... Era como viajar a provincias y más allá, o incluso mejor, pues no teníamos que llevar equipaje, y con solo unos pasos podíamos retornar a la normalidad.
Colectábamos “material” a las dos manos, y supimos que teníamos suficiente una tarde, a la caída del sol, en que le propuse a Rubén tomarnos un descanso y una cerveza, y él me dijo:
—Ok, pero la pagas tú, que yo estoy más atrás que los cordales…
Lo dijo y rompió a reír y yo a reír con él, pues eso de “estar más atrás que los cordales” no solo era excelente “material”, sino que le había brotado con total fluidez, absolutamente natural, y ello era signo de que no solo acumulábamos, sino que además digeríamos lo acumulado. Cada vez estábamos más cerca de poder hacer nuestra canción.
No habíamos terminado nuestra cerveza cuando vimos a Svetlana. Iba del brazo de alguien de pelo ensortijado con iluminaciones rubias, piel muy tostada, un metro ochenta y tantos, sandalias de cuero curtido, bermudas beiges, camiseta clara de algún color pastel. Ella no nos vio, o hizo como que no nos vio, pero Rubén se le quedó mirando hasta que se perdieron de vista en un Hiunday Sonata. Habían sido cinco semanas sin ella.
Llegó Papá Noel, dijo Svetlana cuando abrí la puerta, la siguiente mañana. Me abrazó, me besó en ambas mejillas —costumbre que tenía antes, cuando acababa de llegar de Europa, y que en esos días había recuperado con su nuevo “novio” francés— y me preguntó por Rubén, que le señalé, aún dormido en el sofá-cama de mi sala. Fue hasta él, se acurrucó a sus espaldas, y comenzó a cantarle muy bajo una canción de Björk, hasta que le despertó.
Con ella traía dos maletas enormes, y allí mismo en la sala las abrió. Había de todo, y todo era muy kitsch. Abundaba el dorado sobre colores ya subidos de por sí; rótulos enormes y bien visibles, a pecho entero, de marcas famosas, pero falsas en cada caso; en general, nada era apropiado a nuestro clima. Es la moda, dijo Svetlana, la moda que las “arrebata” a “ellas”, así dijo.
Revisamos cada pieza, las modelamos y nos reímos mucho esa tarde, y nos bebimos un ron envasado en cartón que Rubén y yo jamás hubiéramos probado, de no ser por nuestro “proyecto”. Y entre el ron, que al final no estaba del todo mal, y la alegría del reencuentro, y las anécdotas que nos traía Svetlana, nos fue cayendo la noche, y dormimos juntos y apasionados otra vez, como hacía mucho, y presintiendo yo que sería nuestra última vez.
Al amanecer lo supimos. Svetlana se nos iba. No será mucho tiempo, aseguró. Su “novio francés” la invitaba, y a ella le parecía lo mejor para el “proyecto”. Llevaré las cosas hasta el final, nos dijo, y tendremos la experiencia completa, el know how total de la “lucha”.
No nos volvimos a ver los tres, aunque Rubén y Svetlana pasaron juntos cada día, hasta la noche en que le tocó partir. Rubén me llamó, y me pidió que yo la acompañara al aeropuerto, que él no quería, que él no podía ir.
Tomamos un taxi Svetlana y yo, y ella no paró de hablar en toda la carretera. Sin escucharme, y además yo no tenía nada que decir. Solo al llegar al aeropuerto hizo silencio. Sacó un billete de cincuenta euros y me lo quiso entregar, pero me rehusé, todavía no sé por qué. Entonces nos abrazamos antes que ella cruzara los controles de emigración, me dijo adiós con la mano, y la puerta metálica se cerró tras ella. No creo que haya llorado.
Desde el aeropuerto llamé a Rubén, pero me respondió su contestadora. Decidí romper las reglas, y tomé un taxi, para llegar a su casa lo antes posible. Lo encontré en la cama, bocabajo, vomitado. Las últimas píldoras se veían casi enteras entre la bilis.
La policía me mantuvo retenido varios días. Estuve más solo que nunca en aquella celda, y allí escribí la canción. Pero me salió buena.
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