miércoles, 26 de mayo de 2010

MOSCÚ, MASHA Y LA FELICIDAD

Ernesto Pérez Castillo

Moscú. Maskva. La ciudad helada que nos recibió, a regañadientes, en el otoño del ochenta y nueve. La gente ocupada en sí misma, el periódico Pravda que por fin comenzaba a contar la verdad: para ellos, los tres estudiantes cubanos que arribamos a iniciar estudios de Arte Dramático, apenas existimos.
Esa fue nuestra suerte y nuestro capital. Tanto no existíamos, que no molestábamos, no ocupábamos espacio alguno, y nos dejaban ser y hacer, porque nos ignoraban.
Allí estábamos, ese siete de noviembre, en medio de la nieve de la Plaza Roja, tiritando bajo nuestros grises paltós, tratando de parecer alegres en la foto que nos íbamos a tomar. El Mausoleo de Lenin al fondo del encuadre y, al otro lado de la cámara, Masha, empeñada en que ese fuera un día muy feliz.
Llevábamos una semana en la ciudad, tras un año desperdiciado en La Habana en el aprendizaje de un idioma del cual nunca llegamos a servirnos ni bien ni mal.
La noche anterior, en la segunda botella de vodka sin naranja, decidimos renunciar. Éramos los bichos raros del Instituto de Arte de Moscú. Los otros estudiantes nos miraban pasar y ni siquiera sentíamos curiosidad en sus miradas. Ni burla. Ni nada. Nadie sabía quiénes éramos, qué hacíamos allí ni cómo habíamos llegado ni les importaba para qué.
Con resignación, nos entregaron la llave del cuarto 216, que no tenía baño, que solo tenía camas para dos, sin calefacción, el doble cristal de la única ventana lleno de garabatos en inglés, y del techo pendía una bombilla de cuarenta watts, fundida.
Pedimos otra cama, y una bombilla nueva, y anotaron nuestro pedido al final de una larga lista de solicitudes, de varias páginas. Salimos de la administración y, de vuelta al 216, vimos entreabierta la puerta de otro cuarto.
Llamamos, y nadie contestó. Entramos, y allí conseguimos la cama que nos hacía falta y una bombilla nueva. Nos llevamos también un samovar, sin que de momento nos importara demasiado que no supiésemos cómo usarlo.
Ese fue nuestro primer día allí. A la semana, borrachos y decididos a regresar a Cuba, escuchamos aquellos golpes desesperados en nuestra puerta. Abrimos, y así apareció Masha en nuestras vidas: el cabello rubio, muy corto, revuelto; los ojos azules, muy claros, asustados; los senos pequeños, de pezones duros, desnudos.
Entró, cerró sin mirarnos y pasó el seguro, agitada la respiración. Recostó la espalda a la puerta, y se deslizó hasta el suelo, sin decir una palabra, cubriéndose el pecho.
Nosotros permanecimos quietos, silenciosos, hasta que Tomás se le acercó con una cobija entre las manos, y la arropó allí mismo, en el suelo. Ella le dejó hacer, y luego se hizo un ovillo sobre la alfombra de la entrada, con la cobija de Tomás.
Guardamos la botella, apagamos la luz, y cada quien se fue a su cama en silencio. Sabíamos que algo terrible acababa de suceder, pero también sabíamos que ninguno de los tres quería saber qué fue.
A la mañana siguiente nos despertó el olor del té recién hecho y el rumor del samovar contra las maderas del piso de la habitación. Masha sirvió las tazas y nos invitó a desayunar.


Descendimos del metro en la estación Komsomolskaya, y salimos a la avenida, guiados por Masha, que en el trayecto no paró de sonreír.
Sería un día feliz, nos prometió después del desayuno, sin comentar ni una palabra sobre la noche anterior, y sin que ninguno de los tres se atreviera a preguntarle nada.
El frío se colaba entre nuestras ropas. Pese a los guantes, los gorros, las bufandas, nos punzaba el cuerpo. Lo sentíamos especialmente en los oídos, la frente, los labios, y dábamos constantes resbalones sobre la nieve sucia y dura como un cristal bajo nuestros pies.
Así llegamos, entumecidos, a la Plaza Roja.
Nos hicimos esa y muchas otras fotos, aunque solo esa imprimimos después. Las demás quedaron desenfocadas, o el encuadre era pésimo, o el rebote de la luz en la nieve quemó el negativo. Pero en aquella, nuestra única foto, parecíamos alegres de verdad. Masha nos indicó las posiciones que debíamos adoptar, contra qué fondo pararnos, desde qué ángulo quería que miráramos a la cámara.
Luego nos invitó a un café de la Plaza Pushkin, y allí pidió kvas para los cuatro. Sentados al calor de ese local cerrado, entre el humo de los cigarrillos de los habituales, Masha comenzó a hablar.
Primero solo dijo nimiedades, cosas que olvidamos de inmediato: el nombre de la aldea donde nació, su preferencia por ciertos tipos de infusiones, el deseo de vivir en otro país.
Luego se sacó el abrigo, lo dobló sobre sus piernas, se acodó en él, y en voz muy baja y por primera vez en español, nos dijo, sin mirar a ninguno de los tres sino a un punto indeterminado en la avenida, a través de los cristales a nuestras espaldas:
–Muchachos, yo quiero irme a Cuba. ¿Cuál de los tres se casará conmigo?
Soltamos una carcajada al unísono, y Masha rió también, con aquellos ojos que pareciera podía anudarse tras su nuca. La hilaridad fue pasando, y Masha bajó la cabeza hasta apoyarla sobre el mantel.
Hicimos silencio, y ella levantó el rostro hacia nosotros, los ojos brillosos, llenos de lágrimas:
–Díganme muchachos, ¿cuál se casará conmigo?


Masha no estudiaba en el Instituto, pero solía pernoctar allí. Después de esa noche, muchas otras llamó a nuestra puerta, y le dejábamos entrar. Siempre llegaba con flores, que ponía en un búcaro que ella misma trajo y dejó en una esquina del cuarto, en el suelo, junto al samovar, y traía pastelillos, galletas, golosinas, cualquier cosa que sirviera para acompañar el té.
A retazos, fuimos componiendo la historia de Masha: su padre era cubano como nosotros, y también había estudiado en el Instituto, del cual fue una especie de alumno modelo, graduado con diploma de oro muchos años atrás.
Nos dijo su nombre, pero no conocíamos a ningún teatrista nuestro que se llamara así. Aventuramos que tal vez era alguien de provincias, desconocido en la capital.
Otra posibilidad era que su padre jamás hubiera regresado a Cuba, quizá abandonó el vuelo de retorno a la Isla en la escala de su avión en Canadá, y desde allí podría haber ido a dar a cualquier rincón del mundo. Pero eso no se lo quisimos decir.
Su madre ingresó al Instituto justo en el año en que aquel cubano terminaría sus estudios. No fueron novios, ni siquiera se conocieron durante el curso. Todo pasó en la noche de la graduación del cubano, y a la mañana siguiente la madre tomó el tren de vuelta a la aldea, para sus vacaciones.
Nunca regresó al Instituto. Cuando debía regresar a Moscú, ya su embarazo era evidente, y el padre la abofeteó a la entrada de la casa y tiró sus pocas cosas sobre la hierba del jardín.
La madre se marchó, nunca se supo a dónde, y solo una vez regresó a la aldea, un año después. Sin llamar a la puerta de la casa, dejó a la bebé en el portal, y se volvió a ir.
Así se lo contó su abuela, a los dieciocho años, cuando Masha decidió mudarse a Moscú. En la ciudad probó suerte en varios oficios, en los que duraba un mes o dos, de los que siempre la echaban. Un día alguien la confundió con una prostituta y le preguntó su tarifa.
Masha no era demasiado cara, por lo que supimos. Ella lo prefería así, y conservar su independencia, sin tener encima a la milicia ni a nadie que mirara por su seguridad y por ello cargara la mitad de sus ganancias, y encima disfrutara gratis sus favores.
Al Instituto iba porque allí la clientela era menos desagradable, y por la esperanza de alguna vez tener noticias de su padre, o de conocer a alguien con quien largarse a cualquier otro país.


Podían pasar dos y hasta tres semanas entre una y otra visita de Masha, y también tenía temporadas de venir casi un día sí y otro no. Igual de pronto aparecía cargada de comida, y permanecía en el cuarto un día detrás del otro, sin salir para nada. En esos días se ocupaba de lavar nuestra ropa, incluso si estuviera limpia, quitaba el polvo, dejaba reluciente el samovar. Luego, sin un aviso, sin una señal, volvía a desaparecer.
Las noches que pasaba con nosotros eran noches de charla y té. Al momento de dormir, ella se metía en la cama de alguno, nunca al azar sino siempre en un orden que jamás falló, aunque hubiera pasado más de un mes desde la última vez.
Una noche que tocó la puerta muy suavemente, cuando abrimos, la encontramos sonriente: traía una radio casetera en las manos. Entró, mirándonos por encima del hombro, con cara maliciosa, puso música, y comenzó a bailar.
Bailamos con ella los tres, reímos al verla intentar bailar nuestros sones, se burlaba ella cuando nosotros la queríamos seguir en una polka.
Llevábamos semanas esperándola, extrañándola. En algún momento de la madrugada le pedimos que cerrara los ojos. Que estirara las manos al frente. Le teníamos una sorpresa guardada desde varios días atrás.
Masha cerró los ojos, y extendió sus manos abiertas. Pusimos un sobre cerrado en sus manos. Debía adivinar qué contenía. No era dinero. No era una foto. No era una entrada al Teatro Bolshoi.
Desesperada, sonriente, nerviosa, Masha rasgó el sobre, y se quedó mirando aquello que tenía en las manos, sin comprender.
Era una copia de la llave de nuestro cuarto.
Fue como si aquel pedazo de metal le quemara las manos. Lo arrojó de sí, comenzó a gritar, histérica, a llorar, y nos golpeaba con los puños cerrados.
Luego dio un portazo y se largó.
Nos quedamos mudos, mirándonos sin entender. Un par de horas después, en medio de la madrugada, Masha regresó, silenciosa. Buscó en el suelo de la habitación hasta encontrar la llave, y con ella en las manos nos besó en los labios a los tres, algo que nunca volvió a hacer.
Luego nos dijo:
–Discúlpenme, muchachos, nunca he tenido la llave de ningún lugar.


Ninguno de nosotros tuvo sexo con Masha, aunque ella siempre se desnudaba para dormir. Los tres, y cada uno a su manera, la queríamos y, aunque nunca lo hablamos, sabíamos que el único modo de conservarla y conservar la alegría que su aparición traía, era dejar las cosas así.
Comenzando el verano, una noche, Masha abrió la puerta del cuarto cuando ya estábamos acostados. Tomás, al sentirla, encendió la luz, pero ella se lanzó sobre el interruptor y apagó la bombilla otra vez.
Alcanzamos a ver sus ropas rasgadas y varios moretones en el rostro, pero ninguno se animó a preguntar.
Quedamos en silencio. Solo se escuchaban en la habitación los bajos quejidos de Masha, que no se metió en la cama de ninguno, sino que se tiró sola, sobre la alfombra.
Antes del amanecer, antes que una gota de luz atravesara la ventana del cuarto, Masha habló:
–Llévenme con ustedes, muchachos. Seré la perra fiel del que me haga su esposa.
No contestamos. No nos movimos siquiera en nuestras camas.
Sin esperar la salida del sol, Masha abandonó la habitación, sin decirnos nada más. Los tres sospechamos que esta vez demoraría en regresar.


Tres días más tarde fuimos citados a la administración. Esperábamos que en algún momento seríamos requeridos, que alguien nos exigiría explicaciones por la presencia de Masha en nuestro cuarto.
La administradora ni nos invitó a sentar, leyó nuestros nombres en un documento, y luego nos lo entregó. Tardamos un rato en comprender.
En el documento se nos informaba que el convenio de estudios había sido cancelado, y teníamos una semana para abandonar el Instituto.
Nos parecía absurdo, a alguien se le estaba yendo la mano con ese castigo, Masha era solo una buena amiga, intentamos explicarle a la administradora, pero ella nos interrumpió:
–¿Masha? ¿A quién le importa vuestra Masha? Este es un aviso del gobierno de la República Rusa. O pagan, o se van. Esa Masha no tiene nada que ver.


En el consulado nos tranquilizaron.
Ya estaban al tanto, también ellos habían sido informados, habían comunicado la situación a La Habana, y estaban a la espera de una solución.
El propio cónsul nos dijo:
–Deben confiar en la Revolución. La Revolución no les dará la espalda en un momento así.
En el Instituto, cuando concluyó la semana de plazo, se hicieron de la vista gorda y nos dejaron estar sin decirnos nada más. Algún que otro profesor se nos acercó, interesándose por nuestra situación. Varios alumnos organizaron una colecta: querían pagarnos de sus bolsillos los estudios. Lo supimos cuando llamaron a nuestra puerta, para entregarnos el dinero recaudado.
Eso nos conmovió, por una vez sentimos que en verdad existíamos para ellos, pero les contestamos que no era necesario, que nuestro gobierno encontraría una solución, y no les aceptamos el dinero.
En el fondo, temíamos que aquello, lejos de ayudar, pudiera complicar más el asunto.


Entonces fuimos citados al consulado.
Nos hicieron pasar a una oficina, donde nos esperaba un funcionario al que no habíamos visto nunca antes. Nos explicó cuánto se había deteriorado la situación política en la Unión Soviética, y los costos que eso estaba representando para sus relaciones con Cuba. Nosotros mismos estábamos siendo víctimas de eso.
Al terminar, nos entregó nuestros pasaportes y boletos de avión para regresar a La Habana la noche siguiente. También nos entregó algunos rublos, para cualquier eventualidad.
Antes de salir de allí nos recordó:
–A las siete en punto un auto de la embajada los recogerá y los llevará al aeropuerto.


En el cuarto recogimos nuestras cosas, sin dirigirnos la palabra. Recordábamos que apenas a una semana de llegar nos queríamos ir.
Sin embargo, algo había cambiado, algo había pasado en esos meses. Ya no queríamos regresar. Pero ahí estábamos, empacando nuestras pocas cosas.
Luis, al terminar, preguntó qué haríamos con la radio casetera. Estuvimos de acuerdo en que se la llevara él. Tomás se llevaría el samovar.
Al levantar el samovar del suelo, Tomás descubrió allí la llave de Masha. Así supimos que esa madrugada ella nos abandonó para no volver jamás.
Yo me traje a Cuba la foto donde aparentamos estar felices, sobre la nieve de la Plaza Roja. En la foto solo estamos Luis, Tomás y yo, pero cada vez que la veo siento que al otro lado está Masha mirándonos, siempre risueña, tratando de darnos el imposible de su felicidad.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Anímate y continua escribiendo en esta cuerda, no regreses a los pseudo análisis políticos-sociales, se te dan profundamente decadentes. Sé que es difícil para ti y que si no cumples con la deshonesta tarea de alabar al régimen corres el riesgo que te desconecten de Internet. Aun así, ponte los pantalones, no morirás por quedar incomunicado, de todas formas el 99% de los cubanos no puede leer tu blog.
Sé que sabes de qué hablo. ¿Alguna vez te preguntaste quienes tienen acceso libre a internet en nuestro país? No hablemos ya del pueblo en general, sino de profesionales de altísimo nivel. Conozco cientos de intelectuales, artistas, escritores, cineastas, arquitectos, ingenieros y científicos que no desfrutan de ese privilegio en sus casas. Solo personas como tú, dispuestas siempre a decir lo que la cúpula política necesite puede gozar de ese privilegio. Te convido a que le cuentes a tus escasos lectores como te conectas a la red. ¿Qué servidor te provee internet? ¿Cuánto pagas por ese servicio? ¿Quiénes aprobaron tu conexión? ¿Qué puede hacer un cubano común para conectarse si le interesa leer lo que escribes en tu Blog? ¿Qué sucedería si uno del los privilegiados como tu decidiera discrepar abiertamente con tus opiniones políticas?

Ha sido grande la indignación del gobierno cubano ante la carta de los intelectuales españoles. Por consiguiente usaron a unos cuantos monigotes políticos para que hicieran la campaña de defensa en la prensa, la TV e Internet. Sin embargo recuerdo hace un par de años atrás, cuando circularon cientos de correos electrónicos escritos por intelectuales y artistas cubanos en protesta a la aparición de Pavón en TV cubana. Las quejas no se limitaban al tema Pavón, sino que fueron mucho más allá y se tocaron algunas pequeñas llagas comunistas. Ya sabes que paso, los medios de comunicación no dedicaron ni una palabra al tema, luego armaron una conferencia a puertas serradas en la Casa de las Américas y nadie ajeno al medio se entero de lo sucedido. La UNEAC emitió un ridículo comunicado desprovisto de firmas, así no más, a título de la UNEAC. Aquellos cientos de correos con todas sus demandas, muy claramente firmados con nombre y apellidos quedaron en el olvido. Habría sido interesante escuchar tu opinión en relación a aquel suceso.

salomon dijo...

Que clase mierda el comunismo,y que clase mierda la vida en Moscu,y que clase mierda los funcionarios cubanos en rusia y que clase mierda lo que escribes

Anónimo dijo...

pues yo soy cubana, vivo en Cuba y estoy leyendo el blog. Me parece muy bonito el relato de Masha, estuve en Moscu tambien en el 89. Que lastima que los que han comentado aqui no aprecien lo que estas relatando. Hay que vivirlo para saber lo que significó para los muchos cubanos que gracias a esa cooperacion hoy somos excelentes profesionales, en Cuba y fuera de Cuba.
Saludos
CATMAR

Anónimo dijo...

CATMAR,Yo escribí el primer comentario, y nunca dije que no fuera interesante y bien escrito el cuanto de Masha y Moscu, por el contrario. Incluso exhorté a Ernesto a continuar escribiendo en este estilo. Si él se dedicara exclusivamente a eso merecería todo mi respeto, pero lamentablemente también incursiona en el análisis político, el cual, insisto, se le da de una manera bastante demagógica y decadente. Si eres cubana sabes de qué hablo, y sabes que lo que mencione en mi comentario inicial es totalmente cierto. Lógicamente, comprendo que no puedes emitir opiniones políticas públicamente, se las consecuencias que ello conlleva, pero por favor, no tergiverses la opinión ajena. Te aclaro además que yo fui uno de los beneficiados, aunque no directamente, con los programas de cooperación académica entre la antigua URSS y Cuba. Muchos de mis maestros, profesionales de altísimo nivel, se formaron allí o en otros países del desaparecido bloque socialista europeo.