Ernesto Pérez Castillo
Yo, que no tengo abuelita, veo siempre con mal ojo los elogios. Especialmente los elogios de oficio, los que dictan las buenas maneras, la santidad que gratuita se vierte sobre el hombre que llegó al final del camino.
Así, puedo decir ahora y quiero, que leí en un dos por tres El evangelio según Jesús Cristo, que me gustó, que lo disfruté, pero siempre en la corta medida en que habría disfrutado cualquier buen boceto, una obra que me dejó el sabor de inacabada, de potencialidades tan bien planteadas como incumplidas, que deja más promesas que frutos colgando de las ramas.
Luego, hace ya cinco años, tuve un buen mediodía a José Saramago delante de mí. Y ese día me convenció, no el escritor, pero si el tipo, el inconforme, el fulano que gusta y sabe buscarle la cuarta pata al gato.
Sucedió el encuentro en el Centro Onelio, y desde media mañana esperaban allí por él casi medio centenar de escritores jóvenes, que lo aguardaban como se aguarda al Mesías. Y este señor llegó, con ninguna humildad –ni falta que le hacía–, y dedicó más de una hora de charla a desbarrar contra todo intento de “enseñar a escribir”.
Recuerdo su voz hipnotizando aquel auditorio con una metáfora: el pez que sabe a qué profundidad le conviene nadar, y que se empeña en ser el mejor nadador a esa profundidad. La metáfora era buena… solo que ningún pez toma ese tipo de decisiones, es la biología, pura y dura, quien decide eso por él, así que a diez de últimas la metáfora era bonita, pero inútil ¿cómo todas?
Y eso fue lo bueno, y eso fue lo que me convenció esa tarde, ver que Saramago tenía una fe tremenda en lo que decía, pues nada de lo que dijo lo planteó como una posibilidad sino como una verdad de acero, su verdad, sin querer suavizarla ni adornarla para hacerla más tragable, sin importarle al parecer qué opinarían luego de él aquellos jóvenes que le escuchaban con la boca abierta, como los peces de las peceras.
Ese fue el valor de ese encuentro lejano, en que nunca me acerqué al premio Nobel: verle diciendo, y no son sus palabras sino las mías, que no hay nada que aprender que no debas aprender por ti mismo. Solo que ya eso lo sabía de antes.
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