Si ella entrara alguna vez, no tendría de qué sorprenderse. Desde la ventana de su apartamento en el primer piso del edificio de al lado, se ve completamente la habitación. Lo espió durante meses. Allí estaría el colchón, sobre el suelo. En la esquina, el tubo empotrado que hace de colgador. Allí los percheros con la ropa limpia. Bajo la ventana, la porción de piso sin baldosas, poco más de un metro cuadrado.
El resto de la habitación embaldosinada en blanco y gris. El techo blanco. La lámpara apagada. Cerrada la ventana. La luna sobre el cuadrado de suelo desvestido. Al centro, el martillo neumático, clavado hasta la media caña. Las mangueras del aire comprimido cruzando hacia el compresor, silencioso, en la sala.
Han sido vecinos desde siempre. Tan vecinos como cualquiera. Sin mirarse a los ojos jamás, sin reconocerse cuando la casualidad los cruza en el barrio o en cualquier otro punto de la ciudad. Sin memoria del otro en el mercado. Sin haberse dirigido en ninguna ocasión la palabra. Del todo transparentes el uno para el otro. Invisibles. Perfectamente vecinos.
Una mañana despertó sudada. En el sueño, la atormentaba un ruido infernal. Saltó de la cama, y olvidó inmediatamente lo soñado. Solo conservó rastro de una pesadilla. Y el ruido, que seguía ahí, instalado en su vigilia. Más infernal aun. Entonces se asomó a la ventana.
Así lo descubrió. Sudoroso, el pecho desnudo, descalzo, vistiendo apenas un viejo short de mezclilla, empuñando aquel martillo neumático que la despertó.
Iba a gritarle algo, alguna grosería, justo en el instante en que él levantó la mirada. Solo esa vez la vio, un piso por encima de él, el cabello corto y revuelto, una camiseta sin mangas, la luz de la mañana –y el ruido– obligándola a entrecerrar los ojos.
Ella entornó sus persianas. Él volvió a concentrarse en su trabajo. Ella encendió un cigarro. Él la olvidó al instante. Ella comenzó a espiarlo. Él, el martillo neumático contra el suelo. Ella se fijó en la vibración que la pesada herramienta transmitía a los músculos de su pecho, a sus hombros. Él continuó perforando otra media hora. Ella tuvo un orgasmo.
Él duerme solo. Duerme en las tardes. De noche corre una cortina tras los cristales de su ventana, y ella solo alcanza ver una luz muy tenue que la atraviesa. Ni una sombra, ni un movimiento, ni nada.
Ella duerme sola. En las tardes, en las noches, en las mañanas. Duerme cuanto puede. Tampoco tiene pareja. Nunca se masturba. Solo aquella mañana. Y ni siquiera lo hizo pensando en él. La vibración de aquellos músculos le trajo algo a la memoria.
De adolescente, regresando de la escuela, cortó camino a través del parque. Entre los arbustos, una pareja se besaba. La muchacha se abrió la blusa y frotó sus pezones contra el pecho velludo del muchacho. Ella se detuvo. Entre ella y la pareja, un señor también miraba.
El señor estaba a pocos pasos, ella veía su perfil recortado contra la vegetación que lo ocultaba. El señor se frotaba entre las piernas. Ella contuvo la respiración. Era un señor muy bien vestido, elegante incluso. Mayor. El señor se abrió la bragueta y sacó el pene.
El muchacho sacó su pene, la muchacha lo tomó entre sus manos y comenzó a besarlo, a acariciarlo con la lengua, a introducirlo una y otra vez en su boca. El muchacho miraba a todos lados. La muchacha comenzó a tragar con los ojos cerrados. El señor se sacudía el pene rudamente y, cuando comenzaron a fluir los chorros de semen, empezó a vibrar, a estremecerse. Entonces ella echó a correr.
Nunca más recordó aquello, hasta la mañana en que vio los músculos vibrantes en la ventana de los bajos. No fue consciente de lo que hacía hasta que comenzó a vibrar ella misma, detrás de sus persianas entornadas.
De noche, corrida la cortina, él enciende una pequeña luz y se tira en el colchón. A mirar el techo. Todas las mujeres, dos, tres, le han abandonado. Él se acuesta, piensa en ellas y se desvela.
A una la recuerda siempre de espaldas. Su espalda saliendo del mar mientras él queda en el agua. Su espalda al desvestirse, siempre de espaldas. Su espalda en el aeropuerto sin volverse hacia él después del último beso, sin una mirada, sin un gesto con la mano, sin un último adiós. Solo su espalda.
A otra la recuerda desnuda, penetrada, apretándose los pechos, gimiendo a horcajadas mientras él entra al cuarto y la encuentra con otro, a punto del orgasmo. La recuerda, la maldice, y se masturba.
En las mañanas él descorre las cortinas, abre las ventanas al fresco, fuma un par de cigarrillos mirando la gente pasar. Fuma y bebe un café largo. Nunca sale, nadie lo visita, nunca una mujer. Bebe su café, fuma uno tras otros sus cigarros, se asoma a la ventana, se tira nuevamente a la cama, lee. Duerme desde la caída del sol hasta la medianoche.
Ella le sigue los horarios. Cuando él abandona la ventana, ella cuenta «uno, dos, tres...» y él reaparece, protege con una mano sus ojos del sol, y mira hacia arriba, hacia la ventana de ella, siempre cerrada desde la única vez que se miraron a los ojos.
Quizá él no mira hacia su ventana. Quizá solo mira hacia arriba, hacia ningún lugar. Ella no sabe. Pero lo espía, se aprende su rutina, se ríe de su elementalidad. Se aburre. Es a media mañana que enciende el compresor, toma el martillo neumático, y perfora el mismo pedazo de suelo. De nueve a doce, de lunes a viernes, nunca los fines de semana. Los fines de semana desaparece. Cerrada la ventana, ninguna luz tras el cristal. No lo ha visto salir ni entrar, no le llega un ruido, un sonido, solo el silencio que flota sobre sus sábados y sus tardes de domingo.
Los fines de semana ella dibuja. Empapela las paredes del apartamento, del piso al techo, techo y piso incluidos, pieza a pieza, con sus cartulinas. Imitaciones desproporcionadas. Dólares, libras esterlinas, euros, yenes, el falso dinero a la vista, debajo, encima, delante y detrás de quienes la visitan. No es una artista. Ni siquiera lo ha pensado. Ni ella ni su amiga, que llega cada domingo poco antes de la media noche, y la ayuda a pegar las malas copias, le sostiene la escalera, le habla y le habla sin parar, hasta el amanecer.
Alguna madrugada, cansadas, cansadas de todo, dejan la escalera, los billetes, el engrudo y descorchan un vino. Beben, hablan muy bajo, se toman de las manos, se besaron una vez.
Esa madrugada la amiga lloró y ella la invitó a bailar. La música era suave. Bailaron abrazadas, la amiga no dejaba de llorar. Ella le tomó el rostro y la vio bella. La amiga cerró los ojos y ella le besó los ojos húmedos y le besó los labios. La amiga la abrazó muy fuerte, siguieron bailando. Nunca más se han vuelto a besar.
Los lunes amanece sola. La amiga nunca se despide. Se duerme y la amiga desaparece hasta otro domingo. Despierta los lunes, enciende un cigarro, mira por entre las persianas, y ahí está él, la ventana abierta, su cigarrillo y su café.
Él perfora siempre en el mismo lugar. En la tarde apisona el suelo removido, lo compacta, y al día siguiente vuelve a perforar. No busca nada, no tiene un plan preciso. Solo trabaja. Solo se empeña de balde. Suda y maldice mientras perfora una y otra vez el mismo pedazo de suelo. Ella ha visto que a veces llora, deja caer el martillo, lo patea, termina echado sobre la tierra removida, sus gritos a salvo bajo el ruido salvaje del compresor.
No le importa por qué él perfora. Solo le espía su soledad, disfruta su violencia, su perseverancia. Solo le da lástima. Le espía y vuelve la mirada a sus paredes colmadas de billetes falsos, y siente lástima otra vez, y sonríe.
Pero a veces lo ve alegre. Danza con el martillo, da saltos, ríe. Entonces lo sabe lejano. Más que lejano, ajeno. Un fantasma detrás de la ventana. Una sombra. Y deja de espiar.
Él ríe por causas simples. Un recuerdo ante el rebote del metal contra la piedra. El hallazgo, otra vez, de la misma caracola. Una chispa repentina que salta. Él sufre por causas simples. El olvido, el hallazgo de nada, la oscuridad. O viceversa. Todo depende del día, del curso de los astros, de la nube gris, del aguacero desplomado.
Ella amó una vez, y cree amar de vez en cuando. A ratos cree que la aman. Pero no le importa, o eso cree. Se deja llevar, acepta una caricia, responde, suda. Luego regresa a su apartamento, y nunca timbra el teléfono ni tocan a su puerta, ni llama ella ni busca. Solo dibuja sus billetes, espía en la ventana, espera.
Una noche ella tocará en su puerta.. Le mirará a los ojos cuando él abra. No la reconocerá. Desconoce que lo espía. No sabrá qué decir, qué hacer cuando la tenga delante. Pero ella sí. Será de mañana. Habrá llovido y él tendrá aun corridas las cortinas, la luz del cuarto encendida aún. Ella entrará sin decir nada. Irá hasta el cuarto, tomará el martillo neumático en sus manos y le pedirá que haga funcionar el compresor.
El martillo vibrará y vibrará su cuerpo todo. Sentirá en sus senos la potencia de la vibración. Él mirará desde el colchón el estremecido movimiento de sus nalgas. Se le acercará, le sacará el vestido, y la tendrá desnuda ante sí, desnuda, vibrante y de espaldas. Y tendrá que besar sus hombros y su cuello y sus labios le recorrerán la espalda. Ella le dejará hacer. Sabrá que finalmente está sucediendo cuando su sexo se humedezca y se desee penetrada.
Así piensa mientras se masturba mirando su cuerpo, vibrante con el trabajo del martillo, el sudor que baja entre los vellos de su pecho y se pierde entre los vellos de su abdomen.
Él detiene su trabajo, pasa la palma de su mano por la frente, por el pecho húmedo. Enciende un cigarrillo, se asoma a la ventana. Así lo ve en el momento del orgasmo: envuelto en el humo del cigarro, su pensamiento puesto en nada.
Luego se viste, sale a la calle, cruza frente a su ventana como si no supiera que está ahí, y en el último momento vuelve el rostro hacía él. Él le sostiene la mirada. Ella sigue. Él cierra la ventana. Ella espera un par de minutos, y entonces atraviesa la verja de su jardín, llega hasta la puerta y llama con tres toques. Él abre, y la reconoce.
Ella lo mira a los ojos. Él aparta la mirada. Finalmente ella dice: «Ah, discúlpame». Y se da media vuelta. Camina hacía la salida del jardín, temiendo que él la llamará.
Pero él no la llama.
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1 comentario:
puto
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