Ya me aburrí de alejar de esta casa a los que me pretenden y ahora juego a que me violan y los decapito al amanecer. Pero son insaciables. Cada noche vuelven y beben y se hartan mientras yo les miro desde mi sillón de viuda probable y espero la medianoche en que sortean cuál me poseerá esa madrugada. Luego se van y el desafortunado de turno me arrastra hasta tu cama con obstinación de adicto mortal a la ruleta rusa: allí he sido poseída de mil y una maneras desiguales y secas.
Yo les dejo hacer, mansa, como una paloma degollada, y al alba los ciego clavando en sus ojos mis dedos con ternura. Luego corto sus cabezas con la espada que dejaste a tus hijos para que me defendieran. Los cadáveres alimentan la pira del banquete nocturno, y esparzo las cenizas al viento de modo que queden insepultos y malditos.
Mis amantes son los hilos del manto inmenso que tejo tenaz para que no regreses nunca. Si un día apareces por esa puerta sus fantasmas te echarán a patadas por el culo. Ellos colman las habitaciones. De día les veo deambular nostálgicos y se despeñan desde los balcones para morirse otra vez porque no aceptan su derrota y olvidan el maleficio que nos ha regalado prometeo de hacernos ignorantes, para que buscásemos luz, y ciegos, para que tuviésemos fe.
Pero tú, siempre el más obtuso, sé ciego hasta el final y no regreses nunca. Cada atardecer, antes que el sol baje y se eclipse tras el horizonte, le rezo para que te tuerza y te laberinte los caminos, y ni por error te enrumbe de vuelta. Porque si algún día te atreves a volver habrás de pasar las pruebas a que someto a cada impostor que simula ser tú, y de las cuales ninguno sobrevive porque las inventaste tú mismo, a sabiendas de que eran letales incluso para ti.
Tardé tanto en aceptar que la mortalidad absoluta y consciente de tales pruebas era señal irremisible de que no regresarías nunca porque prometiste volver antes que tuviera fuerzas para empuñar la espada el hijo que engendraste entonces, y en mi vientre quedaba como garantía. Cuando lo vi nacer y uno de tus guerreros, luego supe que dejado sólo para ello, le cortó las manos, no dudé más. Eres un cochino traidor de guante blanco.
Así, el odio entinta cada uno de mis gestos, incluso los casuales, los del azar, los de no recordarlos nunca, porque he hecho del odio un ritual y por el odio es que sigo viva. Me alimento sólo para odiarte más, y para que más te odien tus hijos.
En ellos no debes poner la más mínima esperanza de salvación, he sido cuidadosamente sutil a la hora de sembrar la hidra de la abominación en sus corazones. Lejos de blasfemar tu memoria, llené la casa de reliquias tuyas que debían adorar y ante las cuales ofrendaban la mitad de sus alimentos, aún en las mayores hambrunas. Les obligué aprender de memoria cuantos versos compusieron los poetas para alabar tu gloria, y se los hice entonar por turnos hasta el cansancio o la fatiga.
De ahí que miren tu imagen en las paredes e instintivamente lleven la mano al pomo de la espada. Cuando pudieron escapar a mi dominación, destruyeron las reliquias que te recordaban, y escupen a tu hijo menor, el único que a pesar de la ausencia de sus manos pone amor en tu recuerdo.
El mayor, que se sobrepasaba siempre, para ofenderte hasta el incesto, se presentó una noche al sorteo de mis amantes, con tan mala estrella que se alzó con la victoria. Le dejaron sólo e intentó tomarme, confiado en que además de mujer era su madre y contra él nada podría, mas, no tuvo tiempo siquiera de gritar y ya su cabeza volaba y el cuerpo caía hacia atrás, como si estuviera muy borracho. No lo creerás: al tomar su cabeza para arrojarla al fuego vi que sus mejillas estaban llenas de lágrimas.
Aquello aclaró a sus hermanos las fronteras a respetar. En lo siguiente se limitan a orinar sobre los restos de tus reliquias y a burlarse de los versos que cantan tu gloria, mientras esperan el día en que yo decrete por fin que estás muerto, o muera yo misma, para repartirse los restos de tu heredad.
Al hermano menor no le dejan tranquilo, aunque son menos malévolos: le cuentan cómo apestaba la casa si descansabas en ella al término de alguna de las batallas que inventaste para dejarnos solos. Dejarnos solos era parte de tu gloria, la gloria del guerrero que no sabe que para subsistir su mujer se prostituye, tu gloria de hojalata, tu gloria que no alcanza a alimentarnos.
Sólo una vez pensé que llegaría a perdonarte, por una razón que no tenía que ver contigo, al menos no directamente. Fue a causa de uno de mis amantes. No dijo nada, mas sentí que aquel hombre me amaba. Hicimos el amor sin amor, pero muy tiernamente, como si de veras nos amáramos, como dos amantes que se separan otra vez y se despiden.
La ilusión duró apenas tres segundos. Al final de la madrugada comprendí que no me amaba a mí, sino a la mujer suicida que soy, y comencé a odiarlo cuando dijo amar el modo en que me veía tomar la espada. Recuerdo su cara de enamorado fugaz y todavía me da asco. No le degollé: lo dejé sobrevivir aquella madrugada, y el muy imbécil cometió la estupidez de morirse de amor.
Algo que no comprendía era la amputación que ordenaste contra tu hijo menor. Luego supe. El oráculo, al partir, te previno: de la espada de aquel hijo te debías cuidar. Hice morir empalada a la guardia que habías dejado para protegernos, y que tan poco celo mostró frente al mutilador de tu hijo. De ese modo quedamos a merced de cuanto advenedizo cruzara el país hasta que se crearon las reglas para el derroche a pesar nuestro de lo que abandonaste en casa.
Si vieras con qué placer estos hombres, débiles y mezquinos, que no fueron capaces de seguir tus tropas, cobardes, enanos antes que hombres, si vieras con qué placer derraman tu vino y devoran tu ganado. Para ellos el placer, chatos, no es cuestión de contraste sino de intensidad. No comen carne, comen tu carne. No fuerzan una mujer, fuerzan tu mujer. No gozan cagando, gozan porque se cagan en ti. Luego se dejan matar porque te temen, y porque prefieren morir inmediatamente a mis manos, que esperar temblando mil años las tuyas.
Así te has convertido en el peor de los tiranos: has dado lugar a que tus súbditos cometan en su delirio infinitos crímenes, y son tantas culpas que ni uno sólo lleva en el reino la cabeza levantada. Si continúan pecando no es incontinencia ni maldad sino que ellos, a una, buscan la muerte. Yo los tolero y los mato por compasión, y porque en mis amantes entreno el arte de la decapitación con que habré de recibirte.
El por qué de que tu hijo menor, el de las amputaciones, te ame tanto, es un milagro de Dios. Debía ser el primero a la hora de humillar tu recuerdo, y sin embargo, se ha cuidado mucho de ello, aunque pienso que pudiera ser orgullo. Pero no. Quizás, luego de conocer los designios de oráculo, te esté infinitamente agradecido por evitarle pecar de parricida.
De cualquier manera yo tú no andaría por ahí tan seguro: con los mutilados nunca se sabe. El lleva sus muñones con humildad y hay cierta aureola de dignidad en cuanto hace. Cada amanecer, después de sus abluciones, ora por tu salud y pide tu regreso con fervor. Siempre al caer la tarde va al mar, y dicen que pasa horas oteando el horizonte por descubrir si vuelven tus naves.
Nunca te dije que nací oscureciendo, una tarde cualquiera, en un país muy pobre, a finales de invierno. Iba a empezar la primavera, es cierto, pero en casa apenas importaba. Yo nací por accidente, como casi todo el mundo. Por eso cuando me elegiste entre las esclavas para ser tu esposa, Tú, el señalado por los dioses, el magnífico, no pude sino hacerte votos de eterna gratitud.
Pero hasta la más inmensa gratitud tiene sus límites, y el límite de mi gratitud es la soledad. Y es que la soledad me ha ido lastrando con dos rencores náufragos. Uno es el olvido, porque hiere pero nunca alcanza hasta la muerte. Otro es el amor, porque siempre llega tarde, siempre muy tarde, siempre siempre.
Un tiempo fuimos jóvenes y amantes, y yo descubría la palabra amor enterrada en tu pecho. Pero ahora cada vez estoy más consumida, viajo hacia el centro de mí misma como un hueco negro en medio del espacio que decidiera, después de haber absorbido al universo, absorberse a sí mismo, y no soy ningún hueco negro, sino una mujer con un miedo enorme a la ancianidad que me ronda y me acosa desde tus ausencias. Por eso no tienes perdón, ni la memoria ni ninguna de sus santas triquiñuelas podrán convencerme. El tiempo todo lo sana pero yo me preocupo cotidiana y pertinaz en reabrirme las heridas. Pobre de ti. Soy una gran llaga, una úlcera, un cáncer que te espera.
Dios mío que no me has oído nunca, perdona mi soberbia, perdona estos deseos de matar al prójimo, perdóname y no me dejes sola a la hora del delirio y de las confusiones y guíame hasta la paz del arrepentimiento, pero déjame tener de qué arrepentirme, así te será más grato el momento en que me postre ante ti como una hija que regresa. Dios mío, señor, soy una actriz, una comediante: mátame señor, por favor, mátame las máscaras.
No lloro nunca porque estoy viviendo más allá del llanto y del dolor. Estoy viviendo en una memoria de espinas que me hinca la esperanza. Yo te arrancaré a pedradas las mentiras de la despedida. Yo te arrancaré pedazos de hígado cada amanecer.
Tu amor por mí fue un gesto hermoso, pero impropio. Debiste amar a una hembra de tu raza para que pudieras pisotearla sin rencores y te fuera fiel hasta el dolor. Yo soy tu hamartía porque vengo de una raza de puñales, tan humillada siempre, que ha elevado su orgullo hasta los dioses.
Mi sola preocupación era el amor profesado a ti por el hijo mutilado, pero, mutilado al fin, poco podría en tu auxilio. Ya no estoy tan segura. Una tarde de otoño lo seguí hasta el mar y, con espanto, sorprendí la hermosa destreza con que sus muñones manejan la espada. Sólo una obstinación como la mía pueden haberle forjado la voluntad para llegar a servirse de su arma con la belleza con que le vi danzar los pasos de aquel solo de espadachín.
No temo que intente nada contra mí, hoy sé que su amor a ti es de histrión, y sus cantos de alabanza son como los cantos de la asquerosa hiena. No es mi enemigo: es mi competidor. Ha aprendido a manejar la espada para que cumplas la promesa de regresar, está pronto a ejecutar el fatal oráculo que a él te enlaza. Por eso me preocupo: nadie me quitará el privilegio de tu martirio. Si algún día regresas lo primero que hallarás será su cabeza clavada en una pica a la puerta de la casa. Habré concluido la obra que tú no pudiste cobarde.
Y si los dioses te ayudan, o si los años son tantos, que a tu regreso las trampas que preparaste a los usurpadores se han quebrado y logras salir vivo de ellas, si en definitiva puedo comprobar que eres tú, te digo, si regresas, no lo quiera dios, te voy a matar. Te voy a matar despacio delante de tus hijos. Hijo de perra, porque lo peor es que te espero y lo sabes, te espero aún después del odio.
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