Fue en 1990 cuando le escuché confesar a la doctora Graciela Pogolotti que uno de sus libros de cabecera era La cartuja de Parma, de Stendhal (Grenoble, 1783 / París, 1842), el francés cuyo nombre conocido es Henri Beyle. Oírle decir eso a la doctora me hizo pensar que no estaba yo tan perdido, pues justo había comenzado a leer la novela un par de días antes, y sus palabras me llevaron a leerla con mayor interés.
Ya me había impresionado La cartuja… por una frase que me produjo un repentino escozor, cuando narra la estancia de las tropas napoleónicas en Milán:
«Esa época de imprevista felicidad y de embriaguez no duró más que dos breves años; la locura había sido tan excesiva y tan general, que me sería imposible dar idea de ella, como no sea por esta reflexión histórica y profunda: aquel pueblo llevaba cien años aburriéndose.»
Me alarmó al leerla su cercanía con el título de la más conocida novela de García Márquez, Cien años de soledad, aunque este se caiga de espaldas jurando que su estilo es un intento por copiar el modo en que hablaba su abuela. Lo cierto es que en La cartuja… el lector paciente y avispado encontrará otras mil cercanías con el modo de contar del colombiano.
Pero ello no es lo principal. Para nada. El asunto explotó ante mis narice solo al llegar a una brevísima descripción de lo vivido por el protagonista de La cartuja… en la batalla de Waterloo. Stendhal, al intentar plasmar el horror de la guerra, escribió:
«Lo que le pareció horrible fue un caballo ensangrentado que se revolcaba en la tierra labrada, pisándose sus propios intestinos: quería seguir a los demás.»
Ahí sí que se me dispararon todas las alarmas… Y es que un par de años antes me había afectado particularmente, y aun permanece ardiendo en mi memoria, un pasaje de Sin novedad en el frente, la novela del alemán Erich Maria Remarque (Osnabrück, 1898 / Locarno, 1970). Allí se narra otra batalla, de la gran carnicería que fue la primera guerra mundial, y Remarque apuntó:
«Nunca había yo oído gritar a un caballo, y apenas lo puedo creer. Es toda la miseria del mundo, es la tortura de todos los seres vivos, el dolor espantoso, feroz, el que brama. [...] Son los caballos heridos [...]. Algunos galopan más allá, caen a tierra, siguen corriendo. Uno lleva abierto el vientre, le cuelgan los intestinos; se enreda en ellos las patas y cae; pero se levanta de nuevo.»
Ambos, el francés y el alemán, han elegido preciso la misma escena para denunciar el horror de la guerra, la de los caballos heridos, y más aun, para reforzar el efecto sobrecogedor en el lector, escogen de entre mil posibilidades, la imagen del caballo al que se le enredan las patas en sus propios intestinos.
Pudiera pensarse que es una casualidad, solo que sería una casualidad muy tremenda. Y el caso es que yo no creo en casualidades. No por gusto median casi cien años entre la escritura de una y otra novela. Y, «casualmente», ambas fueron escritas por autores que usaban seudónimos… y ahí también huele todo a gato encerrado, pues resulta que Stendhal, conocido como Henri Beyle, se llamaba en realidad Henri Marie Beyle, así, con ese Marie que tanto nos lo acerca al otro autor, Erich Maria Remarque. Solo que Stendhal suprimió de su nombre el Marie.
Pero… Remarque tampoco se llamaba así, ese es el nombre que él se inventó. En realidad su apellido de nacimiento era Kramer, que él invirtió para obtener Remark, o Remarque, como más se le conoce. Y hay más… Su segundo nombre era en verdad Paul, y él lo eliminó y se añadió el Maria.
Otra coincidencia, ¿no? Resulta que tenemos a dos autores, que ambos firmaban con seudónimos, y que uno de ellos suprimió de su nombre real el Marie que a su vez el otro añadió al suyo.
Y para no seguir, baste añadir que La cartuja de Parma fue precisamente la última novela de Stendhal, al tiempo que Sin novedad en el frente, escrita noventa años después, resulta ser la primera novela de Remarque.
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