Hace algunos días una amiga me visitó. Para llegar a mi casa tuvo que recorrer una gran distancia, porque ella vive bien lejos. Mi amiga es joven, y es bella, y las botellas se le dan muy fácilmente. Tras cada viaje tiene siempre una aventura que contar: ha conocido capitanes de barcos, ex-macheteros vanguardias, dirigentes serios, hijos de papi, gerentes de una sola hora (la que comparten con ella en el trayecto), empresaurios de todo tipo, hombres felices que la transportan sin ni siquiera mirarla, otros que insisten glotones en verla de nuevo el día después, poetas que aprovechan las paradas en la roja del semáforo para leerle un poema (en realidad creo eso solo ocurrió en un sueño de mi amiga, pues los poetas no suelen tener carro).
Su belleza es tal que se da el lujo de contar que ha viajado en ambulancias de cuidados intensivos, turistaxis que no le cobran un centavo, camiones de bomberos que a su pedido hacen aullar la sirena, y que más de una vez ha hecho chillar las gomas a un auto patrullero...
Así que esta vez, y después de saludarme, me soltó esta historia: la había recogido un tipo (de cuyo rostro ya no podía acordarse) que conducía uno de esos super carros que se alquilan en dólares (en muchos dólares, acoté yo).
Ella pidió que no la interrumpiera y siguió: cada vez que pasaban junto a una shoping, un cupet, o cualquier otra venduta dolarizada, el tipo interrumpía la marcha y se bajaba para regresar trayéndole un helado, un refresco, chocolates, galletas, un sandwich, una lata de malta, de aquí un pollo frito, de allá un muñeco de peluche...
Detrás del timón el tipo hablaba y hablaba. Decía tener mucho, muchísimo dinero (cuando abria la billetera, como al descuido, dejaba ver el abundoso fajo del billetaje que la reventaba, aunque nunca dijo cuál era su modo de ganarlo) y embutía a mi amiga que al final cargaba cuatro jabas llenas de cosas y más cosas.
El caso es que este señor (que ni era muy viejo ni tenía alas) se desvió varios kilómetros de su ruta para dejar a mi amiga frente a la puerta de mi casa, y antes de dejarla bajar le propuso matrimonio.
Mi amiga le sonrió, le agradeció el ofrecimiento y le dijo que no. Él se quedó estupefacto y solo atinó a preguntar: ¿vas a encontrar alguien por ahí que pueda ofrecerte todo esto?
Ella comprendió que no tenía caso intentar una respuesta. Le volvió a dar las gracias, le dijo que había sido muy amable, y subió las escaleras para contarme su última aventura mientras abajo se escuchaba aun el acelerón del auto que se marchaba.
Mi amiga me contó su historia a carcajadas, sentada en una de las denvensijadas butacas de mi sala, tomándose un vaso de agua al tiempo (mi refrigerador hace un par de años que está roto) y cuando le ofrecí mi improvisado y pobre té de cascaras de naranjas, se quedó un instante seria, yo diría que hasta triste, y dijo:
–El pobre, solo tiene dinero. No tiene más nada que ofrecer.
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2 comentarios:
Una historia que promete con un final apresurado. Me dejas con las ganas.
bueno, era solo un articulito que publique en somos jovenes, y no habia mucho espacio... lo invente para una pagina que se nos quedaba en blanco en la revista.
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